Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—Vaya pregunta.
—¿Estás decidido?
—Claro que sí.
—Entonces: ¡casate!
Mis labios se entreabrieron.
—Casate —repitió—. Fijá la fecha y da por concluido el asunto. Con el tiempo Edith será aceptada por Gimena.
Tío Ricardo llamó para recordarme la cita.
—En el Club, a las cinco.
—No vale la pena —dije—. ¿Qué podríamos agregar?
—Tengo algo importante que agregar. No escapes a tus obligaciones, Alberto.
—¿Verme con usted es también una obligación?
—¡Y un placer! —rió.
El recepcionista levantó sus anteojos hasta el cabello gris, dibujó su falsa sonrisa y me condujo a la salita desde donde mi tío se comunicaba con relaciones secretas. Luego nos sentamos en su rincón favorito.
—¡No olvide los escones de las cinco! —advirtió al mozo.
Lo miré desconfiado: seguro que iba a descargar su fusilería desde el primer minuto, como la otra vez. Pero no fue así.
—¿Hace mucho que la conocés?
—¿A Edith?
—No me dirás que hay otras —guiñó.
—No hay otras.
—Bien.
—Sí, la conozco desde hace años.
—¿Sabés? Estuve reflexionando sobre el asunto.
—Las razas.
—No exactamente. ¿Te referís a la fracasada pieza de Ferdinand Bruckner?
—No. A sus convicciones, tío.
—Mis convicciones están bien, gracias a Dios.
Fruncí el entrecejo.
—Estuve reflexionando sobre tu amor con esa muchacha.
Mi inquietud viró hacia la sorpresa: su tonalidad no era condenatoria esta vez. Al menos por el momento.
—Para un buen cristiano importa el amor.
—Así nos enseñan...
—¿Pensás distinto?
—Pienso que a menudo se declama el amor y se practica el odio.
—¡Bah, bah! Somos de carne y hueso, somos pecadores. Lo esencial es el amor.
—¿Entonces?
—Amás a esa muchacha.
—Edith.
—Edith. Bonito nombre. La vi aquella noche, cuando estiró la pata el Peludo, ¿te acordás? Pese a las sombras, advertí que era realmente hermosa. ¡Y bueno! Ella te ama, ¿no es así? Entonces me dije: ante la realidad no debemos ser como la piedra.
Yo estaba desconcertado.
—No creo en lo que dice. No parece el mismo de la semana pasada.
—Lo soy. Ocurre que te cuesta entender la compleja profundidad de mi pensamiento. Anhelo que el nacionalismo católico se expanda por doquier, no sólo por la felicidad de nuestra nación y de la Iglesia, sino del mundo. De ahí mi rechazo a los judíos, los masones, los liberales, los bolcheviques y cuanta abominación ensucia a la verdadera humanidad. Pero tu chica es católica, me aseguraste.
—Sí, lo es.
—Entonces no hay problema.
—Pero usted habló de raza, que era medio judía, que los gusanos de media manzana y cosas así.
—Confío en que sabrás cortar la mitad enferma y quedarte con la sana.
—¿Confía usted?
—Mirá, Alberto. Para el Señor no hay imposibles. Si están bendecidos por el amor, debo inclinarme y decir amén. He llegado a esa conclusión.
—Gracias. No esperaba su apoyo. Ojalá que influya sobre el ánimo de mamá.
—Y sobre Emilio.
Mordí el sabroso escón.
—En realidad, papá...
Le brillaron las pupilas.
—Debe estar fuera de sí —rió levemente y también mordió el suyo.
—No.
—¿Cómo que no? —escupió miguitas; rápidamente apoyó la servilleta en sus labios.
—En este asunto piensa igual que usted. Se extendió una nube sobre su cara.
—No entiendo.
—Apoya mi casamiento con Edith.
—¿Que te apoya?...
Su mano se abalanzó sobre la bandeja de escones y eligió otro, que mordió con rabia. Miró a la mesa vecina mientras sus mandíbulas trabajaban. Sorbió el té y dejó de hablar. Yo estaba más asombrado que antes. Luego repitió su conocido monólogo sobre el demoliberalismo. A los quince minutos me despidió con inusual cortesía, pero su sonrisa denotaba frustración.
Cuatro días más tarde mamá pellizcó mis brazos.
—Ricardo estuvo en casa y dijo que te casarás con esa judía. Que es un hecho irreversible.
—Mamá, por favor. Ya te dije que no es judía.
—¡Nos acusa!
—¿Tío Ricardo? ¿De qué?
—De irresponsables, de anticristianos.
—¿Por oponerte a mi boda?
Su llanto se detuvo en seco.
—¡Por aceptarla, estúpido!
Edith, pese a su deterioro físico, se empeñaba en concurrir algunos días por semana a Cáritas y, a la vez, armar notas para el Boletín de la Hilfsverein. Yo seguía copiando para ella los cables que llegaban a la Cancillería.
Una tarde, mientras revisábamos papeles sobre la mesa de su cuarto, sentí una oleada de erotismo. Su rubia cabellera emitía luz y sus ojazos tiernos se posaron en los míos.
Envolví sus manos frías, que empezaron a transmitirme un conocido temblor. Luego deslicé mis dedos hacia sus hombros, su cuello terso y sus mejillas calientes. Comprimí su cara con infinito cariño y acerqué mis labios. El beso fue rápido, apenas una insinuación. Pero enseguida se produjo otro. Y otro. Cada vez más largo y más sentido.
Empezamos a olvidar pudor y penas. Los besos adquirían libertad, osadía. Los labios expresaban anhelo y también voracidad. Se succionaban febriles, sedientos. Mi lengua rozó sus dientes, luego la suya entró en mi boca.
Sentí que levitaba. Nuestros veinte dedos se buscaron ansiosos. Ella acariciaba mi garganta, mis hombros, mi esternón. Yo acariciaba su nuca, su espalda y, con reticencia, los costados de su abdomen.
Entre gemidos de placer borboteamos palabras. No registraba su significado, sino su galope. Tampoco registré la forma en que ella fue perdiendo la blusa y yo la camisa. Sólo recuerdo que sentí la proximidad de una revelación. Por fin conocería a mi amada en plenitud. Los conflictos por nuestra boda habían introducido en mi cabeza el afán de poseerla cuanto antes. No sólo por deseo, sino para terminar de convencerme de que la quería de verdad. Tras el coito muchos hombres se decepcionan. Yo necesitaba la prueba de que eso no me ocurriría jamás. Era la secreta refutación que opondría a mis últimas dudas.
Edith se resistía porque así lo exigían las costumbres: una joven decente debía llegar virgen al matrimonio. Las costumbres eran severas, afirmadas por un consenso que sólo impugnaban pocas excepciones. El mérito consistía en abstenerse.
Ella ofreció la debida resistencia y yo, mareado por la ruta que se abría a mis caricias, dejé de pensar en los cuidados. Pasión y sufrimiento, curiosidad y locura me impulsaron a avanzar hacia su cama, junto a la pared.
Por instantes Edith parecía recuperar los sentidos y se crispaba. Sus movimientos de oposición despabilaban mis frenos; entonces se lentificaban las caricias y se endulzaban mis besos, los que durante años fueron tan amorosos como entonces, pero castos. Edith, abrumada por un dolor tan grande que ya le había quebrado la salud, parecía haber tomado la decisión de permitirse lo prohibido. Quizás era una forma de desquitarse de Dios.
Logré desvestirla mientras seguía pintándola de besos. No recuerdo cómo me abrí paso entre sus piernas. Escuché un grito ahogado; sus dedos se prendieron a mi nuca. Mordió levemente mi hombro y yo noté que un maremoto me cubría de pies a cabeza. Se multiplicó al infinito mi ansia por fundirme en ella.
Agitados, yacimos el uno sobre el otro sin atrevernos a decir palabra. Escuchamos cómo nos latía el corazón. Y reanudamos los besos, ahora breves y agradecidos. Se oían algunos ruidos de la calle, pero en la casa, por suerte, no había testigos que amenazaran nuestra intimidad.
Por fin erguí mi tronco y la miré. Edith lloraba en silencio y les hablaba a la Virgen y el Niño.
—¡Mi amor! ¿Estás arrepentida?
Levantó el pelo de mi frente y negó con la cabeza.
—Me tengo que levantar —dijo—. Debo estar sangrando.
Me aparté y Edith corrió a lavarse. Me incorporé también, preocupado por las sábanas. Felizmente no se habían manchado.
Nos vestimos y retornamos a la mesa, donde aguardaban los papeles de Cáritas y de la Hilfsverein. Nuestras sillas se juntaron y permanecimos abrazados hasta la noche. La sentía mi mujer, mi incuestionable mujer.
De cuando en cuando rodaban lágrimas por sus mejillas. Se las limpiaba a besos.
—Me parece que nado en el mar —dije.
—Tonto. Dejame secarlas.
—¿No estás feliz? —levanté su mentón delicado.
—Mucho, querido. Mucho.
En casa seguían divididas las posiciones, aunque mi madre empezaba a ceder. De esto tuvimos la prueba tras un accidente que puso el mundo patas arriba. Me cuesta narrarlo.
El traspié empezó cuando, pensando que aún faltaba un último recurso, mamá urdió la peligrosa trama. Quiso reunirnos durante un fin de semana en nuestra estancia para celebrar las buenas ventas de ganado. Parecía una iniciativa inocente, pero también invitaba a Edith y a Mirta Noemí.
—¡¿Cómo?! —se sobresaltaron mis hermanas.
—Edith no debe haber visto una estancia en su vida —explicó fastidiada—. Ni debe saber cómo funciona.
—Pero Mirta Noemí...
—Es tiempo de que el testarudo de Alberto las vea juntas. Y compare. Dios le abrirá los ojos.
—¡Es ridículo, Gimena! —papá tartamudeaba perplejidad—. Es arriesgado.
—¿Por qué?
—No quiero enemistarme con los Paz. Su hija no es una mercancía.
—Los Paz valorarán mi esfuerzo. Mirta Noemí es adorable y siempre la pasa bien con nosotros.
—Pero Alberto atenderá a Edith. Estoy seguro de que Mirta Noemí se sentirá mal, muy mal.
—No tenés idea de cuánto resiste una mujer. Mirta Noemí lo quiere a Alberto y hará lo posible para arrancárselo a ésa...
—¡Gimena, por favor!
La estancia era el emblema de nuestro poderío de clase, la fuente de nuestra declinante fortuna y el catecismo de nuestra mentalidad. Era la base común de familias patricias como los Paz y los Lamas Lynch, no de una
parvenue
como Edith Eisenbach. Ahí estaba la cifra. En ese sitio se luciría Mirta Noemí, nunca una judía alemana de clase media.
Mónica me imploró que no llevase a Edith, porque sería humillada.
El capitán finalizó la clase antes de lo habitual. Revisó el contenido de su billetera y fue hacia la puerta que su secretario abrió apurado. Tropezó en el umbral.
—
Scheisse
!
Se derrumbó contra la pared.
El secretario y los Lobos se precipitaron hacia Botzen para sostenerlo.
—Es un esguince... —dijo con fastidio mientras se masajeaba—. Váyanse, ya pasará.
Los discípulos desfilaron compungidos.
—Rolf: tú quédate —ordenó.
Se apoyó en su hombro y en el del secretario para llegar al escritorio. Tenía la frente pálida. Se dejó caer en el alto sillón. Redactó una carta, sacó algo de su billetera y los introdujo en un sobre amarillo. Escribió la dirección y lo pegó.
—Irás rápido a este domicilio y preguntarás por el doctor Ricardo Lamas Lynch. Le entregarás el sobre en mano, únicamente en mano. Me aguarda en este preciso momento. Contarás que no puedo ir personalmente porque me torcí el pie. Esperarás su respuesta. Que te la dé por escrito, también en sobre cerrado. Me la traerás aquí.
—¿No prefiere descansar en su casa? —murmuró el secretario.
—Esperaré aquí. En marcha, Rolf.
Rolf leyó la dirección y guardó el sobre en el bolsillo interno de su chaqueta. Salió presuroso.
Llegó a una casa imponente. Accionó el llamador de bronce que reproducía la zarpa de un león.
—Traigo un mensaje para el doctor Lamas Lynch —comunicó al desconfiado portero.
El hombre tendió la palma.
—Debo entregárselo en persona.
—Está en reunión. Yo lo haré —movió impaciente los cinco dedos.
—No. Tengo órdenes estrictas.
—¿De quién?
—Del capitán de corbeta Julius Botzen.
—Un momento —cerró con brusquedad.
Aguardó con las manos en los bolsillos. Algunos noctámbulos recorrían la vereda. Pasaron dos automóviles y un simón. Escuchó pasos y el portero entornó la hoja.
—Entre.
Lo siguió por el breve zaguán, cruzó la vidriada puerta cancel y llegó a un hall redondo con una mesa de mármol también redonda, sobre la que se alzaba un helecho. Luego pasó a un salón oscuro, apenas iluminado por lámparas bajas y misteriosas. Se levantó un caballero de lustroso peinado a la gomina, que se puso el monóculo en la órbita izquierda y lo examinó de arriba abajo.
—Traigo un mensaje para el doctor Ricardo Lamas Lynch.
—Soy yo.
Rolf advirtió a un cura sentado en una butaca; su cabeza parecía flotar en la penumbra. Introdujo la mano en el interior de su chaqueta, pero hesitó.
—Es el padre Ivancic —dijo Ricardo—: puede obrar con confianza.
Le tendió el sobre.
—Gracias —Ricardo leyó el anverso y reverso y calculó su contenido. Lo depositó sobre el escritorio.
—El capitán Botzen ruega que lo disculpe. No ha podido venir porque se torció un tobillo.
—¿Ah, sí? ¡Cuánto lo siento! Ojalá se recupere enseguida: es un prusiano de ley. Transmítale mis buenos augurios.
Rolf sentía que los penetrantes ojos de ese hombre lo desnudaban.
—Pidió que le llevase su respuesta por escrito.
—Mañana se la enviaré.
—La espera ahora. Por mi intermedio.
—¡Qué pesados se ponen a veces mis queridos alemanes! —guiñó al padre Ivancic y volvió a clavar su mirada sobre el cuerpo de Rolf—. ¿También usted es alemán?
—Sí, doctor.
—Bella raza. Bueno —lo tomó del brazo y lo condujo hacia el hall—. Sentate aquí. ¿No te molesta que te tutee, verdad? Finalizo mi reunión con el padre y escribiré mi respuesta. ¿De acuerdo?
El portero le ofreció bebidas. Eligió un vaso de cerveza, que bebió mientras contemplaba el robusto helecho. Sobre las paredes había retratos y símbolos fáciles de identificar: un crucifijo de madera labrada, una fotografía del Papa, un cuadro con el escudo nacional argentino sobre una banda de seda que decía Legión Cívica y una reproducción del general San Martín. No tuvo que esperar mucho porque reapareció Lamas Lynch antes de que terminara su cerveza. Acompañó al sacerdote hasta la calle y luego dijo:
—Adelante, amigo mío —lo reintrodujo en la oscura habitación.