La Nochevieja de Montalbano (28 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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—¿Por quién?

—Por los hombres del general Antonescu, el primer ministro filonazi. Mi padre consiguió eludir la detención. Había nacido y vivía en Deva, capital de la región de Hunedoara, una población de apenas dieciséis mil habitantes. Todo el mundo se conocía, era difícil esconderse. Pero mi padre lo consiguió. En mil novecientos cuarenta y cuatro, Antonescu fue destituido y mi padre huyó. Jamás me habló ni siquiera de su viaje, que debió de ser espantoso. Creo que quería olvidarlo todo, o puede que el trauma sufrido le hubiera hecho perder parcialmente la memoria. Por tanto, la deducción más lógica es la de que en aquel bar de Roma vio a alguien que lo hizo retroceder violentamente en el tiempo, hasta el punto de obligarlo a esconderse detrás de un periódico.

—Es una explicación lógica, pero del todo improbable. Como posibilidad, quiero decir. Ir a tropezarse precisamente ese día y a esa hora en un bar de Roma con un paisano que...

—¿Se atreve usted a excluirlo por completo?

Montalbano lo pensó.

—Por completo, no.

—En tal caso, puedo seguir adelante sin peligro de que me tomen por loca. Partiendo de esta suposición, he tratado de averiguar algo más. Y he hecho una cosa que algunas veces había tenido la tentación de hacer, pero no me había atrevido.

—¿Qué es?

—Buscar entre los papeles de mi padre. En una carpeta manchada de grasa que guardaba en un cajón de la cómoda, debajo de la ropa blanca. Había una fotografía descolorida que mostraba a una pareja con dos niños, uno de los cuales era indudablemente mi padre. Los otros debían de ser sus padres y Carol, el hermano que le llevaba un año y que fue masacrado como ellos. Estaba también el borrador de la solicitud de nacionalidad. El título de contable. El certificado de matrimonio y el certificado de defunción de mi madre. Mi partida de nacimiento. Y una hojita amarilla, escrita en rumano. Decía: «Para que conste en el futuro. Los asesinos de mi familia son Anton Petrescu, Virgil Cordeanu, Petre Lupescu y Cezar Pascaly; este último, coetáneo mío». Seguía la frase: «Juro por mi honor que ésta es la verdad», y la firma. Si mi padre afirmaba que Pascaly era coetáneo suyo, significaba que los otros eran mayores que él. Por tanto, el único de la lista que todavía quedaba vivo tenía que ser Cezar Pascaly. Le pedí a mi marido que hiciera todo lo humanamente posible por averiguar los nombres de los componentes del grupo de rumanos.

—Y, como es natural, estaba el nombre de Pascaly.

—No, comisario, no estaba.

—Pudo haberse cambiado el nombre, pero su padre lo debió de reconocer.

—Yo también lo pensé. Y me dije que, como no era posible llevar a cabo otras investigaciones, lo mejor era aceptar la versión de los carabineros. A la mañana siguiente, al despertar, eché un vistazo a la lista de nombres que había dejado sobre la mesa de la cocina. Estaba en orden alfabético. Sólo entonces me di cuenta de que había mirado exclusivamente bajo la letra P. Volví a empezar por la A. Y, de pronto, me topé con uno de los cuatro nombres escritos por mi padre: Virgil Cordeanu, de setenta y ocho años, nacido en Deva en mil novecientos veinte. Viajaba en compañía de su hijo Ion, de cincuenta y tantos años. Entonces reconstruí toda la terrible historia. En aquel maldito bar de Roma mi padre reconoce a Cordeanu, uno de los carniceros que asesinaron a su familia. De alguna manera, se entera del número del hotel donde se alojan sus ex compatriotas. Lo anota. En aquel momento está demasiado trastornado para hacer algo. Desde su hotel, llama antes de cenar al hotel donde se aloja Cordeanu y pregunta por él. Hablan y conciertan una cita.

—¿Qué cree usted que pretendía obtener su padre de aquel encuentro?

—Nada de tipo material, puede estar seguro. Estoy convencida de que quería verlo para preguntarle si estaba arrepentido o algo por el estilo. Si había confesado su pecado. Pero creo que el que acudió a la cita no fue Virgil Cordeanu sino su hijo Ion.

—¿Cree usted que Ion tenía conocimiento del pasado de su padre?

—Puede que sí. O el propio Virgil se lo reveló después de la llamada. En cualquier caso, no dudó en eliminar a un peligroso testigo.

—¿Peligroso, señora? ¿Tratándose de un viejo de setenta y ocho años?

—Olvida usted, señor comisario, al coronel Priebke.

—Me parece un caso distinto.

—Yo también tuve esa duda. Descubrí que mi padre no representaba un peligro tanto para Virgil Cordeanu cuanto para su hijo Ion. Éste fue enviado a la cárcel por el gobierno filo comunista y posteriormente puesto en libertad como paladín de la democracia para convertirse en un pez gordo de la política y de la economía romanas en sólo diez años. Su padre, Virgil, siempre se mantuvo a la sombra y consiguió que todo el mundo lo olvidara. Un escándalo habría puesto fin a la brillante carrera política de Ion. ¿No le parece un buen motivo para matar a mi padre?

Montalbano tardó un poco en contestar. Contemplaba fascinado a la bella dama que estaba sentada delante de él. Pensaba en su marido: en caso de que éste decidiera ponerle los cuernos, ella lograría averiguar en un santiamén el nombre y apellido, nombres del padre y la madre, estado civil, domicilio de la rival y, de propina, incluso lo que declaraba de renta. Simona Minescu se ruborizó intensamente bajo la penetrante mirada del comisario y entonces Clementina Vasile-Cozzo comprendió que había llegado el momento de intervenir.

—¿Qué le parece, señor comisario?

—El razonamiento encaja. Pero usted, señora Simona, ¿qué quiere de mí exactamente?

—Justicia —contestó simplemente Simona Minescu—. Tanto por lo que entonces hizo el padre como por lo que ahora ha hecho el hijo.

—Será un proceso muy largo y difícil. Pero, si usted me ayuda, lo conseguiremos, ilustre colega —dijo Montalbano, levantándose e inclinándose en una profunda reverencia.

«Mi querido Salvo...» «Livia mía...»

Boccadasse, 2 de julio

Salvo, amor mío:

Por teléfono no he conseguido hablar porque estaba demasiado alterada. Una vez que viniste a verme a Boccadasse viste de pasada a mi amiga Francesca. En Vigàta te he hablado de ella muy a menudo. Me hubiera gustado mucho que os hubierais conocido mejor y, cada vez que tú venías de Vigàta, la invitaba a casa, pero ella se escabullía, se inventaba excusas y conseguía (excepto en aquella ocasión) no verte. Llegué a pensar que estaba celosa de ti. Pero me equivocaba estúpidamente. Al cabo de algún tiempo, comprendí que, si Francesca no quería venir a Boccadasse cuando tú estabas aquí, era por delicadeza, por discreción; temía molestarnos. Como quizá ya te he dicho, conocí a Francesca hace años en el despacho, trabajaba en el departamento jurídico, y enseguida nos hicimos amigas, a pesar de que ella era más joven que yo. Más adelante la amistad se convirtió en afecto. Era una criatura extremadamente leal y generosa y en sus ratos libres se dedicaba a tareas de voluntariado. Jamás me habló de ningún hombre que le hubiera interesado especialmente. No bebía, no fumaba, no tenía vicios. En resumen, una chica muy normal y tranquila, contenta con su trabajo y amante de la vida en familia. Era hija única y vivía con sus padres. Iba a pasar las vacaciones con ellos, como siempre. Tenían que embarcar en el transbordador a las ocho de la tarde.

Ayer por la mañana, Francesca se levantó como de costumbre a las siete y media, desayunó e hizo las maletas para el viaje. Salió de casa sobre las diez y media, le dijo a su madre que se quería comprar un bañador y alguna cosa más. Regresaría a la hora de comer. Llevaba consigo un bolso muy grande, una especie de saco. Los padres esperaron mucho rato antes de sentarse a la mesa. Después empezaron a preocuparse. Hicieron varias llamadas: a mí también me llamaron, pero Francesca y yo nos habíamos despedido la tarde del día treinta. También yo me quedé intranquila; Francesca no sólo era puntual y metódica, sino que jamás había hecho nada que pudiera inquietar a sus padres. Unas horas después llamé yo a casa de los Leonardi. La madre de Francesca me dijo llorando que aún no tenían noticias. Entonces cogí el coche y fui a verla. Nada más cruzar el portal, la portera me llamó, muy alterada. La acompañaba un hombre de unos cuarenta y tantos años y aspecto distinguido que se presentó como comisario de la Brigada de Homicidios. Te aseguro que estuve a punto de desmayarme. Enseguida me di cuenta, antes de que él dijera nada, de que algo irreparable le había sucedido a Francesca. Me dijo, apretándome el brazo en una especie de gesto afectuoso, que Francesca había muerto. Estaba diciendo que había sido un accidente cuando yo lo interrumpí:

—Si hubiera sido un accidente, usted no estaría aquí. ¿La han confundido con otra persona, ha sido mala suerte?

Me parecía y me sigue pareciendo imposible que alguien hubiera querido matarla deliberadamente. Él me miró con atención y extendió los brazos.

—¿Ha sufrido?

Creía que evitaría mis ojos, pero, en lugar de eso, continuó mirándome fijamente.

—Por desgracia, sí.

No tuve valor para hacerle más preguntas. Pero él me seguía mirando y después, casi tímidamente, me preguntó:

—¿Me quiere ayudar?

Ya en el ascensor, me hizo otra pregunta:

—¿A qué se dedica usted?

Se refería a mi trabajo, naturalmente. Yo le di una respuesta incongruente y, en lugar de decirle que soy una empleada, me salieron de la boca estas palabras:

—Soy la novia de un compañero suyo siciliano. Entonces, él me dijo que se llamaba Giorgio Ligorio. Te ahorro el desconsuelo de la madre y del padre de Francesca. Y el mío. Esperé en casa de los Leonardi a que llegaran los tíos de Francesca y otros amigos a los que di el relevo. Ya estaba anocheciendo cuando regresé a casa para tumbarme un poco en la cama. A las ocho de la tarde el teléfono empezó a sonar: eran amigos, compañeros de trabajo, conocidos, todos incrédulos. Fue un verdadero sufrimiento tener que hablar constantemente de Francesca. Estaba a punto de desenchufar el teléfono cuando éste volvió a sonar. Era el comisario al que había conocido por la tarde (me había pedido el número). Quería hablarme de Francesca; se había percatado, mientras estaba conmigo en casa de los pobres señores Leonardi, de la profunda amistad que nos unía. A pesar del estado en que me encontraba, que ya te puedes imaginar, accedí a recibirlo. La policía ha reconstruido los movimientos de mi desventurada amiga. Primero entró en una farmacia cercana a su casa para comprar un colirio y algunos medicamentos, y después cogió el autobús para dirigirse al centro (tenía coche, pero no le gustaba demasiado conducir). Una vez allí, entró en una tienda y compró un bañador. Quería también otro de un color distinto, pero no lo tenían. Entonces se dirigió a pie a otra tienda, donde por fin lo encontró. Todo esto lo han podido saber gracias a los tiques de compra que descubrieron en el bolso junto con los medicamentos y los bañadores. En el bolso había de todo: documentos, el monedero (con casi cuatrocientas cincuenta mil liras), la barra de labios... En resumen, el asesino no se apoderó de nada; por tanto, la policía descarta que pueda ser un ladrón o un drogadicto en busca de dinero para la dosis. Tampoco hubo intento de agresión sexual; su ropa interior, a pesar de estar manchada de sangre, se encontraba en perfecto estado. En cualquier caso, la autopsia aclarará los detalles. El comisario quería conocer las costumbres, las aficiones, las amistades de Francesca. De repente, me he dado cuenta de que aún no conocía ciertos detalles del homicidio, de los cuales él tampoco me había hablado. «¿Dónde ocurrió?» Me ha dicho que el cadáver se descubrió en el lavabo de una escuela nocturna privada, la Mann, en la que hasta hace unos diez días Francesca estaba siguiendo un curso de alemán. La escuela había acabado las clases el 25 del mes pasado y estaba cerrada por vacaciones. Ligorio me ha explicado que Francesca entró en la escuela (ocupa los tres pisos de un chalet rodeado de un pequeño jardín) porque encontró la verja o la puerta abiertas, pues unos obreros estaban llevando a cabo unas obras de reforma. No había nadie del personal administrativo, todos se encontraban ya de vacaciones. Francesca debió de llegar a la Mann poco después de las doce del mediodía: en aquel momento, los cuatro obreros estaban almorzando en la parte de atrás del chalet, donde hay un cenador. Por consiguiente, no pudieron ver a Francesca entrar y subir a los lavabos del tercer piso, donde están las oficinas, pero no las aulas. Al llegar a este punto, el comisario me ha preguntado si cabía la posibilidad de que Francesca se hubiera citado con alguien en el interior de la escuela, quizá con algún compañero o alguna compañera de clase. Le he contestado que no me parecía probable, entre otras cosas porque yo sabía por mi amiga que la escuela estaba cerrada. Pero se me ha ocurrido una idea y le he preguntado a qué distancia se encontraba la Mann de la última tienda que Francesca había visitado. Me ha contestado que a un centenar de metros. Entonces, con cierta vergüenza, le he revelado a Ligorio una curiosa fobia de Francesca: le resultaba imposible usar el lavabo de un lugar en el que no hubiera estado otras veces. En resumen, no podía utilizar los servicios de los bares, los restaurantes o los trenes. Lo cual, según me había comentado una vez, le causaba muchas molestias, pero ella era así y no podía evitarlo. Entonces he aventurado la hipótesis de que Francesca, al pasar por delante de la verja del instituto, la viese abierta. Entró, subió al tercer piso, donde está el lavabo menos utilizado (y, dado el cierre estival, absolutamente solitario), y allí se encontró con su asesino. A Ligorio le ha llamado la atención esta hipótesis. Poco después se ha ido. Y yo he empezado a escribirte esta carta que ahora interrumpo. Los periódicos ya deben de estar en los quioscos. Tengo mucho frío a pesar de que, a primera hora de la mañana, el día se anuncia sereno y creo que caluroso. Hasta pronto.

Querido Salvo, son las nueve de la mañana y reanudo la escritura de esta carta ahora que ya me encuentro un poco mejor. Me he sentido muy mal. Nada más comprar los periódicos, me he puesto a leerlos allí mismo, delante del quiosco. No he conseguido terminar el primer artículo. El quiosquero ha visto que me tambaleaba, ha salido corriendo y me ha ofrecido su silla. Los detalles son horribles. A Francesca le asestaron nada menos que cuarenta navajazos, se defendió como demuestran las especiales heridas de sus manos, debió de gritar, pero todo fue inútil. No me siento con ánimos para escribirte nada más. Te envío a través de una agencia la carta y los recortes. Mañana lo recibirás todo. Llámame.

Con todo mi amor,

Livia

Vigàta, 5 de julio

Livia mía:

Anoche, por teléfono, comprendí por lo que me dijiste que las primeras filtraciones de la autopsia hacían que el tono de todo lo ocurrido resultara menos lúgubre que al principio, aunque no alterara en absoluto el horror. No fue violada y casi con toda seguridad el asesino no tenía intención de matarla. El hecho de que la vejiga estuviera completamente vacía (discúlpame la necesidad del detalle) respalda tu hipótesis: Francesca, al ver que la verja del instituto estaba abierta, subió al tercer piso del chalet, donde le constaba la existencia de un lavabo más aceptable para ella. Y allí tuvo un inesperado encuentro mortal. He seguido a través de la prensa y la televisión todas las noticias sobre el caso. No me lo pides directamente, pero he comprendido tu deseo: quisieras que yo me encargara del caso. Quizá sobrevaloras mi capacidad. El hecho de saber por qué y por quién ha sido asesinada Francesca significaría para ti encajar algo que te parece insensato y absurdo dentro de los tranquilizadores límites de la «comprensión». Sólo para ayudarte en este sentido, voy a hacer algunas consideraciones generales. Perdona la frialdad, perdona las palabras que utilizaré: una investigación no puede tener en cuenta en modo alguno las ofensas a la sensibilidad o a las buenas maneras. Anoche me dijiste que mi colega Ligorio, que quiso hablar contigo, te preguntó si me habías escrito o hablado del asesinato de Francesca, y, ante tu respuesta afirmativa, quiso saber qué era lo que yo pensaba. Tú dices que percibiste en su tono de voz una especie de petición de colaboración. O, por lo menos, que mi ayuda no le disgustaría. ¿Estás segura de no atribuirle a Ligorio un deseo que es exclusivamente tuyo? He hecho averiguaciones: mi compañero es joven, inteligente, competente y justamente apreciado. En cualquier caso, me tienes a tu disposición en lo poco que puedo hacer.

Hacia las doce y diez del mediodía, cuando los cuatro obreros que trabajan en el chalet están en el cenador de la parte trasera haciendo la pausa del almuerzo, que empieza a las doce, Francesca cruza la verja sin que nadie la vea, sube la escalera (me pareció entender que no hay ascensor), entra en el lavabo de señoras, que está vacío, y cierra la puerta del cubículo. La instalación consta de dos espacios: una sala grande con un lavabo y un aparato de aire caliente para secarse las manos (he visto las imágenes en la televisión), y un cubículo con un excusado cuya puertecita se cierra por dentro. Francesca permanece en el cubículo el mínimo indispensable (un par de minutos como máximo) y después hace dos cosas simultáneamente: tira de la cadena y abre la puerta. Si hubiera tirado de la cadena antes de abrir la puerta, es probable que aquellos pocos segundos le hubieran salvado la vida. Porque, y de esto estoy casi seguro, de la misma manera que Francesca ignora que alguien ha entrado en la sala exterior, el asesino (que aún no sabe que en eso se convertirá) ignora que allí dentro hay una persona. Si hubiera oído el rumor del agua que bajaba, tal vez habría huido o ni siquiera habría entrado en los servicios. En lugar de eso, se quedó momentáneamente paralizado al ver surgir a una persona de la nada. La sorpresa de tu pobre amiga no debió de ser menor.

Algunos periodistas han aventurado la teoría de un maniaco que, tras haberse tropezado casualmente con Francesca por la calle, la siguió y, ante la desesperada resistencia de la chica, la mató. Aparte del hecho de que no se ha observado ningún intento de violación (en las bragas y el sujetador no se observa la menor señal de tirones, sólo los cortes producidos por el cuchillo), esta hipótesis no se sostiene ante el carácter absolutamente casual de la elección de Francesca: ella sabía que aquellos días el instituto no estaba en plena actividad, pero quien no podía saberlo era el agresor, el cual, nada más entrar en el chalet, habría atacado inmediatamente a la víctima sin darle tiempo a subir hasta el tercer piso, esperar pacientemente a que hiciera sus necesidades y atacarla a continuación. ¡Venga ya! ¡Había aulas vacías en todos los pisos! Un violador sabe que dispone de muy poco tiempo; podría llegar alguien y obligarlo a soltar a su presa. No, la hipótesis del maniaco no encaja. En mi opinión, el asesino es un conocido de tu amiga, la cual lo sorprendió haciendo algo que no debía. Lo que ella le vio hacer (o a punto de hacer) habría constituido para él un daño irreparable si se hubiera divulgado. Mira, Francesca recibió más de cuarenta navajazos, tiene cortes en las manos causados por su intento de desviar la hoja, y muchas heridas se produjeron después de la muerte. Francesca debió de gritar desesperadamente, pero el asesino la siguió acuchillando sin piedad, casi con odio. Es la tipología del delito pasional, pero en nuestro caso el asesino se ensaña con la chica, la tortura, por otro impulso pasional: el odio hacia quien lo está obligando a convertirse en asesino.

Otra cosa: el arma utilizada, dicen, tiene que haber sido un cuchillo de unos treinta centímetros de longitud y una anchura inferior a dos. Dadas las dimensiones, más bien cabe pensar en un estilete afilado por ambos lados que en un cuchillo propiamente dicho. Además, puesto que el delito no se cometió en una vivienda en cuya cocina se hubiera podido encontrar un objeto de este tipo, se deduce que el asesino llevaba el arma consigo. Pero si Francesca no ha sido asesinada por un maniaco (que habría podido llevar un arma semejante para silenciar a la víctima tras haber abusado de ella), ¿qué objeto puede haber en el interior de una escuela similar a un estilete? Yo sé lo que puede ser, pero quisiera que Ligorio llegara por su cuenta a la misma conclusión.

Otro punto: seguro que el asesino se manchó profusamente de sangre la ropa que llevaba. Las imágenes que he visto muestran sangre por todas partes, en las paredes y en el suelo. En semejantes condiciones y a aquella hora, el asesino no habría podido bajar a la calle sin llamar la atención. Tuvo necesariamente que cambiarse de ropa. Pero no en la sala exterior del lavabo. ¿En un despacho vacío? ¿Cómo es posible en tal caso que no se hayan encontrado huellas de suelas manchadas de sangre en el pasillo? ¿O tal vez sí se han encontrado, pero la policía no quiere revelar este dato tan importante?

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