—¿Por qué querías conocer la historia del chaval?
—Porque ocurrió lo que yo había supuesto. Eleonora lo convenció de que hiciera lo que ella deseaba. Un adulto quizá se hubiera echado atrás. Por consiguiente, a partir de hoy mismo, tendrás que trabajarte a este chico hasta que confiese. Cuéntaselo todo a su padre, haz que te ayude. Yo ya no me quiero ocupar de esta historia.
—¿No tenías que hacerme una pregunta?
—Te la hago ahora mismo: después de todo lo que te he dicho, ¿crees que Eleonora Briguccio es una mujer capaz de llegar hasta este extremo? ¿Hasta el punto de planear una venganza tan refinada que ha enviado a un hombre al hospital, aunque también podía haberlo enviado al cementerio, y al marido a la cárcel? Una venganza para la cual es necesario que ella en primer lugar pague el precio de ser difamada por todo el pueblo. ¿Es posible que esta mujer pueda pensar de esa manera?
—Sí, es posible —reconoció a regañadientes Mimì Augello.
Aquella noche de finales de abril era exactamente como la que una vez había contemplado extasiado Giacomo Leopardi: dulce, clara y sin viento. El comisario Montalbano conducía su automóvil muy despacio, gozando del fresco mientras regresaba a su casa de Marinella. Se arrebujaba en su cansancio como en el interior de un traje sucio y sudado, sabiendo que dentro de muy poco, después de la ducha, lo podría cambiar por otro limpio y perfumado. Llevaba en el despacho desde antes de las ocho de la mañana y ahora su reloj marcaba las doce en punto de la noche.
Se había pasado todo el día tratando de hacer confesar a un viejo asqueroso que había abusado de una chiquilla de nueve años y después había intentado matarla de una pedrada en la cabeza. La pequeña se encontraba en coma en el hospital de Montelusa y, por consiguiente, no estaba en condiciones de identificar al violador. Tras varias horas de interrogatorio, el comisario no tuvo demasiadas dudas acerca de la culpabilidad del hombre al que habían detenido. Pero éste se había encerrado en una negativa que no dejaba abierto el menor resquicio. Lo había intentado con trampas, trapacerías, faroles y preguntas a traición, y el tío, nada, siempre con el mismo disco.
—Yo no he sido, no tienen pruebas.
Las pruebas las tendrían sin duda después del examen del ADN del esperma. Pero se necesitaba demasiado tiempo y demasiada paja para que madurara la «serba», como decían los campesinos.
Hacia las cinco de la tarde, tras haber agotado todo el repertorio policial, Montalbano empezó a sentirse una especie de cadáver parlante. Mandó que lo sustituyera Fazio, se fue al cuarto de baño, se desnudó, se lavó de la cabeza a los pies y volvió a vestirse. Entró en la sala para reanudar el interrogatorio y oyó que el viejo decía:
—Yo no he «fido», no tienen «pruefas».
¿Se había convertido de repente en alemán? Miró al detenido: le manaba de la boca un hilillo de sangre y tenía un ojo hinchado y cerrado.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada, señor comisario —contestó Fazio con tal cara de ángel que sólo le faltaba la aureola—. Ha sufrido un desmayo. Se ha golpeado la cabeza contra el canto de la mesa. A lo mejor se ha roto un diente, nada de importancia.
El viejo no replicó y el comisario volvió a machacar con las mismas preguntas. A las diez de la noche aún no había conseguido ni siquiera prepararse un bocadillo. Mimì Augello se presentó en la comisaría más fresco que una rosa. Montalbano hizo que le sustituyera inmediatamente y se dirigió a la
trattoria
San Calogero. Tenía tanta hambre atrasada que a cada paso que daba tenía la sensación de que caía de rodillas al suelo como un caballo reventado. Pidió unos entremeses de marisco y, cuando ya estaba empezando a saborearlos de antemano, Gallo irrumpió en el local.
—Venga, señor comisario, el viejo quiere hablar. Se ha hundido de golpe, dice que ha sido él quien le ha partido la cabeza a la chiquilla tras haberla violado.
—¿Y cómo ha sido eso?
—Pues no sé, comisario, el subcomisario Augello ha logrado convencerlo.
Montalbano se enfureció, pero no por los entremeses de marisco que no tendría tiempo de comerse. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Él se había pasado todo el día sudando sangre con aquel viejo repugnante y, en cambio, Mimì lo había conseguido en un abrir y cerrar de ojos?
En la comisaría, antes de ver al viejo, Montalbano habló a solas con su subcomisario.
—¿Cómo lo has hecho?
—Puedes creerme, Salvo, ha sido una casualidad. Tú sabes que yo me afeito con navaja. Con maquinilla no me queda bien. Será una cuestión de piel, no sé qué decirte.
—Mimì, de tu piel no me tienes que decir nada porque me importa un carajo. Quiero saber cómo has conseguido que confiese.
—Precisamente hoy me había comprado una navaja nueva. La tenía en el bolsillo. Bueno, pues acababa de empezar el interrogatorio del viejo cuando éste me ha dicho que se le escapaba el pipí. Lo he acompañado al retrete.
—¿Por qué?
—Pues porque casi no lo sostenían las piernas. Resumiendo, en cuanto ha sacado el instrumento, yo he abierto la navaja y le he hecho un cortecito.
Montalbano lo miró, horrorizado.
—¿Dónde le has hecho el cortecito?
—¿Dónde querías que se lo hiciera? Una cosa de nada.
Claro que ha salido un poco de sangre, pero nada...
—Mimì, pero ¿es que te has vuelto loco?
Augello lo miró con una sonrisita de suficiencia.
—Salvo, tú no lo has entendido. O el viejo hablaba o nuestros hombres no lo dejaban salir vivo de aquí. De esta manera he resuelto el problema. El tío ha creído que yo era capaz de cortársela del todo y se ha hundido.
Montalbano decidió hablar a la mañana siguiente con Mimì y con todos los agentes de la comisaría, pues no le gustaba su comportamiento con el viejo. Abandonó al violador asesino en manos de Augello —total, ahora éste ya no necesitaba utilizar la navaja— y regresó a la
trattoria
. Los entremeses lo estaban esperando y le hicieron olvidar la mitad de los pensamientos que se agolpaban en su cerebro. Los salmonetes con salsa hicieron desaparecer el resto.
Cuando salió del local, la calle estaba a oscuras. O alguien había roto las bombillas o se habían fundido. Después de unos cuantos pasos, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Alguien estaba orinando junto a un portal, no contra la pared sino sobre una caja de cartón de gran tamaño. Al llegar a su altura, se dio cuenta de que el tío estaba haciendo sus necesidades encima de un pobre desgraciado que estaba en el interior de la caja y no conseguía reaccionar ni hablar porque iba más borracho que una cuba. El comisario se detuvo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Montalbano.
—¿Qué coño quieres? —dijo el otro, subiéndose la cremallera.
—¿Te parece bien mearte encima de un cristiano?
—¿Un cristiano? Ése es un pedazo de mierda. Y, como no te vayas, me meo también encima de ti.
—Perdóname y buenas noches —dijo el comisario.
Le dio la espalda, se adelantó medio paso, se volvió y le pegó un fuerte puntapié en los cojones. El otro se desplomó sin resuello sobre el desgraciado de la caja. Digno remate de un día muy duro.
Por fin estaba llegando a casa. Se acercó al bordillo por la izquierda, trazó la curva, enfiló el caminito que conducía a la vivienda, llegó a la explanada, se detuvo, bajó, abrió la puerta, la cerró a su espalda y buscó a tientas el interruptor, pero su mano quedó en suspenso en el aire.
¿Qué era lo que lo había paralizado? Una especie de flash, la imagen fulmínea de una escena entrevista poco antes con demasiada rapidez para que el cerebro tuviera tiempo de transmitir los datos recogidos. No encendió la luz, pues la oscuridad lo ayudaba a concentrarse y a reconstruir lo que le había llamado subliminalmente la atención.
Sí, habla sido en el momento de girar para enfilar el caminito; las luces largas habían iluminado por un instante una escena. Delante de él, detenido en el mismo sentido de circulación, un Nissan todoterreno. Al otro lado de la calle, tres siluetas en movimiento. Primero se acercaban las unas a las otras hasta casi formar un solo cuerpo y después se separaban como si estuvieran bailando.
Cerró fuertemente los ojos. Le molestaba incluso la claridad de la luz encendida de la galería, que manchaba la densa oscuridad en que pretendía sumergirse.
Dos hombres y una mujer, ahora estaba seguro. Bailaban y, de vez en cuando, se abrazaban. No, era lo que él había creído ver, pero había algo en la actitud de los tres que podía inducir a imaginar otra situación.
«Enfócalo mejor, Salvo, los ojos de un policía son siempre ojos de policía.»
De repente, no tuvo la menor duda. Con una especie de
zoom
mental, vio el detalle de una mano que agarraba con violencia los cabellos de la mujer. La escena adquirió el significado que le correspondía. ¡Un secuestro en toda regla, no una chorrada sin importancia! Dos hombres que intentaban introducir a la fuerza a la chica en el Nissan.
No lo pensó ni un momento, abrió la puerta, salió, subió al coche y se puso en marcha. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Calculó que unos diez minutos largos. Se pasó un par de horas recorriendo obstinadamente arriba y abajo, con los labios apretados y la mirada fija, carreteras, caminitos, veredas y senderos.
Cuando ya había perdido la esperanza, descubrió el Nissan estacionado en una colina, frente a una casa que había visto deshabitada las pocas veces que había pasado casualmente por delante de ella. Por las ventanas no salía el menor rayo de luz. Se detuvo, temiendo que hubieran oído el ruido del motor. Esperó unos minutos, totalmente inmóvil. Después descendió del vehículo dejando la portezuela abierta y, agachado, rodeó cautelosamente la casa. En la parte de atrás, a través de las persianas cerradas se filtraba la luz de dos habitaciones iluminadas, una en la planta baja y otra en el piso de arriba.
Regresó a la parte delantera y empujó muy despacio la puerta entornada, procurando que no chirriara. Estaba sudando. Se encontró a oscuras en un recibidor, siguió adelante y vio un salón y, a su lado, una cocina, donde había dos chicos con vaqueros, barbas largas y pendientes. Iban desnudos de cintura para arriba, estaban preparando algo en dos hornillos de
camping
y controlaban el grado de cocción. Uno se encargaba de una cazuelita y el otro había levantado la tapadera de una olla y removía el contenido con una cuchara grande de madera. Olía a fritura y a salsa.
Pero ¿dónde estaba la chica? ¿Sería posible que hubiera conseguido escapar de sus asaltantes o que éstos la hubieran dejado libre? ¿Y si la escena tuviera otro significado?
Sin embargo, algo en lo más profundo de su instinto lo inducía a no fiarse de lo que estaba viendo: dos muchachos que preparaban la cena. La aparente normalidad era justo lo que más le preocupaba.
Con la prudencia de un gato, Montalbano empezó a subir por la escalera de obra que conducía al piso de arriba. Los peldaños estaban llenos de baldosas sueltas, y a mitad de camino estuvo a punto de resbalar. La escalera estaba bañada por un espeso líquido oscuro. Se agachó, lo tocó con la punta del dedo índice y lo olió: tenía demasiada experiencia para no saber que era sangre. Seguramente ya era demasiado tarde para encontrar viva a la chica. Subió los últimos dos peldaños casi con esfuerzo, apesadumbrado por lo que imaginaba que vería y que efectivamente vio.
En la única habitación iluminada del piso de arriba, la chica, o por lo menos lo que quedaba de ella, estaba tendida en el suelo, completamente desnuda. Sin abandonar la cautela, pero tranquilizado en parte por las voces de los dos muchachos que seguía escuchando en la planta baja, se acercó al cuerpo. Habían llevado a cabo un trabajo de artesanía con un cuchillo tras haberla violado con un palo de escoba ensangrentado que se encontraba a su lado. Le habían arrancado los ojos, cortado por entero la pantorrilla de la pierna izquierda y amputado la mano derecha. También le habían empezado a abrir el vientre, pero después lo habían dejado.
Para examinarla mejor se había agachado a su lado, pero ahora le costaba levantarse. No porque le temblaran las piernas sino justo por todo lo contrario: comprendía que, si empezaba a levantarse, el manojo de nervios en que se había convertido lo haría saltar hasta el techo como si fuera un muelle. Permaneció en la misma posición el tiempo necesario para calmarse y dominar la ciega furia que lo había invadido. No podía cometer ningún error: dos contra uno hubieran ganado fácilmente la partida.
Volvió a bajar muy despacio y oyó de nuevo con toda claridad las voces de los dos sujetos.
—Los ojos están fritos al punto. ¿Quieres uno?
—Sí, si tú pruebas un trozo de pantorrilla.
El comisario salió de la casa, pero antes de alcanzar el coche se vio obligado a detenerse para vomitar, procurando que no le oyeran mientras los esfuerzos que hacía por reprimir las arcadas le provocaban dolorosos retortijones en el vientre. Al llegar al coche, abrió el maletero, sacó el bidón de gasolina que siempre llevaba, regresó a la casa y vació el bidón justo delante de la puerta. Estaba seguro de que los dos individuos no percibirían el olor de la gasolina, enmascarado por los olores mucho más intensos de un par de ojos fritos y de una pantorrilla hervida o en salsa, vete tú a saber. Su plan era muy sencillo; prender fuego a la gasolina y obligar a los asesinos a arrojarse por la ventana de la cocina de la parte de atrás. Allí los estaría esperando él.
Regresó al automóvil, abrió la guantera, sacó la pistola y quitó el seguro. Y aquí se paró.
Devolvió la pistola a la guantera, introdujo una mano en el bolsillo y sacó el billetero: sí, tenía una tarjeta telefónica. Por el camino había visto una cabina a unos cien metros de distancia. Dejó el coche donde estaba y se dirigió a pie a la cabina tras encender un cigarrillo. Milagrosamente, el teléfono funcionaba. Insertó la tarjeta y marcó un número.
El septuagenario que, en la noche romana, estaba escribiendo a máquina se levantó de golpe y fue a coger el teléfono, preocupado. ¿Quién podría ser a aquella hora?
—¿Diga? ¿Quién habla?
—Soy Montalbano. ¿Qué estás haciendo?
—¿No sabes qué estoy haciendo? Escribo el relato del cual tú eres protagonista. He llegado al momento en que tú estás dentro del coche y le quitas el seguro a la pistola. ¿Desde dónde me llamas?