—Es una locura, vamos por carretera, pero si estás sin blanca, Adrian.
—Justo antes de exhalar el último suspiro en la habitación de un hotel parisino, Oscar Wilde declaró: «Muero por encima de mis posibilidades.» ¡Ya que vamos a enfrentarnos a mil dificultades, déjame ser tan digno como él!
Me saqué del bolsillo un sobre que contenía un pequeño fajo de billetes verdes.
—¿De dónde ha salido ese dinero? —me preguntó Keira.
—Es un regalo de Ivory, me dio este sobre justo antes de que nos despidiéramos.
—¿Y lo aceptaste?
—Me hizo prometer que no lo abriría hasta que el avión hubiera despegado. A diez mil metros de altitud, no lo iba a tirar por la ventana…
Dejamos Adís Abeba a bordo de un Piper. El aparato no volaba muy alto. El piloto nos señaló una manada de elefantes que migraba hacia el norte, y un poco más lejos unas jirafas que corrían en mitad de una vasta llanura. Una hora más tarde, el avión inició el descenso. La corta pista de Jinka apareció ante nosotros. Las ruedas salieron de la carlinga y rebotaron sobre el suelo, el avión se paró y dio media vuelta al llegar al final de la pista. Por la ventanilla vi a todo un grupo de chiquillos precipitarse hacia nosotros. Sentado en un viejo tonel, un chico, mayor que los demás, observaba al avión rodar hacia la choza de paja que hacía las veces de terminal.
—Me parece que ese niño me suena —le dije a Keira, señalándolo con el dedo—. Fue él quien me ayudó a encontrarte cuando vine a buscarte la otra vez.
Keira se inclinó hacia la ventanilla. En un instante, vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Yo sé quién es —dijo.
El piloto apagó el motor que hacía girar las hélices. Keira fue la primera en bajar. Se abrió paso a través del montón de niños que gritaban y brincaban a su alrededor sin dejarla avanzar. El chico abandonó su tocón y se alejó.
—¡Harry! —gritó Keira—, Harry, soy yo.
Harry se dio la vuelta y se quedó paralizado. Keira se precipitó hacia él, le alborotó el pelo y lo abrazó.
—¿Ves? —le dijo entre sollozos—. He cumplido mi promesa.
Harry levantó la cabeza.
—¡Cuánto has tardado!
—He hecho cuanto he podido —contestó ella—, pero ahora ya estoy aquí.
—Tus amigos lo han reconstruido todo, ahora el campamento es más grande aún que antes de la tormenta. ¿Te vas a quedar esta vez?
—No lo sé, Harry, no sé nada.
—Entonces ¿cuándo te vuelves a marchar?
—Acabo de llegar ¿y ya quieres que me vaya?
El chico se zafó del abrazo de Keira y se alejó. Yo vacilé un momento pero luego corrí hacia él y lo alcancé.
—Escúchame, chaval, no ha pasado un solo día en que no hablara de ti, no se ha dormido una sola noche sin pensar en ti, ¿no crees que merece que la recibas con más cariño?
—Ahora está contigo. Entonces ¿por qué ha vuelto? ¿Por mí o para seguir excavando? Volved a vuestro país, tengo cosas que hacer.
—Harry, puedes negarte a creerlo, pero Keira te quiere, es así. Te quiere, si supieras lo muchísimo que te ha echado de menos… No le des la espalda. Te lo pido de hombre a hombre, no la rechaces.
—Déjalo en paz —dijo Keira, que nos había alcanzado—, haz lo que quieras, Harry, lo entiendo. Que me guardes rencor o no, no cambiará en nada lo mucho que te quiero.
Keira cogió su bolso y avanzó hacia la choza de paja sin mirar atrás. Harry vaciló un instante antes de precipitarse hacia ella.
—¿Dónde vas?
—No tengo ni idea, Harry. Tengo que tratar de reunirme con Éric y los demás; necesito su ayuda.
El chico se metió las manos en los bolsillos y le dio una patada a una piedra.
—Ya, ya veo —dijo.
—¿Qué es lo que ves?
—Que no puedes vivir sin mí.
—Eso, muchacho, lo sé desde el día en que te conocí.
—Quieres que te ayude a llegar hasta allí, ¿es eso?
Keira se arrodilló y lo miró fijamente a los ojos.
—Antes quiero que hagamos las paces —le dijo, abriéndole los brazos.
Harry vaciló un momento y le tendió la mano, pero Keira escondió la suya detrás de la espalda.
—No, quiero que me des un beso.
—Ya soy mayor para eso —dijo muy serio.
—Sí, pero yo no. Me vas a dar un abrazo, ¿sí o no?
—Me lo voy a pensar. Mientras tanto, sígueme, tenéis que dormir en algún sitio. Mañana te daré mi respuesta.
—De acuerdo —dijo Keira.
Harry me lanzó una mirada desafiante y abrió la marcha. Cogimos nuestro equipaje y lo seguimos por el sendero que llevaba a la aldea.
Delante de una choza había un hombre con una camiseta deshilachada. Se acordaba de mí y me hizo grandes gestos con los brazos.
—No sabía que fueras tan popular por aquí —me dijo Keira para burlarse de mí.
—Quizá porque la primera vez que vine dije que era amigo tuyo…
El hombre que nos acogió en su casa nos ofreció dos esteras donde dormir y algo de comer. Durante la cena, Harry se quedó delante de nosotros, sin apartar los ojos de Keira, y luego de pronto se levantó y se dirigió a la puerta.
—Volveré mañana —dijo, y salió de la casa.
Keira se precipitó fuera, yo la seguí, pero el muchacho ya se alejaba por la pista.
—Dale un poco de tiempo —le dije a Keira.
—No tenemos mucho —me contestó ella antes de volver muy triste a la choza.
Me despertó al alba el ruido de un motor que se acercaba. Salí a la puerta de la casa, un reguero de polvo precedía a un 4 x 4. El todoterreno frenó a mi altura, y en seguida reconocí a los dos italianos que me habían ayudado en mi primera estancia allí.
—Anda, qué sorpresa, ¿cómo otra vez por aquí? —me preguntó el más corpulento de los dos al bajar del coche.
Su tono amistoso me sonó falso y me hizo recelar de él.
—Como a ustedes, me encanta este país. Cuando vienes una vez, es difícil resistir las ganas de volver.
Keira se reunió conmigo en el porche de la casa y me rodeó con el brazo.
—Veo que ha encontrado a su amiga —dijo el otro italiano, que avanzaba hacia nosotros—. Es muy guapa, ahora comprendo su afán por dar con ella.
—¿Quiénes son estos tíos? —me dijo Keira al oído—, ¿Los conoces?
—No mucho, simplemente me crucé con ellos cuando buscaba tu campamento y me echaron una mano.
—¿Hay alguien en toda la región que no te ayudara a encontrarme?
—No seas antipática con ellos, no te pido más.
Los dos italianos se acercaron.
—¿No nos invitan a entrar? —preguntó el más fuerte—. Es pronto, pero ya hace un calor de espanto.
—No es nuestra casa y, además, no los conozco. No se han presentado —contestó Keira.
—Él es Giovanni, y yo, Marco. ¿Ahora ya sí podemos entrar?
—Ya se lo he dicho, no es nuestra casa —insistió Keira en un tono muy poco afable.
—Vamos, vamos —dijo el que se hacía llamar Giovanni—, ¿y qué hay de la hospitalidad africana? Podrían ofrecernos un poco de sombra y algo de beber; me muero de sed.
El hombre que nos había acogido en su choza se presentó en la puerta y nos invitó a entrar a todos. Puso cuatro vasos encima de una caja de madera, nos sirvió café y se retiró; se iba a trabajar al campo.
El tal Marco miraba a Keira de una manera que no me gustaba en absoluto.
—Es usted arqueóloga si mal no recuerdo, ¿no? —le preguntó.
—Está usted bien informado —contestó ella—, y por cierto, tenemos trabajo, hemos de irnos.
—Decididamente, no es usted la hospitalidad en persona. Podría ser más amable; después de todo, fuimos nosotros quienes ayudamos a su amigo a encontrarla hace unos meses, ¿no se lo ha dicho?
—Sí, todo el mundo de por aquí lo ayudó a encontrarme, y eso que no estaba perdida. Ahora, perdonen que sea tan directa pero de verdad tenemos prisa —dijo ella secamente mientras se ponía de pie.
Giovanni se levantó de un salto y se interpuso en su camino. Al instante, yo me interpuse en el suyo.
—Bueno, ya está bien, ¿qué quieren de nosotros?
—Nada, hombre, nada; charlar un ratito con ustedes, nada más. No solemos tener ocasión de cruzarnos con europeos por aquí.
—Bueno, pues ahora que ya hemos intercambiado unas palabras, déjenme pasar —insistió Keira.
—¡Siéntese! —le ordenó Marco.
—No estoy acostumbrada a que me den órdenes —replicó Keira.
—Pues me temo que va a tener que cambiar sus costumbres. Ahora mismo se va a sentar y se va a estar calladita.
Esta vez la grosería de ese tipo superaba todo límite aceptable, me disponía a enfrentarme a él cuando se sacó una pistola del bolsillo y apuntó a Keira.
—No se haga el héroe —me dijo, quitándole el seguro al arma—. No alboroten y todo irá bien. Dentro de tres horas, llegará un avión. Saldremos los cuatro de esta choza, y nos acompañarán hasta el aparato sin hacer ninguna tontería. Subirán a bordo sin oponer resistencia, Giovanni se asegurará de ello. Ya ven que no es un plan muy complicado.
—¿Y adónde irá ese avión? —pregunté yo.
—Eso lo verán cuando llegue el momento. Y ahora, puesto que tenemos un rato que matar, ¿por qué no nos cuentan lo que han venido a hacer aquí?
—¡A cruzarnos con dos cabrones que nos apuntan con un revólver! —contestó Keira.
—Tiene carácter la niña —se burló Giovanni.
—La
niña
se llama Keira —le dije yo—, no hace falta que le falte al respeto.
Nos pasamos dos horas seguidas mirándonos. Giovanni se mondaba los dientes con una cerilla, y Marco, impasible, no apartaba los ojos de Keira. A lo lejos se oyó el ruido de un motor, Marco se levantó y fue al porche a ver de qué se trataba.
—Dos 4x4 vienen hacia aquí —anunció al volver a la choza—, Van a ser buenecitos y se van a quedar dentro —dijo, dirigiéndose a nosotros—. Vamos a esperar hasta que la caravana pase sin que ladre el perrito, ¿estamos?
La tentación de actuar era muy fuerte, pero Marco seguía apuntando a Keira con su arma. Los todoterrenos se acercaban, oímos un chirrido de frenos a pocos metros de la choza. Los motores dejaron de rugir, y después se oyeron varias puertas que se cerraban. Giovanni se acercó a la ventana.
—Mierda, ahí fuera hay diez tipos por lo menos, y se dirigen hacia aquí.
Marco se levantó y se reunió con Giovanni sin dejar de apuntar a Keira. La puerta de la choza se abrió de repente.
—¡Éric! —dijo Keira bajito—. ¡Nunca me había alegrado tanto de verte!
—¿Hay algún problema? —le preguntó éste.
No recordaba que Éric fuera tan cachas, pero estaba encantado de haberme equivocado. Aproveché que Marco se había dado la vuelta para propinarle una buena patada en la entrepierna. No soy un hombre violento, pero cuando pierdo la calma no me ando con contemplaciones. Sin aliento, Marco soltó su pistola, y Keira la lanzó con el pie hasta el otro extremo de la habitación. Giovanni no tuvo tiempo de reaccionar, le arreé un puñetazo en plena cara, tan doloroso para su mandíbula como para mi muñeca. Marco ya se estaba incorporando, pero Éric lo agarró de la garganta y lo placó contra la pared.
—¿A qué están jugando aquí? ¿Y por qué tienen un arma? —gritó.
Mientras no le soltara el cuello, Marco tendría dificultades para contestarle. Estaba cada vez más pálido, así que le sugerí a Éric que no lo sacudiera con tanta fuerza y lo dejara respirar un poco para que le volviera el color a la cara.
—Basta, déjeme explicarle —suplicó Giovanni—. Trabajamos para el gobierno italiano, nuestra misión es llevar a estos dos energúmenos hasta la frontera. No íbamos a hacerles daño.
—¿Y qué tenemos que ver nosotros con el gobierno italiano? —preguntó Keira, estupefacta.
—Yo eso no lo sé, señorita, ni me importa; recibimos instrucciones anoche y no sabemos más que lo que acabamos de decirle.
—¿Habéis hecho alguna tontería en Italia? —nos preguntó Éric, volviéndose hacia nosotros.
—¡Pero si ni siquiera hemos puesto los pies en Italia, estos tíos no saben lo que dicen! ¿Y qué pruebas tenemos de que de verdad son quienes pretenden ser?
—¿Acaso los hemos maltratado? ¿Creen que nos habríamos quedado aquí esperando si hubiéramos querido eliminarlos? —intervino Marco entre dos ataques de tos.
—¿Como hicieron con el jefe de la aldea en el lago Turkana? —pregunté yo.
Éric nos miró a los cuatro, uno después de otro. Se dirigió a uno de los miembros de su equipo y le ordenó que fuera al coche a buscar unas cuerdas. El joven obedeció y volvió con unas correas.
—Atad a estos tíos, y nos largamos de aquí —ordenó Éric.
—Escucha, Éric —se opuso uno de sus compañeros—, somos arqueólogos, no polis. Si estos hombres son de verdad agentes italianos, ¿para qué meternos en problemas?
—No os preocupéis —intervine—, ya me ocupo yo.
Marco quiso oponer resistencia, pero Keira recogió su arma y le clavó el cañón en la tripa.
—Soy muy torpe con estos trastos —le dijo—. Como bien ha dicho nuestro compañero, sólo somos arqueólogos, y manejar armas de fuego no es nuestro fuerte.
Mientras Keira seguía apuntándolos, Éric y yo nos ocupamos de nuestros agresores. Los dejamos espalda contra espalda, atados de pies y manos. Keira se guardó la pistola debajo del cinturón y se arrodilló junto a Marco.
—Sé que está mal, hasta puede considerarlo una cobardía, no seré yo quien se lo reproche, pero «la niña» tiene una última cosa que decirle…
Y Keira le arreó un tortazo que lo hizo rodar por el suelo.
—Hala, ya está, ya podemos irnos.
Cuando salíamos de la choza pensé en ese pobre hombre que nos había acogido en su casa; cuando volviera del campo, encontraría dos invitados de muy mal humor…
Subimos a uno de los todoterrenos. Harry nos esperaba en el asiento de atrás.
—¿Ves como me necesitas? —le dijo a Keira.
—Ya podéis darle las gracias, ha sido él quien ha venido a avisarnos de que teníais problemas.
—Pero ¿cómo lo has sabido? —le preguntó Keira a Harry.
—He reconocido el coche, en la aldea a nadie le gustan esos tipos. Me he acercado a la ventana y he visto lo que pasaba, así que he ido a buscar a tus amigos.
—¿Y cómo has hecho para llegar al terreno de excavaciones en tan poco tiempo?
—El campamento no está muy lejos de aquí, Keira —contestó Éric—. Cuando te marchaste, desplazamos el perímetro de excavación. Después de la muerte del jefe de la aldea ya no éramos bienvenidos en el valle del Omo, no sé si me entiendes. Y de todas maneras, no hemos encontrado nada allí donde tú excavabas. Entre la inseguridad que reinaba, y que todos estábamos un poco hartos, al final nos movimos un poco hacia el norte.