—¿Habéis mirado en el espejo?
—¡El espejo está atornillado a la pared!
—No digo si habéis mirado detrás del espejo, sino en el espejo. Se hace de la siguiente manera: se abre la puerta de la casa y se contempla reflejada en el espejo.
—¿Te has vuelto loco?
—O se hace lo que Alicia: imaginar que el cristal es una especie de gasa.
—En serio, Salvo, ¿te encuentras bien? ¿Quién es esa Alicia?
—¿Tú has leído alguna vez a Carroll?
—¿Quién es?
—Dejémoslo, Mimì. Oye, mañana por la mañana te inventas una excusa y vas a ver a la señora Tarantino. Encárgate de que te reciba en el salón y dime si hace o no un determinado gesto.
—¿Cuál?
Montalbano se lo dijo.
El miércoles, tras haber recibido el informe de Fazio, el comisario le dio de plazo hasta el día siguiente para que le facilitara otros detalles sobre los edificios del callejón De Roberto. El jueves por la noche, antes de ir a ver a la señora Tarantino, Montalbano entró en la farmacia Bevilacqua, que estaba de guardia. Había una epidemia de gripe y el establecimiento estaba lleno de gente, hombres y mujeres.
Una de las dos dependientas vio a Montalbano y le preguntó en voz alta:
—¿Qué desea, señor comisario?
—Después, después —contestó él.
El farmacéutico Bevilacqua, al oír la voz del comisario, levantó los ojos, lo miró y le pareció que estaba un poco azorado. Tras atender a un cliente, se acercó a un estante, cogió una cajita, salió de detrás del mostrador y la depositó en su mano con aire de conspirador.
—¿Qué me ha dado? —le preguntó Montalbano, perplejo.
—Preservativos —le contestó el otro en voz baja—. Es lo que quería, ¿no?
—No —contestó Montalbano, devolviéndole la cajita—. Quiero la píldora.
El farmacéutico miró a su alrededor y habló en un susurro.
—¿Viagra?
—No —contestó Montalbano, empezando a ponerse nervioso—. La que usan las mujeres. La más habitual.
Ya en la calle, abrió el envoltorio que le había entregado el farmacéutico, arrojó las píldoras anticonceptivas a un contenedor de basura y sólo se quedó con el prospecto.
Excepto porque la señora no acababa de ducharse, todo se desarrolló exactamente igual que el domingo anterior. El comisario se acomodó en el sofá, la señora se sentó en la silla y descolgó el teléfono.
—¿Qué ocurre esta vez? —preguntó la mujer en tono ligeramente resignado.
—En primer lugar, le quería decir que he apartado del caso de su marido al sub comisario Augello, que vino a verla la otra mañana por última vez y a quien usted conoce muy bien.
Había acentuado el «muy» y la mujer se sorprendió.
—No entiendo...
—Verá, cuando las relaciones entre el investigador y la investigada se vuelven, como en el caso de ustedes, excesivamente íntimas, es mejor... En resumen, de hoy en adelante seré yo quien me encargue personalmente de su marido.
—A mí..,
—¿...le da lo mismo uno que otro? Pues no, mi querida amiga, se equivoca usted de medio a medio. Yo soy mucho, pero que mucho mejor.
Consiguió conferir a la última parte de la frase un tono de obscena insinuación. No supo si felicitarse por ello o si escupirse a la cara.
Giulia Tarantino palideció ligeramente.
—Señor comisario, yo...
—Déjame hablar a mí, Giulia. El domingo pasado, cuando entramos primero en el dormitorio y después en el cuarto de baño...
La palidez de la señora se intensificó; levantó la mano como para interrumpir al comisario, pero él siguió adelante.
—... encontré en el suelo este prospecto. Dice Securigen, píldoras anticonceptivas. Si no ves a tu marido desde hace dos años, ¿para qué las quieres? Puedo aventurar algunas suposiciones. Mi subco...
—¡Por el amor de Dios! —gritó Giulia Tarantino.
E hizo el gesto que esperaba el comisario: cogió el auricular y lo colocó en la horquilla.
—¿Sabe? —preguntó Montalbano, pasando de nuevo al «usted»—. Ya la primera vez descubrí que este teléfono es falso. El verdadero es el que usted tiene en la mesita de noche. Éste sólo sirve para que su marido oiga todo lo que se dice en esta habitación. Tengo un oído muy fino. Cuando usted descuelga el teléfono, se tendría que oír la señal. En cambio, su teléfono está mudo.
La mujer no dijo nada, parecía a punto de desmayarse de un momento a otro, pero resistía desesperadamente y permanecía en tensión como si temiera que ocurriera algo inesperado.
—También he descubierto —añadió el comisario— que su marido es el dueño de un pequeño garaje en el callejón De Roberto, que está a menos de diez metros de aquí en línea recta. Ha excavado una galería subterránea que casi con toda seguridad desemboca detrás del espejo, donde los que practican los registros no miran jamás: siempre piensan que, detrás de un espejo, no hay nada.
Comprendiendo que había perdido, Giulia Tarantino recobró el aire distante y miró fijamente al comisario:
—Tengo una curiosidad: ¿usted nunca se avergüenza de lo que hace y de cómo lo hace?
—Sí, de vez en cuando —reconoció Montalbano.
En aquel momento, desde la planta baja, se oyó un estruendo de cristales rotos y una enfurecida voz que decía:
—¿Dónde estás, puerca asquerosa?
A continuación, se oyó a Giovanni Tarantino subiendo precipitadamente la escalera,
—Ya llega el imbécil —dijo su mujer en tono resignado.
La primera vez que Montalbano vio al hombre caminar por la playa fue por la mañana a primera hora, pero el día no era muy apropiado para pasear por la orilla del mar; es más, lo mejor era volver a la cama, cubrirse hasta la cabeza con la manta, cerrar los ojos y adiós, muy buenas. En efecto, soplaba una fría y desagradable tramontana, la arena penetraba en los ojos y la boca, las olas se levantaban sobre la línea del horizonte, se escondían y aplanaban detrás de las que las precedían, se volvían a levantar en vertical al llegar a tierra y se abalanzaban famélicas sobre la playa para comérsela. Paso a paso el mar casi había conseguido rozar la galería de madera de la casa del comisario. El hombre iba todo vestido de negro y se sujetaba con la mano el sombrero que llevaba encasquetado en la cabeza, para evitar que el viento se lo llevara, mientras el grueso abrigo se le pegaba al cuerpo y se le enredaba entre las piernas. No iba a ningún sitio; se adivinaba por su forma de caminar, que, pese a todo aquel alboroto, era constante y regular. Unos cincuenta metros más allá de la casa del comisario, el hombre dio media vuelta para regresar a Vigàta. Montalbano lo había visto otras veces de buena mañana sin abrigo porque la temperatura había cambiado, siempre vestido de negro y siempre solo. En una ocasión, el tiempo mejoró lo suficiente para que Montalbano pudiera darse un buen chapuzón en el agua, todavía fría; mientras cambiaba la dirección de sus brazadas para regresar a la orilla, el comisario vio que el hombre lo miraba desde la zona de la playa en la que rompían las olas. Si hubiera seguido nadando en esa dirección, Montalbano habría salido del agua justo delante de él, lo cual no le apetecía nada. Así que fue variando imperceptiblemente la dirección de sus brazadas, hasta alcanzar la orilla unos diez metros más allá del lugar donde el hombre permanecía inmóvil, observándolo. Cuando éste comprendió que el encuentro cara a cara no se iba a producir, dio la vuelta y reanudó su habitual paseo. Durante varios meses la cosa continuó de la misma manera. Una mañana, el hombre no pasó y Montalbano se preocupó. Entonces se le ocurrió una idea. Bajó de la galería a la playa y vio perfectamente las huellas del hombre grabadas en la arena mojada. Por lo visto, había dado el paseo un poco antes que de costumbre, cuando él aún estaba durmiendo o en la ducha.
Una noche sopló un fuerte viento, pero hacia el amanecer se calmó, como si se avergonzara de haber montado aquel espectáculo nocturno. El día amaneció sereno, templado y soleado, aunque no estival. El viento de la víspera había limpiado la playa, allanado los pequeños hoyos y dejado la arena lisa y resplandeciente. Las huellas del hombre destacaban tan claramente como si alguien las hubiera dibujado, pero su trayectoria sorprendió al comisario. Tras haber paseado por la orilla, el hombre se había encaminado directamente hacia su casa y se había detenido justo bajo la galería para regresar después a la orilla. ¿Qué pretendía? El comisario contempló largo rato aquella especie de uve dibujada por las huellas, como si su cuidadoso examen pudiera permitirle meterse en la cabeza del hombre y entender los pensamientos que ésta encerraba y que lo habían inducido a efectuar aquel imprevisto desvío.
Cuando llegó al despacho, llamó a Fazio.
—¿Tú conoces a un hombre vestido de negro que cada mañana da un paseo por la playa, delante de mi casa?
—¿Por qué, le ha causado alguna molestia?
—No me ha causado ninguna molestia, Fazio. Y, aunque me la hubiera causado, ¿crees que no habría sabido arreglármelas yo solo? Te pregunto simplemente si lo conoces.
—No, señor comisario. Ni siquiera sabía que un hombre vestido de negro paseaba por la playa. ¿Quiere que haga averiguaciones?
—Déjalo.
Pero Montalbano siguió dando vueltas al asunto de vez en cuando. Por la noche, en casa, llegó a la conclusión de que aquella uve ocultaba, en realidad, un signo de interrogación, una pregunta que el hombre vestido de negro había querido formularle, pero, en el último momento, le había faltado el valor. Fue por eso por lo que puso el despertador a las cinco de la mañana: no quería arriesgarse a no ver al hombre, en caso de que éste, por el motivo que fuera, decidiera adelantar su paseo. Sonó el despertador, se levantó a toda prisa, se preparó el café y se sentó en la galería. Esperó hasta las nueve, así que tuvo tiempo de leer una novela policíaca de Carla Lucarelli y de tomarse seis tazas de café. Ni rastro del hombre.
—¡Fazio!
—A sus órdenes, señor comisario.
—¿Recuerdas que ayer te hablé de un hombre todo vestido de negro que cada mañana...?
—Por supuesto que lo recuerdo.
—Esta mañana no ha pasado.
Fazio lo miró, perplejo.
—¿Le parece grave?
—Grave, no. Pero quiero saber quién es.
—Lo intentaré —dijo Fazio, suspirando.
A veces el comisario era francamente extraño. ¿Por qué estaba tan obsesionado por un sujeto que paseaba tranquilamente por la playa? ¿Qué molestia le causaba?
* * *
Por la tarde, Fazio llamó a la puerta, pidió permiso, entró en el despacho de Montalbano, se sentó, sacó del bolsillo un par de hojitas llenas de una escritura apretada y carraspeó ligeramente.
—¿Será una conferencia? —le preguntó Montalbano.
—No, señor comisario. Le traigo lo que he averiguado sobre la persona que pasea cada mañana por delante de su casa.
—Antes de que empieces a leer, te quiero avisar. Como te dejes dominar por tu complejo de funcionario del Registro Civil y me empieces a dar detalles que me importan un carajo, me levanto de esta silla y me voy a tomar un café.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Fazio, doblando las hojitas y volviéndoselas a guardar en el bolsillo—. Yo también voy a tomarme un café.
Ambos abandonaron en silencio el despacho, profundamente irritados. Se fueron al bar y cada uno se pagó su café. Regresaron sin decir nada y volvieron a sentarse igual que antes, pero esta vez Fazio no sacó las hojas. Montalbano comprendió que le correspondía hablar a él, pues igual Fazio permanecía callado hasta la noche.
—¿Cómo se llama esa persona?
—Leonardo Attard.
Por consiguiente, como los Cassar, los Hamel, los Camilleri, los Buhagiar, de lejanos orígenes malteses.
—¿A qué se dedica?
—Era juez. Ahora está retirado. Era un juez importante, presidente de una audiencia provincial.
—¿Y qué hace aquí?
—Pues no sé. Es natural de Vigàta. Vivió en el pueblo hasta los ocho años. Después, su padre, que era jefe de la comandancia del puerto, fue trasladado. Él creció en el norte, estudió, en resumen, hizo su carrera. Cuando vino aquí hace ocho meses, no lo conocía nadie.
—¿Tenía casa en Vigàta? ¿Alguna vieja propiedad de la familia o algo así?
—No, señor. Se la compró. Es una casa espaciosa, de cinco habitaciones grandes, pero vive solo. Lo atiende una asistenta.
—¿No se casó?
—Sí. Pero se quedó viudo hace tres años. Tiene un hijo.
—¿Ha hecho alguna amistad en el pueblo?
—¡Qué va! ¡No lo conoce nadie! Sale solo de buena mañana, da su paseo y después ya no se le ve por ningún sitio. Todo lo que necesita, desde los periódicos hasta la comida, se lo compra la asistenta, que se llama Prudenza y se apellida... ¿Permite que consulte las hojitas?
—No.
—Muy bien. He hablado con ella. El señor juez se ha ido.
—¿Sabes adónde?
—A Bolzano. Allí vive su hijo. Casado y padre de dos varones. El juez pasa el verano con él.
—¿Y cuándo regresa?
—En septiembre.
—¿Sabes algo más?
—Sí, señor. A los tres días de haberse instalado en la casa de Vigàta...
—¿Dónde está?
—¿La casa? Justo en el confín entre Vigàta y Marinella. Prácticamente a medio kilómetro de su casa de usted.
—Muy bien, sigue.
—Estaba diciendo que, a los tres días, llegó un camión enorme.
—Con los muebles.
—¡Qué muebles ni qué historias! ¿Sabe usted en qué consisten sus muebles? Una cama, una mesita de noche, un armario en el dormitorio. Un frigorífico en la cocina, donde come. No tiene televisor. Eso es todo.
—Pues entonces, ¿para qué era el camión?
—Para el transporte de los papeles.
—¿Qué papeles?
—Por lo que me ha dicho la asistenta, son las copias de los documentos de todos los juicios que ha presidido el señor juez.
—¡Virgen santísima! ¿Sabes que, en cada juicio, se escriben por lo menos diez mil páginas?
—Justamente. La asistenta me ha dicho que en esa casa no hay ni un rincón que no esté lleno de legajos, carpetas y archivadores que llegan hasta el techo. Dice que su misión principal, aparte de cocinar, es pasar el plumero por los papeles, que se llenan constantemente de polvo.
—¿Y qué hace Attard con ellos?
—Los estudia. He olvidado decirle que, entre los muebles, figuran también una mesa de gran tamaño y un sillón.
—¿Los estudia?