—Me ha llamado al Ayuntamiento una joven diciendo que era la esposa de ese tal Tarantino. Quería averiguar la verdadera razón por la cual yo había ido a su casa a la hora de comer. Yo me he quedado desconcertado, ella habrá pensado que se ha equivocado y ha colgado. Quería que usted lo supiera.
* * *
¿Por qué la había preocupado la visita? ¿O acaso había sido el marido quien le había ordenado telefonear para averiguar algo más? Sea como fuere, la llamada hacía que se plantearan nuevas dudas. La partida empezaba de nuevo. El trocito de papel con el número de Tarantino estaba sobre el escritorio. No quiso perder tiempo. Contestó ella.
—¿La señora Tarantino? Soy De Magistris.
—No, usted no es De Magistris. Su voz es distinta.
—De acuerdo, señora. Soy el comisario Montalbano. Páseme a su marido.
—No está. Después de comer se ha ido al mercado de Capofelice. Regresa dentro de dos días.
—Señora, necesito hablar con usted. Voy para allá.
—¡No! ¡Por lo que más quiera! ¡Que no lo vean en el pueblo de día!
—¿A qué hora quiere que vaya a verla?
—Esta noche. Pasadas las doce. Cuando ya no hay nadie por la calle. Y, por favor, deje el coche lejos de mi casa. Y, cuando venga, que no lo vean los del pueblo. Por favor.
—Esté tranquila, señora. Seré invisible.
Antes de colgar el aparato, la oyó sollozar.
La puerta estaba entornada y la casa se encontraba a oscuras. Entró furtivamente, como un amante, y cerró la puerta a su espalda.
—¿Puedo entrar?
—Sí.
Buscó a tientas el interruptor. La luz iluminó un salón muy sencillo: un pequeño sofá, una mesita auxiliar, dos butacas, dos sillas, una estantería. Ella estaba sentada en el sofá, se cubría el rostro con las manos y mantenía los codos apoyados en las rodillas. Temblaba.
—No tenga miedo —le dijo el comisario, inmóvil junto a la puerta—. Si quiere, me voy por donde he venido.
—No.
Montalbano se adelantó dos pasos y tomó asiento en una butaca. Entonces la joven se incorporó y lo miró a los ojos.
—Me llamo Sara.
Puede que no tuviera ni veinte años. Era menuda, delicada, y miraba con expresión atemorizada: una chiquilla que espera un castigo.
—¿Qué quiere de mi marido?
¿Pares o nones? ¿Cara o cruz? ¿Qué estrategia elegir? ¿Dar un rodeo o ir directamente al grano? Como es natural, no hizo ni lo uno ni lo otro, y no lo hizo por astucia sino porque sí, porque le vinieron aquellas palabras a los labios.
—Sara, ¿por qué tiene tanto miedo? ¿Qué la asusta? ¿Por qué ha querido que tomara tantas precauciones para venir a verla? En el pueblo no me conoce nadie, no saben quién soy ni qué hago.
—Pero es un hombre. Pepè, mi marido, es muy celoso. Puede volverse loco de celos. Y, si se entera de que aquí dentro ha entrado un hombre, igual masasina.
Dijo eso exactamente: «Masasina». Entonces Montalbano pensó: «Pues entonces, eres tú también la que escribió "¡Socurro!"» Lanzó un suspiro, estiró las piernas, se reclinó contra el respaldo y se puso cómodo en el sillón. Ya estaba todo aclarado. Nada de secuestros ni de hombres amenazados de muerte. Mejor así.
—¿Por qué escribió aquella nota y la introdujo en el
bùmmulo
?
—Me había dado una paliza y después me había atado a la cama con la cuerda del pozo. Dos días y dos noches me tuvo así.
—¿Qué había hecho?
—Nada. Pasó uno que vendía cosas, llamó, yo abrí y le estaba diciendo que no quería comprar nada, cuando Pepè regresó y me vio hablar con él. Se puso como loco.
—¿Y qué hizo después, cuando la desató?
—Me siguió pegando. No podía ni caminar. Como él se tenía que ir a un mercado, me dijo que cargara los
bùmmuli
en la furgoneta. Entonces cogí una hoja de periódico, la rompí en trocitos, escribí cinco notas y las metí en cinco
bùmmuli
distintos. Antes de irse, me volvió a atar con la cuerda. Pero esta vez yo conseguí desatarme. Tardé dos días, me faltaban las fuerzas. Después me levanté, fui a la cocina, cogí un cuchillo afilado y me corté las venas.
—¿Por qué no se escapó?
—Porque lo quiero. Así, simplemente.
—Cuando él volvió, vio que me estaba muriendo desangrada y me llevó al hospital. Yo le dije que lo había hecho porque hacía una semana, y era verdad, había muerto mi madre. Al cabo de tres días me mandaron a casa. Pepè había cambiado. Aquella misma noche quedé preñada de mi hijo.
Se había ruborizado y miraba al suelo.
—Y, desde entonces, ¿no la ha vuelto a maltratar?
—No, señor. De vez en cuando se pone celoso y rompe todo lo que tiene a mano, pero a mí ya no me toca. Pero yo entonces empecé a tener miedo de otra cosa. No podía dormir por la noche.
—¿Miedo de qué?
—De que alguien encontrara las notas, ahora que ya todo ha pasado. Si Pepè llegaba a enterarse de que yo había pedido socurro para librarme de él, igual...
—¿La volvía a pegar?
—No, señor comisario. Me dejaba.
Montalbano encajó la respuesta.
—Conseguí recuperar cuatro, aún estaban dentro de los
bùmmuli
. El quinto, no. Y, cuando vino usted y comprendí, después de hablar por teléfono con el señor del Ayuntamiento, que usted se había puesto un nombre falso, pensé que la policía había encontrado la nota y que podía llamar a Pepè, pensando vete tú a saber qué...
—Me voy, Sara —dijo Montalbano, levantándose. Se oyó desde la otra habitación el llanto del pequeño, que se había despertado.
—¿Lo puedo ver? —preguntó Montalbano.
—
Dottori
!
Dottori
! ¿Es usted personalmente en persona?
Pero ¿qué coño de hora era? Miró el despertador de la mesita de noche, completamente atontado por el sueño. Las cinco y media de la mañana. Se pegó un susto: si Catarella lo despertaba a aquella hora, sabiendo las consecuencias a las que se exponía, significaba que la cosa era muy seria.
—¿Qué hay, Catarè?
—Han encontrado el coche de la señora Pagnozzi y de su marido, el
commendatore
.
El
commendatore
Aurelio Pagnozzi, uno de los hombres más ricos de Vigàta, había desaparecido la víspera junto con su mujer.
—¿Sólo el coche? Y ellos, ¿dónde estaban?
—Dentro del coche,
dottori
.
—¿Y qué hacían?
—¿Qué quiere que hicieran,
dottori
? Se hacían los muertos, los cadáveres.
—¿Pero han muerto?
—
Dottori
, ¿cómo quiere que estuvieran vivos? ¡El coche ha caído por un precipicio de cien metros!
—Catarè, ¿me estás diciendo que han sufrido un accidente? ¿Que no ha sido algo provocado por terceros?
Catarella hizo una desconcertada pausa.
—No,
dottori
, ese Terceros no tiene nada que ver porque Fazio, que se ha trasladado al lugar de los hechos, no me ha hablado de él.
—Catarè ¿quién te ha dicho que me llamaras?
—Nadie,
dottori
. Yo mismo he tenido esta idea. A lo mejor al final resultaba que, si no le decía nada, usted se enfadaba.
—Catarè, a ver si te enteras de que nosotros no somos policías de Tráfico.
—Eso es justamente lo que yo le quería preguntar,
dottori
: si matan a uno en una carretera, ¿la cosa nos corresponde a nosotros o a los de Tráfico?
—Después te lo explico, Catarè.
El comisario Montalbano colgó el teléfono, cerró los ojos, estuvo cinco minutos tratando de recuperar el sueño que se le había escapado, soltó un taco y se levantó.
A las siete ya estaba en el despacho, de un humor tan negro como la tinta.
—¿Dónde está Catarella, que quiero decirle un par de palabritas?
—Ahora mismo acaba de irse a casa —contestó Galluzzo, que lo había relevado en la centralita.
Se presentó Fazio.
—¿Y bien? ¿Qué es esa historia de Pagnozzi y su mujer?
—Nada, señor comisario, han muerto los dos. Anoche vino aquí el hijo de los Pagnozzi, Giacomino, para comunicarnos que su padre y su madre no habían regresado a casa a las ocho, como habían quedado. Esperó una hora y después los llamó al móvil. No contestaron. Entonces él empezó a preocuparse y a correr de acá para allá. Nadie sabía nada. A las diez y media, minuto más, minuto menos, nos vino a contar lo sucedido. Yo le contesté que, tratándose de personas adultas, podíamos buscarlas sólo al cabo de veinticuatro horas, previa denuncia de alguien. Él me dijo una cosa y se fue muy enfadado.
—¿Qué te dijo?
—Que nos fuéramos todos a tomar por el culo.
—¿Acaso no fuiste tú el único que habló con él?
—Sí, señor. Pero él dijo exactamente eso: todos, incluido el comisario.
—Muy bien, sigue.
—Telefoneó hacia las cuatro de la noche y Catarella me llamó. Los había encontrado él. En el fondo de un barranco. La señora, que iba al volante, debió de perder el control o se durmió, cualquiera sabe. El coche no se ha incendiado, pero ellos la han palmado. Mientras yo estaba allí, se presentó el sub comisario Augello.
—¿Por qué? ¿Quién lo avisó?
—Lo llamó Giacomino Pagnozzi. Me ha parecido entender que el subcomisario Augello es amigo de la familia.
Que descansaran en paz. Aquella mañana tenía que presentar su informe al jefe superior de policía en Montelusa. Llegó con casi dos horas de adelanto y se pasó el rato bromeando con Jacomuzzi, el jefe de la Científica.
Al regresar, encontró a Mimì Augello con cara de funeral.
—¡Pobrecitos! ¡Era impresionante ver en qué estado quedaron! Parecía que a la señora Stefania la hubiera aplastado un camión, estaba casi irreconocible.
Algo en el tono de voz del subcomisario hizo que al comisario le saltara una chispa en la cabeza. Estaba casi seguro, conocía desde hacía demasiados años a Mimì.
—¿Tú eras amigo del marido?
—Bueno, sí, de él también.
—¿Qué quiere decir «también»? ¿De quién eras más amigo?
—Más bien de la pobre Stefania.
—Tengo una curiosidad: ¿desde cuándo te lo montas con señoras de cierta edad? Pagnozzi hace muchos años que dejó atrás los sesenta.
—Bueno, verás... Stefania era la segunda mujer; Pagnozzi se casó con ella cuando enviudó.
—¿Y cómo conoció a la tal Stefania?
—Bueno..., antes era su secretaria.
—Ya. ¿Y qué edad tenía?
—Jamás se lo pregunté. Pero así, a primera vista, debía de tener unos treinta como mucho.
—Mimì, con la mano en el corazón, contesta con toda sinceridad: ¿te la habías tirado?
—Bueno, sí..., una chica tan guapa... Lo intenté, pero sin demasiadas esperanzas, pues era evidente que ella estaba enamorada de Pagnozzi.
—¿Estás de guasa? Aparte de los treinta años de diferencia, el difunto Pagnozzi, con lo feo que era, ¡hubiera matado de un susto incluso a un asesino en serie!
—No me refería precisamente a Pagnozzi padre sino a Pagnozzi hijo.
Montalbano se quedó estupefacto.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—La verdad. Media Vigàta sabía que Stefania y Giacomino, el hijo del primer matrimonio, también treintañero, eran amantes. ¿Por qué crees que Giacomino, al ver que no regresaban, se preocupó? No por su padre, que le importaba un carajo, sino por la madrastra. Esta noche, al ver el cadáver, se ha desmayado.
—Pero ¿el marido estaba al corriente de los hechos?
—Los cornudos son los últimos en enterarse.
—¿Giacomino vive en casa de su padre?
—No, vive por su cuenta.
Pasaron a hablar de otros temas.
A la mañana siguiente, Montalbano mandó llamar a Mimì Augello, que no había aparecido por su despacho en toda la tarde del día anterior.
—Entra y cierra la puerta. Mimì, tú sabes bien que yo no presto atención a ciertas cosas, pero, bueno, si decides no aparecer por la comisaría, lo menos que puedes hacer es avisarme.
—Salvo, ¡pero si, desde Fazio hasta Catarella, todos tienen el número de mi móvil! Una llamada y me planto aquí.
—Mimì, no has entendido una mierda. Tú tienes que estar disponible y no presentarte en el despacho sólo cuando te llaman, como un fontanero.
—De acuerdo, perdona. El caso es que me fui a dar una vuelta con el perito del seguro.
—¿De qué seguro, Mimì?
—Ah, sí..., no sé dónde tengo la cabeza... El de los Pagnozzi.
—Pero ¿tú por qué te mezclas en eso? ¿Hay algo que no encaja?
—Sí —contestó Augello sin dudar.
—Pues entonces, habla.
—Como tú sabes, el coche, un BMW, no se incendió a pesar de que, en el momento del accidente, el depósito estaba casi lleno. Pues bien, en la guantera estaba el recibo de una revisión general del vehículo, y la fecha correspondía al mismo día del accidente. Fuimos a ver al mecánico, Parrinello, el que tiene el taller cerca de la central eléctrica. Me dijo que el coche lo había dejado Giacomino.
—¿No tiene coche propio?
—Sí, pero, cuando tiene que salir de Vigàta, le pide prestado el suyo a su padre. Tenía que ir a Palermo y se lo llevó. A la vuelta, dice que oyó un ruido extraño en el motor. Sin embargo, Parrinello nos ha dicho que el coche estaba en buenas condiciones, que sólo tenía alguna cosilla, bobadas. Se lo entregó a Stefania sobre las seis. Ella estaba con su marido.
—¿Se sabe adónde tenían que ir?
—Sí. Nos lo ha dicho Giacomino. Se habían citado en una casa de campo que tenían a pocos kilómetros de Vigàta con un maestro de obras. Éste lo ha confirmado, pero él se fue de allí al cabo de una hora escasa. Desde entonces hasta el momento del hallazgo, ya no se sabe nada más de ellos. Sin embargo, cabe suponer...
—¿Qué dicen los del seguro?
—No se explican el accidente. El BMW debió de seguir adelante en línea recta en lugar de trazar la curva, recorrió unos doscientos metros y fue a parar al fondo del barranco. No hay marcas de frenazo. Como hasta anteayer ha estado lloviendo, se ven con claridad las huellas de las ruedas que van directamente hacia el barranco.
—A lo mejor a la señora le dio un mareo.
—¿Bromeas? Era una fanática de los gimnasios. Además, el año pasado hizo un cursillo de supervivencia en Nairobi.
—¿Qué dice el forense?
—Ha efectuado las autopsias. Él, para la edad que tenía, estaba bien. Ella, según Pasquano, era una máquina perfecta. No habían comido ni bebido. Habían hecho el amor.