Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—Tenía conciencia de que los provocadores le iban a causar mucha bronca y de que iba a reaccionar como una fiera. Por eso me pidió autorización para concurrir desarmado. Si hubiera tenido un revólver, a estas horas ya estaría en la cárcel. Y el capitán Botzen nos hubiera arrancado los huevos.
Se quedaron mudos, pero no estaban conformes. Rolf era presentado como un modelo.
Gustav carraspeó:
—¡Los cerdos izquierdistas se niegan a bajar la cabeza! Van a resistir.
—Pienso lo mismo —agregó Otto—. En serio, Hans, quiero romperles la jeta a varios de ellos. También pido autorización para ir sin armas.
Hans esbozó una mueca.
—¡Qué acomodaticio! Está bien: lo tendré en cuenta.
Una masiva concentración nazi en el Teatro Colón puso en evidencia su creciente poder de convocatoria. Llenaron la platea, los palcos y las galerías altas. Participaron más de tres mil personas en un despliegue inédito. Había delegaciones de escuelas, iglesias, centros culturales, instituciones deportivas,
Landesgruppen,
cámaras de comercio, clubes y asociaciones de ayuda social. Era una fiesta.
Hans Sehnberg no ocultaba su regocijo y mantenía concentrados a los miembros de su pelotón en la tertulia, desde donde podía vigilar a los concurrentes.
Las luces ardían a pleno y centenares de voces cantaron el bien aprendido
Horst-Wessel Lied
mientras se izaban las banderas imperiales y los ojos eran inundados por la restallante profusión de esvásticas. Los mentones se alzaban cuando se ponían de pie, sonaban los tacos y el brazo derecho se tensaba hacia adelante.
Los oradores incrementaron el fanatismo repiqueteando halagos a Hitler por la acelerada restauración de la esperanza y el orgullo del pueblo alemán. Algunos párrafos recibían el apoyo de aullantes
Heil Hitler!
y
Deutsche erwache!
Entre los dirigentes se destacaba Martin Arndt, presidente de la
Volksbund,
quien levantó la temperatura al insistir en que no se debe olvidar que “somos alemanes”. Y ordenó: “mantengámonos juntos” en la defensa del idioma, la cultura, las escuelas, las iglesias y las instituciones alemanas. La gente aplaudía rabiosamente. Pero Hans Sehnberg y algunos de sus discípulos percibieron una horrible pifiada cuando Arndt agregó que “el Partido Nazi es sólo
un
partido”.
—Es sólo un partido y nosotros somos todo un pueblo —insistió—,
das deutsche Volk!
Julius Botzen, en la primera fila, pareció satisfecho, pero Hans Sehnberg no pensaba igual. Cruzaron sus miradas a la distancia, escindidos. Las aguas empezaban a dividirse. Sehnberg captó que Arndt había cometido un error imperdonable, porque era nazi de la primera hora, fanático de Ernst Roehm y su implacable SA. Botzen, a diferencia de Sehnberg, era un aristócrata que soñaba con el viejo Reich y el brillo de los
Stahlhelm.
Sehnberg estaba dentro del nazismo hacía rato, Botzen recién llegaba.
Rolf permaneció concentrado en la platea para descubrir a los provocadores. Deseaba reconocer a Edith Eisenbach en medio de esa multitud; desde que reapareció en el embarcadero del Tigre volvió a descompaginar su alma.
Quince días después el deslenguado Martin Arndt fue eliminado de la
Volksbund
sin previo aviso. Debía agradecer que no le habían roto los huesos.
Rolf volvió a tener insomnio. Entonces apelaba a los libros que repartió Botzen:
Mein Kampf,
de Adolf Hitler, y
El mito del siglo
XX, de Alfred Rosenberg. Prendía el velador y levantaba su almohada. Los volúmenes eran pesados, particularmente de noche. Los renglones ondulaban y algunas letras cambiaban de sitio. Trataba de memorizar algunos conceptos de Rosenberg: “Las ideas judías de pecado original, de piedad o de salvación jamás habrían sido incorporadas por una raza noble, fuerte y pura como la nuestra. Estas ideas son sólo el resultado de una mala conciencia, de una raza corrupta y de una sangre llena de impurezas”. Se aproximaba el gran tiempo “en que primará la cosmovisión racista del mundo” mediante la “unidad del ser alemán”.
Mordió el borde de su almohada y se esforzó por retener otras agitadas líneas. La letra era demasiado chica para sus cansados ojos y cambió por el otro libro.
Mein Kampf
aseguraba que las mujeres y los varones judíos son parásitos. Forman un pueblo “que nunca quiso trabajar, y si no hubiese sido por la laboriosidad de otros, se ahogaría en medio de la suciedad y la basura”.
—Es verdad. Edith es eso, suciedad y basura.
Los judíos eran también lascivos e inmorales —continuaba Hitler—: “El judío aguarda durante horas, con una alegría satánica, a la inocente niña aria que va a deshonrar con su sangre”. Los judíos debieron ser exterminados durante la Primera Guerra Mundial como si fuesen bichos, porque sólo traen decadencia y estrago. “Si en el comienzo de la conflagración o durante su transcurso se hubiese sometido a un gas venenoso doce o quince mil de estos judíos que pudren a nuestro pueblo, entonces el sacrificio no hubiese sido en vano. Al contrario: eliminando doce mil canallas, quizás se hubiese salvado la vida de un millón de valiosos y honrados alemanes”.
Lo mejor sería matar a Edith, pensó; es una alimaña, como demuestra Hitler. A medida que barruntaba el plan sus dedos se deslizaban hacia el bajo vientre. Era una judía perversa que seguro seguía clavando alfileres a su retrato e invocando al demonio para que su padre continuara emborrachándose.
Arrojaba los libros al piso, apagaba la luz y recordaba que había pasado frente a su casa más de una vez con la expectativa de verla, escupirle a sus ojos pardos y exigirle la devolución del retrato.
Siguió frotándose; el calor lo hacía transpirar. Un deleitoso fuego crecía en su entrepierna. A Edith le frotaría de la misma forma la garganta, pero luego la empezaría a estrangular sin compasión. Sus fuertes dedos se convertirían en una argolla implacable. Escucharía sus últimos quejidos, cada vez más ahogados e impotentes. Percibiría la agitación de su cuerpo, de sus tetas, de sus muslos. La cara con ojos salidos se pondría fea, como merecía. Fea, roja e hinchada. Azul. Los dedos de Rolf apretarían tanto que crujirían los cartílagos y los huesos y por fin le quebraría la tráquea. Rabia y goce incrementaban tanto sus ganas que estaba llegando a límites insoportables. La eyaculación brotó dolorosa.
Fatigado, se dormía por fin. Pero ella continuaba mortificando sus sueños.
Me empezó a gustar el trabajo en el Ministerio de Relaciones Exteriores cuando puse atención en las informaciones que llegaban desde Berlín. Copiaba para la Hilfsverein las que se referían a la persecución, discriminación y maltrato de quienes no adherían al régimen, así como a los que consideraban judíos. Digo “consideraban” porque ya no se tenía en cuenta la religión, ni los vínculos comunitarios, ni la ideología. Para los nazis eran un “cáncer” que no sólo merecía la segregación, sino el agravio.
Las noticias revelaban de forma rotunda que bandas criminales habían tomado el poder y se dedicaban a pulverizar el Derecho. Mis lazos familiares con el ministro Carlos Saavedra Lamas facilitaban mis movimientos y la lectura de cables recién descifrados; ocultaba las copias en el doble fondo de mi portafolios. El universo de la diplomacia era fascinante y retorcido.
El embajador alemán Heinrich Ritter von Kaufmann, por ejemplo, presentó a Saavedra Lamas una queja a poco de su arribo. A su entender, el
Argentinisches Tageblatt
incurría en deformaciones respecto del incendio del
Reichstag
porque endilgaba la culpa por el deplorable hecho a la víctima, que era precisamente su digno gobierno.
—Esto daña las cordiales relaciones entre ambos países —agregó en el más amable de los tonos tras repetir los conceptos de la carta.
Nuestro canciller miró cómo estiraba la raya del pantalón antes de cruzar las piernas y también decidió aparentar inquietud. Lamentó el disgusto que producía semejante tipo de artículos y lo acompañó hasta la puerta de su despacho. Pero en cuanto Von Kaufmann desapareció, Saavedra Lamas hizo una mueca de rabia y pidió a Fermín Hernández López, flaco y severo director de Europa central, que le presentara un informe.
—Es un refinado hipócrita —sentenció Hernández López—. Antes de verlo a usted, señor ministro, ha enviado un mensaje a Berlín diciendo que el
Argentinisches Tageblatt
no es de temer: por el contrario, rinde un buen servicio al Nuevo Orden, ya que sus exabruptos unen a los indignados germano-hablantes.
Pero en realidad Von Kaufmann también mintió a Berlín para tener tranquilas sus espaldas y, al mismo tiempo, impulsaba un boicot de las grandes empresas alemanas locales contra ese “pasquín” que “corrompe la decencia comunitaria”.
El
Tageblatt,
pese a la amenaza de boicot y varios ataques perpetrados por malhechores nazis, no modificó su línea. El embajador, entonces, inició juicio penal contra el diario; pero comunicó a Berlín que lo hacía sólo para escarmiento de otras publicaciones críticas; “debemos desalentar a los enemigos”. Los responsables del diario no cedieron y fueron castigados con otros cuatro juicios que le inició la Embajada. Von Kaufmann, entusiasmado por la repercusión de su agresividad, decidió iniciar también un juicio contra el diario
Crítica,
amparándose en el artículo 219 que sanciona los daños a las relaciones con un gobierno extranjero. Ante el vendaval, el Ministerio de Relaciones Exteriores resolvió dar un paso al costado.
Una mañana fui sorprendido por la más inesperada de las noticias. Un colega del cuarto vecino me tendió el tembloroso ejemplar del
Tageblatt.
Apelé a mis parciales conocimientos del idioma para comprender el texto que marcaba su dedo impaciente. Decía que, después de aprobarse en Berlín las leyes raciales, el embajador Heinrich Ritter von Kaufmann, pese a sus caudalosos méritos, sería relevado por antecedentes judíos.
—¡¿Qué?!
Estupefacto, devolví el periódico y corrí hacia el director del área. ¿Era verdad? ¿Era posible? Ya en la antesala de Fermín Hernández López me encontré con un revuelo de susurros: nadie comprendía cómo un lejano pariente judío muerto podía incidir en tan brillante carrera. Pero pronto se cumplió el increíble anuncio. Sólo que, junto a la destitución, se le ordenaba a Von Kaufmann permanecer en su puesto hasta la llegada del reemplazante. El combativo Von Kaufmann no volvió a mostrarse en público.
La despótica barrida del embajador aumentó el caos dentro de la comunidad germano-hablante, que enseguida fue aprovechado por los nazis. Difundieron que nadie quedaría a salvo si no se sometía al Partido. Era un mensaje idéntico a los de “protección” que usaba la mafia. No se aceptaban medias tintas. Escuelas, parroquias, clubes, instituciones de beneficencia, centros culturales y demás organizaciones de la comunidad fueron bombardeados por una propaganda aluvional. En el ministerio sabíamos de esa propaganda, y sabíamos que llegaba en grandes cajones provistos de inmunidad diplomática en los barcos mercantes de las líneas Hamburg-Süd y Hapag-Lloyd. Pero circularon instrucciones de no mover un dedo.
Yo aparentaba neutralidad para que no me cerrasen la información que copiaba para Edith. Una noticia que publicó el periódico socialista
La Vanguardia,
sin embargo, me forzó a jugarme. Esa publicación no ingresaba en los despachos oficiales porque era considerada “veneno” y “bacilo”.
Su primera página documentaba un hecho escandaloso: cien miembros de las SA habían sido embarcados en Hamburgo para una estadía de dos meses en la Argentina. Su propósito era entrenar grupos armados locales, efectuar ruidosos actos y herir a los sectores que se oponían al Führer. Llevé el periódico a mi pariente, quien me recibió de pie, junto a la ventana. Ya conocía su despacho recubierto de madera, con elegante mobiliario francés, lleno de libros y olor a tabaco de pipa.
—Buenos días, Alberto.
—Buenos días, señor ministro.
Se acercó a su mesa al tiempo que me indicaba una silla de respaldo recto. Tenía el cansancio pintado en sus mejillas; era evidente que la jornada había empezado con dificultades.
—Bien, ¿qué deseabas mostrarme?
Puse
La Vanguardia
en sus manos.
—¿Desde cuándo lees esta basura? —se irritó.
—También en la basura se pueden encontrar objetos valiosos —sonreí incómodo; con mi uña le mostré la noticia.
La leyó en menos de un minuto, llamó a su secretario y me despidió. Cuando estuve cerca de la puerta, dijo:
—Gracias, Alberto. Gracias.
Supe que ordenó a nuestra Embajada en Berlín que investigase el hecho e informara de inmediato. Antes de que la Embajada tuviese tiempo de contestar, el número siguiente de
La Vanguardia
corrigió su propio artículo asegurando que no se trataba de cien, sino de doscientos hombres; tampoco eran SA, sino SS uniformados. Las SS, cuerpo de elite personal del Führer, ya eran tristemente célebres por su crueldad; entre otras funciones, se les había otorgado el manejo exclusivo de los campos de concentración.
Nuestra Embajada en Berlín respondió con un mensaje cifrado; confirmaba los últimos datos de
La Vanguardia.
Saavedra Lamas fue entonces a reunirse con el ministro del Interior. La Confederación General del Trabajo y las asociaciones estudiantiles, enteradas de la insolencia nazi, propusieron efectuar actos de repudio, incluida una concentración en el puerto a fin de impedir el desembarco de los provocadores.
Edith trabajaba en el folleto que le había encargado la Hilfsverein. Recogía denuncias de varias fuentes y las compaginaba. Los datos que le traía del Ministerio aumentaban su admiración por mi destreza. No sabía cómo agradecerme.
—Queriéndome —susurré mientras le llenaba la cara de besos.
—Te quiero mucho —contestaba.
—Más aún, necesito muchos más besos.
La tensión también crecía en casa. Mamá optó por acosarme en forma abierta y también reprochaba a papá por tolerar “los enredos con esa judía”.
—¿Perdiste la cabeza, Alberto? —decían sus ojeras, su palidez—. ¿No sabés que tus hijos serán judíos? El mundo ya no los aguanta. Por favor —tornaba hacia papá cuando la vencía mi silencio—, abrile los ojos, porque arruinará tu apellido. No le importa que compromete el futuro de sus hermanas, que nos convertirá en leprosos. Hasta una sirvienta es una criatura de Dios. Pero traer a casa una judía... ¡Cielo santo! Hacé algo Emilio: hablale, explicale, exigile.