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Authors: Marcos Aguinis
—Y diré que yo los recibo. Y los atiendo. Y me preguntará si también recibo masones y comunistas.
—¡No te castigues, querida! Has dejado de pensar con lógica. Esos malditos nazis te han trastornado más que a mí. Siempre fuiste valiente, ahora pareces una ovejita en manos del carnicero.
—Perdoname, mamá, pero yo también te desconozco —criticó Edith—. No se trata de gente anticatólica —le enjugó las lágrimas—. Te propongo algo, para que no violentes tu conciencia: yo me ocuparé de atender a las visitas.
—¿Crees que me niego a atender a personas judías?
—Por supuesto que no. Pero te complica atenderlas en esta oportunidad.
—Se trata de organizaciones judías. O de la organización que pretenden fundar aquí, en nuestra casa. Es distinto. ¿Me comprendes, hija?
Alexander salió del comedor. Edith lo alcanzó en el pasillo.
—En serio que te acompañaré y ayudaré —dijo.
—Gracias. Pero no es necesario. Me las arreglaré solo.
—Vamos —guiñó Edith—. Claro que te arreglarías. Pero yo no te voy a dejar solo.
Alexander levantó la cabeza, entre agradecido y perplejo. Por su mente había pasado algo terrible, algo tan terrible como el hecho de que los nazis iban a lograr algo peor que destruirle el negocio o aislarlo de la comunidad: que lo abandonase su propia familia.
Empezaron a sesionar puntualmente. Bruno Weil enruló las puntas de sus largos bigotes y asumió la coordinación. Con voz tranquila, casi profesoral, brindó un informe que erizaba los pelos. Su rostro se mantuvo hierático, pero su boca lanzó metralla. Las noticias que llegaban de Berlín, Munich y Hamburgo sonaban inverosímiles. La persecución de los adversarios ya no recurría a disimulo: Hitler cancelaba al galope la pluralidad política, encarcelaba y torturaba a figuras de la oposición, cualquiera fuese su rango. Inclusive llegaban noticias sobre el establecimiento de campos de concentración donde la SS vomitaba sadismo. Ya nadie se atrevía a criticar en público.
Samuel Neustein, que se había negado a concurrir hasta las vísperas, rechazó las noticias porque no reflejaban la verdad. La cultura alemana era incompatible con semejante salvajismo. Estiró las solapas de su chaqueta y evocó, para tranquilizar a los presentes, al nuevo embajador en Buenos Aires, Heinrich von Kaufmann, un diplomático de carrera que acababa de reunir en una comida a lo más distinguido de la comunidad alemana. Neustein, pese a ser judío, figuró entre los invitados.
—Ya ven: no hay discriminación.
—¿Y qué dijo? —preguntó Alexander.
—Que las variadas tendencias que agitaban al país podían ahora, gracias al firme control de Hitler, dejar por un tiempo sus estériles conflictos y reconstruir el hogar nacional. Dijo “estériles conflictos” y “reconstruir el
hogar
nacional”. No se trata, entonces, de una guerra interna como algunos la pintan, sino de acabar con las peleas que desgarraron la República de Weimar. Es lo mejor que se puede desear.
—¿Lo mejor? —el ingeniero Elías Weintraub soltó su ironía—. Cuando arribó este embajador Kaufmann fue a esperarlo en el puerto la Comisión Popular Argentina Contra el Comunismo, que es un grupo paramilitar fascista. Hubo tiroteos contra quienes silbaron; hirieron a varios antinazis. No podemos ser tan ciegos, Neustein: el actual gobierno de Alemania es la encarnación de la violencia y sólo lo elogian los violentos.
—La violencia es universal.
—La violencia en Alemania supera todas las marcas conocidas —replicó Bruno Weil con menos calma que al principio—. Los nazis están decididos a sembrar la destrucción; los excitan la destrucción y el dolor ajeno. ¿A usted no lo han atacado?
Samuel Neustein bajó la cabeza.
—Algunas firmas alemanas de Buenos Aires han comenzado a despedir funcionarios judíos —prosiguió Weil con temblor en su rubio bigote—, tal como se hace en Berlín, en Leipzig, en Bremen. No son ineficientes, no son deshonestos: son judíos. Ése es el crimen. Y, cuando los echan, casi siempre dicen: “¿Qué podemos hacer? Usted es judío”; algo así como “usted tiene la peste bubónica”.
—Me resulta difícil creer que sea verdad —porfiaba Neustein con los ojos puestos en la cadena que cruzaba su chaleco.
—¿Conoce a Leopoldo Lewin?
—Sí, desde luego, el gerente del Banco Alemán Transatlántico. No me dirá que...
—Sí le digo: acaba de ser expulsado. Por judío, simplemente.
Neustein calló.
—Debemos encarar de una vez por todas la creación de una Hilfsverein —Weil puso de golpe el tema sobre la mesa; la iniciativa hinchaba su portafolios desde hacía meses—. Lo voy a decir clarito: para unos es fácil y urgente, para otros imposible y riesgoso. Debemos redactar estatutos, efectuar un empadronamiento y recaudar dinero para nuestros hermanos de Alemania. Seremos atacados por los nazis y mal vistos por las autoridades argentinas. Pero es nuestro deber moral.
—¡No podemos seguir masturbándonos con reuniones estériles! —apoyó Elías Weintraub, quien de inmediato pidió disculpas por el exabrupto a Edith, sentada en un rincón.
—Hoy declaramos constituida la Hilfsverein y mañana mismo solicitamos ser aceptados por las restantes organizaciones judías —apuró Weil.
—¡Absurdo! —gruñó Neustein—. Yo no tengo nada que ver con los demás judíos y menos con los
Ostjuden.
—Para los nazis usted es tan inferior como cualquiera de ellos —replicó Weintraub.
Pero Neustein no estaba solo. Para sorpresa de Edith, siete de los once concurrentes manifestaron incomodidad para tratar con los
Ostjuden.
—Somos alemanes. ¿Qué tenemos en común con esos rusos y polacos detenidos en la Edad Media?
—¿Qué les pasa? —gritó Weil—. ¿Se han contagiado de los nazis? Se llevarán una sorpresa cuando traten a las personas concretas. Bajo su aparente debilidad o inferioridad, los judíos del Este acumulan mucho vigor; y bajo su aparente ignorancia, mucha sabiduría. ¿Saben lo que me dijo hace diez años Isaac Bercovich, un simple y dulce
Ostjude
? Me dijo: “por desgracia, el desprecio que ahora nos profesan los judíos alemanes les será devuelto en forma multiplicada por los mismos alemanes”.
—Si no aguanto las ofensas de los nazis, ¿cómo aguantaré las de un roñoso
Ostjude?
Tienen la insolencia de llamarnos
Iekes.
Se burlan de nuestras virtudes.
—O defectos —aclaró Weintraub.
—Isaac Bercovich les encantará. Es un hombre simple, digno, que la gente escucha y respeta. Con él y con varios tan enérgicos como él deberemos fraguar una red de instituciones. Lo de “judío roñoso” ya lo repiten los nazis contra hombres tan pulidos como usted, Neustein. Tenga cuidado. Por más fuerza que haga para cruzarse al otro lado, lo rechazarán.
—No me ofenda, Bruno. No soy nazi.
—Pero desprecia igual que un nazi. Y le señalo esto: pese a que lo niegue, usted es tan judío roñoso como cualquier
Ostjude.
Y le dirán roñoso aunque se bañe con lejía.
—¡No le permito! —se puso de pie. El vecino le tironeó de la manga para volverlo a sentar—. No tiene derecho.
—Disculpe... —Weil se paró ahora y asumió la apostura del comienzo; miró cada uno de los rostros preocupados, también el de Edith—. De ahora en adelante, todos los judíos, ¿me escuchan?, todos los judíos, cada uno de ustedes, y los demás, cualquiera sea su país de nacimiento, su clase social, profesión o nivel educativo, nos uniremos para ejercer una legítima defensa.
—Me parece justo —farfulló Alexander.
—Gracias, Alexander —Weil capitalizó la intrusión tímida de alguien que hasta ese momento también parecía renuente—. Debemos reconocer que somos el blanco de una campaña infame, monumental, como no se ha visto en la historia. Tengamos entonces la mínima lucidez que exige el momento. Dejemos a un lado burdas arrogancias. Gran parte del pueblo alemán y del mundo está siendo enloquecida por las calumnias nazis. Unámonos de una vez.
Edith lo entendía y un estremecimiento cruzó su espalda: ¿por qué no lo entendían los mismos judíos?
—Yo —carraspeó Neustein— no quiero parecer obcecado pero, francamente, no vislumbro qué pueden enseñarnos los
Ostjuden,
excepto su pobreza y sus trucos para sobrevivir.
—Querido amigo —Weil le dio unos golpecitos en el hombro—: confío en que no precisa una nueva lección por parte de los nazis, ¿verdad? Usted debería saber qué les espera a quienes no se defienden.
Edith aprovechó el tenso intervalo para servir otra vuelta de bebidas y canapés.
Hacia la medianoche Weil les exigió firmar el acuerdo fundacional. Luego los invitó a concurrir “sin falta” al Luna Park, donde 130 organizaciones (entre judías, metodistas norteamericanas y congregaciones anglicanas inglesas y escocesas) repudiarían el nazismo. Con ese acto se cerraría el Día Mundial de Ayuno contra las persecuciones raciales y políticas.
—¡No estamos solos!
Neustein firmó y puso un bocado entre los dientes: le costaba asumir que tantas organizaciones se movilizaran públicamente, en especial organizaciones no judías.
Cuando quedaron solos, Alexander abrazó a su hija.
—Gracias, Edith.
—Estoy contenta por haberte acompañado, por apoyarte en esta lucha.
—Y yo feliz.
—Me parece que ha sido una noche decisiva.
—Decisiva, es cierto; una magnífica noche. Hasta el cabeza dura de Neustein ha entendido. La Hilfsverein ya es una realidad y funcionará bien.
—Claro que sí.
Las vidrieras de Samuel Neustein fueron rotas a pedradas y en su base de mármol escribieron tres veces “cerdo judío”. Cósima, al enterarse, lloró como si otra vez hubiesen agredido la óptica de Alexander. En su alma se había instalado una intolerable premonición.
—Estoy asustada —confesó a Edith—. No soy la misma.
Concurría con mayor frecuencia a la iglesia. Su confesor le escuchaba la angustia e indicaba ciertas penitencias. Edith estuvo tentada de preguntarle qué decía el confesor.
Alexander, para disminuirle el miedo, quitaba importancia a sus tareas en la flamante Hilfsverein. Hasta evitaba mencionarlas. Pero se involucraba en la lucha de manera creciente. El brote institucional alumbrado trabajosamente aquella noche se convirtió en una entidad dinámica y convocante. En pocas semanas articuló su programa de acción con las demás instituciones judías, extendió contactos hacia la mayoría de los judíos alemanes y empezó a recaudar fondos. Los dirigentes nazis se disgustaron por esta enojosa novedad: no esperaban que los judíos alemanes se uniesen con los
Ostjuden.
“Al fin de cuentas son la misma basura”.
Pero no todo era borrasca y tensión. El otoño brindaba sus encantos: cielo azul, follajes coloridos y atmósfera apacible. Alexander propuso que su familia disfrutase un domingo en el Rowing Club del Tigre y Edith invitó a Alberto. El Rowing contaba con hermosas instalaciones y solía llenarse de alemanes divertidos. Es cierto que Alexander, tras las últimas experiencias, había empezado a moverse con mayor cautela y pensaba dos veces antes de elegir un compañero de deporte o la silla del restaurante. Pero el Rowing aparecía como un sitio donde predominaba la gente más culta. No obstante, supo de varios judíos que renunciaron a la institución y planeaban fundar un club náutico propio. De todas formas, los vínculos sociales habían perdido la espontaneidad de otra época. Algunos socios, molestos por la absurda segregación, hacían ruidosas demostraciones de afecto por los judíos que quedaban. Hacia el final de esa tarde, por ejemplo, la familia Breumann los invitó a tomar el té en la parte más iluminada de la confitería. No sólo se sintieron felices con los Eisenbach, sino con Alberto, cuyo apellido era una infrecuente credencial.
Alberto a menudo rodeaba el hombro de Edith. Mediante amables ironías reiteraba que se sentía cómodo ante sus padres; incluso sabía algo de alemán y, cuando le criticaban la desordenada construcción de las frases, amenazaba con volver a recitar la
Oda a la Alegría.
—¡Hasta Schiller pide que no lo hagas más! —su novia le tapaba la boca.
Cerraron la jornada con un paseo por los jardines que daban al río. Los follajes se poblaban de pájaros y una brisa amable anunciaba el fresco de la noche. La naturaleza parecía respirar tranquila. Edith y Alberto caminaban tomados de la mano y charlaban en voz baja. Cuando el sol se sumergió en las aguas, fueron a recoger los bolsos y los depositaron en el baúl del auto. Alberto abrió las dos puertas de la derecha e invitó a que Cósima se ubicara en el asiento delantero y Edith en el posterior.
Alexander arrancó y dejó ronronear el motor durante dos minutos, como le habían instruido; zigzagueó por el camino de grava rodeado de canteros floridos y salió del Club, en cuyo portón saludaba un obeso guardián. El camino era estrecho y, como Alexander no se tenía confianza en el volante, anduvo a paso de hombre. Pero luego tomó una calle de la costa y aumentó la velocidad. Encendió las luces bajas y enfiló hacia el embarcadero, desde donde torcería hacia la ruta principal. El flamante Ford ya se desplazaba rápido mientras Cósima narraba las ocurrencias de la señora Breumann.
De súbito los neumáticos chirriaron y el vehículo paró. Todos se fueron hacia adelante.
—¡Alex! —gritó Cósima.
Con el pie hundido en el freno y las manos crispadas sobre el volante, Alexander miraba fijo hacia un grupo de hombres que amarraban un bote a escasos metros de distancia. Las mandíbulas apretadas no le dejaban hablar. Sus ojos verdes salían de las órbitas.
Al instante Edith pegó un respingo también, porque vio a Rolf Keiper. Y lo reconoció Alberto, quien apretó el brazo de su novia, como si ella aún no se hubiera dado cuanta. Estaban estupefactos. Alberto no sospechaba que la sorpresa de Edith era mayor porque, además, había identificado a Hans; de inmediato asoció a Hans con Rolf: eran amigos o, más seguro, cómplices.
Alexander, pegado su tórax al volante y el pie siempre hundido sobre el pedal de freno, sentía en su cara el salivazo final de ese delincuente, y las risotadas de su pandilla, y el saqueo impune, y su intolerable impotencia. Un clavo le atravesó las sienes. La sangre subió a sus mejillas. Entonces una sacudida recorrió su cuerpo y pareció irradiarse al auto. Cósima, que también reconoció a Hans, intuyó lo peor.
—Vámonos, querido. Arranca de una vez. Salgamos de aquí.
Los dientes de Alexander rechinaban; su ofuscación vaticinaba el mal final. Movió el picaporte de la puerta.