Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—¡Demasiado perverso! Cuánta gente confundida, Dios mío.
Edith se llevó a la boca el segundo bocado y se echó hacia atrás. Mientras masticaba, sus ojos estudiaron los rasgos de Alberto. Eran finos y serenos. Su tez mate armonizaba con los cabellos oscuros; respondía a la herencia española, no a la victoriana. Mientras comía, él se concentraba en el bordado del mantel.
—¿En qué pensás ahora?
—En lo que me da vueltas desde hace unos días.
—¿Está escrito sobre el mantel?
Sonrió, terminó su crêpe y bebió otro poco de vino.
—Ojalá estuviera escrito. ¿No te parece que es una guarda muy bonita? Casi un arabesco. Pero yo no sé leer guardas. ¿Vos?
Edith le acarició la uña que se apoyaba sobre el delicado dibujo.
—Trataré de adivinar. Creo que nos hace una pregunta.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—Si no somos nosotros los equivocados.
—¿Equivocados?
—Equivocados; vos, por alzarte contra la voluntad de tus padres, y yo, por inclinarme a favor de papá.
Alberto levantó el mentón, asombrado.
—No, querida. Tu padre hace lo que corresponde; su compromiso con la Hilfsverein demuestra que es un hombre digno. En cuanto a mi familia, se opone en forma absurda a un amor profundo y definitivo. Nada es más sano que nuestro amor y yo lucharé por él hasta las últimas consecuencias.
Le tomó la mano y la llevó hasta sus labios. Besó los largos y hermosos dedos.
—Te quiero mucho, Edith. Mucho.
—Lo sé.
El mozo pidió permiso para retirar los platos. Luego ofreció la lista de postres.
—Pera con licor de menta.
—Flan con dulce de leche.
La vela se había consumido hasta la mitad. Alberto acarició los pétalos albirrosas que circundaban la base del portavela con ganas de desprender algunos.
—Me ronda una idea que puede parecer alocada —dijo—. Tiene que ver con tu padre. Quiero decirla.
—Soy toda oídos.
Se acercó a ella.
—Escuchame: deseo que vos y yo, juntos, colaboremos con la Hilfsverein. Que apoyemos a Alexander.
—Alberto... ¡Sos increíble!
—Necesito hacerlo.
—Pero... pero ¿cómo vas a complicarte con una organización judía?
—Colaborar. No digas complicarme.
—Complicarte, claro que sí. Papá ni lo ha pedido. Además, aumentaría la oposición de los tuyos.
—Ni lo sabrán.
—Es peligroso. Alberto...
—No más peligroso que para cualquier judío.
—No sos judío.
—La Hilfsverein es una organización humanitaria, no religiosa.
—Algo me dice que no debo aceptar.
—Quiero razones; buenas razones.
—Tu carrera. Tu status diplomático. No será bien visto que tomes partido en contra de otro país, aunque sea un país gobernado por delincuentes. ¿Sabés eso? Por supuesto que lo sabés.
—No es contra otro país: es contra el crimen.
Edith emitió un largo suspiro, que terminó en sonrisa.
—Yo te adoro, mi querido. ¿Qué te puedo decir? No sé. Estoy perpleja. ¿Y qué clase de apoyo imaginás darle a la Hilfsverein?
—Tu padre comentó que van a publicar un folleto sobre las persecuciones en Alemania. Sería importante, esclarecedor. Deberías incorporarte al equipo que redacte el folleto y yo te conseguiré información de otras fuentes. Muy directas y confidenciales.
—Otras fuentes.
—Sí, de la Cancillería.
—¿Vas a robarle información?
—No hace falta que uses la palabra robar. Es información, simplemente.
—¡No! —apartó la pera bañada en menta.
—¿La rechazás?
—Rechazo tu propuesta.
—Mi amor: la Hilfsverein también necesita permisos de inmigración para miles de refugiados y yo tengo contactos para aceitar los trámites.
—Mirá, se me puso la piel de gallina. Alberto, no creo lo que estoy oyendo.
—¿Por qué?
—Es demasiado.
—¡Qué va a ser! Te amo, tu padre me conmueve y es inmoral permanecer indiferentes.
—También te amo.
—Yo a vos.
—¿Hasta dónde nos llevará nuestro amor? Alberto: tu idea es alocada —le apretó las manos—. Muy alocada. Ponés en riesgo tu carrera. No. No lo voy a aceptar.
—¿Otra vez? —Alberto se levantó, rodeó la pequeña mesa, tomó la cara de Edith y le besó los ojos.
Ferdinand ingresó en el despacho de Julius Botzen previendo la catástrofe. El capitán ni siquiera lo invitó a sentarse. Desde su alto sillón dijo:
—Usted no tiene remedio. Por lo tanto, ni se le ocurra volver a Bayer: está despedido. Definitivamente.
Habló en tono rencoroso, como quien hace fuego por venganza. Ferdinand llevó su mano al pecho: el disparo le había dado en el corazón. Se puso de pie y cuadró con la poca firmeza que le permitían sus nervios estragados. El capitán movió con desprecio su índice hacia la puerta:
—Váyase.
—¡Sí, señor capitán de corbeta!
Con las monedas que le restaban descendió a los cafetines del Bajo. Necesitaba otro poco de aturdimiento para que también este episodio se borrase. Ingirió cerveza y grapa en forma alternativa y voraz. Bebió más de lo que podía pagar con sus bolsillos dados vuelta y acabó tendido en la vereda. Un policía lo arrastró a su casa en medio de la noche.
La dormida Gertrud lo sentó en su cama y empezó a quitarle los zapatos con delicadeza, para no provocar su furia. Mientras lo asistían, Ferdinand barboteaba maldiciones.
Rolf se despertó de golpe, con un martillazo en el cráneo. La retahíla de insultos atravesaba el grasiento biombo, se tapó las orejas con la colcha y puso encima la almohada. Pero siguió escuchando palabrotas. Su madre susurraba “es muy tarde”, “nos echarán de aquí”.
De pronto ella gritó. Rolf se sentó con los ojos espantados. En el biombo se proyectaron sombras de mal agüero.
—¡No, Ferdinand!
Lo erizó la escena que venía. Irrumpió en el espacio de sus padres. Lo quebró algo atroz y conocido. Estaba en su casa de Buenos Aires y, al mismo tiempo, en un refugio de Freudenstadt. Se le doblaron las rodillas y tuvo que apoyarse en la descascarada pared. La acidez de los eructos le llegaba hasta el centro de la cabeza. Se frotó el cuello para arrancar la mano áspera del soldado que pretendía estrangularlo mientras violaban a su madre. Ferdinand hundía la punta de un cuchillo en la garganta de su esposa mientras con la mano izquierda le levantaba el camisón.
La aparición del hijo avergonzó a Gertrud.
—¡Puta! —gruñó el hombre—. ¡Puta! Te voy a clavar el hierro que merecés.
—Basta, papá —imploró Rolf mientras le aferraba la muñeca.
—¡Fuera! —su padre le aplicó un rodillazo en los genitales.
Rolf retrocedió hasta el biombo.
—¡Debes acostarte y descansar! —sollozaba Gertrud.
—Yo te voy a clavar como te gusta, puta de mierda.
—¡Dejá el cuchillo! —ordenó Rolf con las manos en los testículos.
Sonaron golpes en las paredes; los vecinos se encolerizaban. Ferdinand no entendía las quejas de afuera, ni los ruegos de su mujer, ni la desesperación de su hijo. Apenas eran alfileres excitantes.
—Merecés que te violen. ¡Puta! —sus labios estaban sucios de vómito—. ¡Yo te la voy a dar duro!
El cuchillo había abierto la piel de Gertrud cerca de la oreja y apareció un hilo de sangre.
—¡Papá! —Rolf estaba decidido a saltarle encima.
—Vení vos también. Ayudame —propuso confundido mientras rasgaba el camisón de Gertrud.
Ella hacía maniobras inútiles para desprenderse del abrazo vil. Tampoco se atrevía a forcejear demasiado para que el cuchillo no le atravesara la garganta. Giraban en el cubículo como si bailasen una danza de morbo y muerte.
Rolf trepidaba. Su padre era igual a los soldados que lo habían sumergido en el más hondo pavor de su vida, era idéntico a la bestia que le oprimió el cuello con sus manazas, igual a los otros tres soldados que esperaban turno con lascivia mientras azuzaban al que se sacudía en el piso sobre el cuerpo de la mujer. La escena adquiría tanta actualidad que Rolf volvió a frotarse el cuello. Le subía una rabia descomunal. Alzó la jofaina y se la arrojó a la cabeza. La jofaina se partió en fragmentos y el agua chorreó por los hombros de su padre. Pero éste, como había ocurrido con Franz aquella vez, no se arredró. Empujó a Gertrud contra la mesa y embistió a su hijo con el arma en ristre. Rolf pudo esquivarlo a tiempo y Ferdinand dio de narices contra la pared.
Enseguida volvió a levantar el arma y entonces Rolf acudió al procedimiento de Franz: tomó la escoba por sus barbas y le aplicó un sonoro golpe en la cabeza. El hombre trastabilló, pero ni soltó el cuchillo ni dejó de barbotear maldiciones. Ferdinand era idéntico al primer soldado que se abalanzó sobre su madre y después intentó estrangularlo. También al segundo, y al tercero, y al cuarto. Estaban todos ahí, fundidos en su repugnante humanidad. Entonces repitió el golpe con la escoba y Ferdinand se dobló; las bestias heridas acaban por doblarse.
Pero no soltó el cuchillo. Apoyándose sobre el borde de la cama recuperó el equilibrio y se lanzó nuevamente contra la mujer anegada en mocos. Un tercer golpe le impidió llegar a destino. El cuarto, por fin, lo derrumbó. Ahora faltaba que balbuceara lo que aquella noche, ante la ira de Franz: “está bien hijo, está bien...”. Vomitó de nuevo y se durmió sobre las baldosas.
Gertrud cubrió con un vestido su camisón hecho jirones. Temblaba. Rolf le desinfectó el corte del cuello, guardó el cuchillo en el cajón de los cubiertos y fue a prepararle un té en la cocina. Don Segismundo acababa de llegar de su trabajo en la curtiembre y le dio una palmadita de solidaridad.
Rolf se puso a limpiar los hediondos fermentos. Gertrud, tambaleándose, procuró quitarle el trapo de piso y luego levantar a su esposo. Pero había quedado muy débil y Rolf la obligó a quedarse quieta en el desgarrado sillón. Trajo un balde y lavó la cara de su padre, deformada por los golpes de escoba. Con gran esfuerzo trasladó la tonelada de carne y alcohol hasta la cama. Su mujer no se atrevió a acostarse. Rolf le acarició los desordenados cabellos grises:
—Disponés de mi cama. Yo ya me voy a trabajar.
—¡Cómo nos castiga Dios, hijito, cómo nos castiga!
Hans Sehnberg informó que estaba por arribar al país una delegación política del Reich. Botzen sospechaba que grupos de izquierda intentarían malograr su recibimiento y pidió al
Landesgruppe
que se ocupara de impedirlo.
Escogió a ocho miembros para que lo acompañasen al puerto. Entre ellos, Rolf.
—¡No vamos a permitirles ningún agravio a esos podridos!
Pero agravios era exactamente lo que Rolf necesitaba. Los escobazos que había propinado a su padre reclamaban más golpes, muchos más. Descuartizar comunistas y judíos. El odio brincaba en su pecho como ratas en agua hirviente. Paradójicamente, tuvo la prudencia de comunicar que no llevaría armas. Hans, sorprendido, alzó las cejas; luego se acercó y le acarició el brazo. Era la primera vez que lo hacía. Rolf sintió sorpresa y cierta incomodidad. La caricia era suave, casi femenina.
—Me gusta tu bronca —Sehnberg miró la seria y hermosa cara de Rolf—. Me parece bien que calcules tu autodominio.
Retrocedió un paso y retomó su enérgico tono:
—Pero que no te fallen los puños.
Rolf movió los dedos hambrientos.
—No me van a fallar.
La delegación nazi fue recibida por representantes de la comunidad alemana y por organizaciones criollas que simpatizaban con el nacionalsocialismo. Los ocho Lobos de Sehnberg se movieron entre el público que aplaudía para detectar a los provocadores, quienes no tardaron en aparecer en un rincón del muelle con pancartas ofensivas. Aunque era un grupo que no aspiraba a impedir la recepción, Sehnberg hizo la señal convenida para lanzarse contra ellos y obligarlos a guardar los carteles.
Rolf corrió hacia los enemigos y pegó directo en la nariz de un comunista. Sonaron silbatos y gritos, pero él no se iba a detener para escuchar. Penetró en el interior de la detestable agrupación repartiendo puñetazos y patadas. Los golpes que le devolvieron sobre la cabeza, los hombros y la espalda redoblaron su furia. Quería desgarrar cuerpos y, si era preciso, nadar en la espesa sangre. Oyó disparos y sintió que un líquido dulzón resbalaba por su mandíbula. Algo pesado comenzaba a doblarle la espalda.
Se inclinó más aún y dio fuerte contra los genitales que sospechaba alrededor mientras las puntas de sus botas quebraban piernas y rodillas. Un vagón se había trepado a sus hombros. Ya no conseguía enderezarse; el granizo no le dejaba ver dónde estaba. Continuó repartiendo coces. Finalmente lo hundieron y le saltaron encima.
Los balazos de Otto y Gustav abrieron un corredor de auxilio, lo levantaron por ambos brazos y lo sacaron corriendo.
Ni se dio cuenta de que lo introdujeron en una camioneta; seguía convulso y movía inútilmente sus puños. Le sujetaron brazos y piernas.
—¡Basta, Rolf!
Volaron antes de que los interceptase la policía. Al rato, mientras le aplicaban curaciones, Hans lo contempló pensativo.
—Estabas hecho un loco.
Los labios hinchados y sanguinolentos le impidieron responder. Pero captó que se trataba de un reconocimiento a su coraje.
Dos semanas más tarde seguía con rastros de las heridas. Hans avisó que habría nuevas acciones.
—Debemos apropiarnos de las instituciones alemanas que todavía siguen en manos de izquierdistas y demócratas. En el curso del próximo mes irrumpiremos en cuatro de ellas.
Los Lobos se sentaron frente a él y escucharon con exaltación.
—Les meteremos miedo, hasta que dejen de lado sus reticencias y acaten las directivas del capitán.
—¡Muy bien!
—Procederemos con firmeza. Infundiremos terror, pero dejaremos abierta la puerta para que recapaciten. Yo los entrené también en la sutileza. Ustedes forman un grupo de elite.
—Me ofrezco a participar —sugirió Otto.
—Yo haré la lista.
Se produjo un galvanizante silencio.
—Por ahora, siempre la integrará Rolf. Y diré por qué —recorrió las caras de su pelotón mientras acariciaba su cabellera en cepillo—: ha demostrado saber medir el uso de su fuerza.
—¡Pero si se metió como un idiota entre los comunistas! —Otto no lograba contener la envidia.
—Ni siquiera llevaba armas —añadió Gustav.
Sehnberg reclamó silencio.