—¿Qué quiere usted que recuerde después de un accidente que...?
—Déjeme terminar. Hay más. Su esposa, preocupada por lo que usted le acababa de decir por teléfono, decidió trasladarse inmediatamente a Palermo. Pero tenía el problema del gato y el jilguero, pues no sabía cuánto tiempo permanecería ausente de casa. Despertó a la vecina con quien mantenía amistad y le contó que usted le había dicho que se encontraba al borde de la muerte. Por lo cual debía irse enseguida. Confió a su amiga y vecina el gato y el jilguero y bajó a la calle, donde la esperaba el asesino, listo para ejecutar el ingenioso plan que usted urdió.
El apuesto abogado Giuseppe Joppolo perdió el aplomo.
—No tienes ni una miserable prueba, cabronazo de mierda.
—A lo mejor usted no sabe que a su cómplice le machacó la mano el botellazo que le propinó su última víctima. Y tampoco sabe que fue a que lo curaran nada menos que al hospital de Montelusa. Lo hemos detenido. Mis hombres lo están sometiendo a un duro interrogatorio. Cuestión de horas. Confesará.
—¡Santo Dios! —exclamó el abogado, hundiéndose en la silla más próxima.
No había nada de cierto en la historia del cómplice detenido, era todo una trola, un auténtico farol o «salto al foso», como se decía en la jerga de la policía. Pero el abogado no había podido saltar el foso, había caído en él con todo el equipo.
Montalbano se había levantado a las seis de la mañana, pero eso le habría resultado totalmente indiferente de no ser porque el día había amanecido muy nublado. Caía una fina llovizna apenas perceptible, que los campesinos llamaban
assuppaviddranu
, «empapalabriegos». Antaño, cuando todavía se cultivaba la tierra, con un tiempo como aquél el campesino no interrumpía su labor y seguía trabajando con la azada; total, era una lluvia tan ligera que ni se notaba: en resumen, que cuando regresaba a casa por la tarde, su ropa chorreaba agua. Lo cual no sirvió más que para empeorar el mal humor del comisario, que a las nueve y media de aquella mañana tenía que estar en Palermo, dos horas de carretera, para participar en una reunión cuyo tema era un imposible, es decir, la búsqueda de los distintos sistemas y maneras para identificar, entre los miles de inmigrantes ilegales que desembarcaban en la isla, quiénes eran los pobres desgraciados que buscaban trabajo o que huían de los horrores de guerras más o menos civiles, y quiénes eran, en cambio, los delincuentes puros, infiltrados entre las muchedumbres de desesperados. Un genio del Ministerio afirmaba haber encontrado un medio casi infalible, y el señor ministro había decidido que todos los responsables de la ley y el orden de la isla fueran debidamente informados. Montalbano pensaba que a aquel genio ministerial habrían tenido que concederle el Nobel, pues había conseguido, como mínimo, inventar un sistema capaz de distinguir entre el bien y el mal.
Volvió a subir al coche para regresar a Vigàta a las cinco de la tarde. Estaba nervioso. La revelación del genio ministerial había sido acogida con mal disimuladas sonrisitas, porque resultaba prácticamente imposible llevarla a la práctica. Un día perdido. Como cabía esperar.
Lo que, en cambio, no cabía esperar era la ausencia de todos sus subordinados. No estaba ni siquiera Catarella. ¿Dónde demonios estarían? Oyó los pasos de alguien en el pasillo. Era Catarella, que regresaba respirando afanosamente.
—Disculpe,
dottori
. He ido a la farmacia a comprar gaspirina. Me está viniendo la cripe.
—Pero ¿se puede saber dónde están los demás?
—El subcomisario Augello tiene la cripe, Galluzzo tiene la cripe, Fazio y Gallo...
—... tienen la cripe.
—No,
dottori
. Ellos están bien.
—¿Dónde están?
—Han ido a un sitio donde han matado a uno.
Hay que ver: te ausentas medio día y ellos lo aprovechan para escaquearse.
—¿Y sabes dónde está ese sitio?
—Sí,
dottori
. En el barrio de Ulivuzza.
¿Y cómo llegaba uno hasta allí? Si se lo preguntaba a Catarella, igual lo enviaba al Círculo Polar Ártico. Entonces recordó que Fazio llevaba un teléfono móvil.
—¿Y para qué quiere usted venir,
dottore
? El juez suplente ha ordenado el levantamiento del cadáver, el doctor Pasquano lo ha examinado, la Policía Científica está al llegar.
—Pues yo iré a pesar de todo. Tú y Gallo esperadme. Explícame bien el camino.
Hubiera podido seguir perfectamente el consejo de Fazio y no moverse de su despacho. Pero sentía la necesidad de recuperarse en cierto modo de aquel día perdido y malgastado en cuatro horas largas de carretera y un diluvio de palabras sin sentido.
El barrio de Ulivuzza estaba justo en el confín con Montelusa; si el hombre hubiera muerto unos cien metros más allá, el comisario de Vigàta no habría tenido nada que ver con el asunto. La casa en la que habían encontrado al muerto estaba totalmente aislada. Construida con piedra y sin argamasa, constaba de tres habitaciones alineadas en la planta baja. Al lado de la puerta de entrada había una abertura que daba acceso a un establo ocupado por un asno solitario y melancólico. Cuando llegó, vio sólo un automóvil en la explanada, el de Gallo: por lo visto, ya había terminado todo el jaleo de médicos, camilleros, Científica y juez suplente. Mejor así. Bajó del coche y sus zapatos se hundieron en medio metro de barro. El
assuppaviddranu
ya había dejado de caer, pero las consecuencias perduraban. En efecto, el umbral de la casa estaba sepultado bajo tres dedos de lodo, que también inundaba la habitación en la que entró. Fazio y Gallo se estaban tomando un vaso de vino, de pie delante de la chimenea. Había también un horno cubierto con un trozo de hojalata cortado en forma de semicírculo. Al muerto ya se lo habían llevado. En la mesa situada en el centro de la estancia había un plato con los restos de dos patatas hervidas que, por efecto de la sangre que había colmado el plato y se había derramado sobre la madera de la mesa, se habían transformado en unas moradas remolachas.
Sobre la mesa desprovista de mantel también había un queso entero, media barra de pan y medio vaso de vino tinto. La botella no estaba, pues era la misma de la cual se estaban sirviendo Fazio y Gallo en aquel momento. En el suelo, al lado de la silla de paja, había un tenedor.
Fazio había seguido la dirección de su mirada.
—Ha ocurrido mientras comía. Lo han ejecutado con un solo disparo en la nuca.
Montalbano se enfurecía cuando en la televisión utilizaban el verbo ejecutar en lugar de matar. Y también se enfadaba con sus hombres cuando cometían aquel error. Pero esta vez lo dejó correr; si a Fazio se le había escapado aquel verbo, significaba que aquel único y frío disparo en la nuca le había causado una profunda impresión.
—¿Qué hay allí? —preguntó el comisario, señalando con la cabeza la otra habitación.
—Nada. Una cama de matrimonio sin sábanas, sólo con el colchón, dos mesitas de noche, un armario y dos sillas como las que hay aquí.
—Yo lo conocía —dijo Gallo, secándose la boca con la mano.
—¿Al muerto?
—No, señor. Al padre. Se llamaba Antonio Firetto. El hijo se llamaba Giacomo, pero a éste no lo conocía.
—¿Y dónde se ha metido el padre?
—Ése es el quid de la cuestión —contestó Fazio—. No se le encuentra por ninguna parte. Hemos buscado alrededor de la casa y en sus inmediaciones, pero no lo hemos encontrado. Yo opino que se lo han llevado los que le han matado al hijo.
—¿Qué sabéis del muerto?
—¡
Dottore
, el muerto es Giacomo Firetto!
—¿Y qué?
—Pues que estaba en búsqueda y captura desde hace cinco años,
dottore
. Era un peón de la mafia, hacía trabajos de carnicería barata, o al menos eso es lo que se decía. Usted es el único que no ha oído hablar de él.
—¿Pertenecía a los Cuffaro o a los Sinagra?
Los Cuffaro y los Sinagra eran las dos familias que desde hacía muchos años se disputaban el control de la provincia de Montelusa.
—
Dottore
, Giacomo Firetto tenía cuarenta y cinco años. Cuando estaba aquí, pertenecía a los Sinagra. Entonces era un chaval muy prometedor. Hasta el extremo de que los Riolo de Palermo lo pidieron prestado. El préstamo ha durado hasta su muerte.
—Y el padre, cuando él venía por aquí, le ofrecía alojamiento.
Fazio y Gallo cruzaron una rápida mirada.
—Comisario, su padre era todo un caballero —dijo Gallo con firmeza.
—¿Se puede saber por qué dices «era»?
—Porque pensamos que a estas horas ya lo han matado.
—A ver si lo entiendo: en vuestra opinión, ¿cómo se han producido los hechos?
—Si me permite, quisiera añadir otra cosa —dijo Gallo—. Antonio Firetto tenía casi setenta años, pero su espíritu era como el de un chaval. Componía poesías.
—¿Cómo?
—Sí, señor, poesías. No sabía ni leer ni escribir, pero componía poesías. Muy bonitas, yo le he oído recitar algunas.
—¿Y de qué hablaba en esas poesías?
—Pues de la Virgen, la luna, la hierba. Cosas de ese tipo.
Y jamás quiso creer lo que se decía de su hijo. Decía que Giacomo no era capaz, que tenía buen corazón. Jamás lo quiso creer. Una vez, en el pueblo, se peleó como una fiera con uno que le dijo que su hijo era un mafioso.
—Comprendo. Lo que me quieres decir es que era muy natural que ofreciera hospitalidad a su hijo, pues lo creía tan inocente como Jesucristo.
—Exactamente —contestó Gallo en tono casi desafiante.
—Volvamos a nuestro tema. Según vosotros, ¿cómo se han producido los hechos?
Gallo miró a Fazio como diciéndole que ahora le tocaba hablar a él.
—A primera hora de la tarde, Giacomo llega a esta casa. Debe de estar muerto de cansancio, pues se tumba en la cama con los zapatos llenos de barro. Su padre lo deja descansar y después le prepara de comer. Cuando Giacomo se sienta a la mesa, ya ha oscurecido. Su padre, que no tiene apetito o habitualmente cena más tarde, sale para atender al asno en el establo. Pero fuera hay por lo menos dos hombres que están esperando el momento propicio. Lo inmovilizan, entran rápidamente en la casa y abren fuego contra Giacomo. Después se llevan al viejo y el coche con el cual había llegado Giacomo.
—Y, a vuestro juicio, ¿por qué no lo han matado aquí mismo, como han hecho con el hijo?
—Quién sabe, quizá Giacomo le había revelado algo a su padre y ellos querían saber qué se habían dicho.
—Hubieran podido interrogarlo en el establo.
—A lo mejor pensaban que la cosa sería muy larga, Podía aparecer alguien, como de hecho ha ocurrido.
—Explícate mejor.
—El que ha descubierto el cadáver es un amigo de Antonio que vive a trescientos metros de aquí. Algunas noches, después de cenar, se tomaban un vaso de vino juntos y se pasaban un rato pegando la hebra. Se llama Romildo Alessi. Este Alessi, que tiene un ciclomotor, ha ido corriendo a una casa cercana, donde sabe que hay un teléfono. Cuando hemos llegado, el cuerpo aún estaba caliente.
—Vuestra reconstrucción no encaja —dijo bruscamente Montalbano.
Ambos se miraron, desconcertados.
—Si no lo averiguáis por vuestra cuenta, no os lo digo. ¿Cómo iba vestido el muerto?
—Pantalones, camisa y chaqueta. Todo ropa ligera, porque hace mucho calor, a pesar de la lluvia.
—Por consiguiente, iba armado.
—¿Y por qué tenía que ir armado?
—Porque, si uno lleva chaqueta en verano, significa que va armado bajo la chaqueta. Vamos a ver, ¿iba armado o no?
—No le hemos encontrado armas.
Montalbano hizo una mueca.
—¿Y por eso vosotros pensáis que un prófugo de la justicia sale a pasear sin ni siquiera un miserable revólver en el bolsillo?
—Puede que se hayan llevado el arma los que lo han matado.
—Es posible. ¿Habéis mirado por los alrededores?
—Sí, señor. Y los de la Científica también lo han hecho. No hemos encontrado ni siquiera un casquillo. O se lo han llevado los asesinos o el arma era un revólver.
Uno de los cajones de la mesa estaba entreabierto. Dentro había unos hilos de rafia, un paquete de velas, una caja de cerillas de cocina, un martillo, clavos y tornillos.
—¿Lo habéis abierto vosotros?
—No,
dottore
. Ya estaba así cuando hemos llegado. Y así lo hemos dejado.
En una balda, delante del horno, había un rollo de cinta adhesiva marrón claro de tres dedos de ancho. Alguien lo debía de haber sacado del cajón entreabierto y había olvidado dejarlo de nuevo en su sitio.
El comisario se situó delante del horno y retiró el trozo de hojalata, que estaba simplemente apoyado en el borde de la boca.
—¿Me dais una linterna?
—Ahí dentro ya hemos mirado, pero no hay nada —dijo Fazio, entregándosela.
Pero sí había algo: un trapo blanco que se había vuelto enteramente negro a causa de la escoria. Por si fuera poco, dos dedos de impalpable hollín se habían amontonado justo detrás de la boca, como si los hubieran hecho caer desde la parte anterior del techo del horno.
El comisario volvió a colocar el trozo de hojalata en su sitio.
—Ésta me la quedo yo —dijo, guardándose la linterna en el bolsillo.
Después hizo una cosa que a Fazio y Gallo les pareció un poco rara. Cerró los ojos y echó a andar a paso normal desde la pared a la que estaban adosados la cocina y el horno hasta la mesa, y luego regresó al punto de partida. En resumen, se puso a caminar arriba y abajo con los ojos cerrados como si se hubiera vuelto loco.
Fazio y Gallo no se atrevieron a preguntarle nada. Luego, el comisario se detuvo.
—Esta noche me quedo aquí —dijo—. Vosotros apagaréis la luz, cerraréis la puerta y las ventanas y pondréis los sellos. Tiene que parecer que aquí dentro no queda nadie.
—¿Y por qué razón tendría que volver alguien? —preguntó Fazio.
—No lo sé, pero vosotros haced lo que os digo. Tú, Fazio, lleva mi coche a Vigàta. Ah, una cosa: antes de iros, después de poner los sellos, id al establo a atender al asno. El pobre animal tiene que estar muriéndose de hambre y sed.
—Como usted mande —dijo Fazio—. ¿Quiere que mañana por la mañana venga a recogerlo en su coche?
—No, gracias. Regresaré a Vigàta a pie.
—¡Pero el camino es muy largo!
Montalbano miró a Fazio a los ojos y éste no se atrevió a insistir.