La Matriz del Infierno (29 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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Regresé junto a Edith, quien, descompuesta y agotada, cambió el hombro de su madre por el mío. Cada tanto la recorrían sobresaltos. Yo le murmuraba frases cariñosas y le acariciaba la cabeza.

A la madrugada empezaron los preparativos del entierro. Entró y salió muchísima gente. Alrededor de las diez hubo responsos en la arcaica lengua hebrea y nuevas salvas de llanto. Cósima sufrió un desvanecimiento, pero al recuperarse insistió en acompañar a su marido.

Un anciano de ancha barba indicó los pasos siguientes; incluso escogió a quienes debían portar el ataúd hasta la calle. En el momento en que Alexander Eisenbach fue llevado fuera de su hogar se reanudaron los sollozos. El tránsito quedó bloqueado.

Sostuve a Edith, que se caía de debilidad e indignación. Caminamos tras el ataúd hasta que sus amigos de la
Hilfsverein,
que lo llevaban a pulso, decidieron instalarlo en la carroza fúnebre.

Antes de subir al auto que encabezaba la caravana, una mano se apoyó sobre mi nuca. Giré y no pude dar crédito a mis ojos.

—¡Papá!

Tenía contraída la frente, producto también de rabia y pena. Miró a Edith. Luego, decididamente, le tomó ambas muñecas. Los ojos de ella eran un mar tempestuoso y los de él un lago que empezaba a desbordar. Ella no pudo contener otro ataque de llanto y a él le tembló la boca. Entonces la abrazó. Fue un abrazo prolongado y paternal que me anudó la garganta. Sentí que algo reventaba mis pulmones, mi tráquea, mi cabeza. Enseguida se quebraron mis diques y comencé a emitir estampidos roncos, desagradables. También abracé a papá. Los tres sacudimos nuestros hombros pegados.

Seguía abierta la puerta del automóvil que la empresa fúnebre destinaba a los parientes. Ayudé a Edith y a su madre a instalarse. No me correspondía acompañarlas, pero Edith tironeó de mi brazo y rogó que me sentara al lado de ella. Cósima, estrujando el pañuelo, asintió con un mustio movimiento de cabeza.

En el trayecto Cósima repitió varias veces:

—Yo lo presentía.

Leandro García O’Leary, un embajador de carrera, alto y calvo, asumió el área de Europa central en reemplazo de Fermín Hernández López, y me llevó consigo. Esta situación facilitaría mi acceso a las noticias del Tercer Reich. O’Leary había ganado la confianza del canciller en asuntos que no sólo se referían a política exterior, sino a las intrigas que fermentaban bajo las alfombras del Palacio San Martín.

—Necesito que lea la solicitud que ha llegado de nuestro embajador en Berlín —dijo tendiéndome la carta—. El doctor Saavedra Lamas quiere un asesoramiento preciso. Como se trata de algo sutil, escriba un borrador. Estoy poniendo a prueba sus dotes de abogado y diplomático joven; espero que se luzca.

Leí de un golpe y mis ojos expresaron asombro.

—Llévela —ordenó; su cabeza reverberaba a la luz de la lámpara— y tráigame su propuesta hoy mismo. Le concedo una hora. El ministro tiene apuro. Y yo también.

Se trataba de un mensaje que Eduardo Labougle, nuestro embajador en Alemania, había enviado al ministro informándole que un ciudadano argentino residente en Berlín se había quejado ante nuestra representación de ser molestado en sus actividades civiles y comerciales por pertenecer a la “raza judía”. Esto se agravaba por el trato que recibía su hija en el colegio como consecuencia de las leyes antisemitas. “Por otra parte —añadía Labougle— es el caso frecuente de numerosos ciudadanos argentinos judíos”. “De acuerdo al Tratado de Amistad, Comercio y Navegación argentino-alemán de septiembre de 1857, los ciudadanos argentinos gozan en Alemania de iguales derechos y garantías que los ciudadanos alemanes —esto a título de reciprocidad— y además (según el artículo 13) no serán inquietados, molestados ni incomodados de manera alguna con motivo de su religión”. Labougle pedía instrucciones sobre éste y otros casos similares que seguramente se presentarían en el futuro.

Busqué el texto completo del Tratado de Amistad y me senté frente a mi máquina de escribir. Redacté el borrador solicitado, teniendo en cuenta sólo a medias los pasos de minué que dominan el estilo diplomático. Propuse ofrecer asistencia a los perseguidos y elevar una enérgica protesta al gobierno del Reich —como lo hacía a cada rato el embajador Von Thermann en Buenos Aires—. Lo releí y sólo corregí errores de tipeo.

Mi jefe estaba en reunión; su displicente mano indicó que dejase la hoja sobre el escritorio. Al día siguiente Leandro García O’Leary dijo en tono glacial:

—Se ganó un aplazo. Me ha decepcionado, doctor.

Tragué saliva.

—Escribí según mis convicciones. Me gustaría saber...

—Vaya incorporando este dato —adelantó su cabezota brillante y abrió los ojos para devorar los míos—: en relaciones internacionales no se procede según convicciones, sino intereses. Y la defensa de los intereses se realiza midiendo fuerzas. Aquí, en este ministerio, no se perdona el idealismo ni la ingenuidad.

Rechiné los maxilares.

—Su borrador me sirvió para escribir otro, exactamente al revés, que puse a disposición de nuestro asesor letrado; usted lo conoce.

—¿Ricardo Bunge?

—Así es. ¿Sabe qué me dijo al terminar de leerlo?

—Que le parecía bien, seguramente —respondí apretando los puños.

—No —reprodujo su mueca hemifacial—. Dijo que le parecía perfecto.

Yo seguí de pie frente a su amplio escritorio de bordes dorados, inhibido por la rabia. Me dije “el ejercicio diplomático exige autocontrol, especialmente cuando uno se enfrenta con un jefe cínico”.

—Al embajador Eduardo Labougle —pontificó— hay que recordarle que no debe solicitar instrucciones sobre el futuro, sino sobre cada caso en particular. Y le cuento ahora qué más propuse, joven doctor Alberto Lamas Lynch, para que lo tenga en cuenta. Le propuse buscar soluciones satisfactorias a los problemas de los ciudadanos argentinos sobre la base de lo reglamentado por las instancias locales y sin interferir en la legislación interna de Alemania —parecía haber terminado, pero alzó los ojos—. En el caso concreto a que se refiere Labougle, no aclara en qué consisten las molestias comerciales y civiles de ese individuo, ni las de su hija en el colegio. Por lo tanto, su informe es incompleto y tendencioso. Labougle encabeza una de nuestras representaciones más importantes y acaba de mostrar que su profesionalismo adolece de fallas graves.

—¿Y cuáles serían las “soluciones satisfactorias” que usted le propone?

O’Leary se reclinó en la confortable butaca.

—Le propuse y recordé... que la protección diplomática de nuestra Embajada en Berlín deberá limitarse a permitir que ese ciudadano argentino recupere su libertad, en caso de haberla perdido. Labougle no debe invocar el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación para conseguir excepciones a las leyes antisemitas de Alemania. Por si Labougle no lo sabía, y otros diplomáticos argentinos tampoco, entre los que me permito incluirlo a usted, esas leyes antisemitas no nos conciernen.

—Lo felicito por su claridad —fue imposible detener mi lengua.

Sonrió enigmáticamente.

—Puede retirarse.

Edith y su madre concurrieron diariamente a la iglesia de San Roque. Allí oficiaban sacerdotes que hablaban alemán y las dos se confesaban en esa lengua. Era el templo más concurrido de la comunidad croata de Buenos Aires que, por sus largos vínculos con el antiguo imperio austro-húngaro, atraía feligreses nacidos en toda Europa central.

Cósima pidió celebrar una misa en memoria de Alexander Eisenbach. Mi padre se enteró y vino conmigo; el asesinato había calado en su corazón mucho más de lo que manifestaban sus palabras. Viéndolo en la iglesia, me parecía irreal que el atildado Emilio Lamas Lynch, con barbita en punta y bastón labrado, rezara junto a la doliente Cósima Richte de Eisenbach en el homenaje a su fallecido esposo judío. Me pregunté si también se habría enterado mamá, porque en casa se había impuesto un pacto de silencio en torno a esos terribles episodios.

El confesor de Cósima era nada menos que el padre Antonio Ferlic. Tenía un aspecto distinto al que me había imaginado. Edith le atribuía la oposición de Cósima a la participación de Alexander en organizaciones judías. Aparentaba cuarenta y cinco años y su rostro lucía sereno y dulce, con leve sonrojo de mejillas. Una verruga grande como una lenteja le marcaba el centro de la frente y se movía con sus gesticulaciones. Ferlic dominaba varias lenguas: alemán, croata, italiano y español, este último con acento catalán porque había pasado un lustro en Barcelona. Cuando fui con Edith y Cósima a ese templo y lo vi, me pregunté azorado si era cierto que este hombre agradable fuese antisemita. No lo pude saber porque nunca tocamos el tema.

Al término de la misa Antonio Ferlic nos alcanzó en el atrio.

—Por favor, Edith, quisiera hablar con usted.

¿Su madre y yo quedábamos excluidos?

—No. Vengan también —levantó cordialmente las manos—. Cósima y Alberto, por favor. Acompáñenme.

Nos introdujo en la fresca sacristía. El aroma a incienso y vestimentas sacerdotales producía hipnosis. Nos invitó a ubicarnos en torno a una mesa de nogal.

—¿Café? —propuso mientras distribuía pocillos sin esperar respuesta—. Quisiera que no se molestasen si voy directamente al grano —instaló la humeante cafetera sobre un apoyaplatos de bronce, alisó los pliegues de la sotana y se sentó también—. ¿Saben que el martes 2 de octubre, dentro de tan sólo diez días, se inaugura la Muestra de Arte Sacro retrospectivo? Edith lo sabe, claro que sí.

Edith asintió. Estaba pálida y ojerosa, marcadamente deteriorada. Peor que su madre.

—Esa Muestra significará el comienzo del esperado Congreso Eucarístico Internacional —dijo solemne—. Confiamos que tendrá mucho éxito. Fíjense: ya comprometió su asistencia el presidente de la República. Es la primera vez que se hacen estas cosas en la Argentina.

Vertió café en los cuatro pocillos; su perfume se expandió hasta el cielo raso. Empujó el azucarero hasta la mano de Cósima.

—Sírvase, hija, por favor... Prosigo. Les contaba del Congreso y la Muestra de Arte previa. Es muy importante. Me refiero a la Muestra. ¿Quién no lo sabe? ¿Y quién no lo sabe mejor que usted, querida Edith?

Edith bajó la cabeza y sorbió su café.

—Usted ha estado trabajando en su organización desde hace por lo menos un año. ¿Estaba enterado, Alberto?

Pensé: también es el tiempo que colabora con la
Hilfsverein.

—Y ha prestado un servicio incomparable. ¡Oh, sí, no incurra en falsa modestia, Edith! Todos reconocemos su cultura en arte, su buen gusto, su dedicación.

Miré su piel anémica, sus órbitas moradas.

—La tragedia que ha sobrevenido, que nos enluta a todos, no debería privar a esta Muestra de su colaboración final, querida hija mía.

Unió sus palmas en forma implorante.

Sorbimos el café mientras Ferlic movía la verruga de su frente como un asteroide desconsolado.

—Entiendo el dolor que produce la muerte de una persona amada, muy amada. Cualquier sacerdote comparte casi a diario este tipo de sufrimiento. La ausencia definitiva de un ser amado agobia, quita el aire. Pero nuestra alma saca de un lugar misterioso la energía que ayuda a sobrellevar esa pérdida y, con el tiempo, se consigue superarla. En fin, superarla un poco... —vació su pocillo y lo depositó con nerviosa lentitud—. Si vuelve a colaborar con nosotros en las etapas finales de la Muestra, le aseguro que encontrará consuelo, Edith. No es justo ni cristiano despreciar el consuelo.

Abrigué la mano de ella: estaba fría. Me pareció que se iba a levantar, salir y dar un portazo.

—Hablar es fácil —reprochó.

—Hijita —prosiguió el cura—: no me interprete torcido. Quiero ayudarla. Que alguien sea llamado por el Señor no significa que los otros debamos suicidarnos. Hay que alimentar la entereza de nuestro espíritu. ¿Más café?

No hubo respuesta y Ferlic volvió al tema.

—Por eso le imploro que nos siga ayudando. Le imploro —volvió a unir sus palmas—. Por usted y nuestra Santa Iglesia. Su trabajo será una bendición.

Las mujeres empezaron a sollozar.

—El Congreso Eucarístico será inolvidable —Antonio Ferlic pasó su índice por el interior de la golilla para darse espacio—. En este país impera la ausencia de fervor religioso. Verán cómo esta multitudinaria manifestación de fe producirá un sacudón profundo. Demasiados años de agnosticismo, liberalismo y positivismo han convertido a la Argentina en un desierto espiritual.

Entregué a Edith mi pañuelo porque el suyo ya goteaba. Ferlic hacía esfuerzos por disimular su ansiedad.

—¿Otra taza de café? —se levantaba y sentaba—. ¿Cósima? ¿Edith? ¿Alberto? ¿No está bueno? Arribarán grandes personalidades. Vendrá el Secretario de Estado de la Santa Sede en persona. Nada menos. Usted lo conoció, Cósima.

La mujer sonó de nuevo su nariz y movió la cabeza afirmativamente.

—Cuéntenos, Cósima, cuéntenos —instaló cuatro vasos y los llenó con agua; tendió uno a la mujer. Ella se aclaró la voz.

—Sí, es cierto.

—Cuéntenos.

—Monseñor Eugenio Pacelli era el Nuncio papal en Munich. Tuvo un desempeño, ¿cómo diría?, dramático, sí, dramático y terrible cuando se produjo el levantamiento comunista de 1919. Lo atacaron. Dicen que fue espantoso, pero no abandonó su lugar y enfrentó a las bandas con firmeza.

—Usted lo conoció personalmente —insistió Ferlic.

—Cuando visitó Colonia, donde yo vivía —introdujo el pañuelo mojado en su cartera y extrajo otro más pequeño—, asistí con mi familia a una misa que concelebró en la catedral. Era un prelado joven, pero ya se lo consideraba poderoso. Decían que iba a llegar muy alto.

—¡Altísimo! —exclamó el cura—. Y ahora viene a Buenos Aires; qué me dicen. Y con el título de Legado Papal. Usted lo podrá ver nuevamente, querida Cósima.

Ella volvió a sonarse.

—¡Por supuesto! —siguió el sacerdote—. Dicen que irradia las virtudes de los hombres santos, que su sola presencia convierte los corazones —bajó la voz—, que llegará a Papa.

Antonio Ferlic alzó la cafetera, volvió a llenar los pocillos y se dirigió a mí:

—Veamos, Alberto: ¿qué opinan en la Cancillería?

Me tomó por sorpresa. Aunque parecía una pregunta inocente, la enfermedad de la discreción que ataca a los que nos metemos en diplomacia frenó mi respuesta.

—¿Qué opinan sobre qué? —me escuché decir como si fuera lo primero que llegaba a mis oídos.

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