—No es imposible, señor, ha habido una tormenta de nieve muy fuerte.
—Han podido aterrizar hasta que se alejara la tormenta.
—La tormenta se ha alejado, pero a ellos no los han vuelto a detectar los radares.
—Entonces eso quiere decir que el piloto se las ha agenciado para volar fuera del alcance de los radares y que los hemos perdido.
—No del todo, señor, se me ha ocurrido esta posibilidad: dos camiones cisterna con doce mil litros de carburante han salido de Pyt-Iakh a primera hora de la tarde y no han vuelto a su base hasta cuatro horas después. Si han efectuado el reabastecimiento del helicóptero de Egorov, ha tenido que ser a medio camino de Janty-Mansiisk, es decir, a exactamente dos horas de carretera de Pyt-Iakh.
—Eso no nos dice hacia dónde volaba ese helicóptero.
—No, pero he ido más allá en mis cálculos, el Mil Mi-26 (¡ene un radio de acción de seiscientos kilómetros, eso como máximo dados los vientos contrarios que se habrán encontrado por el camino. Desde que despegaron, han debido de trazar una línea recta hasta el lugar en que han aterrizado en ese lapso de tiempo. Si siguen en esa misma línea, y dado su radio de acción, llegarán justo antes de que anochezca a la república de los Komis, en algún lugar alrededor de Vuktyl.
—¿Tiene la más remota idea de por qué van allí?
—Todavía no, señor, pero si han recorrido cerca de tres mil kilómetros en once horas de vuelo, deben de tener serias razones para hacerlo. Si mañana por la mañana despegamos de Ekaterimburgo a bordo de un Sikorsky, podremos iniciar rotaciones desde mediodía para localizarlos.
—No, procedamos de otra manera, sobre todo no deben localizarnos ellos a nosotros, huirían en seguida. Averigüe dónde han podido aterrizar. Que los cuerpos de policía locales interroguen a los lugareños, que averigüen si alguien ha visto u oído ese helicóptero. Cuando esté más informado, llámeme al móvil, incluso en mitad de la noche si es necesario. Prepare también una unidad de intervención: si esos imbéciles han ido a esconderse en un rincón lo suficientemente aislado, entonces podremos intervenir sin reservas.
El piloto anunció que estábamos aproximándonos. Volvimos a nuestros asientos, y el copiloto a su puesto, pero Egorov nos invitó a levantarnos para descubrir a través de la carlinga lo que se perfilaba a lo lejos.
Al norte de los Urales, en una altiplanicie que se confunde con la línea del horizonte, se yerguen siete colosos de piedra. Parecen gigantes que se hubieran detenido mientras caminaban. La naturaleza, según dicen, los ha moldeado durante doscientos millones de años, ofreciéndonos uno de los legados geológicos más impresionantes del planeta. Los siete colosos no impresionan sólo por su tamaño, sino también por la manera en que están dispuestos. Seis tótems en semicírculo, de cara hacia un séptimo, de frente a ellos. En esta época del año llevan un grueso manto blanco que parece protegerlos del frío.
Me volví hacia Egorov, que estaba visiblemente emocionado.
—Ya no pensaba volver nunca —dijo en voz baja—. Tengo muchos recuerdos aquí.
El helicóptero iba perdiendo altitud. Grandes volutas de nieve se elevaban a medida que nos íbamos acercando al suelo.
—En mansi, Man-Pupu-Nyor significa «la pequeña montaña de los dioses» —prosiguió Egorov—. Antiguamente, el acceso a este yacimiento estaba reservado únicamente a los chamanes del pueblo mansi. Hay muchas leyendas acerca de Los Siete Gigantes de los Urales. La más extendida cuenta que estalló una discusión entre un chamán y seis colosos que surgieron del infierno para cruzar la cordillera. El chamán los transformó en esos monstruos de piedra, pero su hechizo lo afectó a él también: quedó prisionero en el interior del séptimo bloque de piedra, el que está frente a los demás. En invierno, la altiplanicie resulta inaccesible sin un entrenamiento de alto nivel, a menos que se llegue por el aire.
El helicóptero se posó en el suelo, el piloto detuvo las turbinas, y ya no se oía más que el silbido del viento que azotaba la carlinga.
—Vamos —ordenó Egorov—, no tenemos tiempo que perder.
Sus hombres desataron las correas que amarraban las grandes cajas de la bodega y empezaron a abrirlas. Las dos primeras contenían seis motos de nieve, cada una con capacidad para tres pasajeros. Otras contenían enganches cubiertos por gruesas telas impermeables. Cuando la puerta de la bodega se abrió hacia atrás, un viento gélido penetró en el habitáculo. Egorov nos indicó con un gesto que nos diéramos prisa, cada uno tenía que estar en su puesto si queríamos tener montado el campamento antes de que anocheciera.
—¿Sabe conducir estas máquinas? —me preguntó.
Yo había cruzado Londres en moto, desde luego… pero de paquete. Con un esquí y una oruga, la estabilidad sólo podía verse reforzada. Contesté que sí con la cabeza. Egorov debía de dudar de mi capacidad pues levantó los ojos al cielo en un gesto de exasperación cuando me puse a buscar en un lado de la moto el pedal para arrancar el motor. Tuvo que enseñarme dónde estaba la palanca eléctrica que servía para tal fin.
—En estas máquinas no hay posición neutra ni embrague, y no se acelera girando el manillar sino apretando la palanca que se encuentra bajo el freno. ¿Está seguro de que sabe conducir?
Asentí con la cabeza y le indiqué a Keira que montara conmigo. Mientras yo patinaba sobre la nieve —necesité un ratito para familiarizarme con ese artilugio—, los equipos de Egorov iban instalando el sistema de iluminación, que delimitaba el perímetro de nuestro campamento. Cuando encendieron los dos grandes grupos electrógenos, una gran parte de la meseta se iluminó, como si estuviéramos a plena luz del día. Tres hombres llevaban a la espalda unas bombonas unidas a unas pértigas que pulverizaban grandes lenguas de fuego. En tiempos de guerra los habría considerado lanzallamas, pero Egorov los llamaba «calentadores». Los hombres barrieron el suelo con ayuda de esas potentes antorchas. Una vez reblandecido el hielo, levantaron una decena de barracones perfectamente alineados. Estaban hechos de un material isotermo de color gris, por lo que todo el campamento muy pronto adquirió la apariencia de una base lunar. En un entorno que le era del todo extraño, Keira no tardó sin embargo en mostrar sus reflejos de arqueóloga. Uno de los refugios serviría de laboratorio. En seguida se puso a organizar sus herramientas, mientras los dos hombres que Egorov le había asignado como ayudantes vaciaban cajas que contenían más material del que ella había visto nunca. Me encomendaron la tarea de colocación, las inscripciones estaban en caracteres cirílicos, pero yo me las apañaba como podía, haciendo oídos sordos a los reproches que caían sobre mí cuando guardaba una paleta en el cajón reservado a las espátulas.
A las nueve de la noche, Egorov apareció en nuestro barracón y nos invitó a ir al comedor. Mi amor propio se vio seriamente tocado cuando constaté que, mientras yo estaba ocupado en guardar el contenido de diez cajas a lo sumo, el cocinero había logrado montar una cocina de campaña digna de una instalación militar.
Nos sirvieron una comida caliente. Los hombres de Egorov hablaban entre ellos sin prestarnos ninguna atención. Cenamos en la mesa del jefe, la única en la que en vez de cerveza había vino tinto de gran calidad. A las diez volvimos al trabajo. Siguiendo las instrucciones de Keira, una decena de hombres cuadricularon el terreno de excavaciones. A medianoche se oyó el tañido de una campana: fin de las primeras operaciones, el campamento estaba operativo, todo el mundo se fue a la cama.
Keira y yo disfrutábamos de dos catres de campaña situados aparte de los demás en el fondo de un barracón que contenía otros diez. Sólo Egorov tenía derecho a una tienda individual.
Se instaló el silencio, interrumpido por los ronquidos de los hombres, que se durmieron en seguida. Vi a Keira levantarse y venir hacia mí.
—Hazme sitio —murmuró, metiéndose dentro de mi saco de dormir—, vamos a darnos calor.
Se quedó dormida, agotada por todo el esfuerzo que acabábamos de hacer.
El viento soplaba cada vez más fuerte, inflando de vez en cuando las paredes de lona de nuestra tienda.
Una lucecita azul parpadeaba sobre la mesita de noche. Moscú cogió su teléfono móvil y contestó a la llamada.
—Los hemos localizado.
La joven que dormía a su lado se giró en la cama, y su mano se posó sobre el rostro de Moscú. Éste la apartó, se levantó y fue al saloncito de la suite que ocupaba con su amante.
—¿Cómo quiere que procedamos? —preguntó su interlocutor.
Moscú cogió una cajetilla de cigarrillos abandonada sobre el sofá, encendió uno y se acercó a la ventana. El agua del río ya debía de estar helada, pero el invierno aún no había apresado al Moscova.
—Organicen una operación de salvamento —contestó Moscú—. Dígales a sus hombres que los dos occidentales a los que tienen que liberar son dos científicos muy reconocidos y que su misión consiste en recuperarlos sanos y salvos. Que se muestren sin piedad para con los secuestradores.
—Un plan muy astuto. ¿Y en cuanto a Egorov?
—Si sobrevive al asalto, mejor para él; en caso contrario, que lo entierren con sus compinches. No dejen ninguna huella tras de ustedes. En cuanto los objetivos estén en un lugar seguro, me reuniré con usted. Trátenlos con consideración, pero que nadie hable con ellos antes de que yo llegue, y he dicho: «Nadie.»
—El territorio en el que tenemos que intervenir es particularmente hostil. Necesito tiempo para preparar una operación de tal envergadura.
—Reduzca ese tiempo a la mitad y llámeme cuando todo haya terminado.
Primer amanecer, la tormenta había cesado en mitad de la noche. El suelo estaba cubierto de nieve. Keira y yo salimos de nuestra tienda, vestidos como esquimales. Tan sólo nos separaban unos metros del comedor, pero cuando llegamos tenía la impresión de haber quemado ya todas las calorías acumuladas durante la noche. Hacía un frío polar. Egorov nos aseguró que, pocas horas más tarde, el aire sería más seco, y la quemazón del frío no se notaría tanto. En cuanto terminó de desayunar, Keira se puso manos a la obra, y yo la acompañé en su trabajo. Tenía que adaptarse a esas condiciones tan extremas. Uno de los hombres de Egorov le hacía las veces de capataz y de intérprete. Hablaba un inglés relativamente bueno. El terreno de excavaciones ya estaba delimitado. Keira lanzó una mirada en derredor y observó con atención los colosos de piedra. Era cierto que esos gigantes eran impresionantes. Me preguntaba si la naturaleza era la única responsable de las formas que habían adoptado. Doscientos millones de años durante los cuales la lluvia y el viento no habían dejado de esculpirlos.
—¿Crees de verdad que hay un chamán atrapado dentro? —me preguntó Keira, acercándose al tótem solitario.
—¿Quién sabe…? —le contesté—. Nunca sabemos qué parte de verdad hay en las leyendas.
—Tengo la sensación de que nos observan.
—¿Los gigantes?
—¡No, los hombres de Egorov! Parece que no nos prestaran atención, pero me doy cuenta de que nos vigilan por turnos. Qué tontería, ¿dónde quieren que vayamos?
—Eso es exactamente lo que me preocupa, estamos en libertad condicional en medio de este paisaje hostil y dependemos por completo de tu nuevo amiguito. Si encontramos el fragmento que estamos buscando, ¿qué nos asegura que no nos lo quitará para luego abandonarnos aquí?
—No le interesa nada hacer eso, necesita nuestra credibilidad científica.
—Siempre y cuando sus motivaciones sean de verdad las que nos ha dicho.
Cambiamos de tema pues Egorov venía hacia nosotros.
—He repasado mis apuntes de entonces, tendríamos que encontrar las primeras tumbas en esta zona —dijo, señalando el espacio comprendido entre los dos últimos gigantes de piedra—. Empecemos a excavar, no tenemos mucho tiempo.
O la memoria de Egorov era muy viva, o sus antiguos apuntes, muy buenos. A mediodía, sin ir más lejos, las excavaciones sacaron a la luz un primer descubrimiento que dejó a Keira sin palabras.
Llevábamos toda la mañana removiendo la tierra y despejando el terreno en una profundidad de ochenta centímetros más o menos, cuando de pronto aparecieron a la vista de todos los vestigios de una sepultura. Keira rastrilló el suelo, revelando un pedazo de tela negra. Extrajo unas cuantas fibras con ayuda de unas pequeñas pinzas y las metió en tres tubos de cristal que tapó en seguida. Luego prosiguió su trabajo, apartando el hielo con minuciosidad. Un poco más lejos, los hombres de Egorov repetían sus mismos gestos.
—¡Si de verdad son sumerios, es un hallazgo fabuloso! —exclamó, incorporándose—. Un grupo entero de sumerios al noroeste de los Urales. ¿Eres consciente, Adrian, del alcance de este descubrimiento? Y su estado de conservación es excepcional. Vamos a poder estudiar cómo se vestían y lo que comían.
—¡Creía que habían muerto de hambre!
—Sus órganos resecos nos revelarán los restos de bacterias ligadas a su alimentación, y sus huesos, las marcas de las enfermedades que los aquejaban.
Huí de esas explicaciones tan poco agradables para ir a buscar un termo con café. Keira se calentó los dedos con la taza, llevaba dos horas seguidas trabajando en el hielo. Le dolía la espalda, pero volvió a arrodillarse y de nuevo se puso manos a la obra.
Al final del día habían aparecido once tumbas. Los cuerpos que contenían estaban momificados por el frío, por lo que no tardó en plantearse la cuestión de su conservación. Keira sacó el tema a la hora de la cena, mientras hablaba con Egorov.
—¿Qué piensa hacer para preservarlos?
—Por ahora, con estas temperaturas no hay ningún peligro. Los vamos a dejar en una tienda sin calefacción. Dentro de dos días haré que me envíen por helicóptero contenedores estancos y llevaremos dos de los cuerpos a Pechora. Pienso que es importante que permanezcan en la república de los Komis. No hay motivo alguno para que los miembros de la Academia de Moscú se hagan con ellos; si quieren verlos, que se desplacen hasta aquí.
—¿Y qué hacemos con los demás? Nos habló usted de cincuenta tumbas, pero nada demuestra que esta meseta no albergue muchas más.
—Filmaremos las que hayamos abierto y luego las volveremos a cerrar hasta que le hayamos anunciado a la comunidad científica, con las pruebas que los respaldan, los espectaculares resultados de nuestros hallazgos. Entonces pondremos en regla las excavaciones con las autoridades competentes y tomaremos con éstas las disposiciones pertinentes. No quiero que nadie pueda pensar que mi intención es saquear nada. Pero les recuerdo que no es lo único que hemos venido a buscar aquí. No es el número de sepulturas de hielo lo que nos interesa, sino hallar la que encierra el fragmento de marras. Hay que dedicar menos tiempo a cada cuerpo, lo que hay alrededor es lo que tiene que acaparar nuestra atención.