Se levantó, hizo dos o tres reverencias seguidas y, cuando ya estaba a punto de retirarse, Montalbano lo obligó a detenerse.
—Perdone, señor Guarnotta, ¿usted sabe dónde ha resultado herido Manifò?
—En el maléolo.
El comisario sonrió ampliamente, desconcertando a Guarnotta. Pero Montalbano no se reía de la herida, estaba contento porque finalmente había conseguido averiguar que el hueso
pizziddro
correspondía al tobillo.
—Mimì, ¿qué te parece esta farsa que ha estado a punto de acabar en tragedia?
—¿Qué quieres que te diga, Salvo? Tengo dos hipótesis que, a lo mejor, son las mismas que las tuyas. La primera es que algún imbécil, para vengarse de Eleonora, redacta y coloca los carteles sin saber que la cosa puede acarrear graves consecuencias. La segunda es que se trata de una operación concienzudamente programada para sacar a Briguccio de sus casillas.
—¿Qué poder tiene Briguccio en el pueblo, Mimì?
—Pues lo tiene. Por principio, él se opone a todas las iniciativas del alcalde. Y siempre consigue ejercer cierta influencia. ¿Me he explicado?
—Te has explicado muy bien. El alcalde y los suyos tienen necesariamente que tratar con Briguccio en cualquier cosa que hagan. ¿Y qué me dices de la señora Eleonora?
—¿En qué sentido?
—En el sentido de tu hipótesis, la primera. La del amante abandonado. ¿Con quién estaba liada últimamente la señora Eleonora?
—¿Por qué la llamas «señora»?
—¿Acaso no lo es?
—Salvo, tú dices «señora» de una manera especial... Es como si dijeras «puta».
—¡Jamás me atrevería a tal cosa! Venga, dime qué tal van los amores de Eleonora.
—No estoy informado acerca de los últimos acontecimientos. Pero de una cosa estoy seguro, y pongo la mano en el fuego: Briguccio ha disparado contra la persona equivocada.
Montalbano, que hasta aquel momento se lo estaba tomando a guasa, movió repentinamente las orejas.
—Explícate mejor.
—Conozco muy bien a Carlo Manifò. Está casado y no tiene hijos. Y está enamorado de su mujer, aparte de que es una persona seria. Yo estas cosas siempre las intuyo: no creo que Manifò haya tenido una historia con Eleonora.
—¿Se conocían?
—No tenían más remedio que conocerse: las familias Manifò y Briguccio viven en el mismo rellano del mismo edificio.
—¿En qué trabaja Manifò?
—Enseña lengua y literatura italiana en el instituto. Es un estudioso conocido incluso en el extranjero. Más no te puedo decir.
—Briguccio ha sido interrogado por el juez suplente. ¿Qué le ha dicho?
—Dice que Manifò lo intentó con Eleonora. Que Eleonora no quiso saber nada del asunto y que entonces él se vengó difamándola.
—¿Y fue su mujer quien le contó la historia?
—No, Briguccio dice que no lo supo a través de Eleonora. Que lo descubrió por su cuenta. Y dice también que tiene pruebas de lo que afirma.
—No, señor comisario, lo siento muchísimo, pero no puede hablar con el paciente —dijo inflexible el profesor Di Stefano en el hospital de Montelusa.
—Pero ¿por qué?
—Porque aún no hemos conseguido intervenirlo. El señor Manifò, aparte de la herida, ha sufrido un shock muy fuerte. Le ha subido mucho la fiebre y delira.
—¿Podría verlo por lo menos?
—Podría. Pero ¿con qué propósito? ¿Para oír lo que dice en su delirio?
—Bueno, a veces en el delirio se dicen cosas que...
—Comisario, el profesor repite constantemente lo mismo.
—¿Podría saber lo que dice?
—Cómo no. Dice unos números.
—¿Unos números?
—Sí: treinta y nueve, dieciocho, diecinueve. Juéguelos a la lotería, si lo cree oportuno.
* * *
—A primera vista, parece un número de teléfono —dijo Augello.
—Sí, Mimì, pero, como no dice el prefijo, estamos jodidos. He mandado comprobar todos los números de nuestra provincia. Nada. Tengo que hablar con la señora Manifò.
—Pero ¿por qué tienes tanto empeño? Creo que la cosa está muy clara.
—¡Pues no! ¡Mimì, tú no puedes arrojar la piedra y después esconder la mano!
—¿Yo qué tengo que ver con eso?
—¡Pues claro que tienes que ver! ¡Tú eres el que me ha dicho que está seguro de que Manifò no era el amante de Eleonora! Y, si tú estás en lo cierto, ¿por qué razón Briguccio le ha pegado un tiro?
—Tengo razón. Pero el caso es que la señora Manifò no está en Vigàta. Es norteamericana y se ha ido a ver a sus padres a Denver. Regresará a Vigàta pasado mañana. Le han comunicado la noticia hace apenas unas horas. Pero ¿por qué quieres hablar con la señora Manifò?
—Quiero examinar la agenda del marido. A lo mejor encontramos el número que nos interesa y averiguamos a quién corresponde.
—Muy bien. Pero, puesto que la señora no está...
—... hagamos como si estuviera —terminó Montalbano.
—¡Virgen santísima, qué susto nos pegamos todos cuando oímos el disparo del revólver! —dijo la portera del edificio mientras abría la puerta del piso del profesor Manifò—. Las llaves me las dejan siempre a mí porque yo vengo a hacer la limpieza.
—¿Está la señora Briguccio? —preguntó Augello, señalando la vivienda del otro lado.
—No, señor. La señora se ha ido con su padre, que vive en Montelusa.
—Gracias, ya puede retirarse —dijo Montalbano.
El piso era grande, y la habitación más espaciosa era el estudio, prácticamente una enorme biblioteca con una mesa llena de papeles en el centro. Mientras Mimì revolvía el escritorio en busca de la agenda, Montalbano empezó a examinar los libros. En una sección había varias historias de la literatura italiana, enciclopedias y ensayos críticos perfectamente ordenados. En un estante había revistas de literatura que contenían artículos de Manifò: sobre todo, estudios acerca de Dante en relación con la cultura árabe. Otra pared estaba enteramente cubierta por estantes llenos de estudios bíblicos: el profesor Manifò tenía especial interés por aquel tema. Hasta el punto de que toda una sección estaba ocupada por sus publicaciones sobre esa materia. Había también un pequeño volumen que, por un instante, llamó la atención de Montalbano. Se titulaba Exégesis del Génesis. Estaba a punto de sacarlo para echarle un vistazo cuando la voz de Mimì lo distrajo:
—Aquí no hay una mierda.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tengo delante tres agendas, antiguas y nuevas, y el número treinta y nueve, dieciocho, diecinueve no figura en ninguna de ellas.
Volvieron a cerrar la puerta y le entregaron la llave a la portera.
La Revelación (así, con la erre mayúscula) la tuvo Montalbano sobre la una de la noche en su casa de Marinella mientras, en calzoncillos y sin poder dormir, hacía un desganado zapping por los distintos canales de televisión. Sentía una inexplicable fascinación por ciertos programas que cualquier persona juiciosa hubiera evitado cuidadosamente: ventas de muebles, de complicados aparatos de gimnasia, de cuadros de cuatro cuartos. Aquella noche sus ojos se posaron en una pareja, James y Jane, pastores de una indefinible iglesia de corte norteamericano. En un renqueante italiano, la pareja contaba que la salvación del hombre consistía en tener siempre a mano, un ejemplar de la Biblia para poder consultarla en cualquier ocasión. A Montalbano le hizo gracia Jane, con el cabello cardado y vestida con prendas ajustadas como una Marilyn Monroe de cuarta categoría y también James, menudo, de magnética mirada y con un Rolex en la muñeca. Estaba a punto de cambiar de canal cuando James dijo: «Amigos, cojan la Biblia. Deuteronomio veinte diecinueve-veinte».
Fue como si una descarga eléctrica lo hubiera alcanzado de lleno. Joder, pero qué capullo era! Buscó por toda la casa una Biblia, pero no la encontró. Miró el reloj; era la una de la noche, seguro que Augello aún no se había ido a dormir.
—Perdona, Mimì. ¿Tienes una Biblia?
—Salvo, ¿por qué no te sometes de una vez a tratamiento?
Colgó. Después se le ocurrió una idea y marcó un número.
—Hotel Belvedere.
—Soy el comisario Montalbano.
—¿En qué puedo servirle, comisario?
—Oiga, creo que en su hotel tienen por costumbre colocar la Biblia en las habitaciones.
—Sí, antes lo hacíamos.
—¿Por qué, ahora ya no?
—No.
—Pero en el hotel tienen biblias, ¿verdad?
—Todas las que usted quiera.
—Estoy ahí dentro de una media hora.
Sentado en la butaca con la Biblia en la mano, Montalbano lo pensó un poco. No era cosa de leérsela toda, habría tardado una semana. Decidió empezar por el principio, por el Génesis. Por otra parte, ¿acaso Manifò no había escrito un libro sobre el tema? Fue a echar un vistazo al capítulo 39: hablaba de los hijos de Jacob y, en particular, de José. En los versículos 18 y 19 se contaba la desgracia del pobre chico con la mujer de Putifar.
José, que era «de hermosa presencia y bello rostro», decía la Biblia, había entrado como criado en la casa de Putifar, el jefe de la guardia del faraón. Supo ganarse la confianza de su señor, que dejó a su cargo todos sus bienes. Pero la mujer de Putifar puso sus ojos en él y aprovechaba todas las ocasiones para incitarlo a hacer guarradas con ella. Por mas que lo invitó, según la Biblia, José jamás accedió «a yacer con ella o a estar con ella». Pero un día la señora perdió totalmente la cabeza y se le echó encima: el pobre José consiguió escapar, pero su manto se quedó en la mano de la mujer. Esta, para vengarse, denunció que José había intentado violarla, tanto era así que incluso se había dejado el manto en su habitación. Y, de esta manera, José acabó en la cárcel.
Conque números, ¿eh? En su delirio, el profesor Manifò se sentía en la misma situación que el bíblico José y trataba de explicar lo que había ocurrido: la víctima era él y no la señora Briguccio. Sin embargo, aun aceptando la sugerencia del profesor, había muchas cosas que no encajaban, Veamos: el profesor afirma que, estando solo en casa de Eleonora, ésta lo asalta para que yazca con ella, utilizando la expresión de la Biblia. Pero el profesor huye y deja en las manos de Eleonora algo tan íntimo y personal que el señor Briguccio se convence de que el intento de violación (eso, por lo menos, le cuenta su mujer para vengarse del rechazo) se ha producido con toda seguridad. Sin embargo, incluso admitiendo esta hipótesis, lo ocurrido a continuación carecía de toda lógica: ¿quién había redactado y fijado los carteles? ¿El profesor Manifò, para vengarse a su vez? ¡Venga, hombre! No supo encontrar la respuesta y se fue a dormir.
* * *
A la mañana siguiente, nada más levantarse de la cama, le brotó en el cerebro un pensamiento tan fresco como el agua de un manantial. Corrió al teléfono.
—¿Mimì? Soy Montalbano. Tendrías que ir, mejor acompañado por alguien de los nuestros, al piso de Manifò. Pero antes tienes que preguntarle a la portera si la señora Briguccio le ha pedido recientemente la llave de los Manifò mientras el profesor no estaba en casa.
—De acuerdo, pero ¿qué tengo que hacer?
—Una especie de registro. Tienes que mover los libros de las hileras más bajas del estudio para ver si, por casualidad, hay algo detrás de ellos.
—Un amigo mío ocultaba el whisky que su mujer no quería que bebiera. ¿Y si encuentro algo?
—Me lo llevas a la comisaría. Ah, oye una cosa, ¿has conseguido averiguar quién es el último amante o el último enamorado de Eleonora?
—Sí, algo.
—Hasta luego.
—Hemos encontrado esto —dijo Mimì con expresión sombría, sacando del bolsillo unas bragas de color rosa muy finas y elegantes, pero rotas. Montalbano las examinó: tenían bordadas las iniciales E. B., Eleonora Briguccio.
—¿Por qué las había escondido Manifò? —preguntó Augello.
—No, Mimì, te equivocas. No fue Manifò sino Eleonora Briguccio quien las escondió detrás de los libros para sacarlas de allí en el momento oportuno. Por cierto, ¿has preguntado a la portera?
—Sí. Dos días antes de que Briguccio disparara contra el profesor, Eleonora pidió la llave, dijo que se había olvidado una cosa en casa del vecino. Verás, Salvo, al parecer, mantenían un trato muy frecuente; la portera no vio nada malo en ello y le entregó la llave, que Eleonora le devolvió a los diez minutos.
—La última pregunta, ¿sabes con quién se relaciona Eleonora...?
—Mira, Salvo, es una cosa muy rara. Dicen que Eleonora está haciendo perder la cabeza a un chaval de menos de dieciocho años, el hijo del abogado Petruzzello, que...
—No me interesa. Te las tendrás que ver tú con el chaval. Ahora escúchame y reflexiona cuidadosamente antes de contestar. Es más, deberás contestar al final de mi relato. Veamos: a diferencia de lo que suele ocurrir, Eleonora Briguccio se enamora en serio de su vecino y amigo, el profesor Manifò. Y se lo hace entender de mil maneras. Pero el profesor no se da por enterado. Durante cierto tiempo las cosas continúan así, ella cada vez más obstinada, él siempre firme en el rechazo. Después, la mujer de Manifò se va a Denver. Seguro que de día o de noche, cuando su marido no está, Eleonora Briguccio llama a la puerta de su vecino, le obliga a abrirle y le repite sus proposiciones. En determinado momento, la negativa será tan grave para Eleonora que ésta se la toma como una ofensa insoportable. Decide vengarse. Un plan genial. Convence al chaval que está enamorado de ella de que redacte el texto de los carteles del referéndum y los fije en las paredes. El chico obedece. El señor Briguccio, cornudo complaciente mientras no hubiera escándalo público, se ve obligado a reaccionar, porque, además, todo el pueblo se burla de él. Cuando consigue que el marido alcance el punto de ebullición, Eleonora pasa a la segunda fase. En la biblioteca del profesor oculta unas braguitas previamente rotas y después le confiesa a su marido que Manifò la ha arrastrado a la fuerza al interior de su casa y ha intentado violarla. Ella ha conseguido evitar la violación cuando ya estaba prácticamente desnuda. Y entonces Manifò se ha vengado mandando fijar los carteles. A Briguccio no le queda más remedio que ir a pegarle un tiro a Manifò, pero, puesto que es un hombre prudente, dispara contra el hueso
pizziddro
.
—No me convence la cuestión de las bragas.
—Eleonora habría encontrado la manera de que aparecieran durante el juicio. Allí donde se encontraban hubieran podido permanecer muchos años. ¿Quién limpia las bibliotecas sino de Pascuas a Ramos?