—Yo eso de la borrachera no lo sabía —empezó diciendo el ex secretario del Ayuntamiento—. Si hubiera pensado que no era un accidente sino un homicidio, ayer mismo le habría dicho lo que le voy a decir ahora. ¿Desde cuándo presta usted servicio en Vigàta?
—Desde hace cinco años.
—Esto ocurrió un año antes de su llegada. Girolamo trabajaba en el Ayuntamiento; era aparejador, ocupaba un puesto en el despacho del ingeniero jefe Riolo. Empezó a percatarse de la existencia de ciertas irregularidades en las adjudicaciones de obras, hizo copias de los documentos que probaban los chanchullos y fue a entregarlos al fiscal Tumminello, de la Fiscalía de Montelusa. No le pidió consejo a nadie, ni siquiera a mí, que era su amigo. Yo me lo tomé a mal, me pareció una falta de confianza y, durante algún tiempo, nuestras relaciones se enfriaron. Pero recuerdo que una vez...
—¿Qué hizo el fiscal Tumminello? —lo cortó groseramente el comisario.
—Mandó detener al ingeniero jefe, a un constructor apellidado Alagna y a un compañero de Girolamo, un tal Pino Intorre, que se había convertido en una especie de secretario del ingeniero Riolo. Eso es lo único que puedo decirle. Ésas son las tres únicas personas en todo el universo que podían guardar rencor a Girolamo.
—¿Los tres son vigateses?
—No, señor comisario. El ingeniero es de Montelusa y Alagna es de Fela. Sólo Intorre es de Vigàta.
—¿Fueron condenados?
—Por supuesto que sí. Pero no sé a cuánto.
El comisario llegó a la
trattoria
San Calogero más tarde que de costumbre. Parecía de mal humor. Pero aceptó la invitación de Ciccio Mónaco de sentarse a su mesa. El ex secretario del Ayuntamiento se estaba empezando a comer una merluza hervida. Se la había aliñado con una gota de aceite.
—No hay buenas noticias —le anunció Montalbano.
—¿En qué sentido?
—El ingeniero y Alagna aún están en la cárcel. Intorre fue puesto en libertad hace unos días.
—¿Y eso le parece una mala noticia? Pero ¿cómo, señor comisario? ¡Intorre sale de la cárcel lleno de rencor hacia mi pobre amigo y, en cuanto lo ve, lo mata!
—Intorre no tiene coche.
—¡Eso no significa nada! ¡Se lo habrá pedido prestado a alguien de su calaña!
—¿Sabe usted que Intorre está prácticamente ciego?
A Ciccio Mónaco se le cayó el tenedor de la mano. Se puso muy pálido.
—No..., no lo sabía.
—Sin embargo —añadió Montalbano—, puede que eso tampoco signifique nada. A lo mejor, contó con la ayuda de un cómplice.
—¡Eso es! Justo lo que yo estaba pensando!
El camarero le sirvió al comisario entremeses de pescado. Éste se puso a comer como si el tema ya estuviera cerrado.
—Y ahora, ¿qué piensa hacer?
El comisario contestó a la pregunta con otra.
—¿Sabía usted que su amigo Girolamo Cascio había comprado en los últimos seis meses dos apartamentos y tres tiendas en Montelusa?
Esta vez, Ciccio Mónaco se puso tan pálido como un muerto.
—No... no...
—No lo sabía, claro —dijo el comisario terminando la frase por él.
Y siguió comiendo como si tal cosa.
Cuando terminó los entremeses, miró al ex secretario del Ayuntamiento, el cual daba la impresión de haberse quedado petrificado en su asiento.
—Yo me pregunto ahora cómo se las arregla un pobre empleado con un sueldo de miseria para comprarse dos apartamentos y tres tiendas. Piensa que te piensa, he llegado a una conclusión: chantaje.
En ese momento a Montalbano le sirvieron una lubina que parecía que aún estuviera nadando en el mar.
—¿Me hace usted un favor, señor Mónaco? ¿Puede esperar a que me termine la lubina sin hablar?
El otro obedeció. Durante el tiempo que empleó el comisario en convertir el pescado en raspa, Mónaco se bebió cuatro vasos de agua. Al final, el comisario se reclinó satisfecho contra el respaldo de su silla y lanzó un suspiro de placer.
—Volvamos a nuestra conversación. ¿Quién era la persona a la que Girolamo Cascio estaba chantajeando? He planteado una hipótesis verosímil: alguien a quien él no había incluido en la denuncia de las adjudicaciones de obras fraudulentas. El chantajeado no tiene más remedio que pagar. Pero espera la ocasión propicia. La puesta en libertad de Intorre es el momento que el chantajeado esperaba. Hará recaer la culpa sobre el ex recluso con una ocurrencia genial: simulará un error de Intorre, el cual hubiera tenido que ignorar que Cascio ya no podía beber alcohol. El chantajeado nos ha tomado de la mano y nos ha llevado hacia donde él quería. ¡Un falso error auténticamente genial! Pero, puesto que la vida es como es, decide marcar una de las tres cartas con las que el asesino quería hacer su juego, engañando a todo el mundo. ¿Qué hace la vida? Le gasta una broma. Como el asesino pretendía hacer pasar un falso error por auténtico, lo coloca en la situación de cometer un verdadero error que es un reflejo del otro. El asesino ignora, esta vez de verdad, que Intorre está prácticamente ciego.
Ciccio Mónaco hizo ademán de levantarse.
—Necesito ir al lavabo...
Pero no lo consiguió y volvió a hundirse en la silla.
—¿Usted tiene coche, señor Mónaco?
—Sí... pero... no lo utilizo desde...
—¿Es de color azul oscuro?
—Sí.
—¿Dónde lo tiene?
El otro iba a decir algo, pero no le salió ningún sonido de la boca.
—¿En su garaje?
Un sí imperceptible con la mirada.
—¿Le parece que vayamos hacia allá?
Ciccio Mónaco habló inesperadamente.
—Tiene razón, yo también estaba metido en el asunto de las adjudicaciones de obras. Pero él me dejó fuera para poderme chupar la sangre. Durante el juicio, los demás no mencionaron mi nombre. Que conste que aquella noche yo no tenía intención de matarlo. Fue cuando me dijo que Pino Intorre había salido de la cárcel y que, si no le daba más dinero, lo azuzaría contra mí; sólo entonces decidí matarlo y hacer recaer la culpa sobre Intorre.
Quería levantarse para seguir a Montalbano, pero no lograba despegarse de la silla, las piernas no lo sostenían. El comisario lo ayudó, ofreciéndole su brazo. Salieron de la
trattoria
como dos viejos amigos.
—¿Señor comisario? Soy Fazio. ¿Podría acercarse aquí?
—¿Por qué?
No veía ninguna razón para abandonar su despacho, subir al coche, que, por otra parte, se hacía mucho de rogar antes de ponerse en marcha, atravesar toda Vigàta, coger la carretera de Montelusa, girar a la izquierda quinientos metros más allá, enfilar un sendero por el que no hubieran podido pasar ni siquiera las cabras, recorrer un kilómetro de baches y pedruscos y llegar finalmente a la casa del contable Ettore Ferro con la espalda hecha polvo.
—¿Por qué? —volvió a preguntar, irritado al ver que Fazio dudaba.
—Porque sí.
El comisario se alteró y levantó la voz.
—¿Qué coño significa «porque sí»? ¿Te quieres explicar? ¿Ha habido alguna complicación?
—No, señor, no es que haya complicaciones, pero sería mejor que viniera.
Subió al coche murmurando maldiciones. ¿Sería posible que sus hombres hubieran llegado al extremo de no saber quitarse un dedo del culo sin su ayuda?
El contable Ferro se había presentado en la comisaría a las tantas de la madrugada y había obligado a Catarella a llamar a Montalbano, que se estaba duchando en Marinella, para rogarle que acudiera al despacho «deprisa y en persona personalmente». El comisario conocía de vista al contable, un sexagenario que no mantenía tratos con nadie y vivía solo en una casa de tres pisos en un lugar apartado. Se le tenía por una persona seria, a pesar de sus curiosas manías.
Cuando el comisario entró en el despacho, el hombre estaba acomodado en una silla delante del escritorio.
—Tranquilo, tranquilo —dijo Montalbano al ver que el otro hacía ademán de levantarse—. Cuéntemelo todo.
—Esta noche han intentado robar en mi casa.
—¿Intentado?
—Sí, señor, intentado.
—A ver si lo entiendo. ¿No se han llevado nada?
—Nada de nada.
—¿Está seguro seguro de que han entrado ladrones?
—Y tan seguro. Porque han roto un cristal de la ventana del sótano, han introducido una mano, la han abierto por dentro, han entrado en casa, han abierto las puertas de todas las habitaciones que yo tengo cerradas con llave, han...
—Ya vale, ya vale —lo interrumpió el comisario.
Lo estaba asaltando una cólera asesina. ¡Aquel cabrón que tenía delante lo había obligado a correr a la comisaría a altas horas de la madrugada por un intento de robo!
—¿Dónde ha dormido usted esta noche? —preguntó Montalbano.
—¿Dónde iba a dormir? En mi casa —contestó el otro, mirándolo perplejo.
—¿Y no ha oído nada? ¿No lo ha despertado el ruido?
—¿Yo? Cuando me tomo el somnífero, no me despiertan ni a cañonazos.
—¡Fazio!
El grito del comisario sobresaltó al contable. Fazio se presentó de inmediato.
—Redacta el informe de lo que le ha ocurrido a este señor y ve también a echar un vistazo a su casa.
Transcurrió una hora larga antes de que se le empezara a pasar el mal humor. Y después recibió la llamada.
Fazio, que lo esperaba, corrió a abrirle la portezuela del coche. Montalbano lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué me has hecho venir?
—El contable ha descubierto que los ladrones le han robado una cosa.
—¿Qué cosa?
Fazio se miró con mucho interés la punta de los zapatos.
—Quizá será mejor que se lo diga el propio contable.
Montalbano estaba a punto de replicar cuando apareció el susodicho en la puerta de la casa.
—Venga, señor comisario, le enseñaré por dónde se han colado los ladrones.
Entraron en un pequeño recibidor con tres puertas y una escalera que conducía al piso de arriba.
Ettore Ferro se detuvo delante de la más grande de las tres, sacó del deformado bolsillo un gigantesco llavero, abrió e hizo pasar al comisario y a Fazio; después pasó él, encendió la luz y cerró con llave. Una escalera de unos veinte peldaños bajaba a una bodega inmensa con un techo muy alto y dividida en dos. En el lado de la izquierda había más de diez barriles de tamaño tan grande que Montalbano jamás hubiera podido imaginar que existieran.
—¿Cómo consiguió que entraran? —preguntó espontáneamente.
—La verdad es que no entraron. Los hice construir aquí mismo —contestó el contable, y añadió—: Por otra parte, toda esta bodega la proyecté yo y va mucho más allá de las paredes de esta casa.
—¿Es usted enólogo?
—¿Quién, yo? Ni soñado.
El comisario prefirió no insistir y captó por el rabillo del ojo la expresión forzada del rostro de Fazio, que a duras penas podía reprimir una carcajada de esas que le arrancan a uno las lágrimas.
—Se han colado por ahí —prosiguió el contable—. ¿Ve el cristal roto? Después saltaron sobre aquellos barriles y bajaron por la escalerita de madera que está apoyada en ellos.
Montalbano no le prestaba atención, pues estaba contemplando la otra mitad de la bodega, la de la derecha, en la que imperaba una oscuridad total. Estaba claro que no había ventanas que dieran luz. Decidió preguntar.
—¿Qué hay al otro lado?
—El congelador, una cámara frigorífica y varias cajas.
—¿Se dedica usted al comercio?
—¿Quien, yo? No.
Fazio disimuló con un acceso de tos la carcajada que no había logrado reprimir. Montalbano se enfureció.
—Oiga, contable, dígame qué le han robado y terminemos de una vez.
—Tenemos que subir al piso de arriba.
Volvió a montar el número de abrir la puerta y cerrarla.
Subieron por la escalera, se detuvieron en el rellano del primer piso, el contable abrió la puerta de la derecha con otra llave, pasaron y la volvió a cerrar, avanzó por un pasillo, se detuvo delante de la tercera puerta de la izquierda, sacó el manojo de llaves, abrió, entró, encendió la luz e invitó al comisario y a Fazio a seguirle. La habitación era prácticamente una estantería metálica perfectamente ordenada, con los estantes llenos de cajas de cartón de todos los tamaños, cerradas con cinta de embalaje. El contable señaló a la derecha una balda que contenía unas cajas como de zapatos.
—Han robado la caja de las chapas de cerveza del año pasado. Mire, comisario, hoy estamos a cuatro de enero. Pues bien, el día dos yo sellé la caja donde guardaba las chapas de las cervezas que me bebí en mil novecientos noventa y siete. Eran trescientas sesenta y cinco; me bebo una al día.
Montalbano lo miró. No bromeaba. Es más, parecía trastornado.
—Dígame, contable. ¿Qué hay dentro de esa caja tan grande de la izquierda?
—¿Ahí? Unos trozos de cuerda absolutamente inservibles.
—¿Y en las de al lado?
—Bolsas de plástico o de papel usadas. ¿Lo ve? Todo está agrupado por años. Lea: elásticos de goma mil novecientos setenta y ocho, setenta y nueve, ochenta... Camisetas usadas mil novecientos setenta y nueve, ochenta, ochenta y uno... Y así sucesivamente. Yo lo guardo todo, no tiro nada desde hace veinte años.
—¿El piso de arriba está igual?
—Sí, claro. Hay papeles, periódicos, revistas... y también ropa usada, zapatos... Cosas como tapones de corcho, botellas o latas de conservas las guardo en la habitación de al lado. Pero tendré que construir alguna habitación más en la planta baja... Yo fumo cuarenta cigarrillos al día, ¿sabe usted? Ya no sé dónde guardar las colillas.
Haciendo un esfuerzo, el comisario sujetó la razón que estaba a punto de huir de su cabeza. Tenía que irse inmediatamente, estaba sudando. Hizo ademán de marcharse, pero, al llegar a la puerta, se detuvo.
—Disculpe, contable —preguntó, deslumbrado por una repentina iluminación—. ¿Qué hay en los barriles de la bodega?
—Mis residuos orgánicos —contestó el contable Ettore Ferro.
Montalbano se fue sin despedirse siquiera.
No tuvo ánimos para regresar directamente al despacho. Poco antes de la bajada que conducía a Vigàta, había un sendero que terminaba en un solitario claro, en medio del cual se levantaba un retorcido olivo silvestre que le inspiraba simpatía. Se sentó en una de sus ramas. Se notaba dentro un sordo malestar, una sensación de incomodidad que procedía de una pregunta muy concreta: ¿por qué razón el contable Ferro hacía lo que hacía? ¿Sólo porque el cerebro le funcionaba con corriente alterna? ¿O acaso había motivos más sutiles? ¿Quería estar seguro de su existencia por medio de la acumulación de la basura que él mismo generaba? ¿O quizá se trataba de una forma de avaricia absoluta? Se fumó tres cigarrillos seguidos y, a fuerza de pensar en ello, acabó por sentirse más perplejo que convencido. Sin embargo, de una cosa estaba seguro: aquel hombre le había dado una pena inmensa.