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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (26 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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La abracé conmovido. Acaricié su recta espalda y le rogué que tuviera fortaleza. Ignoro por qué dije fortaleza. No soy supersticioso. Pero Edith la necesitaría pronto, en efecto, mucho más de lo que hubiera imaginado.

-1934-

ROLF

El año 1933 finalizó con el arribo del nuevo embajador alemán Edmund von Thermann y su esposa, la baronesa Vilma. Reemplazaba a Heinrich von Kaufmann, quien debió enfrentar en Berlín la culpa por lejanas gotas de sangre judía.

Hans Sehnberg volvió a concentrar en el puerto a sus Lobos para prevenir ataques. Estaba contento con la llegada de este embajador porque venía a poner patas arriba el país.

—Tuvo misiones en Bruselas, Madrid, París, Danzig y Washington —informó—. Está afiliado al Partido y lo proclama; es también un SS, un conspicuo SS.

En el muelle se agolparon muchas delegaciones alemanas. El trabajo proselitista condimentado con terror generaba rápidos beneficios. Había representaciones de escuelas, clubes, iglesias y bancos. Por lo menos la mitad de la comunidad ya había caído bajo un férreo control nazi.

El embajador Von Thermann adelantó su pomposa estampa sobre la barandilla del transatlántico. Lo escoltaban su esposa vestida de rosa y el comandante de la nave en uniforme blanco. Desde el muelle empezaron los vítores. Saludó con la mano y descendió de cubierta. Ingresó en el puente que unía el barco con tierra y se detuvo a mitad de camino. Representaba sus cincuenta años, era robusto, de mejillas tersas, frente muy alta y anteojos redondos y dorados. Vestía un liviano traje beige, acorde con la temperatura estival. Desde el puente tenía una visión dominante sobre la multitud: era casi el balcón de Mussolini en Piazza Venezia. Se irguió militarmente, sacó pecho y transmitió a viva voz el saludo personal de Adolf Hitler. Su mensaje erizó la piel de Rolf y sus camaradas. Acto seguido entonaron
Deutschland über alles
y el
Horst-Wessel Lied.

Cuando el diplomático puso pie sobre el empedrado del muelle, la excitación empujó a quienes ardían por verlo de cerca. Sehnberg ordenó cerrar un anillo de protección en torno de él, de su esposa y los funcionarios que le daban la bienvenida. Rolf se enlazó a sus compañeros y estuvo muy cerca del matrimonio, que se dirigió al vehículo oficial.

Antes de que transcurrieran veinticuatro horas Rolf fue convocado nuevamente. Hans confirmó que las actividades iban a desarrollarse de modo acelerado porque Von Thermann no quería perder un minuto. Faltaban pocos días para que terminase diciembre y había ordenado una cantidad impresionante de actividades. Entre ellas figuraba su personal y comprometedora asistencia a la terminación de las clases en la Escuela Goethe, donde no se limitaría a un papel protocolar: exigía que se llenasen las paredes con retratos de Hitler y flamearan las esvásticas en aulas, pasillos y salones.

Rolf nunca había visitado la Escuela Goethe.

—Ahora tendrás la oportunidad de hacerlo —Hans lo miró de modo inquietante; y volvió a acariciarle el brazo con delicadeza.

Irrumpir en la Goethe era un premio inesperado a sus antiguos padecimientos. Mientras se dirigía a ella pensó que su vida había empezado a cambiar por completo. De niño pobre y maltratado se había convertido en un soldado distinguido. Ahora le ofrecían la oportunidad para el desquite. Imaginaba a los arrogantes maestros miopes y las severas maestras gordas encogiéndose ante su presencia. Veía sus rostros congestionados, a punto de llorar. Si alguno opusiera resistencia a desplegar esvásticas, lo arrastraría de la oreja, como habían hecho con él tantas veces.

Los quince Lobos se presentaron como fuerza de ocupación. A cara de perro supervisaron que todo estuviese listo para la visita de Von Thermann. Ningún docente se animó a formular una pregunta, siquiera. El rostro de Hitler colgaba en decenas de paredes y centenares de esvásticas negras dominaban aulas, salones y pasillos.

—¡Esto es maravilloso! —exclamó Gustav.

Así como nadie se atrevió a contradecir la arrolladora voluntad del embajador, todos los funcionarios del Ministerio de Educación se hicieron los distraídos.

Tras convulsionar la Escuela con una irrefutable adhesión al nazismo, el embajador quiso celebrar en el distinguido barrio de Vicente López la
Sonnenwendfeier,
o fiesta del solsticio que los alemanes —gracias a Hitler— recuperaban de los antiguos ritos germanos. Von Thermann impartió instrucciones severísimas que se irradiaron como chorros de aceite hirviendo.


Schnell! Schnell!

Las antiguas tradiciones eran la savia del Nuevo Orden y debían festejarse con unción. Pero el
Tageblatt,
apelando a su habitual ironía, acusó a ese acontecimiento de rito pagano, completamente ajeno a la cultura alemana moderna. El embajador y sus corifeos decidieron ignorar las críticas y seguir adelante: la ceremonia fue grandiosa. Rolf quedó deslumbrado. Von Thermann apareció con su incandescente uniforme de
SS-Sturmführer.
Era la primera vez que en la Argentina un jefe de misión diplomática se atrevía a usarlo en público. Sehnberg guiñó a Rolf y Rolf a Otto. Exultaban felicidad. La SS era una muestra del nuevo poder.

Mientras el embajador recorría Buenos Aires de acto en acto, la seductora baronesa ponía en marcha recepciones edulcoradas con obsequios. En pocos días logró trabar conocimiento con los resortes fundamentales de la comunidad local y establecer lazos con personalidades del gobierno y las Fuerzas Armadas.

En enero de 1934 Rolf fue designado para acompañar al embajador en otros dos actos donde podía ser molestado por grupos antinazis. Se trataba de una gran distinción adicional, a la que no fue ajena la influencia del capitán Botzen.

Los sectores alemanes democráticos habían entrado en crisis. Entristecidos por la pérdida de todos los establecimientos escolares, fundaron el Colegio Pestalozzi, abiertamente opuesto al Tercer Reich. Fue una medida desesperada. Entre sus dirigentes figuraba Ernesto Alemann, del
Argentinisches
Tageblatt.
Rolf y sus camaradas no pudieron contener un alarido cuando Sehnberg les informó que había llegado la hora de darles una ejemplar paliza.

Los padres, el cuerpo docente y los sostenedores económicos del flamante colegio se reunían semanalmente para intercambiar informes e ideas. No sospecharon que los Lobos caerían por sorpresa. Rompieron los cristales de dos ventanas, forzaron la puerta de calle y penetraron como un tropel de caballos. Se colaron por entre las filas de butacas vivando a Hitler y empujando cabezas. Quien hacía uso de la palabra imploró: “¡Alto! ¡Alto! ¡Estamos dispuestos a escucharlos!” Pero no había qué escuchar: el operativo no incluía explicación ni negociación alguna, sino un vapuleo salvaje.

Varios hombres se pusieron de pie y rechazaron a quienes empujaban. Pero no estaban en condiciones de repelerlos. Voces femeninas histéricas reclamaban que se marchasen los intrusos y en los intrusos esas voces estimularon la saña. Sehnberg llegó al escritorio que presidía la sesión y barrió los papeles ordenados junto a una lámpara. La lámpara también cayó y sobre ella el botellón con agua.

Rolf sudaba, lo enardecía el miedo ajeno. El terror que varias veces había cubierto sus órbitas ahora estaba en los demás. Era maravilloso. Por fin su venganza. Sus brazos empellaban, abofeteaban y se hundían en los vientres.

La resistencia se tornó cómica. Los padres y docentes optaron por correr a la calle. Algunos se cubrían la boca ensangrentada, otros tenían tajos en el cuero cabelludo y había quienes escapaban sobre un solo pie.

Al día siguiente la crónica del
Tageblatt
goteó rabia y angustia.

—¡Conviene seguir dándoles duro! —celebró Hans y les comunicó la próxima tarea.

Estaría a cargo únicamente de dos muchachos: Otto y Rolf.

—¿Listos para escuchar?

Se movieron inquietos.

—Arrojarán una bomba incendiaria contra las oficinas del roñoso
Tageblatt.
No vamos a permitir que siga calumniando al Führer. Como sus oficinas están en el centro comercial de Buenos Aires, pueden caer en manos de la policía. Pero si ocurriese algo así, yo mismo les masticaré las pelotas.

Estudiaron los desplazamientos de la policía y el camino de los redactores antes y después del trabajo. Luego cargaron el paquete, lo instalaron junto a la puerta principal y encendieron la mecha.

Ernesto Alemann zapateó furia y vomitó llamaradas contra la delincuencia nazi, pero no consiguió resultados concretos.

—¡Seguiremos adelante! —Hans Sehnberg levantó su triunfal jarra de cerveza—. ¡Más chillan, más los castigaremos! ¡Son pura mierda!

—¿Qué viene ahora? —Rolf se secó la espuma con el dorso de la mano; estaba impaciente.

—Ya no basta el edificio del
Tageblatt
—dijo el instructor—. Daremos su merecido a los mismos periodistas.

—¡Los ahogaremos en su propia sangre! —Gustav golpeó los puños.

—Paso a paso, escalonadamente —frenó Sehnberg—. No tendrán que matar todavía. Empezaremos llenándolos de moretones.

—¿Cuándo?

—Pasado mañana.

El operativo estuvo a cargo de dos tercios del pelotón. También fue incluido Rolf, pero marginado Otto por haber sufrido un esguince. La consigna ordenaba atacarlos a la salida del trabajo, pero en una zona carente de policías. Cada uno se ocuparía de un solo hombre y se esfumaría de inmediato.

A Rolf le tocó un idiota que ni siquiera opuso resistencia. Pálido y quebradizo, retrocedió hasta el muro, donde clavó sus uñas. Cuando Rolf volvió a pegarle, ni siquiera amagó salir corriendo. Era viejo, lamentable.

—Soy un simple trabajador —lloraba—. Tengo una familia que mantener.

—¡Hay que recordarlo antes de insultar a nuestro Führer! ¡Hijo de puta! ¡Insecto! —Rolf hundía sus puños en el frágil cuerpo como si fuese una almohada.

El infeliz llevaba sus manos a los sitios donde recibía los golpes y dejaba sin protección su rostro bañado en lágrimas. Antes de caer al suelo Rolf le aplicó un directo a la órbita para que exhibiese durante días el hematoma de advertencia. El hombre cayó, orinado, y se encogió como un feto sobre la vereda.

—¡Buen trabajo! Ahora Alemann deberá escribir solito sus infamias —celebró Hans.

Bebió un largo sorbo.

—La Legión Cívica prometió ocuparse de los radicales y socialistas: destruirá varias imprentas y quemará su literatura judeo-bolchevique.

Vació el fondo de la jarra y los miró con ojos chispeantes.

—La cosa va bien. Ahora nos corresponde atacar las “guaridas del demonio”.

—¡Las sinagogas! —gritó Rolf.

—Exacto.

—¿Cuándo, cuándo? —a Gustav se le pararon los pelos.

Sehnberg hizo un gesto de calma.

—Tenemos botas de siete leguas; avanzamos muy rápido. Pero somos idealistas, forjadores del futuro; no bandidos, como nos calumnian por ahí.

—¡Eso!

—Empezaremos con bombas incendiarias.

—¿Sólo bombas incendiarias?

—Esa raza cobarde no necesita más. ¿Es poco? Sí, es poco. Pero se trata del principio, no lo olviden.

Desplegó el mapa de Buenos Aires y puso un maní sobre cada objetivo. Estaban en diversos barrios. Cuando la lámina estuvo señalizada por doce maníes, sacó su libreta de tapas negras y anotó a quiénes designaba para cada acción. Rolf se preguntó a qué sinagoga iría el padre de Edith.

Gustav y Otto coincidieron en el barrio de Flores, Barracas y Paternal. Rolf, en cambio, tuvo la suerte de ser designado para atacar sinagogas del barrio de Once, donde se concentraba un buen número de judíos.

—Ojo —advirtió Hans—: las bombas deben causar daños, pero no personales... todavía. Les aseguro que ya vendrá el momento.

El uso de explosivos se tornó rutina. La práctica en el Tigre los había convertido en expertos para su confección, instalación y fuga.

Durante el mes de julio Rolf pudo hacer cenizas las dos puertas de un templo de la calle Lavalle sin lastimar a nadie y sin que le hubieran visto un pelo. La experiencia resultó inolvidable. Los feligreses se pusieron a gritar, buscaron desorganizadamente baldes con agua y arena, colchas, trapos, ponchos y hasta mantos rituales para extinguir las llamas.

Rolf pretendió gozar mejor su trabajo y, en lugar de huir, trepó las escaleras de un conventillo, corrió por los techos y se encaramó sobre la cúpula de la misma sinagoga alborotada. Le ardían las mejillas. Su posición era incómoda, pero sus ojos podían observar a través de una ranura el espectáculo de pavor. Cómo despreciaba a esos infrahumanos: no lograban ordenarse ni siquiera ante el peligro, disparaban como cucarachas en direcciones absurdas, repetían movimientos, sacaban a los chicos en lugar de aplicarse a la raíz del fuego, incluso se esmeraban en proteger el fondo, donde guardaban sus libros, en vez de la parte de adelante, donde había estallado la bomba. Gente inútil, parásita, tal como la describían Hitler y Rosenberg. Lástima que no aparecían Edith ni su padre.

Hizo estallar otros cuatro artefactos. Aunque los fieles ya tomaban precauciones, no pudieron contra la creciente astucia de los agresores. Sus compañeros tampoco quedaron atrás. En las reuniones animadas con cerveza y risotadas aportaron anécdotas sobre la conducta de esa raza grotesca. Unos describían a los viejos con barbas sucias, otros a las mujeres con pañoletas manchadas, niños raquíticos y ciegos, hombres de piernas deformadas y, lo peor, unos rituales tan estúpidos que no se podía creer.

Julius Botzen los felicitó. Veintiún atentados a lo largo de cuatro semanas sin que ninguno hubiera sido detenido era una proeza digna de encomio.

—Pero ya nos resulta demasiado fácil —dijo Kurt, el más fornido de los Lobos.

Sehnberg se reclinó en la silla. Su compacta estructura pareció más compacta aún. Acarició el cepillo de su cabeza.

—Debo repetirles que no se apuren. Les prometí un año fecundo, y lo tienen fecundo. Desde enero las acciones aumentaron en frecuencia y riesgo. Hasta ahora las cosas salieron perfectas. Así continuarán. Les prometo que antes de finalizar 1934 podrán sentirse héroes.

Sehnberg tensó la mueca:

—Se sentirán héroes, en serio.

—¡Degollaremos judíos! —Otto quiso adivinar.

—Comenzaremos por el Teatro Cómico. Luego, sí, vendrá el plato fuerte.

Abrieron sus orejas para recibir las órdenes más excitantes de su vida. Hans extendió el arrugado mapa y colocó un maní sobre una gruesa línea. Era la populosa avenida Corrientes.

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