La luz en casa de los demás (42 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Ha amanecido, no hay duda.

Desde mi habitación (por así llamarla), oigo un montón de chirridos de llaves y cerraduras.

Eso quiere decir que de un momento a otro estará aquí el abogado Pavarotti.

Eso quiere decir que pronto estaré fuera de aquí.

Porque, venga ya: ¡no pensará de verdad el ministerio fiscal que yo sabía de dónde venía el dinero que escondía en el baúl de las muñecas de Giulia Barilla!

¿Cómo podría pensarlo de verdad?

¿Que yo ayudara a Palomo y a sus amigos a atracar a esos pobres ancianos? ¿Que yo tuviera la imaginación necesaria para sospechar que el famoso Jefe llevaba un negocio de trata de blancas y de tráfico de pastillas, y que a ese negocio lo llamaba «pub» sólo por ponerle un nombre?

Y, sobre todo, si lo he entendido bien, esos pobres ancianos tenían familia. Pese a eso, sentían la necesidad de pasar la velada con una de las chicas del Jefe. ¿Por aburrimiento? ¿Por curiosidad? Sea cual sea la respuesta, desde luego, con el pasado que yo tengo, esto no es algo que me pueda tomar a la ligera, ¿no? Como para encima sacar tajada de ello…

Vamos, que no creo que el ministerio fiscal pueda creer que yo fuera cómplice de todo este lío.

No creo que piense que yo pueda imaginarme siquiera dónde estarán ahora Palomo, sus amigos y el Jefe.

Sabría explicarle yo misma, sin la ayuda siquiera de Pavarotti, lo que ocurrió de verdad.

Sabría explicarle que, después de ese verano, cuando volví de mis vacaciones de estudio en Irlanda, ya casi nunca veía a Palomo. No me contestaba al teléfono, ni a los sms que le enviaba. De repente, cuando a él le apetecía, venía a recogerme al instituto. Ya ni siquiera íbamos al parque de atracciones. Me daba un beso fugaz en la cabeza, me entregaba el dinero y me prometía que pronto terminaría todo.

Eso era exactamente lo que gruñía:

—Pronto terminará todo, Mandorla, no te preocupes.

—Pero ¿qué es lo que tiene que terminar, Palomo? ¿No es más bien al contrario, no tiene que empezar todo? ¿No empezará cuando por fin nos marchemos a Ciudad de México?

Él decía que sí con la cabeza y se iba pitando, quemando rueda.

De vez en cuando pensaba bueno, ya está bien, en cuanto tengamos un momento de tranquilidad hablo con él y le digo bien claro lo que siento. Porque, mientras tanto, lo había pensado bien y ya no estaba tan convencida de querer dejarlo todo para ir a Ciudad de México. «Puedo acompañarte, desde luego, ir contigo la primera vez, cuando por fin vuelvas a abrazar a tu madre. Pero luego tendré que regresar a Italia para terminar el instituto, porque si no mis familias me darían la vara toda la vida. Cuando sea diplomático, entonces sí: podré reunirme contigo. Y vivir contigo, de una vez por todas.» Esto era, más o menos, lo que me había preparado y me hubiera gustado decirle. Habría evitado confesarle que empezaba a notar en mi interior un deseo nuevo: el de ir a Londres, una vez terminado el instituto, a estudiar en la misma escuela prestigiosa que Giulia Barilla.

Me había dado cuenta mientras estaba en Irlanda.

Quería convertirme en una mujer guapa, elegante y capaz de hablar de sus sentimientos como lo era Giulia. Y, para empezar, para ir dando un paso en esa dirección, había tirado a la basura el chándal naranja. Le contaba a todo el mundo que, claro, en el avión rumbo a Dublín, mientras dormía, una azafata irlandesa había hurgado en mi maleta, se había probado mi chándal y se lo había quedado. Pero la verdad era que quería vestirme también yo como se vestía Giulia. No igual que Giulia, que quede claro. Sólo como Giulia: en el sentido que estaba convencida de querer descubrir qué me quedaba bien a mí, de la misma manera que a ella le quedaba bien su ropa de hombre que le hacía parecer tan femenina, tan mujer. Así es que me pasaba las tardes expurgando todos los mercadillos de Dublín en busca de inspiración.

Me enamoré de las faldas largas y las camisas para atar a la cintura. De los talles altos y los pendientes enormes de plata. Y cuando me calzaba las botas de antes de conocer a Palomo, el efecto en su conjunto no estaba nada mal.

Si Giulia llevaba bombín, yo me compré muchas cintas de colores para el pelo, y las combinaba con la falda que quisiera ponerme ese día.

Quién sabe si vestida así le habría gustado a Matteo, pensaba alguna vez. Pero siempre me contestaba a mí misma que a quién le importaba, y estaba impaciente por pasar a otra cosa.

Por ejemplo, me gustaba albergar la esperanza de que, fuera quien fuera mi padre, habría estado orgulloso de mí al verme así, como lo estaba el ingeniero de su hija.

Mi padre, sí.

En Irlanda no había tomado sólo la decisión de cómo vestirme.

En cuanto volví a casa, lo primero que hice fue llamar a la puerta del segundo piso.

—Perdona, Cate, ¿y si hiciéramos la prueba en enero? —le pregunté sin saludarla siquiera.

—¿Por qué, Mandorla? —me preguntó ella, mientras del baño llegaba hasta nuestros oídos una voz masculina que cantaba
Nel blu dipinto di blu
(a propósito, tengo que acordarme de felicitar a Pavarotti: no tendrá ni un parentesco lejano con el tenor, pero ¡qué voz más bonita!).

—Porque ahora ya van a reanudarse las clases, y no me gustaría empezar el año con la cabeza en otra parte.

En efecto, Giulia Barilla no hacía más que repetir cuánto había que estudiar en su escuela, y yo quería entrar en ese orden de ideas. Pero si, para no variar, hubiera sabido expresar con palabras aquello de lo que me había dado cuenta cuando estaba en Irlanda, habría dicho: «Cate, perdóname. Todavía no estoy preparada para que todo cambie. Estoy impaciente por saber quién es mi padre, claro que sí. Pero, por primera vez en mi vida, lo último en lo que pienso antes de dormirme es: ¿cómo me vestiré mañana? O, lo que es lo mismo, pienso en algo que tiene que ver conmigo y sólo conmigo. No sé si me explico. No tiene que ver con Matteo, ni con Eva, ni con ninguno de vosotros ni con Palomo. Y como no soy la buena persona que todos creéis, no quiero pensar en nadie y en nada más que en eso, ahora. Ni siquiera en mi padre. Al menos por ahora, al menos un tiempo, necesito pensar sólo en mí. No porque me crea que soy tan interesante como para merecerlo: sino porque me he dado cuenta de que no hay peligro de que se me abra el agujero en el estómago cuando pienso en eso. Es extraño, ¿verdad?»

No habría tenido sentido explicarle a Palomo todo esto, desde el proyecto de ir a Londres hasta el abandono del chándal: le habría causado un dolor inútil, pensaba yo. Porque, pese a todo, es y siempre será mi Primer Novio: le debo esa tarde en la cabeza del dragón, el final de mi terror por
Mundoperro,
la pintada roja en el portal de mi edificio, los besos con sabor a chicle americano y a cigarrillo. No hay que exagerar.

Esas palabras, tal y como me las había preparado, me parecían perfectas.

Lástima que no hubiera manera de pronunciarlas.

Lástima que no haya dado lugar a hacerlo.

Porque ahora ya Pavarotti y el ministerio fiscal saben mejor que yo lo que ha ocurrido.

Saben que ayer era mi cumpleaños.

No saben que Eva Brandi me propuso ir al cine: una tarde para nosotras solas, me dijo, como en los viejos tiempos.

Esos tiempos no podían ser viejos porque nunca habían existido, pero da lo mismo.

Estaba eligiendo qué color de cinta para el pelo ponerme cuando sonó mi móvil.

Pavarotti y el fiscal saben también que era Palomo.

—Mandorla, dentro de media hora estoy en la puerta de tu casa. Baja con el dinero. Y nada de tonterías, ¿eh?

Eso era lo que quería decirme. Ni siquiera felicidades o algo así. No, nada de eso.

Bueno, en fin, el caso es que media hora más tarde lo estaba esperando abajo. Pero no llegaba. Pasó otra media hora, y entonces volví a subir a casa, devolví el paquete de papel de aluminio al baúl de las muñecas y me fui al cine.

Eva Brandi me esperaba allí: y no estaba sola.

—¿No creerás que yo, precisamente yo, iba a perderme tu cumpleaños? —me preguntó Matteo. Entonces se me encendieron las dos lucecitas de siempre, la de la cabeza y la de la entrepierna.

Por eso no me enteré de nada de lo que trataba la película. No me enteré ni de si era de amor o de cienciaficción. En parte por culpa de las lucecitas, en parte porque Eva y Matteo no paraban de besarse. Pero, sobre todo, porque ¿qué quería decir Matteo con eso de «precisamente yo»? Precisamente él, ¿qué?

Sí, ahora que lo pienso: una cosa más que le quiero preguntar cuando salga de aquí.

¿Por qué no podías perderte mi cumpleaños «precisamente tú»?

¿Para que viera que al cine los ONME van en pareja, mientras que los de imitación, incluso cuando cumplen años, están solos?

Por si eso fuera poco, a la salida, Eva propuso ir los tres juntos a ver las estrellas al Zodiaco.

Pero eso ya era demasiado: no es que todavía esté enamorada de Matteo o que quizá nunca haya dejado de estarlo. No, no, no.

O, al menos, no creo.

Lo que pasa es que: no sé.

El caso es que me inventé la trola de que Gianpietro había ido a casa de Tina a propósito para felicitarme, y tenía que volver enseguida a casa.

—Para él es muy importante —añadí, para que no pareciera que, mientras ellos esperaban a que aparecieran las estrellas en el cielo, yo no tenía a nadie que me esperara a mí la noche de mi cumpleaños.

Pero sí que me estaba esperando alguien de verdad: la policía.

Con la lista de los números marcados desde el móvil de Palomo y una orden de registro.

Nadie podrá quitarme del corazón la cara de Tina mientras me llevaban de allí en el coche patrulla. Todos los demás no hacían más que recorrer el portal de un extremo a otro, nerviosos, y girar en torno al ingeniero Barilla, que movía los brazos como un molino y repetía calma, calma. Tina estaba pálida y nada más.

Lo demás es ahora.

Ahora me lavo la cara y me aliso la falda, que se me ha arrugado toda, porque quiero dar inmediatamente buena impresión al ministerio fiscal.

Ahora quiero saber qué será bueno contar y qué será bueno callar.

Ahora sobre todo debería desesperarme de que me haya engañado mi Primer Novio.

Porque no sólo mi Gran y Posible Amor es una especie de criminal, sino que, además, no tiene siquiera una madre que trabaje de cocinera en Ciudad de México y que fuera amiga de Eduardo Palomo. No tiene un padre de verdad suyo.

Después de hacerme sentir estúpida por haberme creído todas esas historias, Pavarotti me lo ha explicado claramente: «Los niños adoptados, Mandorla, a menudo necesitan inventarse una vida imaginaria para soportar mejor la suya. Tu Palomo en realidad se crió primero en un colegio de monjas y después en una casa de acogida, hasta que lo adoptaron los señores Carnevale, unas bellísimas personas. Por desgracia, hace un par de años la señora empezó a sufrir depresiones, y el marido se las tuvo que apañar solo con el bar que regenta y con Palomo. El pobre ha hecho lo que ha podido.»

Yo lo escuché con atención, desde luego: pero, pese a todo, ¿qué le voy a hacer?

¿Qué le voy a hacer si no me parecieron revelaciones tan pasmosas?

Vivimos todos en la ignorancia de algo que nos concierne, ¿no?

Todos.

No podemos saber por qué nuestra profesora llega a clase de vez en cuando con ojeras, por ejemplo. O por qué el panadero, que siempre nos hace algún comentario divertido, algunos días no tiene la menor gana de bromear. No sabemos qué hacen (la profesora y el panadero, me refiero) los domingos por la tarde. No sabemos quién ha ido antes que nosotros a un baño público que huele que apesta. Por qué han abandonado al perro que hemos encontrado. Quién lo ha atado a un poste, con qué criterio habrá elegido precisamente ese poste: no lo sabemos. Qué dice la gente cuando habla de nosotros sin que estemos presentes: ni siquiera eso sabemos. Podemos creer que nos lo imaginamos, pero no lo sabemos. Y muchísimas otras cosas. Quién ha decidido que cuando decimos «árbol» nos referimos a un tronco con ramas y hojas, y no, qué sé yo, a una cosa resbaladiza para lavarnos a la que en cambio llamamos «jabón»: también ese nombre lo habrá decidido alguien. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? No lo sabemos. ¿Y por qué? ¿De qué color es el reverso del cielo? ¿En qué piensa una hormiga mientras se pasea por tu brazo? No tenemos ni idea.

Pero lo que sobre todo no sabemos es cuál, de entre todas las personas con las que estamos acostumbrados a tratar, será la próxima en morir. Y entonces, si incluso pese a eso seguimos viviendo como si nada, ¿qué importancia puede tener seguir viviendo sin saber verdaderamente quién era nuestro Primer Novio?

«¿Y sin saber verdaderamente quién era tu padre?»

Oh, Dios mío, ¡Pavarotti! ¿Ya está aquí?

«Pero qué Pavarotti ni qué…»

¡Mamá!

«Tenía que volver para contestar a esa pregunta, ¿no?»

Mamá, mamá, mamá. Contéstame, sí, pero luego no te vuelvas a marchar. ¡Quédate!

«Vida mía.»

Mamá.

«Mandorla.»

¿Quién es papá, mamá?

«¿De verdad quieres saberlo, mi vida?»

¡Claro que sí! Es mejor saberlo por ti, ¿no? ¡Porque total en cuanto salga de aquí iré derecha a hacerme la prueba de ADN!

«¿Ah, sí? ¿Y no la aplazarás, como llevas haciendo desde hace meses?»

¿Por qué dices eso, mamá?

«Porque si no te digo la Verdad yo, ¿quién te la puede decir?»

¡La Verdad!

«La Verdad, Mandorla, sí.»

Eso: ¿cuál es, mamá? ¿Cuál es la Verdad?

«La Verdad, mi vida, es que saber verdaderamente quiénes son nuestros padres no nos sirve de nada. Tenemos que conocerlos, desde luego. Pero, según tú, ¿conocer a alguien significa saberlo todo, todo, todo de ese alguien? Tú no sabías prácticamente nada de Palomo, creo yo.»

No sabía nada, no. Pero.

«¿Pero?»

Pero llegué a conocerlo bien.

«¿Es decir?»

Es decir. Es decir… pues que ocurrieron cosas entre Palomo y yo. Bonitas o feas, pero ocurrieron. De no haber sido por él, por ejemplo, yo ahora todavía tendría miedo de
Mundoperro.
Todavía necesitaría la máscara de Cara de Tonta. Pero nunca habría ido a parar a la cárcel.

«Entonces, por consiguiente, conocer a una persona significa permitirle que nos dé o nos quite algo. Significa dejar que entre en nuestra vida: dejar que la ensucie, el día que esa persona tenga los zapatos llenos de barro. Dejar que la ilumine, si a esa persona se le ocurre llevar consigo una lamparita. Dejar que la cambie, vamos. Mientras nosotros cambiamos la suya. Sin que quizá ninguno de los dos —ni nosotros ni esa persona— se dé cuenta de ello, mientras ocurre.»

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