La Matriz del Infierno (32 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Sí.

—¿Cómo se llevan?

—Bien. Muy bien. Se las arregla para visitarme seguido. Desde que murió papá me trae flores todos los días. Me adora.

—¿Tienen relaciones sexuales?

Ella sintió una estocada y se aferró del confesionario para no perder el equilibrio. ¿Qué responderle? Ese cura imbécil no merecía otro segundo de tolerancia. ¿Cómo decirle que todavía no, pero estaba en sus planes? ¿Cómo confiarle que Alberto, en la pasión de las caricias, susurraba que anhelaba poseerla, pero se contenía porque ella le decía que aún no, tal vez más adelante? ¿Cómo explicarle que también lo deseaba y que, últimamente, lo deseaba con más fuerza, como si necesitara reparar el agravio de la violación con abrazos íntimos de pura y auténtica entrega?

—¿Te has acostado con él? —reformuló la pregunta.

Este sacerdote la condenaría como si ya hubiera pecado. Y si contaba la violación, la condenaría como si fuese culpable. Y si contaba otras cosas, diría sin rodeos que era un delito la ayuda de Alberto a la resistencia antinazi; se escandalizaría al enterarse de que venía con los bolsillos llenos de cables terribles sobre lo que sucedía en Alemania. Este cura anacrónico hasta podría romper el secreto de confesión si le decía que ella trabajaba simultáneamente para Cáritas como católica y para la
Hilfsverein
como hija de un judío. Se sintió desolada y rabiosa.

La confesión terminó mal para Edith, pero redonda para el párroco, que sentenció una leve penitencia y otorgó la absolución.

Edith caminó indecisa; en lugar de ir hacia la puerta volvió sobre sus pasos y se sentó. Necesitaba comunicarse de una buena vez con Dios y la Virgen. Rezó con silenciosa intensidad. La imagen de La Virgen y el Niño la miraba dulcemente. Repasó la noche de la doble tragedia y preguntó una y otra vez qué camino seguir. Sólo se le ocurría el aborto o el suicidio. ¿Había un tercer camino? ¿Un cuarto? Gimena, por otro lado, no parecía dispuesta a consentir el matrimonio pese a los esfuerzos de Alberto. Con el producto de una violación en su útero las perspectivas marchaban hacia un definitivo ocaso.

—¡Jesús! ¡Jesús! Estoy segura: si Gimena llega a enterarse de mi embarazo, y que ni siquiera pertenece a Alberto, afirmará que soy una ramera.

Entonces escuchó una voz. Las imágenes seguían mirándola fijo. Le estaban proponiendo una conducta tramposa. No podía creer que algo así resonara en sus circunvoluciones porque estaba dentro de una iglesia y frente al Santísimo Sacramento. Los ojos se le llenaron de lágrimas; la Virgen y el Niño se nublaron también, como si retrocedieran hacia misteriosas profundidades. La propuesta era riesgosa, pero expandía en su cuerpo un alivio maravilloso. Brotaba una esperanza. Rezó de nuevo con unción, las manos enlazadas y la frente pegada a las manos.

ALBERTO

El recepcionista levantó sus anteojos hasta sus cabellos grises y se puso rápidamente de pie al escuchar mi nombre.

—Su señor tío lo espera en la salita —anunció con entusiasmo—. Tendré el honor de acompañarlo —hizo señas a un colega para que ocupara su puesto tras el mostrador fileteado en bronce—. Por aquí.

Era el Club de los plutócratas. Ricardo solía concurrir desde media mañana para disfrutar un baño turco, en el que purificaba piel y cerebro mientras alternaba con personajes útiles a sus objetivos. Después se relajaba con un masaje y leía los diarios. El almuerzo con admiradores en algún restaurante y la siesta reparadora en su casa o en otra, secreta, lo tenían ocupado hasta la tarde.

El recepcionista golpeó con delicadeza una puerta llovida por visillos de encaje.

—¿Quién es?

—Ha llegado su señor sobrino, señor doctor Lamas Lynch.

—Que aguarde un minuto.

Se abrió la ancha puerta y el espacio se llenó con su corpulencia. Alcancé a echar una ojeada: la salita era un simple y blindado locutorio con un teléfono instalado sobre una pequeña mesa de caoba, sobre la cual se erguía un vaso lleno de lápices y yacía un anotador.

—Vamos al salón de té —dijo tras mirar en su reloj de bolsillo—. Hice una reserva en el ángulo más silencioso para charlar cómodos. Vamos a decidir algo importante mientras saboreamos los magníficos escones que sirven a las cinco en punto.

El corazón me empezó a saltar. Intuía que había escogido el marco del Club para dejarme sin aliento.

No bien se sentó ordenó al mozo que sirviera y se arregló el alfiler sobre la luminosa corbata. El monóculo estaba guardado en el bolsillo superior y prendido al ojal de la solapa con una fina cadena de oro. Apoyó los brazos sobre la mesa y disparó a quemarropa:

—Decime, Alberto: ¿te volviste loco?

Parpadeé. Mis omóplatos empujaron el respaldo como si su golpe me hubiera lanzado contra las cuerdas.

—¿Te volviste loco? —insistió.

Moví la mandíbula sin atinar a preguntarle la causa de semejante agresión.

—No necesito explicarte mi desencanto, Alberto.

Bajé la mirada.

—Supongo que habrás meditado sobre las consecuencias, las largas y múltiples consecuencias que afectarán tu carrera, tu vida familiar y tus amistades —interrumpió al llegar el mozo con una reluciente vajilla, y aguardó hasta que terminó de instalarla—. Si meditaste, y tomaste nota de las consecuencias inevitables y, a pesar de todo, querés avanzar hacia tu definitiva ruina, entonces te volviste realmente loco. Loco sin remedio.

Bebí agua para humedecer mi garganta, tosí, bebí de nuevo.

—Medité, por supuesto —corrí la copa hasta el centro de la mesa, como si quisiera establecer un equilibrio con mi avasallador pariente—. Y llegué a una sola conclusión: jamás me perdonaría ceder ante el prejuicio.

—¡Qué prejuicio ni prejuicio! —adelantó su cabeza—. Lo que tenés es miedo, miedo a cortar con esa judía, a decirle de frente, como un varón, esto no va más.

—La amo. ¿Entiende esa palabra?

—¿Me querés tomar el pelo? Si algo amás en ella, es una caricatura del amor: no se puede amar algo que a uno lo degrada. El deslumbramiento que produce cualquier chinita que levantás por ahí se apaga con el uso y el disfrute, no con el matrimonio. Y aquí no se trata siquiera de una chinita, sino de algo que llena de horror. ¡Cómo se te ocurre, Alberto, que los Lamas Lynch incorporemos una judía!

—Es católica. Tal vez más católica que muchos de nuestra familia.

—¿Católica? ¡Pero de raza judía! Lo decisivo es su raza.

—Su madre es aria y también católica.

—¡Bah! Por lo menos es media judía; ¿o no? ¿Acaso dirías que una manzana es buena porque sólo una mitad tiene gusanos?

—Eso de clasificar a la humanidad en razas es la verdadera locura, tío, no mi decisión de casarme con ella.

—Millones de cerebros piensan ahora en la raza. Los alemanes, uno de los pueblos más cultos de la Tierra, luchan por su pureza de sangre. Ignorarlo es propio de boludos. Estoy profundamente decepcionado de vos, Alberto.

—Hoy desprecian a los judíos y mañana despreciarán a los eslavos, y a los árabes. No nos salvaremos los latinos: es una coartada miserable de los nazis, que son unos acomplejados de mierda, para erigirse en los únicos bellos y dignos.

—¿No te das cuenta de hacia dónde va el mundo? Por favor: mierda son los ciegos. No seas ciego. Primo de Rivera, Mussolini, Hitler señalan el camino.

—¡Y qué camino! Pavimentado de odio y mediocridad. Estimulan el fervor de las hordas. Terminarán barriendo la civilización.

—Mirá, Alberto: desde que salís con esa judía no sólo te has vuelto más estúpido, sino más insolente. Imagino dónde acabarás. Pero ni yo ni nadie de tu familia te brindará socorro.

En una bandeja llegaron los perfumados escones. Cuando el mozo acabó de servirnos el té, la ira de Ricardo pretendió estrujarme.

—La semana próxima —amenazó—, a esta misma hora, te espero aquí, en este rincón, para que brindemos por tu valiente ruptura. Una semana sobra para liberarte.

—Tío, nunca fui tratado de esta forma. No lo acepto.

—Nunca habías llegado al borde del abismo.

La despedida fue seca y oprimente. Dijo adiós y retornó a la salita del teléfono confidencial. Caminé hacia la calle, vacilante. El empleado de la recepción me saludó con indiferente sonrisa.

Mientras aguardábamos la llegada de monseñor Pacelli en el último acto del Congreso Eucarístico comuniqué a Edith que celebraríamos en casa el cumpleaños de María Elena.

—Los cumpleaños de tus hermanas son trascendentes —dijo con ironía—. En el de Mónica me declaraste tu amor.

—¿Vendrás al de María Elena?

—En tu casa no soy bien vista.

Detuve la marcha y giré con disgusto.

—Vendrás lo mismo.

—No. Claro que no.

Mamá había regalado a María Elena un fonógrafo con veinte discos de fox-trots, charlestons y tangos. Incluso decidió que sus hijas retomaran las lecciones de baile con Jacques Lambert: debían estar en condiciones para destacarse en la sociedad porteña de los nuevos tiempos. Lambert era divertido y enérgico. Vestía levita con solapas de terciopelo fucsia y se bañaba en perfumes. No daba abasto con las damas de la alta sociedad; su repertorio empezaba en el minué y terminaba en los ritmos norteamericanos. Hablaba con fuerte acento francés, lo cual le confería una pátina de distinción.

Las llegadas del maestro Lambert producían revoltijo. La servidumbre enrollaba alfombras y corría muebles, mientras mis hermanas reían por cualquier estupidez. Mamá se resignaba a tolerar los avances modernistas ante el peligro de que el diablo volviese a meter la cola. Sus hijas debían encontrar novios decentes y casarse rápido. Los bailes en casa podían ser bien controlados.

Mónica era la única que la irritaba.

—No entiendo tu rechazo a Edith —le decía.

—Sos una mocosa para entender. Quiero salvarle la vida al inconsciente de Alberto.

—Te arrepentirás.

—¡Callate! Ya imagino qué nos espera de vos. Cualquier día te aparecerás con un judío, un protestante o un masón.

El cumpleaños de María Elena fue concurrido y alegre. Edith no vino, por supuesto, pero mandó un regalo con la expectativa de que fuese arrojado a la basura. Pero María Elena le mandó una cariñosa esquela de agradecimiento. ¿Empezaba a quebrarse el frente del rechazo?

Fue una sorpresa enterarme de que mi vínculo con Edith había llegado al Ministerio de Relaciones Exteriores. A un lado de mi mesa habían depositado las carpetas que debía examinar durante la mañana. Cuando levanté la segunda, apareció una esvástica; de su gancho inferior bajaba una cuerda, de la que pendía una mujer. Quien había fraguado esta infamia no era buen dibujante, pero se las había ingeniado para que su mensaje fuera transparente. Por si resultaba poco claro, una flecha apuntaba hacia la figura colgante con la palabra “Edith”.

Hice un bollo y lo amasé dentro de mi mano varios minutos. Maldije a los cobardes que no tenían mejor cosa que hacer. No arrojé el bollo en el cesto: lo deslicé a mi bolsillo y mascullé que esto no podía quedar impune.

Fui a solicitar que me adelantasen el café de media mañana. Pero ni el café ni las advertencias sobre urgente despacho que etiquetaban algunos expedientes me permitieron concentrarme. Tenía ganas de decir que estaba enfermo y necesitaba irme. Quizá me espiaba el autor del dibujo y gozaba mi desestabilización. Abrí otra carpeta.

Las horas rodaron con desesperante lentitud.

Esa noche, encerrado en mi cuarto, desplegué el arrugado papel sobre el escritorio donde apilaba libros y recortes. Acomodé la lámpara para examinarlo con buena luz. Por la irregularidad de los trazos colegía que se trataba de alguien con mal pulso o que dibujó a las apuradas, lo cual indicaba que no disponía de suficiente privacidad, no pertenecía a las jerarquías superiores. Pero, ¿podía estar seguro de ello? Las letras de EDITH, todas mayúsculas, eran también irregulares. Tal vez simuló temblor para encubrir sus rasgos caligráficos, o trabajó con la mano izquierda. Golpearon.

—Soy yo —susurró mi padre. Guardé la hoja.

—Adelante.

Apareció envuelto en su larga bata de seda oscura.

—¿Trabajando? —arrimó una silla.

—Ordenando la información.

Acarició su canosa barbita en punta. La reluciente bata emitía perfume a tabaco. Sus ojos recorrieron los lomos de los libros apilados sobre la mesa y el tintero de bronce con una efigie de Sarmiento. Apoyó su mano sobre mi hombro.

—Alberto —hizo una pausa—: ciertos tragos deben pasar rápido, como los remedios de mal sabor.

Corrí innecesariamente la pila de libros, como si debiera ofrecerle más espacio a sus palabras.

—Gimena sufre, tus hermanas se alborotan y Ricardo me tiene cansado.

—Papá —suspiré—: te ruego que seas frontal. Si alguien está cansado, soy yo. Imagino a qué te referís.

Estiró el cuello del piyama.

—Gimena sigue insistiendo con Mirta Noemí.

—Obstinada, mi vieja.

—Ya lo creo. Me preocupa que siga alimentando las esperanzas de esa chica; y la de sus padres. Puede llevarnos a un feo desenlace.

—Mirta Noemí es un asunto acabado, papá. No me mueve un pelo.

—Vuelvo a preguntarte: ¿estás seguro?

—Papá...

—Bueno, está bien.

Sonrió y su sonrisa cambió la atmósfera.

—Confieso que Edith me gusta. Y que me está avergonzando nuestra oposición.

—¡Por fin! —le apreté el brazo—. Tendrías que hablar con mamá, entonces. Hablarle mucho y claro.

—Inútil. Pertenecemos a una generación en la que el marido y su mujer no saben cómo decirse algunas cosas. En eso el mundo está cambiando rápido; nosotros ya tenemos demasiada rigidez.

Cerró los párpados. Sentí gratitud por su confidencia. Estimulaba una especie de amistad inesperada. Me asaltó el deseo de retribuir su confianza y abrí el cajón; extraje el dibujo, que alisé sobre la mesa y puse en sus manos.

Pegó un respingo. Hurgó en sus bolsillos los anteojos. Se los calzó sin dejar de mirar la arrugada hoja.

—¡Qué hijos de puta!

—Ya ves: no sólo se opone mi familia. Esta hoja apareció entre las carpetas de mi escritorio.

—¿Sospechás de alguien?

—No.

—¡Qué perversos! —movió la cabeza.

—¿Qué debería hacer?

—Supongo que nada. Cuidarte más, tal vez. ¿Pero cuidarte de qué? ¿No abandonarás a Edith, no?

—Por supuesto que no.

—¿Estás decidido a casarte con ella?

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