La Matriz del Infierno (16 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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—¿Me abrís la correspondencia?

—En casa no se hace eso. Pero Gimena vio el remitente. No de una carta, sino de varias. Y la preocupa tanto como a mí.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de repudiable?

—¿Debo decirlo?

—¿Que sus padres son alemanes? ¿Que en lugar de haciendas trabajan un negocio de óptica? Ella no es menos refinada que Mirta Noemí. Y tiene encanto, papá. Tiene algo que no abunda, te aseguro.

—Veo que te has dejado enredar más de la cuenta.

—¿Enredar? Yo la he buscado.

—Deberás cortar con ella enseguida.

—No doy crédito a mis oídos, papá. ¿Por qué me pedís eso?

—¿Por qué? ¿Me preguntás por qué? ¿Sos idiota?

—Te pregunto por qué, papá.

Contrajo el ceño y me aferró ambos brazos. Acercó la cara y en tono despreciativo, casi sibilante, gruñó la respuesta:

—Porque es judía.

—¿Judía? Es católica, va a misa, se confiesa, comulga.

—Es judía.

—¿Cómo lo sabés? —me sobresaltó tamaña novedad.

—Ella misma se lo dijo a tu madre, en casa. Y hasta con orgullo: “Mi padre es judío”.

—No entiendo.

—¿Te das cuenta? Lo venía ocultando. O simulaba ser católica. No es una buena relación para un hombre como vos, Alberto.

—Tengo que aclararlo... Tal vez su padre sea judío. Pero ella y su madre son católicas.

—Ridículo. Más que aclarar, debés abandonar esta aventura insensata —me miró con severidad—. Y te doy este consejo: andá más seguido a lo de madamas finas para que te ofrezcan hembras que sepan bajarte la calentura.

EDITH

Visitaban la óptica de Alexander Eisenbach cada tanto e insistían en incorporarlo al círculo judeo-alemán. Eran personas agradables y de buen nivel, con quienes podía hablar durante horas, pero Alexander terminaba diciéndoles que no se sentiría cómodo ni en una sinagoga ni en un centro sionista: le bastaba ir al Teatro Colón, almorzar de cuando en cuando en el Club Germano, concurrir al Rowing del Tigre o ser invitado a casa de amigos. Sus obstinados interlocutores no se daban por vencidos. En octubre de 1931 le habían transmitido alarmantes noticias.

—Unos cincuenta nazis uniformados atacaron en Berlín, en el día de Iom Kipur, a varios judíos. Pero una de las víctimas no era judía, sino el médico argentino Martín Urquijo, que fue golpeado a plena luz en medio de la Kurfürstendamm. Se imagina, Alexander, qué le espera a la pobre Alemania el día en que los nazis se apoderen del mando —descerrajó Bruno Weil mientras acariciaba las puntas de su bigote rubio.

—Eso es imposible.

—No sea tan categórico. Avanzan rápido. Por todas partes. Consiguen atemorizar y paralizar. Su política es el terror y ganan espacio cada día, cada hora. Hasta hace poco ni hubieran merecido una banca en el Parlamento y ahora ya son el segundo partido.

Alexander no compartía esa opinión.

—El presidente Hindenburg jamás entregará el poder al “payaso austríaco”, como él mismo ha calificado a Hitler. Los nazis son bandas de delincuentes que la misma población sofocará. El pueblo se cansará de ellos; son brutos, ignorantes y extraños a nuestra cultura.

—Vea, Alexander, yo estuve en el cementerio alemán para la ceremonia por los caídos en la guerra. Le aseguro que por primera vez tuve miedo, ¿me escucha?, mucho miedo. Y eso que estamos en la Argentina. Imagine el panorama. Junto a las lápidas se habían alineado docenas de arrogantes
Landesgruppen,
docenas de hombres pertenecientes a la Asociación de Soldados y la
Stahlhelm.
Trepidaban agresividad en virtual estado de exaltación bélica. De sólo verlos uno empezaba a temer. Desplegaron gallardetes con esvásticas y a cada rato, como autómatas, hacían el saludo nazi. ¿Me escucha? El saludo nazi: hasta gente que yo jamás hubiera supuesto proclive a semejante ideología. Nadie se atrevió a pedirles silencio ni objetarles el saludo. Nadie, mi querido Alexander. Y el capitán Rudolf Seyd, presentado como líder del Partido Nazi en Argentina, pronunció una arenga histérica que terminó con el grito
Deutschland erwache
! Todavía me hace doler la cabeza. Cientos de voces gritaron con más histeria todavía
Deutschland erwache
!

Alexander lo miró con indulgencia.

—Ese capitán Seyd es un lunático —replicó Alexander—. No se lo puede tomar en serio.

—¿Está seguro? Hace por lo menos diez años que Seyd vive en la Argentina gracias a turbios negocios; lo sabe todo el mundo. Es un holgazán relacionado con policías y algunos militares, se afilió al nazismo y consiguió que el diario partidario de Berlín lo nombrara su representante para la Argentina. ¡Nada menos que representante para toda la Argentina! En sus discursos ya ataca al presidente Hindenburg.

Alexander se llevó la mano al corazón: no podía ser verdad.

—Nadie se atreve con el mariscal Hindenburg.

—Los nazis se atreven —aseguró Weil—, por supuesto que se atreven. Los nazis se atreven a todo: ningún límite detiene su insolencia. Usted vive en una burbuja, Alexander, y se niega a reconocer lo que oye y lee. En julio hicieron un acto en la
Deutsche Vereinhaus
de la calle Moreno. Y bien, ¿se enteró de lo que pasó allí?

—Me enteré.

—¿Entonces?

—Insultan como borrachos. Pero no son más peligrosos que una pandilla de borrachos. El
Argentinisches Tageblatt
los ha ridiculizado. Sus discursos no convencen a quien tenga un dedo de frente.

—¡Insultaron a Hindenburg! ¿Le parece poco? Recién me dijo que no se atreverían con Hindenburg. ¡Y también insultaron al canciller Bruning, y a los ex cancilleres, y a la República! —se le hinchaban las venas del cuello.

Alexander no se conmocionó. Su tranquilidad irritaba a Bruno Weil, que siguió derramando argumentos.

—Los republicanos alemanes tuvimos que convocar a un acto de desagravio —le aproximó la cara abotargada hasta que rozó su mejilla con la punta del bigote—. Si los nazis sólo fuesen unos borrachos, si sus excesos no rompieran todos los límites, ¿para qué darles batalla con actos de desagravio, no?

—Error de los demócratas —Alexander apoyó sus manos sobre los hombros de Bruno Weil para bajarle la vehemencia y lo miró con dulzura—. Evitemos enloquecer, amigo. El bruto de Seyd también desafió a duelo a Ernesto Alemann —recordó—. ¿Y qué contestó Alemann? ¿Que sí? ¿Que aceptaba batirse con un individuo de tan baja estofa? De ningún modo: ignoró el desafío. Ésa es una política inteligente: ignorarlos.

—Alemann los desprecia, pero no los ignora. No se los debe ignorar porque crecen como la hierba mala. Quieren apoderarse de todas las instituciones de nuestra comunidad, así como se van apoderando de Alemania. Lo han prometido y lo están cumpliendo. Hacen reuniones en los barcos de bandera alemana, forman tropas de asalto, introducen propaganda por cualquier resquicio. ¿Quiere más datos, Alexander? Pues multiplican los
Landesgruppen
que siguen el modelo de la SA. ¿Más datos aún? Extorsionan a las empresas y recluían a cientos de alemanes desocupados y resentidos. Los nazis engordan como las aves de rapiña. Y nos devorarán.

Alexander le miró las mejillas encendidas y el vibrátil bigote rubio. Weil desbordaba cólera. Quizás le impresionó más su aspecto que sus palabras, porque tendió a ceder un poco.

—¿Qué deberíamos hacer, entonces, Bruno? O dicho de otra forma: ¿hay algo que podríamos hacer frente a tanta irracionalidad?

—Sí, reunirnos, pensar juntos. Y actuar juntos. Para eso vengo aquí: vengo a invitarlo apasionadamente. Usted debe acompañarnos.

—Pensar juntos es sólo un primer escalón... —objetó—. Un escalón chiquito.

—Un escalón. Lo ha definido bien.

Alexander se rascó la nuca. Weil era perseverante.

—¿Sólo debemos reunimos los judíos?

—¡No, no y no! Usted se resiste a entender. Esto concierne a toda la gente civilizada. Pero los judíos somos el blanco preferido de los nazis y si no hacemos algo por nosotros mismos, los demás no se sentirán obligados a ayudarnos. Ni sabrán cómo hacerlo —ahora puso él la mano sobre el hombro de Alexander—. A ver si me explico bien: el nazismo es una amenaza contra Alemania, contra la democracia, contra los judíos y contra el planeta. Es una amenaza universal. Pero los judíos somos el chivo expiatorio que servirá a sus objetivos de confusión. Se lo digo en forma clara y rotunda: es hora de negarnos a ser nuevamente el chivo expiatorio. ¿Está claro?

Alexander Eisenbach le tendió su mano y aceptó concurrir al círculo judeo-alemán.

—Pero sin compromiso, ¿eh?

Edith y Alberto se encontraban con frecuencia. Pero como no les resultaba suficiente, recurrieron a las cartas de amor.

—Como los adolescentes.

—No importa. El amor es siempre adolescente.

En las hojas de papel desplegaron emociones que no salían con tanta resonancia en los encuentros personales. Incluso entusiasmaba recurrir a la biblioteca y copiar algunas citas de poetas místicos o románticos. Alberto recurría también a los modernistas, aunque goteasen miel; Edith, en cambio, se regocijaba con expresionistas alemanes que metaforizaban las pasiones hondas.

Ambos guardaban sus cartas en un cajón, ordenadas en forma cronológica y unidas con banda elástica. Una noche Alberto apareció demudado y dijo que su correspondencia había provocado la reacción de su madre.

—Leyó el remitente.

—Bueno. Supongo que hemos dado un paso adelante. Ahora sabe que lo nuestro tiene continuidad.

—Sí.

—¿Eso no te gusta, Alberto?

—Hay otra cosa. En algún momento le dijiste que tu padre es judío.

Edith alzó las cejas.

—Efectivamente. ¿Por qué?

—¿Cómo por qué? ¿Es acaso judío?

—Sí. Pero no entiendo tu asombro. Me alarma.

—Yo no lo sabía, nunca me dijiste.

—¿No? Creeme que no lo oculto.

—Lo ignoraba.

—Lo lamento. No habrá venido al caso decirlo. ¿Te molesta? ¿Sos antisemita?

Alberto transpiraba.

—¿Antisemita? Simplemente estoy confundido. Vos sos católica.

—Claro. Y también mamá.

—No entiendo.

—Pero papá es judío.

—Cómo funciona eso.

—Papá es un judío especial: no es religioso, no le interesa pertenecer a la comunidad judía, no aporta a las instituciones judías. Sólo le quedan algunos recuerdos de sus abuelos, que tampoco eran muy practicantes.

—Pero se considera judío.

—Alberto: ni él sabe con precisión qué significa considerarse judío.

—¿Y la raza?

—¿Qué raza?

—¡La raza judía!

—Cualquiera que estudie historia con seriedad y piense en forma lógica se da cuenta de que las conversiones en una y otra dirección, y las violaciones a granel, no dejaron nada puro de la raza original, si alguna vez eso existió.

—Pero...

—Últimamente... —Edith se interrumpió, arrepentida de sus propias palabras.

—¿Últimamente qué?

—Por la monstruosidad que crece en Alemania y por los nazis que ahora aparecieron en la Argentina, creo que papá se inclina hacia una postura diferente.

—¿Cuál?

—Reconocerse judío.

—Lo es.

—Pero no lo asumía.

—Debe ser penoso.

—Claro que sí.

—Quiero aclararte que no soy antisemita, que nunca entendí semejante sentimiento. No acepto que se construya una ideología sobre la base del odio —le acarició las manos—. Apenas he conocido unos cuantos judíos, y en forma ocasional, superficial. Atacarlos por la sola razón de su origen es ruin, propio de canallas.

—Me tranquiliza escucharte.

—En mi familia, sin embargo, y en nuestro círculo de relaciones, esa pestilencia abunda. No te lo voy a negar.

—El nacionalismo se alimenta del odio a los judíos y fragua fantasías sobre su poder destructivo.

—Así es, por desgracia. Sus argumentos son idiotas. ¡Pero, cómo prenden!

—En Alemania los judíos son menos del uno por ciento de toda la población. Y los nazis aseguran que dominarán al restante 99 por ciento. Lo que no aceptaría un imbécil lo están creyendo millones.

Alberto se quedó pensativo. Al rato, como si hubiese descubierto una maravilla, la aferró por los brazos, la besó y exclamó exultante:

—¡Un padre judío! ¡Eso te convierte en una persona más excepcional todavía!

—Lo que hace decir el amor —rió ella.

Hasta una hora antes del incidente Alexander había seguido afirmando que el nazismo no infectaría a los sectores alemanes cultivados. Lo comentó a Delfino Rodríguez, el más antiguo y lúcido de sus empleados, y salió para almorzar en el Club Germano de la calle Córdoba, adonde iba con cierta regularidad. Allí se reunían comerciantes, periodistas, músicos, médicos e ingenieros que desarrollaban animadas charlas en amplias mesas compartidas.

Ingresó con excelente humor, caminó por entre rostros amigos y eligió una silla vacía junto a Siegfrid Tonnis. Siegfrid era un oftalmólogo con quien había almorzado la última vez. No bien dijo buenos días, una voz descolgó lentamente, como plomo fundido, las increíbles palabras:

—No queremos judíos en esta mesa.

Alexander supuso haber alucinado la frase y miró en redondo. Pero un hombre le tenía pegados sus ojos fríos; su boca ancha y dura le hacía una mueca de desdén. Los otros bajaron los párpados.

—¿Escuchó? —repitió el desconocido.

Alexander Eisenbach sintió que el corazón le salía del pecho, y se resistió a absorber el insulto. Levantó la servilleta, la desplegó sobre su abdomen y abrió el menú.

—¿Escuchó? ¿O los judíos también son sordos?

Nadie intervino. Nadie se animó a intervenir. Alexander se aclaró la garganta para que no lo traicionara la voz y con la serenidad que le restaba dijo:

—Si no le gustan los judíos, usted puede elegir otro sitio.

—¡Fuera, judío roñoso! —murmuró a través de los dientes.

Alexander tocó el brazo del doctor Tonnis. Se conocían desde hacía muchos años, incluso le enviaba pacientes a la óptica para que confeccionara sus anteojos. Pero Siegfrid Tonnis se hizo el distraído y miró con súbito interés al camarero que servía dos mesas más adelante. Las otras personas tampoco hablaron.

—¡Fuera! —gruñó el nazi.

Alexander volvió a recorrer los rostros de quienes se negaban a apoyarlo, dobló lentamente la servilleta y la depositó sobre el plato vacío. Se levantó y con esforzada dignidad caminó unos metros. Lo llamaron de otra mesa. Se sentó, trató de fingir calma, pero la comida le quedó atragantada. No pudo recordar con quiénes almorzó finalmente. Jamás retornó al Club.

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