La Matriz del Infierno (47 page)

Read La Matriz del Infierno Online

Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
8.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es así, las víctimas son despreciables. Ruegan en forma indigna: “por favor, déjame ir” —ridiculizó en falsete.

Los niños soltaron risas.

—Pero, ¿qué responde el ganador? Lee de nuevo esa parte, Johann.

—“No, porque yo soy grande y tú eres pequeña”.

El maestro miró los rostros de sus alumnos:

—Esta lucha es natural. La vida no podría existir sin ella. Por eso nuestro Führer quiere que sus niños sean grandes y fuertes, para que lleguen a ser agresores victoriosos y no víctimas. La vida y la naturaleza respetan sólo a los grandes y fuertes. Alemania es y será cada vez más grande y más fuerte para liquidar a sus enemigos.

Rolf se despidió con un sonoro
Heil Hitler!
Fue a un aula donde se dictaba geografía. El docente hacía exactamente lo que el ministro Rust ordenaba en su Manual: pese a tratarse de una disciplina aparentemente distante de la ideología, con su bigote y peinado iguales a los de Adolf Hitler (pero más rubios) instaló la pureza racial en medio de los mapas.

—Pocas naciones pueden enorgullecerse de tener una raza pura. Observen los países de Europa —con su puntero recorrió el continente—. Checoslovaquia, que había pertenecido al imperio germánico, es ahora una triste mezcla de eslavos, galitzianos y judíos. Polonia ni siquiera tiene una raza dominante. Y para qué hablar de Francia, Rusia, Inglaterra, España. Pero más grave aún es la situación de un país que se cree potencia pero exhibe una mezcolanza vil. ¿Conocen su nombre?

El docente los estimuló.

—Digan.

—¡América!

—Exacto: América. ¿Qué son los norteamericanos?

Silencio.

—Les explicaré. Durante centurias vagaron por Europa delincuentes de toda laya. Cuando no tuvieron lugar donde esconderse, treparon a los barcos y navegaron hacia allí. Sus descendientes degenerados construyeron ciudades donde impera el crimen. En América, desde el comienzo, se mezclaron las razas y, en consecuencia, la sangre está sucia. Las mujeres dan a luz monstruos que sólo practican la inmoralidad. La inmoralidad los hizo ricos. Pero ahora se les acabó la fiesta: al amparo de la sangre impura, los judíos se apoderaron de todos sus bienes. Ahora sufren la incertidumbre, la crueldad y el pánico que imponen los judíos.

Se acarició el cuadrado bigote para dar tiempo a la metabolización de sus enseñanzas.

—Alumnos: en América abusan de las minorías que viven entre ellos, las únicas que merecen algún respeto por su pureza de sangre, aunque sean de una evidente inferioridad: los indios y los negros. En América nadie vive seguro, como aquí: hay huelgas todas las semanas y prosperan los gángsters.

Hizo una pausa.

—¿Saben quién es el presidente de América? —ante el respetuoso silencio los estimuló con un firme “Digan”.

—Roosevelt —contestó un brazo en medio del aula.

—Así se hace llamar. Pero, ¿cuál es su verdadero nombre, el verdadero?

Silencio.

—Su verdadero nombre... —pausa prolongada—... es Rosenfeld, no Roosevelt. ¿Qué les dice esto?

—¡Que es judío!

Sonó la campana y los alumnos salieron. Rolf se aproximó al docente, quien taconeó sonoramente y pronunció el
Heil Hitler!
reglamentario. Un mechón de cabello lacio resbaló hacia su ceja.

—Los alumnos han seguido con atención sus enseñanzas —comentó Rolf.

El docente agradeció con una inclinación de cabeza.

—Aplico con entusiasmo las indicaciones del ministro Rust —dijo como si lo hubiera leído en la frente del
Untersturmführer.


Heil Hitler!
—no se privó de darle la espalda.

Había llegado el momento del operativo práctico.

Rolf frotó sus manos con frenesí.

A la una en punto los chicos de la Volksschule esperaron con piedras en los bolsillos a los alumnos de la American School. La agresión fue iniciada con un acto aparentemente accidental: el aire fue cruzado por un grito y la multitud de estudiantes amontonados a ambos lados de la trinchera se galvanizó. Los alemanes sonrieron expectantes y los norteamericanos se miraron sorprendidos, perplejos. Un niño de la American School se tapaba un ojo ensangrentado y corría de regreso al portalón.

El asombro fue completo al alinearse los agresores en forma de una centuria romana dispuesta al ataque. Vestían su atuendo inconfundible: zapatos negros, pesadas medias también negras, pantalones cortos negros y camisas marrones decoradas con esvásticas rojas sobre fondo blanco. Empezaron a aullar.

—¡Cerdos judíos!

—¡Judíos americanos!

—¡Extranjeros!

Volaron piedras. Los norteamericanos se acuclillaron; algunos buscaron proyectiles entre las baldosas; la lucha iba a ser desigual. Treinta zapatos negros bajaron a la calzada y avanzaron en orden, al ritmo de una marcha. Gritaban y arrojaban más piedras, ordenadamente. El cielo se rayó con líneas que terminaban en las cabezas de los norteamericanos.

—¡Judíos! ¡Judíos!...

Gregor Ziemer, director de la American School apareció con el pelo revuelto junto al portalón y ordenó el inmediato reingreso de sus alumnos.

—¡Pronto! ¡Corriendo!

Apenas recuperó al último niño dio vuelta nerviosamente todas las cerraduras y ajustó los pasadores. Los nazis no cesaban de arrojar proyectiles en medio de una vocinglería atroz, ahora contra los muros y ventanas. Los bárbaros estaban decididos a derribar la fortaleza aunque su agresión se prolongara durante días.

—¡Cobardes! ¡Inferiores!

Ziemer telefoneó al rector de la Volksschule. Cuando sonó el aparato, Rolf Keiper estaba junto a Durchheim y saboreaba un café. Miraba por el borde de la cortina el desarrollo de la épica acción; había dispuesto mantenerse oculto para que los niños se considerasen los únicos protagonistas.

—Nos conocemos, doctor —empezó Ziemer, con un sobrehumano esfuerzo para aquietar su temblor y su ira—. Hemos conversado. Somos vecinos —le faltaba aire.


Heil Hitler
!


Heil... Hitler
—condescendió en voz baja—. Debo informarle que sus alumnos han empezado una pedrea contra los nuestros. Desde aquí escucho los golpes contra el portalón. Le ruego que detenga este injustificado ataque.

—Sí, es verdad —respondió—. También escucho.

—Entonces haga cesar la agresión. No la merecemos.

—Señor Ziemer: desde hace tiempo se acusa a su escuela de albergar judíos. Tamaño delito no se desmintió. ¿Es o no verdad que tiene alumnos judíos?

—Ah...

—Por lo tanto, es obvio que surja un gran malestar entre los buenos alemanes. Nuestros niños son patriotas, señor Ziemer.

—La nuestra no es una escuela judía.

—Pero recibe alumnos judíos.

—Los que fueron expulsados de las escuelas alemanas —Ziemer se arrepintió en el acto de su audacia—. Son chicos que están a punto de emigrar, como desean las autoridades del Reich. Si lo mira con benevolencia, señor rector, estamos colaborando para sacarlos del país.

—Eso está bien. Pero comprenda que no puedo controlar a mis alumnos una vez que han salido del establecimiento. Y tampoco puedo contradecir nuestras enseñanzas patrióticas. Los judíos son la desgracia de nuestra nación; los chicos saben esto y sufren. No puedo quitarles la oportunidad de esmerarse por nuestra salud colectiva.

Rolf dejó caer el visillo, se sentó en una butaca, cruzó las piernas enfundadas en sus brillantes botas y hojeó una revista. Era evidente que el americano se retorcía en la impotencia.

Las pedradas, puntapiés y golpes de puño no consiguieron abrir el grueso portalón. Los nazis vaciaron sus bolsillos, agotaron sus cuerdas vocales y, poco a poco, iniciaron el regreso. Formaron con siniestro automatismo y cantaron desafinadamente:

Amamos a nuestro Führer,

honramos a nuestro Führer,

seguimos a nuestro Führer,

hasta ser hombres cabales.

Creemos en nuestro Führer,

vivimos por nuestro Führer,

morimos por nuestro Führer,

hasta convertirnos en héroes!

Rolf abandonó la revista y salió del despacho sin saludar al rector. Le producía un coruscante placer dejarlo incómodo.

Esa noche redactaría tres informes optimistas: uno detallado y frontal para el ministerio, otro para el
Obersturmführer
Edward von Lehrhold de Dachau, y un tercero para el capitán de corbeta August Botzen, en Buenos Aires.

A Botzen le impresionó mucho más el informe de la semana siguiente.

Dos alumnos de la Volksschule, enviados por el rector Durchheim, se habían presentado en la austera oficina de Rolf. Rolf contempló la mezcla de miedo y resolución que asomaba entre sus pecas. Eran hermanos. El mayor dijo que venían a cumplir con su deber, de un solo y monótono tirón, como si recitase un verso en lengua extraña.

—Hablen.

Se pusieron firmes. Con voz aflautada el más grande disparó:

—Denuncio que nuestro padre critica la política racial y el militarismo de nuestro querido Führer.

—Explícame mejor.

—Critica las enseñanzas de la Volksschule.

El chico se sentía raro ante los borrascosos ojos azules de Rolf, pero ya no podía retroceder. Su hermano lo miraba sobrecogido.

—¿Qué más?

—Nada más.

—Es una delación, una delación que tendrá consecuencias.

—Cumplimos con nuestro deber —respondió con menos seguridad.

Se sentían perdidos ante la frialdad del
Untersturmführer,
quien abrió una carpeta y tomó nota de los nombres, domicilio de la familia y trabajo del padre. Se puso de pie y los felicitó por su patriotismo. Los chicos salieron sin mirar hacia atrás.

Esa noche el padre delatado no regresó a la casa. Rolf se encargó de interrogarlo personalmente tras el ablandamiento cumplido por sus ayudantes. Encendió la lámpara que dio de lleno en los ojos morados del hombre y comenzó a formularle preguntas con la paciencia de quien está tranquilo y, al mismo tiempo, dispuesto a provocar un sufrimiento largo.

El hombre no era intelectual, ni judío, ni político, sino subgerente de una empresa mediana, con buenos conocimientos de electricidad. Los puñetazos que habían llenado de hematomas su cuerpo ya lo habían averiguado. ¿Por qué se oponía a las grandiosas tareas del Führer? Contestó que no se oponía, sino que lo admiraba, que había un error.

El oficial hizo una seña y uno de los ayudantes le torció la cabeza de otro golpe. Empezó a gotear sangre.

—Pónganle una toalla, no quiero que me ensucie el piso.

Recordó a Gustav, cuando Hans Sehnberg le quebró la nariz; al regresar del Tigre había asegurado que el instructor era un hijo de puta y en poco tiempo demostró que tenía razón.

—¿Te gusta la cerveza?

El prisionero parpadeó bajo la incandescencia de la lámpara y no creyó haber escuchado bien; ¿acaso le iban a ofrecer una cerveza? Asintió con un corto movimiento.

—¿Y el vino?

Asintió de nuevo. Debía ser un borracho como Ferdinand, pensó Rolf y repitió la seña. Otro puñetazo le desarticuló la mandíbula.

—¿Por qué calumnias al Reich?

El hombre negó con la cabeza. Rolf indicó que le dieran agua para beber y luego le mojaran la nuca.

—No... calumnio. Yo soy un... un simple trabajador —se defendía ahogadamente.

—¿Qué es lo que no te gusta de nuestra política? Si dices la verdad, te dejaré ir.

—Yo dije la verdad, la pura verdad.

—Si vuelves a mentir, mis ayudantes te cortarán la lengua.

—No...

—¡Quiero escuchar dos críticas concretas! —abrió la cigarrera y extrajo un rubio—. No te hagas el idiota. Dos críticas concretas al Führer y te dejo ir.

Le secaron la sangre de los labios con ternura de enfermería y le dieron más agua. El ojo izquierdo estaba demasiado hinchado para abrirse; este individuo se parecía decididamente a su padre, tal como lo había encontrado en Bariloche.

—Dos críticas —repitió mientras golpeaba la punta del rubio contra la superficie de su cigarrera.

—Yo supongo... tal vez mal. Supongo que... que... que nuestro Führer... es decir, nuestro gran Führer es asediado por...

Rolf se puso el cigarrillo en la boca y levantó la cabeza, aguardando la condena que ese infeliz dictaría en contra de sí mismo. Pero el hombre calló, encogido por el pánico.

—Ahora dirás lo que estaba en la punta de tu lengua. O la cortaremos. No me gusta jugar.

El hombre se orinó en los pantalones.

—¡Qué hace! ¡Me ensuciará el piso! ¡Asqueroso!


Heil... Hitler
—al borde del colapso trataba de encontrar una escapatoria—. Creo que lo asedian los oportunistas...

A Rolf se le cayó el cigarrillo. Un ayudante se precipitó a levantarlo. Rolf evocó al capitán: es lo que decía siempre, “los oportunistas”.

—Llévenselo.

—¿No le arrancamos la segunda crítica?

Rolf los miró ausente. Al rato dictó la sentencia:

—Un mes en el campo de Sachsenhausen. Por ahora con su lengua intacta.

Los ayudantes estaban confundidos, pero en silencio levantaron al deshecho electricista y lo arrastraron a su celda.

Rolf chupó una larga bocanada y, mientras dejaba salir lentamente el humo, recordó que siempre le había parecido imposible que en la estructura jerárquica del Reich se infiltrasen los gusanos. Pero era la reiterada convicción del capitán. Le escribió sobre el tema reconociendo por primera vez que, quizá, no todo funcionase de maravillas. Pululaban los oportunistas. Los ubicuos oportunistas.

ALBERTO

Supuse que Edith me llevaba a la sede de Cáritas, donde había comenzado a trabajar con la doctora Margarete Sommer en programas de ayuda a los católicos indigentes. Pero entramos en otro edificio, gris y adusto, al lado de cuya puerta reverberaba una placa de bronce con los emblemas del Vaticano. Decía
Sociedad San Rafael.

Era una institución conocida. En los últimos años se había transformado en un baluarte comandado en forma casi despótica por la misma Margarete Sommer. Había ampliado sus acciones para dedicarse a los emigrantes y perseguidos del Reich. Los ayudaba a encontrar un destino en el mapa del mundo hostil, proveía pasajes, pasaportes, retaceadas visas e incluso dinero. La Sociedad adquirió desmusurada importancia: para los emigrantes era una tabla de salvación, para los nazis un caldero opuesto al régimen.

Los gobiernos extranjeros ordenaron prudencia a sus cónsules ante las demandas de San Rafael: podían infiltrarse individuos indeseables por las rendijas de la caridad.

Other books

True Conviction by James P. Sumner
Warrior by Bryan Davis
Twelve Days by Teresa Hill
Steal That Base! by Kurtis Scaletta, Eric Wight
The Veritas Conflict by Shaunti Feldhahn
Tori's Seduction by Willow Ward
King of Sword and Sky by C. L. Wilson
A Season in Gemini, Intro by Victoria Danann