—Sí, señor comisario. Día y noche.
—¿Y por qué los estudia?
—¿Y a mí me lo pregunta? ¡Pregúnteselo a él cuando regrese en septiembre!
El juez Leonardo Attard volvió a aparecer una mañana de principios de septiembre que prometía ser muy lánguida, mejor dicho, más que lánguida, extenuada. El comisario lo vio pasear, vestido como siempre de negro, como un cuervo.
Tenía en cierto modo la misma elegancia y dignidad de un cuervo. Por un instante, experimentó el impulso de correr a su encuentro y darle una especie de bienvenida. Después se contuvo, pero se alegró de volver a verlo pasear con armoniosa seguridad por la arena mojada.
Después, una mañana de finales de septiembre en que el comisario estaba leyendo el periódico en la galería, se levantó una repentina ráfaga de viento que tuvo dos efectos: desordenar las páginas del periódico y provocar el simultáneo vuelo del sombrero del juez hacia la casa. Mientras el señor Attard corría para recuperarlo, Montalbano bajó, lo atrapó y se lo entregó al juez. La naturaleza había intervenido para que ambos se conocieran.
—Gracias. Attard —dijo el juez, presentándose.
—Soy Montalbano —dijo el comisario.
No se sonrieron. No se estrecharon la mano. Permanecieron un momento mirándose en silencio. Después, se hicieron el uno al otro una cómica reverencia, como los japoneses. El comisario regresó a la galería y el juez reanudó su paseo.
En cierta ocasión le habían preguntado a Montalbano cuál era a su juicio el don esencial de un policía. ¿La intuición? ¿La constancia en la investigación? ¿La capacidad de establecer una relación entre hechos aparentemente inconexos? ¿Saber que, si dos y dos siempre suman cuatro en el orden normal de las cosas, en la anormalidad del delito dos y dos podían sumar cinco? «El ojo clínico», había contestado Montalbano.
Y todos se habían reído de buena gana. Pero el comisario no tenía la menor intención de hacerse el gracioso. Era simplemente que no había explicado su respuesta: había preferido no ahondar en el tema, sabiendo que entre los presentes se encontraban también dos médicos. Con la expresión «ojo clínico», Montalbano había querido referirse a la capacidad que tenían algunos médicos de averiguar, de un solo vistazo, si un paciente estaba enfermo o no. Sin necesidad, tal como hacen muchos hoy en día, de someterle a uno a cien pruebas distintas antes de establecer que está sano como una manzana.
Pues bien, en el breve intercambio de miradas que se había producido, el comisario notó que aquel hombre padecía una enfermedad. No una enfermedad del cuerpo, naturalmente; se trataba de algo que lo atormentaba por dentro, que hacía que su pupila estuviera demasiado quieta y fija, como si persiguiera un pensamiento recurrente. Aunque, bien mirado, era sólo una impresión. Como impresión era también, aunque mucho más concreta, que el juez se había alegrado de conocerlo. Estaba claro que ya sabía, desde que varios meses antes se había detenido delante de la casa dudando entre llamar o reanudar su paseo, qué oficio ejercía Montalbano.
Una semana después de la presentación, una mañana en que el comisario estaba tomando el café en la galería, Attard, al llegar en su paseo a la altura de la casa, levantó la mirada que mantenía clavada en la arena, lo miró y se quitó el sombrero para saludarlo.
Montalbano se levantó de golpe y, haciendo bocina con las manos alrededor de la boca, gritó:
—¿Le apetece tomar un café?
El juez, siempre con su paso sereno y comedido, se desvió de su ruta habitual y se encaminó hacia la galería. Montalbano entró en la casa y volvió a salir con una tacita limpia. Se estrecharon la mano y el comisario llenó la taza de café. Se sentaron en el banco, el uno al lado del otro. Montalbano no dijo nada.
—¡Qué bonito es todo esto! —comentó de repente el juez.
Fueron las únicas palabras claras que pronunció. Cuando terminó el café, se levantó, se quitó el sombrero, musitó algo que el comisario interpretó como buenos días y gracias, bajó a la playa y reanudó su paseo.
Montalbano supo que se había apuntado un tanto.
La invitación, siempre con el consabido ritual de silencio, se produjo dos veces más. A la tercera, el juez miró al comisario y habló muy despacio.
—Quisiera hacerle una pregunta, comisario.
Estaba poniendo las cartas boca arriba. Attard jamás había preguntado directamente cómo se ganaba la vida Montalbano.
—Estoy a su disposición, señor juez.
Él también descubría sus naipes.
—Pero no quisiera que me interpretase mal.
—No es fácil que eso ocurra.
—Usted, en su carrera, ¿siempre ha estado seguro, matemáticamente seguro, de que las personas que detenía como culpables lo eran de verdad?
El comisario se lo esperaba todo menos aquella pregunta. Abrió la boca e inmediatamente la volvió a cerrar. No era una pregunta a la que uno pudiera contestar sin reflexionar. Y menos aún bajo las fijas pupilas del juez. En tal se había convertido de golpe. Attard percibió el malestar de Montalbano.
—No quiero una respuesta inmediata. Piénselo. Buenos días y gracias.
Se levantó, se quitó el sombrero, bajó a la playa y reanudó su paseo. «Gracias, una mierda», pensó Montalbano, más tieso que un palo. El juez le había soltado una buena.
La tarde de aquel mismo día, el juez llamó por teléfono al comisario.
—Perdone que le moleste en su despacho. Pero la pregunta que le he formulado esta mañana ha sido cuando menos inoportuna. Le pido perdón. Esta noche, si no tiene otra cosa que hacer, ¿podría acercarse a mi casa cuando termine de trabajar? Le pilla de paso. Le explicaré dónde vivo.
Lo primero que llamó la atención del comisario nada más entrar en la casa del juez fue el olor. No desagradable, pero sí penetrante: un olor parecido al de la paja expuesta largo rato al sol. Después comprendió que era olor a papel, a papel viejo y amarillento. Centenares y centenares de gruesos legajos se amontonaban desde el suelo hasta el techo en sólidas estanterías de madera, tanto en las habitaciones como en el pasillo y el recibidor. No era una casa sino un archivo, en cuyo interior se había mantenido el mínimo espacio indispensable para que un hombre pudiera vivir.
Montalbano fue recibido en una sala cuyo centro estaba ocupado por una mesa de gran tamaño cubierta de papeles, un sillón y una silla.
—Tengo que contestarle que sí —empezó diciendo Montalbano.
—¿A qué?
—A la pregunta de esta mañana: dentro de mis límites, estoy matemáticamente seguro de la culpabilidad de las personas a las que he detenido o mandado detener. Aunque algunas veces la justicia no las haya considerado tales y las haya absuelto.
—¿Le ha ocurrido?
—Algunas veces, sí.
—¿Le ha dolido?
—En absoluto.
—¿Por qué?
—Porque tengo demasiada experiencia. Ahora ya sé que hay una verdad procesal que discurre por una vía paralela a la de la verdad real. Pero no siempre las dos vías conducen a la misma estación. Unas veces sí, y otras no.
Medio rostro del juez esbozó una sonrisa. La mitad inferior. La mitad superior, no. Es más, sus ojos adquirieron una expresión más fría y petrificada.
—Ese discurso no viene al caso —dijo Attard—. Mi problema es otro.
Con un amplio gesto, extendiendo progresivamente los brazos hasta parecer un crucificado, el juez señaló los papeles que lo rodeaban.
—Mi problema es la revisión.
—La revisión ¿de qué?
—De los juicios que he llevado a lo largo de toda mi vida. —Montalbano sintió que le corrían gotas de sudor por la piel—. Mandé fotocopiar todas las actas y ordené que las trajeran a Vigàta porque aquí encontré las condiciones ideales para mi trabajo. Me he gastado un dineral, puede creerme.
—Pero ¿quién le ha pedido esta revisión?
—Mi conciencia.
En este punto, Montalbano reaccionó.
—Eso no. Si usted está seguro de haber obrado siempre según su conciencia...
El juez levantó una mano para interrumpirlo.
—Ahí está el verdadero problema. El quid de la cuestión.
—¿Cree usted haber juzgado alguna vez por conveniencia, presiones y cosas por el estilo?
—Jamás.
—¿Pues entonces?
—Mire, hay unas líneas de Montaigne que ilustran de manera muy clara esta cuestión. «De la misma hoja sobre la cual ha redactado la sentencia para la condena de un adúltero —escribe Montaigne—, el mismo juez arranca un trocito para escribir un mensaje amoroso a la mujer de un colega.» Es un ejemplo exagerado, pero encierra una gran verdad. Me explicaré mejor. ¿En qué condiciones me encontraba yo, como hombre quiero decir, en el momento en que dictaba una dura sentencia?
—No lo entiendo, señor juez.
—Comisario, no es difícil de entender. ¿He conseguido en todo momento separar mi vida privada de la aplicación de la ley? ¿He conseguido siempre que mi mal humor, mi idiosincrasia, las cuestiones domésticas, los dolores, los momentos de felicidad no mancharan la página en blanco sobre la cual estaba a punto de dictar una sentencia? ¿Lo he conseguido o no?
Montalbano sudaba tanto que tenía la camisa pegada a la piel.
—Perdone, señor juez. Usted no está llevando a cabo la revisión de los juicios en los que ha intervenido sino la de su vida.
Inmediatamente se percató de su error; no tenía que haber pronunciado esas palabras. Pero, por un instante, se había sentido como un médico que descubre la grave enfermedad de su paciente: ¿se lo tiene que decir o no? Montalbano había optado instintivamente por lo primero.
El juez se levantó de un salto.
—Le agradezco que haya venido. Buenas noches.
A la mañana siguiente, el juez no pasó por delante de la casa. Y tampoco apareció por allí en los días y las semanas siguientes. Pero el comisario no se olvidó del juez. Cuando ya había transcurrido más de un mes de aquella reunión nocturna, llamó a Fazio.
—¿Recuerdas a aquel juez jubilado?
—Sí, claro.
—Quiero noticias suyas. Tú conociste a su asistenta, ¿cómo se llamaba, lo recuerdas?
—Se llamaba Prudenza. ¿Cómo podría olvidarme de semejante nombre?
Por la tarde, Fazio se presentó con su informe.
—El juez está bien, pero ya no sale de casa. Como el piso de arriba quedó libre, Prudenza me ha dicho que el juez lo ha comprado. Ahora es propietario de todo el chalet.
—¿Ha subido arriba todos sus papeles?
—¡Qué va! Prudenza me ha dicho que lo quiere dejar vacío, ni siquiera piensa alquilarlo. Dice que quiere estar solo en el chalet, que no quiere molestias. Es más, Prudenza me ha dicho otra cosa que le ha parecido extraña. El juez no dijo molestias sino remordimientos. ¿Qué significará eso?
* * *
Montalbano tardó toda una noche en comprender que el juez no se había equivocado al decir «remordimientos» en lugar de «molestias». Y, al darse cuenta de lo que ocurría, le entraron sudores fríos.
Apenas puso el pie en el despacho, rugió a Fazio:
—¡Quiero inmediatamente el número de teléfono del hijo del juez Attard! Vive en Bolzano.
Media hora después lograba hablar con el señor Giulio Attard, pediatra.
—Soy el comisario Montalbano. Mire, doctor, lamento tener que comunicarle que el estado mental de su padre...
—¿Se ha agravado? Me lo temía.
—Convendría que se trasladara usted de inmediato a Vigàta. Venga a verme. Ya estudiaremos la manera de...
—Mire, comisario, le agradezco la amabilidad, pero no puedo trasladarme a Vigàta ahora mismo.
—Su padre se está preparando para suicidarse, ¿lo sabe?
—Yo no dramatizaría tanto.
Montalbano colgó.
Aquella misma noche, al pasar por delante del chalet del juez, se detuvo, bajó y llamó al portero automático.
—¿Quién es?
—Soy Montalbano, señor juez. Quería saludarlo.
—Me encantaría recibirle. Pero está todo muy desordenado. Vuelva mañana, si puede.
El comisario se estaba retirando cuando oyó que lo llamaban.
—¡Montalbano! ¡Señor comisario! ¿Está ahí todavía?
Regresó corriendo.
—Sí, dígame.
—Creo que ya lo he encontrado.
No hubo más palabras. El comisario pulsó, pulsó largo rato el botón, pero no obtuvo respuesta.
* * *
Lo despertó el insistente sonido de las sirenas de los camiones cisterna que circulaban a toda velocidad en dirección a Vigàta. Miró el reloj: las cuatro de la mañana. Tuvo un presentimiento. Tal como estaba, en calzoncillos, bajó desde la galería a la orilla del mar para tener una vista más amplia. El agua estaba tan helada que le dolían los pies. Pero el comisario no sentía aquella molestia: estaba contemplando en la distancia el chalet de Leonardo Attard, antiguo juez, que ardía como una antorcha. ¡Era de esperar que así fuera, con la de papeles que había allí dentro! Los bomberos tardarían mucho en encontrar el cuerpo carbonizado de aquel hombre. De eso estaba seguro.
Dos días más tarde, Fazio depositó sobre el escritorio de Montalbano un paquete muy grueso atado con varias vueltas de cordel, junto con un sobre de gran tamaño.
—Los ha traído Prudenza esta mañana. La víspera del incendio de la casa, el juez se los dio para que se los entregara a usted.
El comisario abrió el sobre. Dentro halló otro más pequeño y cerrado, y una hoja manuscrita.
He tardado mucho, pero, al final, he encontrado lo que siempre había supuesto y temido. Le envío todos los legajos de un juicio de hace quince años, al término del cual el tribunal que yo presidía condenó a treinta años a un hombre que hasta el último momento se había declarado inocente. Yo no creí en su inocencia. Ahora, tras una atenta revisión, me he dado cuenta de que no quise creer en su inocencia. ¿Por qué? Si usted, tras haber leído los papeles, llega a la misma conclusión que yo, a saber, que hubo por mi parte una mala fe más o menos consciente, abra, pero sólo entonces, el sobre que le adjunto. Dentro encontrará el relato de un momento muy atormentado de mi vida privada. Puede que ese momento explique mi conducta de hace quince años. Puede que la explique, pero no la justifica. Añado que el condenado murió en la cárcel tras doce años de reclusión. Gracias.
Brillaba la luna. Con una pala que le había prestado Fazio, excavó un hoyo en la arena, a diez pasos de la galería. Dentro metió el paquete y las dos cartas. Sacó del maletero de su coche un pequeño bidón de gasolina, regresó a la playa, vertió un cuarto de litro sobre los papeles y les prendió fuego. Cuando la llama se apagó, puso un leño entre los documentos, echó otro cuarto de litro de combustible Y volvió a prenderles fuego. Repitió la operación otras dos veces, hasta asegurarse de que todo había quedado reducido a cenizas. Después empezó a cubrir el hoyo. Cuando terminó, ya estaba empezando a despuntar el alba.