—Pero piense, señor comisario, que no es seguro que la distribución de los puestos sea como dicen los papeles —le dijo De Magistris.
—¿Por qué?
—Porque sucede muy a menudo que los dueños de los tenderetes se ponen de acuerdo entre sí y se intercambian los puestos.
—¿Entre los dos vendedores de cacharros?
—No sólo entre ellos. En el papel puede decir, qué sé yo, que en el número veinte hay uno que vende fruta y verdura, pero tú vas allí y te encuentras con que ahora hay un tenderete de zapatos. A nosotros no nos interesa, nos basta con que estén de acuerdo y no haya disputas.
Regresó al despacho, le pidió a Fazio que le explicara cómo ir a casa de Consolato Damiano, subió al coche y se fue. El término de Ficuzza, donde vivía el campesino, era un apartado lugar situado a medio camino entre Vigàta y Montereale. Para llegar hasta allí, tuvo que dejar el coche al cabo de media hora de trayecto y pegarse una caminata de otros treinta minutos. Ya había oscurecido cuando llegó a una pequeña alquería, se abrió paso entre las gallinas y, antes de llegar a la puerta abierta, gritó:
—¡Eh! ¿Hay alguien en casa?
—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.
—El comisario Montalbano.
Salió Consolato Damiano con la boina puesta y no pareció sorprenderse en absoluto.
—Pase.
La familia Damiano estaba a punto de sentarse a la mesa. Había una anciana a quien Consolato presentó como Pina, su mujer; su hijo cuarentón Filippo con su mujer, Gerlanda, una treintañera que atendía a dos chiquillos, un niño y una niña. La habitación era espaciosa y la parte destinada a la cocina disponía incluso de un horno de leña.
—¿Usía gusta? —preguntó la señora Pina, haciendo ademán de añadir otra silla a la mesa—. Esta noche he hecho un poco de pasta con brécol.
Montalbano gustó. Después de la pasta, la señora Pina sacó del horno, donde lo mantenía caliente, medio cabrito con patatas.
—Nos tiene que perdonar, señor comisario. Es comida de ayer, porque mi hijo Filippu cumplía cuarenta y un años.
Estaba riquísimo y era tan delicioso y tierno como suele ser el cabrito, tanto vivo como muerto. Al final, puesto que nadie le preguntaba el motivo de su visita, Montalbano decidió hablar.
—Señor Damiano, ¿recuerda usted, por casualidad, en qué tenderete compró el
bùmmulo
?
—Pues claro que lo recuerdo. El que está más cerca del camposanto.
El recuadro estaba asignado a Tarantino. Pero ¿y si se hubiera intercambiado el puesto con Fiorello?
—¿Sabe usted cómo se llama el encargado del tenderete?
—Sí, señor. Se llama Pepè. Pero el apellido no lo sé.
Giuseppe. Sólo podía ser Giuseppe Tarantino. Una cosa facilísima que se podía haber resuelto con una breve llamada telefónica. Pero, si Damiano hubiera tenido teléfono, Montalbano se habría perdido la pasta con brécol y el cabrito al horno.
En el despacho encontró a Mimì Augello, que evidentemente lo estaba esperando.
—¿Qué hay, Mimì? Aligera, que dentro de cinco minutos me voy a casa. Es tarde y estoy cansado.
—Fazio me ha contado la historia del
bùmmulo
. Me imagino que te quieres encargar de ella personalmente, sin comentarlo con nadie.
—Has acertado. ¿A ti qué te parece el asunto?
—No sé. Podría ser tanto un caso serio como una solemne tontería. Podría tratarse, por ejemplo, de un secuestro.
—Yo opino lo mismo. Pero hay ciertos elementos que lo podrían descartar. Hace más de cinco años que no se produce un secuestro en nuestra zona.
—Más, mucho más.
—Y el año pasado no hubo ninguna noticia sobre secuestros.
—Eso no significa nada, Salvo. A lo mejor, los secuestradores y la familia del secuestrado han conseguido mantener en secreto la noticia y las negociaciones.
—No lo creo. Hoy en día los periodistas consiguen contarte los pelos del culo.
—Entonces ¿por qué dices que puede ser un secuestro?
—No un secuestro con ánimo de lucro. ¿Olvidas que hubo un miserable que secuestró a un niño para atemorizar al padre, que tenía intención de colaborar con la justicia? Después lo estranguló y lo desfiguró con ácido.
—Lo recuerdo, lo recuerdo.
—Podría ser algo de ese tipo.
—Podría, Salvo. Pero puede que tenga razón Fazio.
—Y por eso no os quiero tener pegados a los cojones. Si me equivoco, si es una bobada, me reiré yo solito.
A la mañana siguiente, a primera hora, se presentó de nuevo en el Ayuntamiento.
—He sabido que el vendedor de cacharros que me interesa se llama Giuseppe Tarantino. ¿Me puede usted facilitar su dirección?
—Pues claro. Un momento que lo consulto en las fichas —dijo De Magistris.
Al cabo de menos de cinco minutos, éste regresó con una.
—Vive en Calascibetta, en la Via De Gasperi, treinta y dos. ¿Quiere su número de teléfono?
* * *
—Catarella, me tienes que hacer un favor especial e importante.
—
Dottori
, cuando usía me pide a mí personalmente que le haga a usía personalmente en persona un favor, el favor me lo hace usía a mí al pedírmelo.
Los barrocos cumplidos de Catarella.
—Mira, tienes que llamar a este número. Te contestará Giuseppe o Pepè Tarantino. Tú, sin decirle que eres de la policía, le tienes que preguntar si esta tarde va a estar en casa.
Lo vio perplejo, sosteniendo entre el índice y el pulgar el papelito en el que figuraba el teléfono, con el brazo ligeramente separado del cuerpo, como si el papelito fuera un bicho repugnante.
—¿Hay algo que no has entendido?
—Muy claro no está.
—Dime.
—¿Qué tengo que hacer si se pone al teléfono Pepè en lugar de Giuseppe?
—Es la misma persona, Catarè.
—¿Y si no contesta ni Giuseppe ni Pepè sino otra persona?
—Le dices que te pase a Giuseppe o Pepè.
—¿Y si Giuseppe Pepè no está?
—Das las gracias y cuelgas.
Hizo ademán de salir, pero una duda asaltó de pronto al comisario.
—Catarè, dime lo que dirás por teléfono.
—Enseguida,
dottori
. «¿Diga?», me pregunta él. «Oye —le contesto yo—, si tú te llamas Giuseppe o Pepè, es lo mismo.» «¿Con quién hablo?», me preguntará él. «A ti no te importa un carajo quién es el que te está hablando en persona. Yo no soy de la policía. ¿Entendido? Bueno pues: por orden del señor comisario Montalbano, tú esta tarde no te tienes que mover de casa.» ¿Lo he dicho bien?
Montalbano ahogó en la garganta un grito de rabia capaz de romper los cristales mientras el esfuerzo por contenerse lo dejaba enteramente empapado de sudor.
—¿No lo he dicho bien,
dottori
?
La voz de Catarella temblaba y sus ojos parecían los de un cordero que contempla la hoja que lo va a degollar. Le dio lástima.
—No, Catarè, lo has dicho muy bien. Pero he pensado que será mejor que lo llame yo mismo. Dame el trocito de papel donde está anotado el número.
Una voz femenina contestó al segundo tono. Parecía joven.
—¿La señora Tarantino?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Soy De Magistris, el funcionario del Ayuntamiento de Vigàta que se encarga de los...
—Mi marido no está.
—¿Está en Calascibetta?
—Sí.
—¿Irá a casa a comer?
—Sí, pero, si entre tanto me quiere decir a mí...
—Gracias. Lo volveré a llamar esta tarde.
Entre una cosa y otra, ya eran más de las once cuando pudo sentarse al volante para dirigirse a Calascibetta. La Via Alcide de Gasperi estaba un poco apartada. El número 32 correspondía a un espacioso patio completamente ocupado por centenares de
bùmmuli
,
cocò
,
bummulìddri
,
quartare
, jarras sin asas y cuencos. Había también un camioncito de juguete medio roto. La casa de Tarantino, de toba sin enlucido, estaba formada por tres habitaciones dispuestas en fila en la planta baja, al fondo del patio. La puerta estaba cerrada y Montalbano llamó con el puño, pues no había timbre. Le abrió un joven de algo más de treinta años.
—Buenos días. ¿Es usted Giuseppe Tarantino?
—Sí. Y usted ¿quién es?
—Soy De Magistris. He llamado esta mañana.
—Ya me lo ha dicho mi mujer. ¿Qué desea?
Por el camino no se había inventado ninguna excusa. Tarantino aprovechó aquel momento de titubeo.
—El impuesto ya lo he pagado y el permiso aún no ha caducado.
—Eso ya lo sabemos, nos consta.
—¿Pues entonces?
No se mostraba ni decididamente hostil ni decididamente receloso. Una cosa intermedia. A lo mejor no le gustaba la presencia de un desconocido durante la comida. El aroma del ragú era muy fuerte.
—Dile al señor que pase —dijo una voz femenina desde el interior, la misma que había contestado al teléfono.
El hombre pareció no haberla oído.
—¿Pues entonces? —repitió.
—Quería preguntarle dónde tiene usted la fábrica. —¿Qué fábrica?
—Ésa donde se trabaja el barro, ¿no? El horno, los...
—Lo han informado mal. Yo no fabrico los
bùmmuli
y las
quartare
. Los compro al por mayor. Me hacen un buen precio. Los vendo en los mercados y me gano algo.
En aquel momento se oyó el estridente llanto de un bebé.
—Se ha despertado el pequeño —le dijo Tarantino a Montalbano como si quisiera apremiarlo.
—Me voy enseguida. Deme la dirección de la fábrica.
—Marcuzzo e Hijos. El pueblo se llama Catello, término de Vaccarella. A unos cuarenta kilómetros de aquí. Buenos días.
Y le cerró la puerta en las narices. Jamás sabría cómo preparaba el ragú la mujer de Tarantino.
* * *
Se pasó dos horas recorriendo los alrededores de Catello sin que nadie supiera indicarle el camino del término de Vaccarella. Y nadie había oído hablar jamás de la empresa Marcuzzo que fabricaba
bùmmuli
y
quartare
. ¿Cómo era posible que no la conocieran? ¿Acaso no querían ayudarlo porque habían olfateado a un policía? Tomó una dolorosa decisión y se presentó en el cuartel de los carabineros. Le contó toda la historia a un sargento apellidado Pennisi. Al final de la perorata de Montalbano, Pennisi le preguntó:
—¿Qué quiere de los Marcuzzo?
—No se lo puedo decir con exactitud, sargento. Seguramente usted sabrá más de ellos que yo.
—De los Marcuzzo sólo puedo hablar bien. La fábrica la fundó a principios de siglo el padre del propietario actual, que se llama Aurelio. Este Aurelio tiene dos hijos varones casados y por lo menos unos diez nietos. Viven todos juntos en un caserón, al lado de la fábrica. ¿Se imagina usted tener a una persona secuestrada en un lugar en el que hay diez niños? Son gente unánimemente respetada por su honradez y seriedad.
—Muy bien, sargento, hagamos como que no he dicho nada. Le voy a hacer otra pregunta. Una persona que se encontrara en peligro por haber sido secuestrada o por haber sido amenazada, ¿podría haber introducido el trozo de papel en un
bùmmulo
sin que los Marcuzzo lo supieran?
—Ahora le voy a hacer yo una pregunta a usted, señor comisario: ¿por qué razón una persona secuestrada o amenazada de muerte tendría que encontrarse en las inmediaciones de la fábrica de los Marcuzzo? Un delincuente común se hubiera guardado mucho de acercarse si supiera cómo las gastan los Marcuzzo.
—¿Tienen obreros? ¿Empleados?
—Ninguno. Lo hacen todo ellos. Hasta las mujeres trabajan. —Al sargento se le ocurrió de pronto una idea—. ¿De qué fecha es el periódico? —preguntó.
—Es del tres de agosto del año pasado.
—En esa fecha la fábrica estaba cerrada.
—Y usted ¿cómo lo sabe?
—Llevo cinco años aquí. Y, desde hace cinco años, la fábrica cierra invariablemente el uno de agosto y vuelve a abrir el veinticinco. Lo sé porque Aurelio me llama y me comunica su partida. Se van todos a Calabria, a casa de la mujer del hijo mayor.
—Disculpe, ¿por qué le comunican la partida?
—Porque, si alguno de mis hombres pasa casualmente por allí, echa un vistazo. Para más seguridad.
—Cuando están ausentes, ¿dónde guardan los cacharros?
—En un almacén muy espacioso que hay detrás de la casa. Con una puerta protegida por una reja. Jamás ha habido un robo.
El comisario permaneció un instante en silencio. Después habló.
—¿Me hace usted un favor, sargento? ¿Quiere llamar a alguien de los Marcuzzo y preguntarle en qué día del año pasado entregaron un pedido al propietario de un tenderete, antes del cierre estival? Se llama Giuseppe Tarantino y dice que es cliente suyo.
Pennisi tuvo que esperar diez minutos al teléfono tras haber solicitado la información. Estaba claro que habían tenido que rebuscar entre los datos de los registros. Al final, el sargento dio las gracias y colgó.
—La última entrega a Tarantino se hizo justo la tarde del treinta y uno de julio. Cuando volvieron a abrir, le hicieron otras entregas, una el...
—Gracias, sargento. Ya es suficiente.
Lo cual significaba que la nota se había introducido en el
bùmmulo
cuando éste ya se encontraba en poder de Tarantino. Y había permanecido en un depósito sin la menor vigilancia, al alcance de cualquiera. Se desanimó.
Durante el camino de vuelta, en el coche, piensa que te piensa, llegó a la conclusión de que jamás conseguiría resolver nada. Y aquella constatación lo puso de mal humor.
Se desahogó con Gallo, que no había hecho una cosa que él le había mandado. Sonó el teléfono. Catarella lo llamaba desde la centralita.
—
Dottori
? Está el señor Dimastrissi que quiere hablar con usted en persona personalmente.
—¿Dónde está?
—No lo sé,
dottori
. Ahora se lo pregunto.
—No, Catarè. Sólo quiero saber si está en la comisaría o al teléfono.
—Al teléfono,
dottori
.
—Pásamelo. ¿Diga?
—¿Comisario Montalbano? Soy De Magistris, el funcionario de...
—Dígame.
—Pues verá, perdone la pregunta, lo siento muchísimo, pero... ¿Ha ido usted por casualidad a casa de Tarantino, el propietario del tenderete, y se ha presentado con mi nombre?
—Pues sí. Pero es que...
—Por Dios, señor comisario. No quiero saber nada más. Gracias.
—No, escuche. ¿Cómo se ha enterado?