Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
Mis abuelos cargaron con el ominoso paquete y gastaron dinero, influencias, tiempo y rabia para salvar a Ricardo de la cárcel. Ricardo no pareció demasiado afectado ni agradecido. Siguió cultivando amistades equívocas sin importarle las críticas que recibía en su casa. A los diecinueve años se inscribió en la Facultad de Derecho por orden de la familia, pero jamás rindió una materia. Mi padre, tres años menor, lo superó enseguida. Cuando mi padre se recibió, tío Ricardo imprimió tarjetas de visita que decían “Doctor” Ricardo Lamas Lynch.
—Es una impostura —se indignó mi abuelo.
—Tampoco Emilio va a ejercer. Sólo importa cómo te llamen —encogió los estrechos hombros.
Mis abuelos convinieron en compensar a su hijo Emilio por los enormes desembolsos que les había ocasionado la disoluta vida de Ricardo. Ambos recibirían herencia, pero de una forma equitativa. Esta decisión, incluso comunicada de manera frontal a sus hijos, no fue instrumentada hasta muchos años después, cuando mi abuelo estaba viudo y casi agónico. Llamó a un escribano y dictó el testamento según había dispuesto hacía tiempo. Su voluntad era beneficiar a Emilio con la máxima porción que la ley permitía, convencido de que ni aun así equilibraba lo que había consumido su irresponsable hermano.
Ricardo consultó con varios estudios jurídicos y un buen día se descolgó con un juicio que dejó sin habla a la familia. Aducía “arterioesclerosis cerebro-espinal” de su progenitor y, debido a tamaña insania, impugnaba el testamento. Mi abuelo, aturdido por el golpe, ya no pudo descender del lecho, lo cual agravó la causa. Ricardo exigió desvergonzadas pericias psiquiátricas sin importarle el agravio que significaban para el impotente anciano. El juicio trascendió los muros de los tribunales y se convirtió en la comidilla de Buenos Aires.
El pleito fue ganado en primera instancia por Ricardo y luego esta sentencia fue confirmada por la Cámara Federal. Mi abuelo había fallecido agobiado de bochorno, la herencia se dividió en partes iguales, la estancia El Fortín pasó a manos de mi tío y papá tuvo que hacerse cargo de las costas. Prometió no volver a dirigirle la palabra.
Pero no pudo mantener ese castigo más de tres años. Cuando nació mi hermana menor, Ricardo y su mujer irrumpieron en casa con un regalo más grande que ellos mismos. A partir de entonces, lentamente, reconstituyeron el vínculo. Ricardo necesitaba mostrar que contaba con el amor de su familia y a papá no le era cómodo resistir sus fraternales reclamos. Se visitaban de vez en vez, en especial cuando ocurrían acontecimientos con mucho público; entonces disimulaban el recíproco desdén. Al fin de cuentas compartían un ilustre apellido y muchas amistades. Pero tenían caracteres tan distintos que no podían evitar los choques, máxime cuando empezó a crecer su divergencia política. Él le decía a papá “liberal inconsciente” y papá lo llamaba “monarca de opereta”.
Cada tanto se encerraban a discutir o, dicho con propiedad, a lanzarse dentelladas. No se prestaban ayuda sino cuando había un problema grave. En los últimos años Ricardo aparecía con proyectos que a papá le sacaban ronchas.
Esa mañana volvieron a reñir en casa.
—Ahora ya sabés dónde está el enemigo. No cabe hacerse el otario. Tus ideales son más inútiles que un cadáver y tus pensamientos están más podridos que la concha de una puta vieja. ¿Fui claro? ¡Abrí los ojos, Emilio!
—¡Ah... tus discursos!, ¡tus discursos!
—El demoliberalismo internacional nos quiere hacer polvo.
—Te marean las nomenclaturas: internacional, demoliberalismo. Suenan a monstruos. Y vos sacás tu espada.
—¡No te hagás el pelotudo! Gran Bretaña y los Estados Unidos aparentan competir entre ellos, pero sólo aparentan. ¡Se pusieron de acuerdo en hacernos polvo! Quieren pagar monedas por nuestras exportaciones. Cada vez menos. A vos y a mí. Son peores que los cuatreros.
Espié por la puerta y vi que mi padre frotaba sus dedos en la manga de su hermano.
—Pero te gustan los casimires ingleses. Tienen calidad, ¿eh?
Ricardo enrojeció.
—¡Cómo mi hermano puede ser tan imbécil! ¿No te das cuenta de que nos están cogiendo? ¡Deberemos malgastar toda la cosecha de trigo y cebada para pagarles el maldito servicio de la deuda externa! ¡La cosecha íntegra! ¡También la mía y la tuya, huevón!
Siguió un breve silencio que fue interrumpido por la voz aparentemente calma de papá.
—Tenemos a Carlos en el gobierno. Ha sido la mejor designación del presidente Justo. Carlos está demostrando ser un brillante ministro de Relaciones Exteriores. No nos va a fallar. Es más inteligente que yo y calcula mejor que vos. El problema es difícil. Hagamos lo que él propone y no cometamos locuras.
—¿Locuras? —golpeó su palma sobre la mesa— Veamos: ¿a qué llamás locura?
—¿Querés que te lo diga por décima vez? Llamo locura, suicidio, a estropear nuestras alianzas con los compradores tradicionales. Llamo locura a llevarle el apunte al fanatismo de tu Legión Cívica, que recalientan tus amigos fascistas de
La Fronda
y de
La Nueva República,
todos ellos unos risibles plagiarios de Charles Maurrás y de la Action Française —descerrajó sin respirar.
—Son patriotas.
—Son unas bestias. Hasta el Papa los ha condenado.
—El Papa mira con buenos ojos a estos defensores de la tradición. ¡No mientas, carajo!
—¡Condenó tu modelo y condenó a la fanática Action Française. ¿O ya no te acordás?
—No me acuerdo de tus boludas ficciones.
—La condenó en 1926. Tengo bien grabada la fecha porque me dije: ¡al fin el Vaticano se pronuncia contra los sembradores del odio!
—¿En 1926? —simuló hacer memoria.
—El tuyo es un nacionalismo que se proclama católico, pero carece de sensibilidad cristiana. Es un nacionalismo que daría vergüenza a quienes nos llevaron a la prosperidad, a Sarmiento, a Mitre, al viejo Roca.
—¡Unos ateos hijos de puta!
—Tu nacionalismo causa horror.
—¡Pará, Emilio! ¡Pará! Estás más desubicado que un burro ciego. Claro que mi nacionalismo causa horror. Pero, ¿a quiénes? Mi nacionalismo, para que no te confundas —le apuntó con el índice—, rescata lo mejor de la Argentina. ¡Lo mejor! Rescata la fuente hispánica y el espíritu católico. Rescata la tierra y la sangre, la espada y la cruz. Enterate, porque andás en las tinieblas y despreciás el oro de nuestro tiempo.
—El oro...
—Por supuesto, el oro. El oro de nuestro tiempo es el nacionalismo francés que enseña el culto a la patria; es Benito Mussolini y José Antonio Primo de Rivera que muestran dónde brilla el porvenir. Y muestran cómo llegar hasta él.
—Y no muestran cómo llevan al desastre.
—Qué desastre. Vos seguís atado como un perro al viejo collar. Todavía creés en nuestras “consolidadas alianzas”. ¡Qué porvenir nos espera con tu anacronismo, hermano, qué porvenir!
—Gracias a esas alianzas llegamos hasta aquí.
—Hasta aquí. Pero no dan para más. Sólo hasta aquí. Mirá, nuestras famosas alianzas no fueron hechas con España ni con otros países latinos, sino con los protestantes. Y los protestantes...
—Son el demonio. ¿Eso ibas a decir?
—No, pedazo de zoquete: son peor. El demonio al menos nos busca, nos quiere. En cambio los protestantes nos desprecian.
—¡Qué argumento, por Dios!
—Mientras satisfacemos su materialismo asqueroso proveyéndoles materia prima, los protestantes nos tratan en forma aceptable. Pero no tienen vergüenza. Ni gratitud. ¿Te he dicho que nos tratan en forma aceptable? Fui generoso. Nos
trataron
así. En el tiempo pasado. Ocurrió hasta ayer, hasta hace un rato nomás. ¡Se acabó el romance! ¡Se cagan en vos, en mí y en todos los latinos y católicos del mundo!
—Ellos no confunden negocios con otros temas.
—¿Negocios? ¿Tan simple es la cosa? El planeta se ha dividido, aunque te niegues a reconocerlo. Y debemos identificarnos con las ideas que defienden el sitio donde nos puso el Señor. Somos católicos, latinos y queremos el orden de la Edad Media.
—¡Me crispás los nervios! Vos, Ricardo, no luchás por el Señor, ni por el país, ni por sus tradiciones.
—¡Y vos no luchás ni por tu sucio culo!
Papá calló y Ricardo optó por hacer lo mismo. Pero el primero estaba harto y el segundo utilizaba la pausa para lanzar su ataque a fondo.
—Tu querida Gran Bretaña —dijo— nos acaba de asesinar risueñamente en la Conferencia de Ottawa: “Sólo dará trato preferencial a las naciones de la comunidad británica”. Como la Argentina no la integra, reducirá sus compras. Se acabó el idilio con la confiable metrópoli. Nosotros, sus “antiguos y fieles aliados”, deberemos comernos la bosta en silencio. Lo sabés, lo sabemos, pero nadie parece molestarse, al menos en público. No entiendo por qué no defendés tus intereses.
—No está todo dicho.
—¿No? ¿Y para qué ha viajado a Londres nuestro vicepresidente? —seguía en tono bajo, forzadamente dulce—. ¿Fue a exigir reciprocidad, acaso? ¿Fue a pedir que anulen la decisión de Ottawa? No, Emilio: fue como un puto regalado a bajarse los pantalones. Pedirá de rodillas que nos consideren miembros de su comunidad, una vil colonia si les gusta, pero que no nos abandonen. Para eso fue. Me lo dijo Carlos Saavedra Lamas, nuestro pariente Carlos, nuestro “brillante ministro de Relaciones Exteriores”. Para eso viajó el vicepresidente a Londres.
Papá se incorporó. Desde el borde de la puerta vi que recogía unos libros de la mesita cercana sólo para cambiarlos de lugar. Le resultaba agotador discutir con Ricardo.
—No me convencen tus odios ni tus ganas de pegar a medio mundo. Vos querés la confrontación, querés la guerra. Guerra fuera y también dentro de la Argentina.
—Menos mal que tu hijo no piensa igual que vos.
Coincidentemente mi padre alzó la mirada y me vio junto a la puerta. Necesitaba auxilio, aunque fuese para cambiar de tema y conseguir que Ricardo se marchase.
—¡Pasá, Alberto!
—¡Sobrino! —exclamó al verme—. ¡Qué alegría! Llegás en un buen momento. Caés justo.
Se levantó del sillón de cuero y caminó hacia mí. Papá comprimió sus puños.
—Estábamos hablando de los grandes problemas universales y de nuestra sociedad. Pero disentimos, como de costumbre. No importa. Yo busco una mente fresca y vibrante, un joven lúcido.
Levantó la diestra para impartirme su bendición, como si fuera un obispo. Parecía el alto árbol cuya copa me cubría. Su voz optó ahora por el timbre embriagador de sus alocuciones públicas.
—Te conozco desde que naciste. Podría ser tu padre. Y aunque lo tienes ahí, en carne y hueso, mirándonos con inexplicable preocupación, yo te aseguro que te quiero como a un verdadero hijo. ¿Lo sabés, verdad?
Papá sacudió la cabeza, indignado. Yo sonreí; los ademanes que edulcoraban las palabras de mi tío, por teatrales que fuesen, no tenían parangón.
—Pertenecés a una generación nueva con la que un adulto como yo está fogosamente identificado. Pero Emilio, y lo digo en su cara, sufre de miopía. Y esa miopía puede llegar a convertirse en pecado si no trata de corregirla —su diestra abrazó mis hombros—. Pero no es de tu padre que he venido a hablar. He venido para hablar con vos.
Miré a papá, que se rascaba furioso la puntiaguda barbita. Ricardo pasó el índice bajo su alto cuello almidonado, enderezó el dorado alfiler de corbata y agregó en forma solemne:
—Sé que tus estudios marchan bien y estás a punto de recibirte. Pero eso no alcanza. No integrás ninguna organización política y, si la mayoría de los jóvenes no militasen en una organización al servicio de la patria, nos comerían los buitres. Por lo tanto, querido Alberto, hablaré sin rodeos: he venido para ofrecerte ingresar en la Legión Cívica.
—¡No lo hará! —saltó mi padre—. ¡Es una banda fascista y crapulosa! Alberto no se unirá con delincuentes.
—No insultés. Son patriotas; miles de patriotas. Tenemos instructores militares profesionales y volveremos a marchar con las Fuerzas Armadas de la Nación en el próximo desfile.
—¡Adónde va nuestro pobre país! —se llevó las manos a la cabeza.
—¿Qué te produce tanto asombro, tanta indignación? ¿Qué hacés vos por la patria? —le espetó.
Después tornó a mirarme y decidió usar otra estrategia.
—Te vendré a buscar en otro momento, cuando no tengamos que sufrir las interferencias de un irresponsable. Ya no sos un niño.
—No lo permitiré —bramó papá.
—Alberto no es un niño —insistió Ricardo mientras marchaba hacia el perchero del hall. Recogió su sombrero gris y el bastón con mango de nácar. Hizo una irónica reverencia y salió exagerando su majestad.
Mi padre abrió los brazos, impotente.
—¡No tiene cura!
—No te preocupes, papá: yo tampoco simpatizo con la Legión Cívica.
Mi tío volvió cuatro días después. No le ganarían en tenacidad.
El golpe de Uriburu había aumentado el autoritarismo, la cerrazón mental y la insolencia de gente como Ricardo. Copiaban la creciente xenófoba y populista de Italia, Francia, Portugal y Alemania. Se mofaban del orden constitucional y repetían expresiones del poeta Leopoldo Lugones sobre “la hora de la espada” o “entre los latinos prima el mando sobre la deliberación”. En otras palabras, la fuerza sobre la lógica, la acción sobre el pensamiento.
El nacionalismo católico coincidía con los fascistas: la mala administración y la decadencia moral eran provocadas por los partidos políticos; en consecuencia, había que reemplazarlos por la representación corporativa, como en la Edad Media.
Ricardo y varios cómplices infiltraron las aulas del Colegio Militar: “la espada y la cruz siempre deben estar unidas”. Aparecieron otras organizaciones que seguían el modelo de la Legión Cívica: Acción Nacionalista Argentina, Legión de Mayo, Milicia Cívica Nacionalista, Comisión Popular Argentina contra el Comunismo, Guardia Argentina, Agrupación de una Nueva Argentina. Rivalizaban por ganar la atención pública y reclutaban miembros entre las familias del Barrio Norte.
Ricardo empezó a publicar sus notas. El periódico nacionalista más fogoso se llamaba
Crisol
y había nacido en 1932. Lo fundó el cura Alberto Molas Terán y lo dirigió Enrique Osés, que no ocultaba su identificación con el nazismo. Antes y después de
Crisol
aparecieron otras publicaciones chabacanas y panfletarias. Pero donde el nombre de Ricardo Lamas Lynch no pudo aparecer, fue en la revista
Criterio.
Le devolvieron el manuscrito para que hiciera algunas mejoras y lo interpretó como un insulto; juró no volver a mandarles una palabra aunque se lo implorasen de rodillas.