La Matriz del Infierno (45 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Nosotros combatimos el nivel biológico, señora. Somos científicos. No hay confusión alguna.

—Sin embargo, identifican a los abuelos por la religión, y eso es cultural.

—¿Y cómo quiere que los identifiquemos? —Rudolf Stopler se puso de pie. El hombro derecho era de veras más alto y se acompañaba de una inclinación compensadora de la cabeza.

—Reconozca entonces que existe una grosera falla en el encadenamiento lógico —agregó la mujer—. Usted habla de raza, sangre y biología. Pero cuando le conviene deja a un lado la biología y hace derivar la raza de algo tan ajeno a ella como es la fe.

El embajador de Holanda, desbordado, miró hacia el techo.

—¿Acaso muchos arios no se convirtieron al judaísmo? —agregó ella—. ¿Serían judíos de sangre aria?... ¿Cómo lo resuelve?

—¡Mentiras judías!

—El doctor Stopler —comentó Mazzini a su esposa para cambiar el explosivo curso de la conversación—, ha ayudado al Führer en las famosas leyes raciales.

—¡No, no! —el experto movió las manos—. Son rumores distorsionantes, ¡no lo repita! —se sonó la nariz en el pañuelo—. Esas leyes fueron concebidas por el Führer, sólo por él.

—Pretendía reconocer sus méritos...

Sonaron fuertes golpes en la puerta seguidos por la chicharra del timbre; los mayordomos dispararon y se expandió una galvanizante onda: acababa de ingresar el
Brigadeführer.
Retumbaron los taconeos y vítores.

El robusto uniformado entregó su capa y la alta gorra con la calavera.

—Les presento al SS
Brigadeführer
Erich von Ruschardt —dijo Labougle en novedoso tono marcial.

El oficial, con la delicadeza de un felino se dirigió a cada uno de los presentes; estrechó la mano de los hombres y besó la de las damas con una leve inclinación. Cuando a Edith le tocó recibir el suave roce, sus ojos se tocaron. Los del oficial eran grises, penetrantes, rodeados por pestañas tan rubias que apenas se diferenciaban del cutis. Apretó los dedos de Edith con los suyos helados; el aliento que depositó sobre el dorso de su mano también era frío.

Labougle lo invitó a recibir una copa de champán.

—Hablábamos sobre un tema apasionante —terció Stopler con ancha sonrisa.

El
Brigadeführer
alzó una ceja.

—La cuestión racial —completó feliz.

El
Brigadeführer
sorbió media copa, cruzó las piernas enfundadas en rutilantes botas y, mirándolo con socarronería, murmuró algo tan cavernoso que nadie lo pudo entender.

—¿Decía, señor
Brigadeführer?
—preguntó Stopler sin disimulo de obsecuencia.

El robusto hombre le clavó los ojos grises y soltó una frase inesperada.

—Que los científicos andan atrasados.

—¿Perdón, señor
Brigadeführer?
—tembló el experto.

—Atrasados —repitió tranquilamente, como si sentenciara la muerte de una garrapata.

Los presentes se contemplaron atónitos. El clima se había transfigurado.

—El Führer —explicó Von Ruschardt en tono monocorde— ha pedido con insistencia que se investigue la sangre de los judíos para identificar los rasgos específicos de su raza. Y bien, ya estamos a fines de 1938 y todavía no entregaron los resultados. Por eso digo y acuso —bebió un sorbo— que los científicos andan atrasados.

—Es lo que yo decía —sonrió la esposa del embajador Van Passen—. ¿Cuáles son las diferencias demostrables de sangre?

—Yo... yo no soy médico ni... ni soy químico —se excusó Stopler.

—Pero sí un experto en temas raciales.

—Desde el punto de vista histórico, antropológico, sociológico, señor
Brigadeführer.

—¿No biológico? —le asestó un directo a la mandíbula la esposa de Van Passen.

El
Brigadeführer
sonrió por la inesperada complicidad de la mujer.

—Por supuesto que biológico también, señora, también —las gotitas de su frente viborearon hacia la papada.

—Mientras no dispongamos de un análisis de sangre que evidencie la existencia de elementos típicamente judíos —agregó el oficial en implacable tono—, seguirá la confusión.

—Pero las leyes de Nuremberg, señor
Brigadeführer...
—suplicó Stopler.

—¿Conocen los señores embajadores y sus dignas esposas el papel que usted desempeñó en Nuremberg?

Las miradas cayeron como lanzas sobre su rostro empapado.

—Yo aclaré que fueron la exclusiva iniciativa, la genial iniciativa del
Führer
—desolado, pidió ayuda a la perpleja audiencia—: ¿No es cierto, señores? ¿No es cierto?

—Vamos, Stopler —el oficial le miraba con disgusto la asimetría de los hombros—, no exagere su modestia. Cuénteles a estos amigos la verdad.

—Siempre dije la verdad, señor
Brigadeführer.

—Pero no siempre muy sobrio... —su sonrisa helaba la sangre—. ¿Cuánto champán ha bebido ya? —miró a Labougle.

Labougle parpadeó. El oficial, con abierto desdén, había encerrado en su puño no sólo a Stopler, sino a todos los presentes, incluidos los experimentados embajadores de Holanda e Italia.

El jaqueado experto se secó la cara. Vino en su auxilio la invitación de pasar al comedor.

Al lado de Edith se sentó Aldo Mazzini, quien, pese a ser el representante del Duce, no había perdido los rasgos alegres de un genuino peninsular. Desplegaron las perfumadas servilletas y hablaron sobre la enorme colonia italiana que se había instalado en la Argentina. Pero ni el cambio de lugar ni el cambio de conversación quitaron al
Brigadeführer
su deseo de seguir humillando a Stopler.

—Cuéntenos su papel en la redacción de las leyes de Nuremberg.

El experto bajó los ojos. Sus labios se movieron sin emitir palabras hasta que por fin se le oyó murmurar, resignado:

—Haré lo que el señor
Brigadeführer
me pida.

—Lo escucho —levantó el cuchillo, hizo resplandecer su hoja bajo la luz de la araña y volvió a depositarlo; se respaldó en la silla como si fuese a tomar un examen.

Stopler debía secarse de nuevo la transpiración que formaba un collar en torno a la papada; tenía los hombros más desbalanceados que antes.

—El 13 de septiembre de 1935 a la noche —dijo—, en plena efervescencia del Congreso partidario de Nuremberg, recibí la orden de instalarme en una habitación, al fondo de una estación de policía. Al rato me informaron que el Führer había decidido transformar la clausura del Congreso en una apoteosis —tragó saliva—. Faltaba poco y necesitaba un cuerpo acabado de leyes raciales.

—Recuerde que el Führer —lo interrumpió con cavernosa voz— estaba harto de esperar que los científicos trajesen las pruebas hematológicas. Por eso tuvo que recurrir a ustedes, expertos de segunda, digamos.

—Sí, señor
Brigadeführer.

—Dígalo, entonces.

—El Führer estaba cansado de esperar que los científicos trajesen las pruebas hematológicas.

—Por eso recurrió a ustedes.

—Por eso recurrió a nosotros.

—Continúe.

Stopler tosió.

—¡Cúbrase con el pañuelo! —reprochó el oficial.

—Sí, señor
Brigadeführer
—el hombre apretó su pañuelo arrugado contra la boca decidido a asfixiarse—. Entonces recurrió a nosotros..., como usted dice bien, señor
Brigadeführer.
Trajeron con urgencia tres expertos raciales más de Berlín. Formamos un equipo... —iba a tragarse el pañuelo.

—Siga —ordenó el oficial.

—¿Debo... contar el resto? —ahogó otro golpe de tos mordiendo la tela.

—¡Rudolf Stopler! —acercó su cara a los anteojos que oscilaban sobre la mojada nariz—. ¿Ahora quiere pasar por discreto? Ya ha contado esos episodios en otras ocasiones. Y yo nunca los escuché directamente de sus locuaces labios. No me voy a perder esta oportunidad.

Dos mayordomos rodearon la mesa con bandejas humeantes. Por unos minutos se produjo una tregua. Pero en cuanto cada uno probó un bocado, Von Ruschardt volvió a la carga.

—Siga.

—¡Ejem! Nos trajeron litros de café; bandejas con masas...

—¡No interesa su comida! Aquí tenemos un manjar y usted me habla de masas. ¡Vaya a lo importante, hombre!

—Sí, señor
Brigadeführer...
Nos entregaron lapiceras y tinta, resmas de papel, los libros de referencia, discursos del Führer. No debíamos improvisar, sino producir algo muy científico, fundado.

—Bien —comió sin sacarle los ojos de encima.

—Pasamos dos noches sin dormir. Dos noches enteras. Confeccionamos borradores que iban a las oficinas del Führer y volvían con observaciones y críticas.

—Bien —aprobó Von Ruschardt— “con observaciones y críticas”. Es decir, el trabajo no lo hacían solos, como por ahí insinuó muchas veces.

—Yo...

—Que se pasaban la noche sin dormir como los genios en vísperas del milagro. ¿No dijo eso en otras oportunidades? ¡En realidad les funcionaba muy mal el cerebro!

El experto se secó la cara con la servilleta; estaba desesperado. La esposa de Labougle miró a su marido en forma interrogativa.

—Continúe.

Los comensales se atragantaban: no habían sido preparados para presenciar una tortura.

—Por fin pudimos terminar —Stopler inspiró hondo— un proyecto que le pareció bueno al Führer.

—Ah.

—Se titulaba como después lo dio a conocer el mismo Führer y lo difundió la prensa.

—Dígalo.


“Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes”
.

—¿Aportaba algo nuevo?

Stopler volvió a enjugarse el sudor.

—¿Nuevo?

Los tenedores quedaron suspendidos en el aire.

—Creo que no, señor
Brigadeführer.
Eran las mismas ideas geniales que nuestro Führer venía predicando desde el comienzo de su gloriosa carrera.

—Entonces, ¿para qué el trabajo que hicieron?

—Me parece... que el último borrador, el que se aprobó y difundió, formulaba las ideas del Führer de manera más precisa, mejor.

—¿Mejor?

Stopler se espantó por el desliz que acababa de cometer. Iba a desmayarse.

—Disculpe, disculpe. Quise decir... —intentó mejorar la desafortunada expresión, pero estaba mortalmente perdido, no sabía adónde lo quería llevar el oficial.


“Quienquiera cuyos abuelos maternos o paternos hayan pertenecido a la comunidad religiosa judía es automáticamente un judío”
—recitó Von Ruschardt—. Eso expresan las leyes raciales en síntesis, ¿no?

—Sí, señor
Brigadeführer.

—¿Y dónde está lo mejor? ¿Cuál ha sido su aporte?

Stopler se encogía como un gusano.

—Dígalo. En otras oportunidades usted pasó horas contando que había trabajado bajo la inspiración divina, que los expertos formaban un equipo sin precedentes, que usted como ninguno aportó a la gloria del Reich y usted —paró en seco y mantuvo una terrorífica pausa antes de hundirle el puñal— usted ha dicho que fue quien escribió el libreto de nuestro Führer.

—¡Yo no dije eso! —estalló como si le hubiesen arrojado bosta a los ojos.

—¿No lo dijo? —la sorna del oficial se transformó en carcajada.

—No, nunca.

—Y bien, queridos amigos —se dirigió al conjunto de la mesa—. Acaban de advertir cuán escasa es la ayuda que recibe nuestro Führer de quienes a menudo se proclaman sus eruditos apoyos. Acaban de escuchar cuán pobre fue su contribución. Huelgan los comentarios. Mi objetivo, señoras y señores, fue hacerles comprender que, pese a las calumnias que se levantan, somos serios. Somos serios pese a mediocres como éste.

Durante el resto de la cena Labougle hizo esfuerzos para que la conversación rodase por temas distendidos: las frutillas silvestres, los bosques de Sajonia, la temporada de ópera, el museo de Dresden y el amor hacia las papas que los alemanes compartían con un pueblo tan diferente como los polacos.

Tras el
apfelstrudel
con crema, Von Ruschardt se puso de pie. Stopler también, pero sosteniéndose del borde de la mesa; había perdido la estabilidad, los colores y la voz.

—Lo invito a compartir nuestro café —dijo la esposa de Labougle tendiendo su mano hacia el living, donde ya se habían instalado las bandejas.

—Agradecido, señora, pero tengo un par de obligaciones que aún me esperan en la oficina.

Volvió a saludar con cínica delicadeza. A Stopler ni siquiera le dio la mano: salteó su desmadejada humanidad como si ya no existiese. Probablemente —fue la angustiante sensación— pronto también desaparecería de Berlín, de Alemania, o del mundo.

Edith penetró en una zona de alto riesgo el día que conoció a Margarete Sommer.

Bernhardt Lichtenberg había concluido una conferencia sobre
Los
pensamientos
de Pascal. Llevaba dos horas y media de charla, se despidió abruptamente y fue a su pequeña oficina; pero rogó que Edith lo acompañase.

—Le voy a presentar a una persona cautivante.

Bebió un tazón de café y le explicó de quién se trataba. Edith ya había escuchado su nombre y la admiración que suscitaba entre los católicos disidentes. Hacía tiempo que la pellizcaba la curiosidad por una dama a la vez piadosa y combativa.

—Vamos —la condujo hacia la mujer que colgaba un afiche en el anunciador, no lejos de la entrada principal.

—Disculpe, pero desearía que conozca a Edith Eisenbach de Lamas Lynch.

Las mujeres se miraron.

—Tiene un apellido largo, como el de muchas latinoamericanas —agregó el canónigo—. Es argentina, esposa del consejero de su Embajada.

Margarete tendió su mano, almohadilló las mejillas y disimuló su efervescencia tras escuchar la palabra “Embajada”. Agradeció la gentileza del canónigo y terminó de fijar los bordes de la lámina. Luego preguntó si disponía de unos minutos.

—Sí.

—Tomemos algo en el barcito.

Margarete Sommer acababa de regresar de un viaje por varias ciudades. No tenía aspecto de ángel, como había anticipado Lichtenberg, sino de alemana común. Frisaba los cuarenta y cinco años y usaba el cabello corto y suelto. Su mirada azul parecía neutra, casi fría; pero al sonreír exteriorizaba mucha dulzura.

No perdía tiempo. Mientras aguardaban ser atendidas apoyó el codo sobre el mantel a cuadritos albirrojos y el costado de su nuca sobre la mano. Era la forma de disimular el empuje de su personalidad. Y empezó a interrogarla sobre cómo la estaba pasando en Berlín. Hubiera sido una simple formalidad en otros; para ella se trataba de una pista.

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