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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (49 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—A usted le sobra imaginación para conseguir cuatro visas para la familia Federn. Cuatro. Tan sólo cuatro —sostuvo mi diestra en la suya, que era cálida e inconmovible.

El embajador Labougle me recibió tenso. Regresaba de una visita al palacio de Relaciones Exteriores, adonde había concurrido para acelerar tres acuerdos.

—Esto es terrible —agitó unos papeles—. Terriblemente cierto —los puso en mis manos—. Léalos. Necesito su opinión y la de otros funcionarios.

—¿Puede adelantarme su preocupación?

—El 18 de junio se efectuó una reunión de la Gestapo con jefes de todo el Reich. Entre las resoluciones adoptadas, que usted encontrará en esos papeles, figura reunir pruebas sobre actividades ilegales de la Iglesia Católica. ¿Se da cuenta? ¡Se acabó el romance! Impartieron órdenes de vigilar al alto y bajo clero. Ordenaron informar sobre cualquier manifestación hostil hacia el gobierno, la Gestapo, la SS, la política de expansión territorial o el racismo.

—Lo venían haciendo, pero me suena más grave ahora.

—Lo es, Alberto. Estamos frente a un progreso acelerado de la tempestad. Hay otras cosas: ordenaron espiar los festivales católicos, aunque tengan fines inocentes como recaudar fondos para obras de caridad. Tampoco termina ahí: exigieron reclutar el triple de delatores de las mismas órdenes religiosas para investigarlas por dentro, una por una. Decidieron averiguar vida y milagros de todas las organizaciones que pertenecen al laicado. No se salva nadie: ni los grupos juveniles, ni las instituciones culturales ni el movimiento ecuménico.

—¡Una declaración de guerra!

—Casi. Pero todavía no. Dicen que por el momento se conforman con depurar a la Iglesia de judíos conversos, izquierdistas y otros opositores.

—Yo tenía la impresión de que la Iglesia quería parecer complaciente.

—Hay una pequeña parte que no. Y este régimen no acepta matices. Basta que un cura se mande un sermoncito ambiguo para que los nazis monten en cólera. Por eso también decidieron la estricta vigilancia de los sermones, hecho sin precedentes. Ah, me olvidaba: ordenaron registrar los movimientos financieros de cada parroquia. Como si fuese poco, también ordenaron instalar espías permanentes en las facultades teológicas de Tübingen, Friburgo y Heidelberg.

—Estoy alelado. ¿Qué podré decirle tras leer estas hojas?

—Lea con la cabeza fría. Y escriba sin idealismos —levantó el teléfono y pidió a su secretaria que lo comunicase con su mujer.

Una extraña asociación me llevó al otro lado del océano: Leandro García O’Leary había exigido con igual urgencia un proyecto de carta, pero ya había decidido la respuesta: deseaba mi texto para conocerme mejor, no para contrastar sus certezas; después usó mi carta para secarse la calva y pontificar que un buen diplomático no debía encadenarse a los idealismos ni a la ingenuidad.

Al llegar a la puerta Labougle me hizo señas para que regresara a su lado, todavía no lo habían conectado con su mujer. En voz baja preguntó:

—A propósito: ¿su esposa sigue trabajando en Cáritas?

Asentí. ¿Qué diría si le informaba que también ayudaba a Margarete Sommer en el hervidero de San Rafael y necesitaba cuatro visas para los pobres Federn?

—Dígale que ande con mucha cautela. O, dígale mejor, que no vaya más a Cáritas ni a otra organización católica. No me mire con esos ojos. Fíjese cómo evolucionan las cosas en este país.

Antes de salir volvió a llamarme.

—Alberto: usted me entiende, ¿no?

—Supongo que sí.

—Me refiero a su esposa... La cuestión racial. Es muy delicado. Sumaría dos delitos: apoyar a católicos sospechosos y tener la sangre... ¿Me entiende o no?

—Lo entiendo —apreté los dientes.

Encajé los papeles bajo mi axila y enfilé hacia mi oficina mirando la alfombra.

Un campechano saludo quebró mis cavilaciones. Sin verlo identifiqué su voz aflautada. Víctor French se dirigía al sitio del cual yo me alejaba: seguramente lo había convocado el embajador para darle una copia del mismo informe.

A los quince minutos Víctor se acercó a mi escritorio.

—¿Está libre? Necesito hablarle.

—Siéntese.

—Esta mañana, antes de que usted llegara, acompañé al embajador al ministerio. Las negociaciones marchan bien —acarició sus abultadas mejillas—. Creo que los acuerdos que usted trabaja para la exportación de carnes se aceitarán con este paso previo.

—Excelente noticia; algunos ganaderos se pondrán contentos.

—¿No se lo dijo el embajador?

—No.

—Estaba impresionado por este otro asunto, ¿verdad? mostró los papeles.

—Feo asunto.

—¿Es todo lo que se le ocurre? Son noticias que asombraron a Labougle, y a usted. Pero no a mí —sonrió y lo cubrieron decenas de arrugas—. Labougle, pese a sus años y su experiencia, todavía supone que aquí funciona cierta flexibilidad. Se equivoca. Hace demasiado tiempo que los objetivos son de hierro —maniobró el nudo de su corbata, que se había deslizado hacia la izquierda—. ¿Le digo un secreto a voces? ¡Estoy harto, harto de Alemania y los nazis! Todas las noches sueño con París o Londres, pero le aseguro que me conformaría con cualquier destino, aunque sea de mierda, con tal de rajar. Esta cloaca me está matando.

—Usted ya merece otro destino.

—¡Lo requetemerezco! Pero no acceden los canallas de Buenos Aires: dicen que conozco el último intersticio de la burocracia nazi, que soy demasiado útil. ¡Me elogian para cagarme! La verdad es que en nuestra Cancillería hay tres hijos de puta que me odian y bloquean —sus ojos se enrojecieron de rabia.

Extrajo un pañuelo cuyo intenso perfume llegó hasta mí. Se secó los párpados y sonó.

—Perdóneme.

—No se preocupe.

—He cultivado relaciones con tipejos y jerarcas de la SS. Con propósito profesional, es claro. Me revienta vivir en esta Alemania, pero debo trabajar para no enloquecer. O divertirme un poco. Le he proporcionado algunos buenos contactos al embajador. Y me jodo yo mismo, porque en sus informes dice que le soy muy útil y mis enemigos de la Cancillería aprovechan para mantenerme atornillado. En fin. Los SS son la perfección de la basura humana, quiero decir lo más hediondo de la basura.

—No es difícil darse cuenta.

—Pero uno de ellos se ha vuelto, cómo explicarle, bastante amigo —guiñó—. Usted me entiende.

—La verdad, no.

—Vamos, Alberto. Fiestas, quiero decir —estiró sus mangas cuyos puños lucían gemelos dorados.

Me miró durante largos segundos. Cada segundo que pasaba se puso peor. En su semblante brotó el arrepentimiento.

—¿Fiestas? —pregunté.

Siguió mirándome. Sus ojos ya no estaban calmos y pretendieron hipnotizarme. Víctor French quería borrar la comprometedora palabra que en mal momento se le había escapado.

—No hace falta que me explique nada —apoyé mi mano sobre el escritorio como lo hubiera hecho sobre su hombro—. Tranquilícese. Aunque no me resulta claro, lo que dijo queda entre nosotros.

—Así espero.

—Tenga mi seguridad.

—Por las dudas, sepa que yo conozco algo que lo comprometería a usted. Entonces, favor contra favor —estaba visiblemente enojado consigo mismo; hay intimidades que no deben mostrarse jamás.

—No me amenace. Es ridículo. No me interesa siquiera comentar esta charla.

—Con nadie. Ni siquiera con su mujer.

—De acuerdo. Ahora relájese. Y dígame qué necesitaba. ¿O sólo vino a pasar un rato?

Guardó su pañuelo y volvió a acariciar sus mejillas.

—Su mujer trabaja en la Sociedad San Rafael —gatilló el revólver.

Mi corazón dio un brinco, pero logré mantener mi rostro quieto.

—Los que andan por San Rafael se dedican a obtener visas —agregó—. De donde sea. Y como sea.

—No es ilegal.

—¿Qué es legal y qué es ilegal en este régimen? Las visas son consideradas por los nazis una inmerecida ventaja de los opositores. Usted lo sabe.

—¿Y?

—Ni una palabra de lo que yo dije, entonces.

—Créame, Víctor. Ni siquiera entendí qué me ha revelado. No llego a captar la importancia de sus fiestas —y añadí con cinismo—: ni los riesgos de mi mujer.

Cruzó las piernas, alisó las solapas de su chaqueta y volvió a verificar la tersura de su cara.

—¿No le enseñaron que en diplomacia está prohibida la ingenuidad?

—¿También usted, Víctor? —lancé una forzada risita.

—Y bueno.

—Usted venía por otra cosa.

—Sí. Por estos papeles. Debemos comunicarle a Labougle nuestra impresión.

—¿Y quiere consultarme, acaso?

—No. Completarle la información a usted, para que no sea yo solo quien ponga el dedo en la llaga. Esa reunión del 18 de junio que hizo la Gestapo fue una simple consecuencia de los trabajos efectuados con anterioridad por la SD, que dividió la oposición de algunos sectores católicos en dos categorías. Una es la de curas y obispos que se mandan alguna que otra declaración irritante; son muy pocos, aunque considerados de extrema peligrosidad para el Reich. La segunda categoría se refiere a los sermones y las cartas pastorales que exigen obedecer las leyes de Dios por sobre todas las cosas, practicar la fraternidad y proveer enseñanza religiosa a los niños y jóvenes. Esta segunda categoría, que para cualquiera es la más inocente, fue considerada por la SD no menos peligrosa que la primera: el Nuevo Orden nunca será una realidad mientras millones de católicos mantengan su lealtad a ideas que no armonizan con el nazismo.

—¿Entonces?

—Entonces hay malestar en el régimen: todavía no se ha logrado abolir esa anacrónica y molesta competencia que se llama Cristo, Biblia y “todos los hombres son hermanos”. El mito del Führer, para crecer más de prisa, necesita el silencio de los cristianos.

—Es la locura, Víctor.

—A la inversa: es lo más cierto que escuché en la última década. Mito contra mito: o Dios o el Führer. El Führer es el nuevo Cristo, más poderoso, más inteligente y más querible.

—Un delirio.

—¡Qué novedad! Todas las ideas nazis son parte del delirio. Por lo tanto, Alberto, espero que su informe no sea una elemental jeremiada, sino que incluya lo que acabo de informarle. En nuestra podrida Cancillería deben saber que el timón de Alemania cayó en manos de tipos escapados del manicomio. El mundo deberá hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

—¿Qué puede hacer el mundo?

—No quiero aparecer como el único apocalíptico.

—Somos diplomáticos de un país amigo, y no súbditos del Reich —dije—. Por lo tanto escribiré que debemos informar a Buenos Aires con crudeza sobre los crímenes que se perpetran a diario mediante leyes, vigilancias, persecuciones y, ¡no hablemos de los campos de concentración! Debemos denunciar lo que pasa.

—Así me gusta. ¿Qué más diría? —Víctor se tocó el nudo de la corbata para asegurarse de que permanecía en el centro del cuello; los colores habían regresado a sus mejillas.

Me cruzó un pensamiento, pero no me atreví a expresarlo. Apoyó sus dedos sobre el borde de la mesa y trató de animarme:

—Vamos, señor consejero: dígame en qué está pensando.

—Que Argentina liberalice su política inmigratoria.

—Hmmm...

—¿No le parece? Debemos insistir en que es urgente, humanitario, moral. Nuestro país debería recibir a millares de refugiados. Aquí impera el terror.

Aprobó cada una de mis palabras.

—Pero no usaría el vocablo “terror” —levantó sus manos—. Hay que cuidar el estilo y mostrar prudencia. Con el resto estoy de acuerdo, señor consejero de Embajada. Yo escribiré lo mismo. Dos cartas con el mismo tenor surtirán más efecto. Ojalá que tengamos suerte y Labougle se convenza. Sinceramente, pensaba que usted no se animaría a expresarlo de manera tan frontal.

—¿Por qué? ¿Acaso temo a los nazis? Bueno, digamos que sí.

—¿Quién no? Los nazis paralizan, mi estimado.

Bajé la cabeza y Víctor lo interpretó como un signo de desaliento.

—Usted está realmente comprometido, Alberto. Su esposa se ha metido hasta las orejas en una organización mal vista.

Abrí la boca, con estupor.

—Bueno, me voy a escribir el informe —estiró su índice hacia mi nariz—. Jamás mencione lo de las fiestas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Ah, lo autorizo a compartir un secreto con su mujer: en una semana tendrá las cuatro visas para Bruno Federn y familia.

Me aplastaron los cascotes de un volquete. Lo miré despatarrado y en silencio.

—No pregunte ahora —se alejó rápido—. Es un tema peligroso.

ROLF

El
Brigadeführer
Erich von Ruschardt abrió la tapa de cartón y leyó con rapidez hasta detenerse en dos comunicados.

En abril del año anterior Rolf Keiper había estado de guardia frente al Ayuntamiento de Marburgo. Se había prohibido el acceso a la plaza central porque en veinticuatro horas habría una visita de Himmler. Un individuo atravesó el portón con paso de danza. Keiper gritó la orden de alto pero el hombre cambió el ritmo e hizo una morisqueta. Keiper abrazó el rifle por su caño y le aplicó un culatazo en la sien. El psicótico se tambaleó sangrando y buscó la salida; un segundo golpe lo derribó. En el piso recibió un enérgico puntapié. El camarada de guardia corrió a detener su furia y dijo que no hacía falta pegarle más, que era un loco. Keiper contestó que era evidente; por eso convenía matarlo con un tiro de gracia.

El segundo comunicado informaba que Keiper había participado de un desfile en la aldea bávara de Murnau am Staffelsee. A ambos lados de la calle principal se aglomeraban los campesinos, artesanos y comerciantes. Un hombre de labio leporino se mofaba en forma ostensible y no levantaba el brazo cuando vivaban a Hitler. Terminado el espectáculo algunos suboficiales se dirigieron a la cervecería. Keiper reconoció al desagradable opositor, que en ese momento se empeñaba en seducir a una campesina gorda bajo un gigantesco letrero. Keiper se adelantó en línea recta hacia los deformes labios. La asustada mujer se apartó y Keiper interpeló al hombre. Perplejo, negó con la cabeza. Rolf soltó una falsa risita que, de inmediato, produjo una aliviada réplica. Keiper apoyó sus palmas sobre los agitados hombros del bávaro, lo cual fue entendido como una complicidad; su boca abierta dejó al desnudo el paladar partido. De súbito quedó blanco: el suboficial le había aplicado un feroz rodillazo en los genitales. Se curvó, lo cual fue aprovechado por Keiper para ponerlo en cuatro patas y montar sus riñones. Con prodigioso virtuosismo le trabó la nuca e hizo girar la cabeza hacia atrás y a un lado. Antes de que pudiesen intervenir, sus camaradas escucharon el mortal crujido. Dejó caer el cuerpo, estiró las mangas de su uniforme e ingresó a la cervecería. Sus compañeros lo palmearon, excitados por la proeza, pero Keiper permaneció ausente durante media hora. Cuando salieron, ya habían retirado el cadáver y no se volvió a tocar el asunto.

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