—¡Comisario! ¡Benditos los ojos! —exclamó Clementina Vasile-Cozzo, levantando los brazos para estrechar contra su pecho a Montalbano y recibir de éste el ritual y afectuoso beso en la mejilla.
—¿Dónde dejo esto? —preguntó el comisario, mostrándole el paquete de barquillos rellenos recién hechos.
—Démelo a mí. Entre tanto, venga a conocer a mi exalumna y amiga, de quien le he hablado por teléfono.
Moviéndose rápidamente con la silla de ruedas a la que estaba clavada desde hacía años, la señora se dirigió al salón.
—El comisario Salvo Montalbano. Le presento a Simona Minescu.
—Le agradezco su amabilidad —dijo la mujer, estrechándole la mano.
Montalbano no se lo esperaba. No sabía por qué, pero se la había imaginado distinta. Simona Minescu era alta, morena y esbelta, y tenía unos grandes e inteligentes ojos negros. Pero había en ella, y se veía por su manera de moverse y hablar, un aire de buena mujer de su casa que contrastaba con el poderío de su físico. En la mesa, ambas mujeres apenas hablaron. La señora Clementina habría advertido a su amiga de que, mientras comía, Montalbano evitaba hablar y agradecía que los demás tampoco lo hicieran. La asistenta de la señora Clementina había preparado, como de costumbre, una comida excelente, a pesar de la poca simpatía que le inspiraba el comisario.
—El café lo tomaremos en el salón —dijo la señora.
Aún no se había pronunciado ni una sola palabra acerca de la razón por la cual la señora Clementina había querido que sus amigos se conocieran, y Montalbano ya estaba empezando a experimentar cierta curiosidad.
—Cuéntale toda la historia —dijo la señora Clementina en cuanto la asistenta se llevó las tazas a la cocina.
—Pero ¿tiene tiempo el señor comisario? —preguntó la amiga, mirando a los ojos a Montalbano, a quien esa mirada no desagradó.
—Tengo todo el que usted quiera.
—No sé por dónde empezar —dijo en tono vacilante Simona Minescu.
—Pues entonces, empezaré yo —la cortó la señora Clementina—. ¿Ha oído usted hablar del homicidio de Antonio Minescu, que vivía en Fela?
—No —contestó Montalbano—. ¿Su marido?
—Mi marido, gracias a Dios, vive y goza de buena salud. No, se trata de mi padre.
—¿Lo mataron en Fela? La señora Clementina me ha dicho que vive usted allí.
—Es cierto, pero a mi padre lo mataron en Roma.
—Pues entonces no vivía en Fela, ¿no?
—Sí, pero se había ido a Roma.
—Disculpe una curiosidad. ¿Es usted siciliana?
—Sí. ¿Por qué?
—Pues no sé, con ese apellido...
—Mi padre era rumano. Más tarde obtuvo la nacionalidad italiana. Se casó aquí, en Vigàta, y posteriormente se trasladó a Fela. Donde yo nací.
—¿No sería mejor que contaras las cosas a tu manera, Simona? —terció sabiamente la señora Clementina.
—Lo intentaré. Pues bien, señor comisario, tiene usted que saber que mi padre era católico practicante. Un poco mojigato, a mi modo de ver, Dios lo tenga en su gloria. Un día sí y otro no iba al cementerio para visitar a mi madre, que murió hace diez años, pero iba todos los días a misa, hasta el punto de que el párroco le había confiado la contabilidad.
—¿A qué se dedicaba su padre?
—Era contable. Obtuvo el título en mil novecientos cuarenta y ocho, cuatro años después de llegar a Sicilia. En el cincuenta, un comerciante de madera de Fela le ofreció trabajo. Aceptó y allí se quedó hasta su jubilación.
—¿Vivía solo?
—Sí y no. Cuando murió mi madre, mi marido le buscó un apartamento al lado del nuestro. Comía con nosotros. Quería mucho a nuestros dos hijos, Antonio, que tiene quince años y lleva su nombre, y Mario, que tiene diez. Estaba loco por ellos, los mimaba demasiado. Hasta nos peleamos porque se le ocurrió la idea de regalarle un ciclomotor a Antonio. Había ahorrado todo el dinero de la pensión.
—Pero ¿por qué se fue a Roma?
—Pues verá, mi padre tenía un sueño: ver al Papa. Se había jurado que no perdería la ocasión del Jubileo. Pero el año pasado sufrió un pequeño infarto. Una cosa de nada, dijo el médico, bastaría con que se cuidara un poco. Pero se le metió en la cabeza que no llegaría al dos mil. Y acertó, pobre papá, aunque las cosas no ocurrieron como él había previsto.
—¿Cuántos años tenía?
—Setenta y tres. Había nacido en mil novecientos veinticinco. Don Cusumano, al ver que mi padre estaba sumido en una profunda tristeza, le propuso un viaje a Roma con un grupo de curas de la provincia de Montelusa que iban a ser recibidos por el Papa. Él aceptó y se fue muy contento.
—¿En tren?
—No, en autocar. Me llamó nada más llegar. Estaba perfectamente. Me dijo el nombre del hotel donde se alojaba con los demás y me dio el número de teléfono. Me contó que por la tarde daría una vuelta por Roma con los componentes del grupo y que, a las once de la mañana siguiente, el Papa los recibiría. Me prometió llamar después de la audiencia. Pero yo jamás recibí la llamada.
Esta vez no lo resistió. Unos grandes lagrimones le rodaron por las mejillas.
—Perdónenme.
La señora Clementina se acercó a la puerta, llamó a la asistenta y le pidió un vaso de agua. Montalbano no sabía hacia dónde mirar.
—Como es natural, al no recibir noticias, llamé al hotel sobre la una. Me pasaron al jefe del grupo, monseñor Diliberto. Estaba muy preocupado y no se anduvo por las ramas. Me contó que la víspera mi padre se había marchado del hotel sin decir nada a nadie y no había regresado. Me dijo que lo había notificado a la policía. Yo no sabía qué hacer, estaba desesperada. Monseñor Diliberto me llamó sobre las cuatro de la tarde. No sabía, me dijo, si lo que me iba a decir era buena o mala señal: el caso es que mi padre no estaba ingresado en ningún hospital ni en ninguna institución benéfica.
—¿Padecía de amnesia, aunque fuera ligera?
—¡Qué va! ¡Tenía una memoria increíble! A las cinco mi marido regresó de Palermo. Yo le había comunicado lo ocurrido a través del móvil. Es hombre de rápidas decisiones. A las ocho y media de la tarde ya estaba volando hacia Roma. Mi marido ya debía de estar en Roma, cuando me volvió a llamar monseñor Diliberto. Me dijo, de manera todavía más directa que de costumbre, que mi padre había sido encontrado muerto. No quiso explicarme nada más. Al final, conseguí hablar con mi marido y le di la mala noticia. A la mañana siguiente compré todos los periódicos que llegan a Fela. Así, supe que un viajante había descubierto el cuerpo de mi padre medio enterrado debajo de unas cajas de cartón en las inmediaciones de la estación Termini de Roma. ¡A las cinco de la madrugada, imagínese!
—¿No llevaba documentación?
—La llevaba toda. Y también el billetero. No faltaba ni un céntimo. Ni siquiera le robaron el reloj de oro.
—Pues ¿cómo es posible que avisaran tan tarde a monseñor Diliberto?
—Eso me lo explicó mi marido a la vuelta. El viandante corrió a avisar a los carabineros, los cuales llamaron primero a casa de mi padre, sin obtener respuesta, como es natural, y después se pusieron en contacto con sus colegas del cuartel de Fela. Dos de ellos acudieron a casa de mi padre y llamaron infructuosamente al timbre. Después llamaron también a mi casa, pero quiso la mala suerte que yo hubiera bajado a hacer la compra. Así transcurrió la mañana. Por la tarde los dos carabineros de Fela se dirigieron al Ayuntamiento, pero todas las oficinas estaban cerradas. Por la noche se les ocurrió la ingeniosa idea de ir a ver al párroco y éste les dijo que mi padre estaba en Roma y les facilitó el número de teléfono del hotel. De esta manera establecieron contacto con monseñor Diliberto. Después mi marido me contó el resto.
—¿Cómo lo mataron?
—De un disparo. Sólo uno. En pleno rostro.
—¿Y qué más le dijo su marido?
—Que los carabineros le hicieron unas preguntas un poco raras.
—¿Como qué?
—Si mi padre tenía ciertas inclinaciones. Porque donde lo encontraron por lo visto hay hombres que...
—Ya entiendo, dejémoslo.
—Le preguntaron también si se drogaba. ¡Ya me dirá usted, un viejo de setenta y tres años! Después llegaron a la conclusión de que había sido un atraco fallido. Mi padre debió de ofrecer resistencia, los delincuentes perdieron la cabeza, le pegaron un tiro y, presos del pánico, huyeron sin llevarse nada.
—Es una hipótesis razonable. ¿Su marido consiguió averiguar algo sobre el resultado, disculpe, señora, de la autopsia? Yo qué sé, restos de alcoh...
—No había. Mi padre era abstemio.
¡El buen hombre era un dechado de virtudes!
—Pero ¿por qué salió, en lugar de irse a dormir como los demás? —preguntó Montalbano casi para sus adentros.
—Por eso estoy aquí —dijo Simona Minescu.
—Por Dios, señora, yo no estoy en absoluto en condiciones de... Disculpe, pero, con tan pocos elementos, ¿qué digo pocos...?
—Yo he averiguado algo —terció la señora Simona más fresca que una lechuga.
—Ah, ¿sí? ¿Se lo ha dicho a los carabineros?
—No, ¿por qué habría tenido que hacerlo? Ellos consideran cerrado el caso.
—Bueno, mi compañero de Fela podría...
—Fui yo quien le habló de usted —intervino Clementina Vasile-Cozzo.
—¿Usted cree que me prestarían atención? —preguntó Simona.
—Muy bien —dijo Montalbano, tomando una decisión—. ¿Qué es lo que ha averiguado?
—Cuando monseñor Diliberto regresó con el grupo de curas, fui a hablar con ellos uno por uno. Don Pignataro y don Cottone me dijeron que, mientras recorrían la Via Della Conciliazione, mi padre les rogó que lo esperaran, pues tenía que hacer urgentemente sus necesidades. Lo vieron entrar en un bar. Tras pasarse un buen rato esperando, empezaron a preocuparse. Entraron también en el bar, que estaba lleno a rebosar de extranjeros, y vieron a mi padre sentado tranquilamente a una mesita, leyendo el periódico. Le reprocharon su grosería y volvieron a salir, pero mi padre, me dijeron, daba la impresión de estar aturdido y como ausente. Y así estuvo hasta la hora de la cena, hasta el punto de que lo comentaron entre sí, convencidos de que mi padre estaba indispuesto. Decidieron esperar a la mañana siguiente. Más no supieron decirme.
—Esa historia podría confirmar la hipótesis de una amnesia transitoria.
Simona Minescu pareció no haberlo oído.
—Hace unos cuarenta días me enviaron desde Roma todos los objetos personales de mi padre. En el bolsillo de la chaqueta encontré este trocito de papel enrollado.
Lo sacó de un bolso muy grande y se lo entregó al comisario.
—¿Ve?, es un billete del ATAC, sin usar. El ATAC son los autobuses de Roma —explicó en tono de maestra de primaria.
—Lo sé —dijo Montalbano, ligeramente ofendido.
—Mi padre había escrito en él un número de teléfono. Lo apuntó él, no me cabe la menor duda, los números son como los que él escribía. Tres, seis, uno, dos, cuatro, siete, dos. Y después, mire, hay otro número, el siete, un poco separado. Como si mi padre no lo hubiera entendido bien. Pero lo había entendido.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que yo marqué el tres, seis, uno, dos, cuatro, siete, dos con el prefijo de Roma y me contestaron enseguida. Es un hotel. ¿Y quiere saber una cosa?
—Ya que estamos, ¿por qué no? —contestó Montalbano en tono de leve guasa.
La señora no captó la ironía o no la quiso captar.
—El hotel está muy cerca del lugar donde descubrieron el cadáver de mi padre.
El comisario aguzó el oído. La cosa estaba empezando a ponerse interesante.
—¿Cuándo ocurrieron los hechos?
—Durante la tarde o la noche del doce de octubre.
—Muy bien. En la Jefatura Superior tienen las listas de todos los que...
Simona Minescu levantó una mano huesuda y el comisario se interrumpió.
—Mi marido, usted no lo sabe porque nadie se lo habrá dicho, es propietario de una importante agencia de viajes. Y tiene muchos amigos.
—No lo pongo en duda, señora. Pero no todas las personas que acuden a un hotel viajan forzosamente a través una agencia.
—Por supuesto que no. Pero yo tenía en la cabeza una cosa muy concreta.
—¿Se quiere explicar mejor?
—Ahora mismo, comisario. El siete que mi padre escribió no corresponde a la segunda línea del hotel. Lo pregunté y me dijeron que solo tienen una. Lo cual significa que nadie le dió ese número a mi padre: debió de oírlo y lo anotó, sin estar muy seguro de haber entendido bien la última cifra. ¿Dónde podía haber oído aquel número? Sólo en el bar, cuando se separó del grupo. Allí debió de oír o ver algo que lo trastornó, como me dijeron los dos curas.
—¿Ha comprobado las llamadas que hizo su padre desde el hotel?
—Sí. .Desde las habitaciones del hotel Imperia, donde se alojaba mi padre, sólo se puede llamar al exterior a través de la centralita. Únicamente consta la llamada que me hizo a mí. Pero no me cabe duda de que llamó a alguien antes de la cena.
—¿Como puede estar tan segura?
—Me lo dijo el padre Giacalone, uno del grupo. En el vestíbulo del hotel lmperia hay dos teléfonos que funcionan con fichas. El padre Giacalone jura y perjura haberlo visto en uno de aquellos teléfonos.
—Por consiguiente, usted cree que su padre llamó al otro hotel... Por cierto, ¿cómo se llama?
—Sant'Isidoro.
—Usted piensa que llamó al hotel y preguntó por alguien para concertar una cita con él.
—Exactamente. Me puse a pensar sobre ese alguien. Mi padre era muy sociable y extravertido, contaba a todo el mundo lo que hacía y pensaba. ¿Por qué no les dijo nada a los curas del grupo acerca de lo que había visto u oído en el bar? Porque era algo que lo había trastornado.
—¿Qué sabe de su padre? —preguntó de repente el comisario añadiendo de inmediato—: Me refiero a algo que pudiera haberle ocurrido estando todavía en Rumania. ¿Sabe algo?
Simona Minescu lo miró con admiración.
—Es usted tan hábil como me habían dicho, comisario.
—¿Le pidió a su marido que averiguara si el doce de octubre se había alojado un grupo de rumanos en el hotel Sant'Isidoro?
—Exactamente, señor comisario, y la respuesta fue afirmativa.
—Volvamos a la pregunta anterior.
—Como ya le he dicho, mi padre huyó de Rumania en mil novecientos cuarenta y cuatro, tenía diecinueve años, y, tras haber cruzado Yugoslavia, el Adriático, Apulia, Calabria y el estrecho de Messina, se detuvo en Vigàta. Jamás me dijo ni por qué ni cómo. Él, que era siempre tan abierto, se cerraba en cuanto alguien hablaba de su vida en Rumania. A mí me dijo que su familia había sido exterminada.