Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
Papá encendía su pipa con dolorosa tensión. No se avenía a discutir en público los sentimientos de nadie cercano, por reñidos que estuviesen con los propios. Y su calidad de varón lo bloqueaba, sobre todo en un tema así.
—Estamos conversando, no te preocupes.
—Pronto seremos la comidilla de Buenos Aires. Mientras ustedes conversan al ritmo de las tortugas, Mirta Noemí recibirá otra propuesta de matrimonio.
—¡No me gusta Mirta Noemí! —quebré mi silencio.
—¿No te gusta porque es una buena chica? ¿Porque es católica?
—Disculpame, mamá, no quiero polemizar, y lamento que mi corazón te produzca tanto disgusto.
—Tu corazón...
Salí. Detrás de mí vino papá.
—Aguardá.
—No quiero seguir discutiendo.
—Daremos una vuelta.
Fruncí la boca. Eso de “dar una vuelta” significaba revolver el mismo guiso en otra cacerola. ¿Qué podía agregar a lo ya dicho y reiterado? Su oposición sonaba menos brutal que la de mamá, pero igual de firme. Me había dicho que el odio hacia los judíos, a su criterio, era injusto y malsano; que él no los odiaba. Pero tampoco le complacía que su único hijo varón se casara con una de ellos. Buenos Aires estaba llena de muchachas valiosas para que me empecinase de esa forma. “No vivís en un desierto”, repetía.
Esa tarde, sin embargo —por cansancio o estrategia—, no se refirió a Edith. Habíamos empezado a coincidir en el repudio a ciertas venalidades argentinas: el fraude llamado descaradamente “patriótico”, el arbitrario arresto de dirigentes opositores y, sobre todo, la intromisión de la jerarquía eclesiástica en asuntos de Estado. Las ideas liberales latían en su sangre desde la juventud y no se apagaban con los nuevos vientos. Eran ideas que siempre irritaron a mamá porque “beneficiaban a los masones” y porque complicaban los vínculos de nuestra familia.
—Está muy enfermo Yrigoyen —comentó apenas salimos a la vereda.
—Sí, lo escuché esta mañana en mi oficina.
—Es una vergüenza el maltrato que aplican al Viejo.
—Menos mal que lo dejaron regresar a Buenos Aires.
—Sí, ¿pero dónde vive? No en su casa: la saquearon, está inhabitable, abandonada.
Sentí un pellizco en la boca del estómago.
—El gobierno le alquiló un primer piso en la calle Sarmiento al 900 —prosiguió—. Para humillarlo otra vez, porque no tiene fuerzas para subir escaleras.
—Necesito confesarte algo terrible, papá —le apreté el brazo y lo miré a los ojos.
—No hace falta, hijo, ya lo sé —tragó saliva—. En aquella jornada de triunfo y tragedia, cuando el país enloqueció, vos también enloqueciste.
—Pero yo fui a su casa, yo...
—Lo sé. Te dije que lo sé.
—¿Mis primos?
—Tus primos, sí. Me lo contaron. Gozaron la profanación. Pero ni Jacinto ni Enrique están arrepentidos.
—A mí me quema la conciencia.
—También a mí.
—Pero vos no hiciste nada, papá.
—Eso. No hice nada. Sólo mirar y parlotear. Sólo preocuparme.
—Yrigoyen era un hombre sobrio, un verdadero demócrata. Un patriarca. Ahora me duele la forma en que lo derrocaron, ¿sabés?, la forma. Y la forma en que lo arrestaron, encerraron y hoy lo calumnian.
—Hay muchos arrepentidos, claro que sí. Por eso el gobierno debe apelar al fraude, y esto es una desgracia. Pero no te equivoques: yo no defiendo la gestión de Yrigoyen —aclaró—. Lo rodeaban demasiados imbéciles. Tantos como los que ahora pululan en este gobierno conservador. Pero su destitución fue un crimen, de eso estoy convencido.
—
“La hora de la espada”
—recordé la desafortunada expresión de Leopoldo Lugones.
A papá no le gustaba cómo procedían los conservadores, a los que siempre había apoyado, ni le gustaba el creciente afán por unir Iglesia y Estado. Su liberalismo era consecuente. En un tramo de la caminata me detuvo con una pregunta:
—¿Sabés quién fue el primer hombre que propició la separación tajante de la Iglesia y el Estado, la que ahora se considera una maléfica invención de izquierdistas y masones?
Evoqué personajes ingleses, franceses y norteamericanos.
—El primero de todos —insistió.
—No estoy seguro, no sé.
Lanzó una breve carcajada:
—Muy fácil. Jesús, hijo, el mismo Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Tuve ganas de aplaudirlo.
—¿Te das cuenta? Quienes se invisten como sus ministros e intérpretes, lo traicionan. Predican lo contrario.
Aproveché para descargar el peso que me agobiaba desde que empezó la guerra contra Edith porque era hija de un judío:
—También predican el odio en vez del amor.
—Bueno... ahí, no es tan evidente —percibió adonde apuntaba.
—Respecto de los judíos, quiero decir.
Bajó la cabeza. Y no respondió. Esa tarde no quería hablar del problema que dividía a nuestra familia.
Un año atrás habían permitido que el ex presidente retornara de su cárcel en la isla Martín García, pero a la semana lo acusaron de propiciar atentados con explosivos y, ante el estupor de mucha gente, lo arrestaron de nuevo. En abril de 1933, frente al rápido deterioro de su salud que certificaron tres médicos militares, le permitieron regresar otra vez a Buenos Aires. Corrió la versión de que Yrigoyen, harto de humillaciones, proyectaba radicarse en el Brasil. En realidad se trasladó a la cercana Montevideo, donde lo rodearon de un inesperado cariño. Todos los días se congregaba frente a su modesto hotel una muchedumbre fervorosa. Los uruguayos le brindaron la admiración que estaba prohibida en la Argentina.
Volvió a Buenos Aires por el fallecimiento de su hermana, la última que le quedaba. Abatido, se encerró en ese lúgubre primer piso de la calle Sarmiento. Poco después contrajo neumonía. A fines de junio ya no podía abandonar su cama.
La agonía de Yrigoyen desencadenó el renacimiento de su prestigio. La prensa volvió a ocuparse de él y un creciente número de personas estableció una guardia de honor frente a su puerta. Lo visitaban personalidades de la política, la ciencia y la cultura cuando ya ni podía conversar. El severo y flaco embajador Fermín Hernández López, con quien me veía a menudo para sacarle noticias que luego transmitía a Edith, relató que por curiosidad entró en “la cueva del Peludo”: la escalera, el pasillo y las angostas salitas adyacentes estaban repletas de gente atribulada. Vio cuando el ex presidente Marcelo T. de Alvear, seguido por la plana mayor del radicalismo, fue a rendirle homenaje.
—La gente debe morir para ser tenida en cuenta —comentó con rabia; posiblemente se refería a sí mismo.
Edith me rodeó el cuello.
—Vamos a verlo. Te acompañaré.
—¿Ir a verlo? Ni loco. No podría acercarme.
—Debemos hacerlo, querido. Es una deuda que te pesa desde hace años.
Tenía razón; mi culpa exigía algún gesto, aunque fuese un simple peregrinaje. Su agonía turbaba en especial a quienes habían sido rápidos en el juicio y generosos en la condena. Mi padre criticaba la mezquindad de la nueva clase dirigente.
Edith se arrebujó en el tapado de astracán y, con las manos enguantadas, me ofreció un echarpe de lana. Bajamos del auto a tres cuadras de distancia porque la multitud se extendía como una mancha de petróleo en medio de la noche. Pese a la cantidad de personas, oprimía su silencio. La ciudad estaba helada y avanzamos con sigilo para no quebrar esa inverosímil, caprichosa santidad laica. Desde lejos se distinguía el amontonamiento que hacía núcleo frente a su casa.
Sentí presión en mis oídos. Comprimí el brazo de Edith, que me miró preocupada. Las narices soltaban vapor y mis suelas se pegoteaban al empedrado oscuro. El aleteo de la muerte sobre la cabeza de un grande generaba pavor.
Llegamos hasta la puerta de calle. Mujeres y hombres subían y bajaban del estrecho edificio. Edith entrelazó sus dedos a los míos e iniciamos la ascensión. Cruzamos figuras que estrujaban pañuelos y sufrimiento. En la atiborrada salita intermedia adiviné cuál era el dormitorio principal. Un médico, con el estetoscopio colgado de la nuca, salió de la caldeada alcoba; en su lugar ingresó un sacerdote. Pensé que se turnaban la ciencia y la fe para cumplir ritos, ya que ninguna lograba revertir el proceso fatal. Y lo hacían con aparato, a fin de disimular su ineficacia. Reconocí a monseñor De Andrea, cuyos ojos lloraban; era el prelado que Yrigoyen había procurado designar arzobispo de Buenos Aires por sus obras de bien público, pero el resto de la jerarquía eclesiástica no lo permitió.
No pudimos ver al ex presidente. Tampoco hicimos esfuerzos para acercarnos. Hubiera sido una violación de su intimidad. Mi mente, a escasos metros, le pidió perdón.
Después nos costó salir de la casa porque minuto a minuto ingresaba más gente, siempre en silencio, contrita, respetuosa.
Permanecimos en la calle, abrigados por millares de otros cuerpos que temblaban en la ruda noche. Vi a los escritores Ricardo Rojas y Arturo Capdevila, ambos de creciente fama. Entonces necesité hablar. Hablar en voz alta.
—No entiendo por qué me afecta tanto, Edith.
—Creo que se terminan los líderes nobles.
La larga calle Sarmiento era como la nave de una iglesia a oscuras. Abrazados y tiesos, nos quedamos largo rato frente al pobre edificio. El cabello de Edith emitía un aroma embriagante. Lo besé hasta que algunas hebras se enredaron en mis labios. Entonces descubrí el contorno del embajador Fermín Hernández López que, aparentemente, no reparó en mi presencia. Corrí mi boca hasta la oreja de Edith y sugerí que nos fuésemos.
—¿Alberto?
Giré. Tío Ricardo llevó su mano al ala del sombrero mientras contemplaba fijamente a Edith.
—¿Me presentas a la señorita?
Quedé atónito. ¿Qué hacía en este sitio? Su irrupción parecía insolente.
—Por supuesto: Edith Eisenbach.
—Mucho gusto. Soy el doctor Ricardo Lamas Lynch, tío de Alberto —le tendió la mano.
Edith respondió al saludo con una leve sonrisa.
—Es usted como la imaginaba —agregó mi tío.
Ella contrajo su frente.
—¿Me imaginaba?
—¿No es acaso la novia de mi sobrino?
Mi asombro fue más intenso que el de Edith. Jamás sospeché semejante frontalidad, y menos que la aceptase como mi novia. Era una palabra tabú en mi familia.
—El frío me hará mal, así que me despido —cortó el encuentro en forma tan abrupta como lo había iniciado—. Ha sido un gusto conocerla.
Palmeó mi hombro:
—Chau, Alberto.
Y desapareció.
No supe qué decir. ¿Había sido víctima de una alucinación?
—Mi tío no vino por piedad. No. Es imposible —farfullé.
—No entiendo nada —protestó Edith—. ¿No decías que es un furibundo católico nacionalista?
—Tenía calado el sombrero hasta los ojos, para que no lo reconocieran. Estaría espiando para futuras movidas políticas. No da puntada sin hilo.
—No le tenés simpatía.
—¿Se nota?
—Fue, sin embargo, quien te hizo ingresar en la Cancillería.
—¡Es tan intrigante! Vaya uno a saber qué móvil lo impulsaba.
—Pero se comportó en forma correcta.
—Enigmática, diría. Nuestra historia familiar tiene mucho enredo.
A la mañana siguiente, lunes 3 de julio, corrió la noticia. Había salido del dormitorio el médico de guardia, quien se dirigió al ex presidente Alvear.
—¿Qué hora es?
—Las siete y veintiuno.
—Bien, a esa hora se ha extinguido la vida de nuestro jefe —se le trabó la voz—, de nuestro jefe y aún presidente constitucional de la Nación.
Quienes lo escucharon empezaron a abrazarse. Explotaron llantos contenidos y varios no pudieron resistir el impulso de penetrar en la caldeada alcoba para besar las manos del cadáver. Un temblor recorrió a decenas de personas amontonadas en el departamento. Un hombre giró el picaporte y salió al gélido balcón para hablar a la muchedumbre.
—Ciudadanos, ¡descúbranse!
Millares quedaron petrificados y un silencio macizo, más doloroso y solemne que el de la noche, se extendió como una inmensa tortuga.
—Ha muerto el más grande defensor de la democracia en América.
Unos labios carraspearon el primer verso, luego cien, enseguida mil gargantas arremolinaron las estrofas del Himno Nacional.
Trepidó el país. En todas las provincias y ciudades se formaron delegaciones para concurrir al sepelio, que se iba a convertir en un colosal acto de reparación. La multitud crecía de minuto en minuto. El forcejeo por llegar a la cámara mortuoria era incontenible. La decisión oficial de rendirle homenaje de ex presidente enardeció a quienes insistían en que Yrigoyen era aún el presidente constitucional. Entre los cánticos y gritos que tremolaban por las calles adquirió fuerza la demanda de levantar la capilla ardiente en Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno.
—¡A la plaza! ¡A la plaza!
El velatorio se postergó hasta el jueves 6 para esperar los trenes abarrotados. El presidente Justo se sintió abrumado por la fuerza que despertaba el muerto y no sólo ordenó honras, sino que suspendió los discursos que debían pronunciarse en una reunión militar. Por la noche treinta mil antorchas recorrieron las calles.
A medida que pasaban las horas aumentaba la ebullición. Nunca se había concentrado tanta gente para un entierro. Los granaderos a caballo tenían órdenes de escoltar el ataúd, pero ni siquiera pudieron acercarse. El coche fúnebre quedó abandonado cuando decenas de hombres extrajeron el féretro para llevarlo a pulso. La caja perdió peso y comenzó a navegar de mano en mano como un bajel sobre el océano. Recorrió de esa forma largas calles mientras resonaban estribillos y sollozos. Los balcones observaban el hervor de doscientas mil personas. La marejada era cada vez más impresionante y las ondas que predominaron en el primer kilómetro de recorrido se transformaron en una tempestad que determinó la caída del cajón en tres ocasiones.
Hubo heridos. La muchedumbre tardó cuatro horas en llegar a la cercana necrópolis.
En la Cancillería se recibieron mensajes de condolencias de muchos gobiernos, incluso de Italia y Alemania.
—Hipócritas —comentó Edith.
La Hilfsverein publicó una nota que ella redactó íntegramente. Su texto era claro y rotundo: la democracia necesitaba figuras de relieve; el panorama local e internacional se había vuelto tenebroso.