—¿Cómo que nada? —preguntó inmediatamente Montalbano mientras el sudor le empapaba la camisa.
—Te lo juro —dijo Mimì—. Entre la chapa y la lámina no hay nada. Mira, Salvo, la furgoneta llegó a las diez y...
—¿A las diez? ¡Pero si son más de las doce del mediodía! ¿Desde dónde me llamas?
—Desde Montelusa. Desde la Jefatura Superior.
—Has ido a chivarte, ¿verdad, grandísimo cabrón?
—¿Me quieres dejar terminar? Como debajo de la lámina no había nada, se me ocurrió una idea y he venido corriendo aquí, a la Científica de Jacomuzzi, para que comprobaran una cosa. ¿Sabes?, en las botellas destinadas a Cacciatore la lámina no es de plástico. Jacomuzzi ha ordenado que uno de sus hombres haga los análisis. La droga es la propia lámina. Se trata de un procedimiento que...
Montalbano colgó. Ya no necesitaba oír nada más.
Aquella mañana, mientras se dirigía en su automóvil al despacho, Montalbano observó a un numeroso grupo de personas que, con expresión divertida, comentaban una especie de anuncio fijado en la pared de una casa. Un poco más allá, cuatro o cinco se mondaban de risa delante de otra hoja de papel, cuyo aspecto le pareció similar al de la primera, pegada en un muro. El hecho le llamó la atención, pues, por regla general, no hay demasiado motivo para reírse delante de un anuncio público, y aquél parecía la típica y habitual notificación de suspensión del suministro de agua. Al ver que la escena se repetía poco después, no pudo resistir la curiosidad, se detuvo, bajó y fue a leerlo. Era un cuadrado de papel autoadhesivo de unos cuarenta centímetros de ancho. Los caracteres eran de los que se componen a mano, utilizando letras de goma que se humedecen en un tampón de tinta.
REFERÉNDUM POPULAR
¿ES LA SEÑORA BRIGUCCIO UNA P...?
(Cada ciudadano deberá responder al referéndum
escribiendo su libre opinión en esta misma hoja)
No conocía a la señora Briguccio, jamás la había oído nombrar. Por consiguiente, lo primero que hizo fue comentárselo a Mimì Augello, el más mujeriego de toda la comisaría.
—Mimì, ¿tú conoces a la señora Briguccio?
—¿Eleonora? Sí, ¿por qué?
Estaba claro que no había visto los anuncios.
—¿No sabes nada del referéndum popular?
—¿Qué referéndum? —preguntó Augello, perplejo.
—Alguien ha pegado unos carteles en el pueblo, en los que se convoca un referéndum para establecer si la señora Briguccio, Eleonora, como tú la llamas, es o no una «p». La «p» significa evidentemente puta.
—¿Estás de guasa?
—¿Y por qué debería estarlo? Si no me crees, ve a tomarte un café al bar Contino; en sus inmediaciones hay por lo menos tres anuncios.
—Voy a ver —dijo Augello.
—Espera, Mimì. Puesto que la conoces, ¿tú cómo responderías al referéndum?
—Cuando vuelva lo hablamos.
No hacía ni cinco minutos que Augello había salido cuando la puerta del despacho golpeó brutalmente la pared. Montalbano se llevó un susto de muerte y entró Catarella.
—Perdone,
dottori
, se me ha ido la mano.
El acostumbrado ritual. El comisario supo en aquel momento que cualquier día aparecería en un periódico un titular de este tipo: «El comisario Salvo Montalbano dispara contra uno de sus agentes».
—¡Ah,
dottori
,
dottori
! Ha telefoneado el señor alcalde Tortorigi. ¡Pide socorro! ¡Dice que en el Ayuntamiento se ha armado un follón!
Montalbano salió corriendo, seguido de Fazio. Cuando llegó, un cincuentón fuera de sí, infructuosamente sujetado por algunos voluntariosos, estaba propinando puntapiés y puñetazos contra una puerta de la que colgaba una placa: «DESPACHO DEL ALCALDE».
—¿Tú conoces a éste? —le preguntó Montalbano a Fazio.
—Sí. Es el señor Briguccio.
Montalbano se adelantó.
—Ante todo, cálmese, señor Briguccio.
—¿Quién es usted?
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Quién lo ha llamado? ¿El alcalde? ¿El grandísimo cabrón del alcalde?
—Sasa —dijo uno de los voluntariosos—, el señor comisario tiene razón. Ante todo, debes calmarte.
—¡Ya me gustaría verte a ti si escribieran en la plaza pública que tu mujer es una puta!
—Sasa —añadió el otro—, pero ¿quién te dice a ti que la «p» quiere decir «puta»?
—Ah, ¿sí? Pues ¿qué significa en tu opinión?
—Pues no sé. Paleta, por ejemplo.
—O paciente, por poner otro ejemplo —terció otro más.
Las dos explicaciones enfurecieron más si cabe, y con razón, al señor Briguccio, el cual, tras haberse zafado de los que lo sujetaban, descargó dos fuertes patadas contra la puerta.
—Sácalo de aquí —le ordenó Montalbano a Fazio. Con la ayuda de los voluntariosos, Fazio arrastró al señor Briguccio a otra habitación. Una vez restablecido el orden, el comisario llamó discretamente a la puerta.
—Soy Montalbano.
—Un momento.
La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Al lado del alcalde Tortorici se encontraba un sexagenario bajito, grueso y calvo, que se inclinó a modo de saludo.
—El primer teniente de alcalde Guarnotta —lo presentó Tortorici.
—¿Qué quiere de usted el señor Briguccio?
El alcalde, también sexagenario y extremadamente enjuto, con un curioso bigotito de estilo tártaro, abrió los brazos con desconsuelo.
—Mire, señor comisario, es un asunto muy largo que viene de treinta años atrás. Briguccio, yo y el aquí presente señor Guarnotta hemos militado siempre juntos en ese viejo y glorioso partido que garantizó la libertad en nuestro país. Después ocurrió lo que ocurrió, pero todos nos volvimos a reunir cuando el partido se renovó. Sólo que, por culpa de los avatares del destino, el señor Guarnotta y yo hemos tenido siempre ciertas convicciones que Briguccio no comparte. Verá, señor comisario, cuando De Gasperi...
A Montalbano no le apetecía empantanarse en una discusión de carácter político.
—Disculpe, señor alcalde, repito la pregunta: ¿por qué razón Briguccio la tiene tomada con usted?
—Pues..., no sé qué quiere que le diga. Él intenta convertir el hecho de que le llamen cornudo en público, pues eso significa en el fondo la pregunta del referéndum, en una cuestión política. En otras palabras, él afirma que detrás del anuncio está nuestra complicidad, la mía y la del señor Guarnotta.
El señor Guarnotta se inclinó en una leve reverencia, mirando al comisario.
—Pero ¿qué pretende de usted, aparte del desahogo?
—Que mande retirar los anuncios.
—Y nosotros le hemos dado seguridades en este sentido —terció Guarnotta—. Señalándole que así lo hubiéramos hecho de todos modos sin necesidad de su, ¿como diría?, turbulenta petición, pues nadie ha pagado la correspondiente tasa de fijación de los mencionados anuncios.
—¿Entonces?
—Le hemos planteado a Briguccio el problema y se ha puesto hecho una fiera.
—¿Y cuál es el problema?
—En este momento, sólo tenemos ocho guardias municipales en servicio. Tremendamente ocupados en el desempeño de sus actividades normales. Le hemos garantizado que, dentro de una semana como máximo, los anuncios serán retirados. Y entonces él, sin ningún motivo, ha empezado a insultarnos.
Unos políticos muy finos, de la vieja y alta escuela, el alcalde Tortorici y el primer teniente de alcalde Guarnotta.
—En resumen, señor alcalde, ¿quiere usted presentar una denuncia por agresión?
Guarnotta y Tortorici se miraron y se hablaron sin palabras.
—¡De ninguna manera! —proclamó generosamente Tortorici.
—Ya he echado la cuenta —dijo Augello—. En total, se han fijado veinticinco carteles. Pocos y de elaboración casera, pero suficientes para que en el pueblo se arme la de Dios. En el pueblo no se habla de otra cosa. Se ha divulgado también el enfrentamiento de Briguccio con Tortorici y Guarnotta.
—¿Ya se han dado las primeras respuestas al referéndum?
—¡Cómo no! Unanimidad. Todo son síes. La pobre Eleonora, según la opinión popular, es indiscutiblemente una puta.
—¿Y lo es?
Mimì vaciló un momento antes de contestar.
—En primer lugar, entre Eleonora y Saverio Briguccio hay una considerable diferencia de edad. Eleonora tiene treinta y tantos años y es elegante, guapa e inteligente. En cambio, él es un cincuentón pelirrojo, muy hábil en los negocios. Todo los separa, las aficiones, la educación, el estilo de vida. Además, en el pueblo corren rumores de que la pólvora de Briguccio está mojada, pues no han tenido hijos.
—Mimì, me parece que estás enumerando las razones por las cuales la señora se ha visto obligada a ponerle los cuernos al marido.
—Bueno, en cierto sentido, es lo que tú dices.
—O sea que la señora no es una puta sino una mujer que, como tiene un marido medio impotente, se consuela como puede.
—Yo diría que ésa es la situación.
—¿Y cuántas veces, hasta el momento presente, se ha consolado?
—No las he contado.
—No te las des de caballero conmigo, Mimì.
—Bueno, pues varias veces.
—¿Contigo también?
—Eso no te lo digo ni siquiera bajo tortura.
—Mimì, ¿sabes cómo se llama hoy en día esa actitud? Se llama silencio-anuencia.
—Me importa un carajo cómo se llame.
—Dime una cosa: ¿el marido lo sabe?
—¿Que Eleonora le pone los cuernos? ¡Vaya si lo sabe!
—¿Y no reacciona?
—Pobrecillo, a mí me da pena. Lo soporta o, por lo menos, lo ha soportado, porque sabe muy bien que no está en condiciones de satisfacer las, ¿cómo diría?, aspiraciones y los deseos de Eleonora, la cual diría que...
—Mimì, no sigas con el diría, di de una puñetera vez lo que hay. El marido es un cornudo complaciente.
—Sí, pero eso es lo que me preocupa. Mientras la cosa se desarrollaba en silencio, él podía comportarse como si nada y fingir que eran rumores y maledicencia. Pero ahora lo han obligado a salir del escondrijo. Y nunca se sabe cuál puede ser la reacción de un cornudo complaciente, como dices tú, cuando se ve obligado a perder la paciencia.
—¿Tú crees que puede haber sido una maniobra política de sus adversarios?
—Es posible. Pero también podría ser la venganza de un amante abandonado por la señora Briguccio. Mira, Eleonora no quiere historias sentimentales que duren demasiado. A su manera, es fiel a los sentimientos que le inspira su marido. Cabe la posibilidad de que alguien no haya comprendido las intenciones, ¿cómo diría?, limitadas de Eleonora y se haya entregado al sueño de un gran amor, de una relación duradera...
—Te has explicado muy bien, Mimì: la señora Eleonora pertenece a la categoría de un polvo, y listo.
—Salvo, cuando te lo propones, eres de una vulgaridad desconcertante. Pero tengo que reconocer que ésa es la situación.
—De acuerdo —dijo Montalbano—. Ahora vamos a hablar de cosas serias. Este asunto de Briguccio me parece simplemente una farsa pueblerina.
Una farsa, ciertamente. Pero duró una semana. Una vez retirados los carteles, y cuando ya parecía que todo el mundo se había olvidado de ella, la farsa cambió de género y se convirtió en tragicomedia.
—¿Hablo en persona personalmente con el comisario Montalbano?
Aquella mañana no estaba el horno para bollos. Soplaba una tramontana que había puesto muy nervioso a Montalbano, el cual, por si fuera poco, la víspera había tenido una pelea telefónica con Livia.
—Catarè, no me toques los cojones. ¿Qué pasa?
—Pasa que el señor Briguccio ha disparado.
Santo cielo, ¿el cornudo complaciente se había despertado, como temía Augello?
—¿Contra quién ha disparado, Catarè?
—Contra uno que lo tengo escrito aquí,
dottori
. Ah, sí, se llama Carlo Manifò.
—¿Lo ha matado?
—No, señor. Por suerte, le tembló la mano y le dio en el hueso
pizziddro
.
¿El hueso
pizziddro
?
En aquel momento, Montalbano no recordaba la anatomía dialectal.
—¿Y dónde está el hueso
pizziddro
?
—El hueso
pizziddro
,
dottori
, está justamente donde está el hueso
pizziddro
.
Le estaba bien empleado. ¿Por qué le hacía semejantes preguntas a Catarella?
—¿Es grave?
—No,
dottori
. El subcomisario Augello ha mandado que lo lleven al hospital de Montelusa.
—Pero tú ¿cómo te has enterado?
—Porque el señor Briguccio, después del tiroteo, se ha venido a entregar. Por eso nos hemos enterado.
El primer teniente de alcalde Guarnotta ya estaba esperando a Montalbano en la comisaría. Entró en el despacho del comisario haciendo reverencias como si fuera un japonés.
—Me he sentido en el ineludible deber de venir a declarar tras haberme enterado de la noticia del desgraciado gesto del amigo Briguccio.
—¿Usted sabe cómo se han desarrollado los hechos?
—No, en absoluto. Sólo los rumores que circulan por el pueblo.
—Pues entonces, ¿sobre qué quiere declarar?
—Sobre mi absoluta inocencia en relación con los hechos.
Al ver que Montalbano lo miraba con expresión inquisitiva, se sintió en la obligación de puntualizar:
—Usted, señor comisario, estuvo presente en el lamentable incidente que se produjo en el Ayuntamiento y del cual fue enteramente responsable el amigo Briguccio. No quisiera que usted pudiera dar crédito a las desconsideradas insinuaciones del amigo Briguccio, que se encuentra visiblemente bajo los efectos de una fuerte tensión.
Montalbano lo miró sin decir nada.
—Esto se llama intento de homicidio. ¿O no? —preguntó dulcemente Guarnotta.
Lo quería dejar bien jodido al «amigo» Briguccio.
—Gracias, tomo nota de su declaración —dijo Montalbano. Pero, asaltado por un arrebato de malicia, añadió—: Usted habla, naturalmente, a título personal.
—No le entiendo —dijo Guarnotta a la defensiva.
—Muy sencillo: puesto que las acusaciones del señor Briguccio implicaban sobre todo al alcalde, quisiera saber si usted habla también en su nombre.
El titubeo de Guarnotta duró un instante. Ya puestos, ¿por qué no causarle daño también al «amigo» alcalde?
—Comisario, yo sólo puedo hablar por mí. ¿Quién puede conocer a fondo incluso a la persona más querida? El alma humana es insondable.