Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Por qué me trajiste aquí? —reproché a Edith.
—¡Bienvenido, señor Consejero! —irrumpió Margarete Sommer sobre el umbral con la mano tendida.
Edith se sintió incómoda: reconocía haber procedido en forma desleal; yo no lo merecía.
—Supongo que conoce nuestra institución —dijo mientras nos conducía imperiosamente hacia dentro.
Edith caminaba asustada.
—Nunca vine —repliqué enojado.
—¿Pero sabía de nuestra existencia, no? Y de nuestra misión. Todos los diplomáticos la conocen. Especialmente ahora —arrimó unas sillas—. Por favor, tomen asiento.
Pero ella no se sentó: fue hasta un rincón del cuarto donde se acumulaban piezas de vajilla y preparó una bandeja con café. Mientras controlaba la ebullición del agua hizo algunas bromas sobre la Argentina y después desenrolló un vasto conocimiento sobre nuestros paisajes y costumbres. Su monólogo duró cinco minutos y le alcanzó para elogiar la tristeza del tango y la cadena de teatros rococó erigidos desde el Río de la Plata hasta los Andes.
—Sabe más de mi país que nosotros del suyo —tuve la obligación de hacerle un cumplido.
—La Argentina es apreciada. Pero yo no la conozco, ¿sabe? Me gustaría visitar su pampa. Y su Patagonia. Visitar las ruinas indígenas del norte.
—Será un placer recibirla.
—¿De veras? Gracias. Es usted un perfecto diplomático.
Alcé la ceja.
—Estoy encadenada a mi trabajo, por ahora.
—Para visitar Argentina necesita ausentarse por dos meses.
—Buen cálculo. No puedo. Este trabajo esclaviza. Y es insalubre.
—Pero le gusta.
—Me apasiona —distribuyó el café—. No obstante, debo reconocer que es insalubre. Y le garantizo que no uso cualquier palabra.
—Necesito una precisión —miré fijo a Edith—. ¿Vos también trabajás en esta Sociedad?
—En Cáritas y... sí, también aquí —respondió cabizbaja.
—No me lo habías dicho.
—Te hubieses fastidiado.
—¿Y ahora?, ¿qué hago aquí?
—¡Yo pedí que lo trajese! —irrumpió Margarete—. Mejor dicho, le rogué y hasta exigí que lo trajese, doctor. Su enojo debería apuntar a mi persona, no a Edith. Le aclaro que me llevó más de un mes convencerla y lograr que me ayudase a instalarlo por fin donde está, junto a este escritorio por donde han pasado decenas de infelices. Quería que viniese a tomar conmigo este café recalentado, así puedo comenzar pidiéndole disculpas por algo de poca importancia. Pronto deberé pedírselas por cosas graves.
La miré sobresaltado; esta mujer de corto pelo rubio y ojos azules era peor que una carga de caballería. Llevé la humeante taza a mis labios.
—¿No pregunta por qué demonios quería traerlo?
Edith me tomó la mano con la suya, muy fría.
—Y bien —dije—, se lo pregunto.
—Aquí no hacemos política.
—No opinan lo mismo en la Gestapo —repliqué.
—Tampoco asistimos a judíos de fe judía —agregó sin escucharme—. Nos dedicamos a poner en práctica nuestra obligación de asistir en forma concreta a las víctimas católicas de este régimen. Entre ellas, por cierto, judíos convertidos a nuestra fe.
—Ayudar a los judíos es delito en Alemania.
—Son católicos. Para la Iglesia son católicos.
—Las leyes raciales no están de acuerdo.
—A nuestra fe no le interesa la raza.
—Digamos, doctora Sommer, que no necesito lecciones —me violenté.
—Perdone mi énfasis y le ruego que disminuya el suyo. Sólo quería ser clara respecto de la posición que tenemos algunos católicos alemanes.
—Algunos...
—Sí, en efecto. Me avergüenza que seamos pocos. Últimamente somos menos todavía. El terror embrutece. Y bueno, sí, somos pocos. Pero le aseguro que aguerridos.
—Ya veo. Gracias por el café.
—¿Otra taza?
—No —dije poniéndome de pie—. Ha sido un gusto conocerla. Me voy.
—Le imploro que se quede unos minutos más.
Edith seguía sentada, más tensa que yo.
—Prefiero irme ya —tendí mi mano para saludarla—. Ya mismo, antes de que me pida lo que tiene en la punta de su lengua.
Edith se llevó las manos a la cara, confundida entre deberes opuestos.
—Suficiente, Margarete —intentó protegerme, pero su voz sonó ambigua—. Estoy arrepentida por haberlo traído. No tenemos derecho. No tengo derecho.
—Cálmate, amiga mía —replicó Margarete.
—Si necesita visas, erró la persona —le advertí con brusquedad, resuelto a cortar por lo sano.
—¿Cómo adivinó?
—A usted le consta que mi función es la de consejero, no la de cónsul.
Su cara adquirió una inesperada dulzura.
—Necesito visas, en efecto.
—Razón suficiente para que nuestra reunión haya llegado a su fin.
—Le ruego que vuelva a sentarse, Alberto. No me tenga miedo, no sea descortés.
Vacilé, estaba rabioso. Edith seguía sentada.
—No erré la persona. Por algo usted está aquí.
—Me voy —fui hacia la puerta.
Rodeó su mesa, apretó mi brazo y ordenó:
—Venga.
Nos llevó a otra habitación descascarada donde tres mujeres y dos hombres escribían a máquina mientras un tercero accionaba el mimeógrafo. Atravesamos un pasillo estrecho cuyas paredes estaban cubiertas por estantes llenos de paquetes con ropa. Luego cruzamos un par de cuartos en los que muchas personas cosían, escribían y clasificaban bultos. Vi a dos monjas y un cura con sotana.
—¿Los miró bien? Casi todos son judíos convertidos, incluso las monjas y el cura —aclaró Margarete en voz alta, con cierto orgullo, mientras caminaba delante—. ¿Sabe cuántos judíos se han convertido en Berlín desde comienzos de siglo? Unos 40.000.
Se detuvo ante una puerta y llamó con los nudillos. Desde el otro lado abrieron con cautela. Se asomaron seis pares de ojos.
—Quiero presentarles a unos buenos amigos —les anunció Margarete con dulzura mientras ingresaba.
Besó a dos niñas de unos ocho años de edad. Su madre se arreglaba nerviosamente los cabellos desordenados.
—Este señor —puso su mano sobre mi hombro mientras se dirigía a las niñas— conseguirá lo que necesitamos para que regrese papi y puedan hacer luego un lindo viaje.
Edith comprimió mi brazo para transmitirme su solidaridad pero, sobre todo, para frenar mi airada reacción. La madre desorbitaba sus ojos brillantes. Se arrodilló.
—¡No!... —rechacé espantado.
Margarete la abrazó.
—No es necesario, querida —la apretó contra su pecho por un largo rato—. No hace falta. Sólo quería que lo conocieran. Los hermanos debemos conocernos, como en los tiempos de las catacumbas. Dios está con nosotros.
Edith también besó a las niñas, cuyo miedo inicial se había trocado en una mirada llena de curiosidad. Me sentí violado y ridículo. Pero, sin tener conciencia de lo que hacía, estiré mis dedos hacia las cabecitas tiernas, acaricié los bucles, las mejillas tersas y luego busqué en el fondo de sus pupilas inocentes la historia que explicase su desgracia.
Regresamos a la oficina de Margarete. Yo cargaba un adoquín en el alma.
—¿Ahora aceptarán otro café? —invitó.
—Acepto otro café —dije—, porque lo necesito. Su trabajo es realmente insalubre.
—Gracias por reconocerlo. Beba un poco y respóndame: ¿conseguirá las visas que necesito?
—No soy el cónsul, doctora. Hable usted con él.
—Puede llamarme Margarete.
—Margarete.
—Le cuento que ya lo hice.
—Bien.
—¿Bien? Fracasé, por supuesto.
—Entonces elija otro país, otro cónsul.
—¿Debo acudir a golpes bajos con usted? ¿Contarle las pesadillas que hacen gritar a esas pobres criaturas durante la noche? ¿Explicarle el destino que les espera?
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo no puedo hacer nada. Las visas no corresponden a mi jurisdicción.
—La Gestapo invadió el hogar de esta pobre gente en medio de la noche. Proceden así para encontrar a las víctimas en el lecho y paralizarlas de sorpresa. Las chicas vieron cómo le rompieron los dientes a su padre; y también vieron cómo lo tiraban de los pelos escaleras abajo en medio de sus aullidos y los aullidos de la madre.
—No siga, por favor.
—Son católicos, pero para los nazis ese hombre, Bruno Federn, tiene un imperdonable crimen: sus padres fueron judíos conversos, es decir judíos. ¿Por qué le tocó a él y no a otro?
—No sé.
—¿Escuchó hablar de Albert Hartl? Había sido cura, pero desde el año pasado es
Obersturmbannführer.
Dirige el subdepartamento de iglesias. Blasona de haber reclutado no menos de doscientos informantes entre curas y pastores.
—¿Sacerdotes “informantes”?
—Delatores, bah.
—¡Mi Dios!
—Bruno Federn organizó en su parroquia de Brandenburg una debilísima campaña en favor de la paz. No atacaba al régimen: sólo elogiaba la paz, tal como enseñan los Evangelios. Pero en la nueva Alemania ser pacifista es un truco de los judíos. Alguien informó a Hartl sobre las actividades de Federn y Hartl ordenó su arresto.
—Bueno, nos vamos —me incorporé.
—Edith sabe cómo llegó Bruno Federn a la calle porque se lo he contado —prosiguió Margarete sin prestar atención a mi ansiedad—. Y yo me enteré por el testimonio de su esposa y de un vecino que miraba espantado tras las cortinas.
—No hace falta que lo describa.
—Tenía la boca sangrante y rotos los anteojos. No parecía suficiente: en la vereda lo derribaron al piso y comenzaron a patearle la cabeza. ¿Sabe por qué a los nazis les gusta patear la cabeza? Porque tanto la Gestapo como las SS tienen especial inquina contra la gente que piensa.
—No diga más. Ya escuché suficiente. Por favor.
—Lo metieron en una camioneta y se lo llevaron. ¿Sabe adónde?
Volví a sentarme.
—Supongo que a la policía —suspiré fatigado.
—Supone mal. Porque en la policía, incluso en la actual policía, existe una celda con techo y calefacción, existe la posibilidad de establecer contactos, de apelar a los pocos recursos que aún quedan en este infierno. Pero no, mi estimado Alberto. Lo llevaron a un campo de concentración. ¿Sabe qué es eso? Ni Dante lo pudo imaginar. Allí gobiernan las SS. No hay otra ley que la de sus caprichos.
—Ya me informaron sobre esos lugares.
—¿Le informaron? ¿Le contaron qué hacen con los prisioneros?
—Sí —los datos que manejaba sobre tan siniestro tema eran filtraciones de los cables; volver a tratar el asunto multiplicaba mi deseo de alejarme cuanto antes de Alemania.
—¿Quiénes le contaron? ¿Sus colegas de la Embajada? Una cosa es lo que cuentan los diplomáticos con sus enfermas prevenciones. Estoy segura de que es poco y, además, aguado. Los que salen de los campos de concentración prefieren callar y olvidarse. Nuestra información es todavía escasa. Pero ya sabemos algo. Se lo voy a decir.
—Demos por terminada esta reunión, Margarete.
—Antes de hundir a alguien en los barracones —continuó—, lo muelen a golpes durante el viaje. Los esbirros pegan sin lástima, sin importarles que pierda un ojo o se le quiebre un brazo. Su objetivo consiste en arrancarle las defensas y convencerlo de que ha perdido todo, de que no puede apelar a nada. Absolutamente a nada. Los prisioneros salen del vehículo mareados, impotentes, desprovistos de esperanza. Ya no son personas, sino paquetes. Al ingresar en el campo le quitan lo que lleva encima, no tanto por su valor material como por hacerle sufrir el despojo. Lo desnudan hasta de la ropa interior y lo vejan para que pierda el último resto de dignidad.
Edith palidecía. Temí que se desmayara.
—No es todo.
Yo hacía girar nerviosamente mis pulgares.
—Sea varón o mujer, le rasuran la cabeza, lo obligan a ducharse con agua helada en medio de la nieve. Lo privan de alimentos. A estos desechos humanos los SS los obligan a trabajar diecisiete a dieciocho horas por día. Y prohíben que conversen entre ellos. Quien comete un mínimo acto de rebeldía, es azotado. ¿Me escuchó? Azotado, como se azota a las bestias. Algunos políticos judíos fueron asesinados a golpes de bastón delante de su respectivo grupo para que sirviese de escarmiento.
—No sigas, Margarete, por favor —intercedió Edith; estaba ronca.
—Debemos saberlo aunque duela, querida amiga. Deben saberlo los diplomáticos para que el mundo se entere y reaccione. ¡Que salga de su aberrante indiferencia! ¿Imagina usted estar ahí, en los campos, mirando cómo tratan a los prisioneros? Las víctimas se retuercen bajo la lluvia de palos. Escuche sus aullidos, y mire cómo los verdugos se excitan y redoblan los golpes. Los golpes doblegan las espaldas y las rodillas hasta que pierden el conocimiento. Algunos mueren vomitando sangre.
Edith temblaba. Le rodeé los hombros.
—Bruno Federn aún no ha muerto, aunque ya fue molido a palos; tiene fisuras de hueso en ambas piernas. Nos ha llegado la información de que lo dejarían salir de Sachsehausen si él y su familia muestran una visa para emigrar de Alemania inmediatamente. De vez en cuando los SS quieren demostrar cortesía avisándole a un obispo y ese obispo nos pasó la tarea.
—¿Quién intervino?
—Ya tenemos el dinero para comprar los pasajes —Margarete no respondió a mi pregunta y continuó machacando lo suyo—. Pero faltan las malditas visas. He recorrido diecinueve consulados sin éxito. Diecinueve. Asocian su pasado socialdemócrata con el comunismo y su internación en Sachsehausen con hábitos antisociales. ¿Qué le parece?
—Le repito: no soy cónsul, no tengo atribuciones.
—Su atildado e hipócrita cónsul es antisemita —Margarete Sommer levantó la voz por primera vez; sus ojos azules habían enrojecido—. Si Federn fuese un pone-bombas o un asaltante de bancos o un violador de menores, pero ario, ya le hubiese concedido la visa para radicarse en Buenos Aires.
—No soy yo quien nombra a los cónsules.
—Pero tiene el deber moral de lavar tanta abominación.
—¿Cómo?
—Recurriendo a su jefe.
—¿Y decirle que hay antisemitas entre los funcionarios de la Embajada? ¿Cree que lo voy a sobresaltar? Abundan en todas las embajadas de Occidente.
Margarte acomodó los papeles de su escritorio para darse un minuto de reflexión. Puso a un costado la vacía taza de café, se paró y caminó hacia la puerta. La seguimos. Miré por primera vez los cuadros y afiches que colgaban de las paredes: fotos de emigrantes en la borda de un buque, una imagen de la Virgen y el Niño, un retrato de León XIII. Nos tendió la mano.