«¡Era una mujer, Paolo! ¡Una m-u-j-e-r!
Cómo puedes creer que yo… con ella…
¡vamos, hombre, si me da asco sólo de
pensarlo!»
«y esa pobrecita no tiene culpa de nada…»
«Aunque, por otro lado, a mí me parece que
hacían bien en Esparta, todos los niños crecían
juntos sin esta payasada psicótica del padre y
la madre, así que Mandorla tiene una suerte
enorme: que no, Lidia, nunca pasó nada con
Maria. Nada. Aunque bueno, no puedo negar
que no lo pensara alguna vez. Tampoco muchas.
Pero una o dos, sí. ¿Qué tiene de malo?»
«Cesare, te lo pregunto hoy y no te lo
preguntaré nunca más: ¿es tuya?»
«… Te aseguro…»
«… que no…»
«Confía en mí.»
«… nunca…»
«… confía en mí…»
«… nunca…»
«… confía en mí…»
«A mí me da que es de Lorenzo Ferri.»
«Seguro que el padre es el ingeniero
Barilla. ¿No ves que la niña tiene
los ojos del mismo color que él?»
«… su amigo gay, el del tercero…»
«Grò.»
«Ppppp… pero ¿y Mmmm… mandddd… dorla?
¿Qu-qu-qu-qué dddd… dice Mmmm… mandorla
ddddde esttttto?»
Todos vivimos en la ignorancia de algo que nos concierne.
He intentado hacérselo entender a Pavarotti, el abogado, pero él no quiere atender a razones.
Además ha venido aquí sólo para eso: para saber.
—Pero ¿qué tiene que ver lo que ha ocurrido hoy por la tarde con lo que ocurrió hace once años? —le he preguntado.
—Tiene que ver, claro que tiene que ver —ha contestado Pavarotti (que se llama Luciano de nombre, pero no es siquiera pariente lejano del tenor).
Porque, según él, si ahora yo estoy en la cárcel, la culpa —a fin de cuentas— es de mis familias.
—¿Cómo se puede criar a una niña a base de secretos y mentiras, y luego pretender que sepa distinguir entre el bien y el mal? —me ha preguntado (pero de esa manera en que, como respuesta sólo hay una, no hace falta decirla, y yo me imagino que en este caso sería: no se puede criar a una niña a base de secretos y mentiras, y después pretender etcétera, etcétera). Y ha añadido, repitiéndolo dos o tres veces:
—Tienes que confiar en mí, Mandorla.
Pero el problema no es ése: lo único positivo de haber ido a parar aquí es que he descubierto que sé confiar de sobra.
El problema es que a mí me parece un poco absurdo ponerse ahí a contarle a alguien: «Me ha pasado esto y lo otro y lo de más allá», como si desde la torre de control de lo que es nuestra pobre experiencia personal de verdad pudiéramos tener una visión completa de todo.
—Pero, Mandorla, ¿te has vuelto loca? ¿Experiencia personal? ¿Visión completa? —Pavarotti ha empezado a ponerse nervioso—. La que ha ido a parar a la cárcel hoy eres TÚ —lo ha dicho como si escupiera, este tú—, TÚ —otro escupitajo— te has convertido en cómplice de un criminal, un tipo al que yo no hubiera dejado que me invitara ni a un café. Me parece que no podemos permitirnos filosofar.
En ese momento me ha parecido oportuno recordarle un detalle fundamental:
—¡Pero yo soy inocente, abogado!
Y él (muy serio) me ha contestado:
—La ley se basa en los hechos, no en las intenciones. Sólo cuando te decidas a contarme toda la verdad podré yo contársela a mi vez al ministerio fiscal. Y sacarte de aquí.
Aunque este Pavarotti sea el nuevo novio de Cate, y seguramente un buen tipo, me da la impresión de que tiene la cabeza un poco dura: ¡los demás, siempre los demás! ¿Qué les decimos a los demás? Lo quieras o no, siempre tienes que vértelas con eso. Siempre.
—¿Y bien? —me pregunta Cabeza Dura. Y bien nada, que hay episodios que ni imaginamos siquiera en la vida de los demás (eso yo lo entendí pronto, no tuve más remedio):
episodios de los que no sabemos nada, ni nunca sabremos nada, detalles mínimos, inconfesables, rayos ultravioleta que no podemos percibir pero que lo han condicionado todo e, inevitablemente, cuando entremos en contacto con ellos, influirán también en nosotros,
así que, hablar de verdad es obvio que resulta bastante embaraz…
Pavarotti ha levantado la voz:
—Ya está bien, basta. —Pero en cuanto se da cuenta de que me ha asustado cambia de tono y me estruja una mano (no para hacerme daño, sino para darme a entender que está de mi parte, creo)—: Puedes estar segura de que mañana te sacaré de aquí, Mandorla. Tú sólo tienes que contarme qué pasó: de lo demás me ocupo yo. Luego, en cuanto solucionemos este lío, te prometo que me ocuparé personalmente de tu situación. Te lo juro por Cate. Ya no se puede perder más tiempo: decididamente ha llegado el momento de que tengas lo que todos tienen derecho a tener.
Con eso de tu situación, Pavarotti se refiere a la prueba de ADN.
Con eso de lo que todos tienen derecho a tener, se refiere a un padre.
—Lo que te ha pasado hoy confirma que hace once años, aunque sin mala fe, por supuesto, no digo que no, se cometió un trágico error —ha proseguido—, pero a partir de mañana todo cambiará, Mandorla. —Me parece que pensaba que lo justo hubiera sido que en ese momento sonara la música que, en las películas, anuncia que vienen los buenos.
Pero la música no ha sonado, y a lo mejor a Pavarotti no le ha sentado bien, porque se ha puesto de pie y se ha marchado. Pero antes ha acercado la cara a la mía, lo bastante para que supiera que a mediodía había comido algo con ajo, y me ha dicho, clavándome en los ojos sus gafitas rectangulares:
—Lo peor ya ha pasado, Mandorla. Ahora sólo tienes que poner en orden tus ideas. Aprovecha esta noche para dormir, si es que puedes. Y estate tranquila.
He dicho que sí con la cabeza. Pavarotti ha sonreído como para decir entonces estamos de acuerdo, y hemos quedado mañana a las ocho de la mañana.
¿Y ahora qué?
Debería aprovechar esta noche para dormir.
Debería estar tranquila.
Pero ¿qué puedo hacer, si no lo consigo?
¿Por qué? Porque en la celda de al lado hay una chica que no hace más que toser, y parece que lo haga aposta para molestarme; porque nadie puede tener un cumpleaños tan feo como el que he tenido yo; porque mi Gran Amor me ha traicionado y me ha abandonado; porque si tengo que hacer caso de Pavarotti, mis familias se han portado muy mal conmigo, y porque por fin, pronto, muy pronto, sabré quién es mi padre, y la alegría, cuando es demasiada, se parece a la angustia, de cómo te golpea en la cabeza: en efecto, tengo muchas razones para no dormir.
Y, sin embargo, la única de verdad válida para mí es que nacer hombre, mujer o animal es lo peor que le puede pasar a alguien. Nunca me consolaré de no ser un objeto. Me habría conformado con uno cualquiera, de verdad. Una plancha, un ratón de ordenador, una aspiradora, una puerta, un plato o un cubo de basura.
Si, por ejemplo, yo ahora fuera un objeto programado para contarle a Pavarotti lo que ha ocurrido, funcionaría, si funcionara, y no funcionaría si estuviera roto o se me hubieran acabado las pilas. Como mucho de vez en cuando sufriría un cortocircuito. Pero entonces, llegado el caso, bastaría con llevarme a reparar.
Pero no hay sitio donde se pueda llevar a reparar la infancia. Mucho menos si da la casualidad de que has tenido cinco infancias.
Ésta va a ser una noche larguísima.
Si de verdad no tengo más remedio que contarle a Pavarotti todas mis cosas, me gustaría empezar por decir que yo eso del orgullo de las personas solas no me lo creo.
Cada vez que la señorita Polidoro me decía: «Oh, Mandorla, qué maravilla estar las dos aquí solitas viendo los dibujos animados, sin que nadie nos moleste», yo sentía que, en realidad, en ese preciso momento echaba de menos a todo el mundo. A su padre, a los gemelos, a la mejor amiga que no había tenido jamás, a los chicos a los que no había besado nunca y a las compañeras de trabajo con las que no había logrado establecer la más mínima relación más allá del horario de trabajo en el colegio.
En cuanto Tina me decía eso, sobre todo desde que descubrí el secreto de sus noches, era como si alguien bajara de pronto el volumen de la tele: ya no entendía nada, los dibujos animados se iban por su lado, y yo no se lo impedía, porque total estaba concentrada por completo en la esperanza de que nos dejaran en paz pronto, que de ese sofá, de ese salón, de toda esa casa desaparecieran los fantasmas de las personas que habrían podido hacerle compañía pero que, de una manera u otra, habían tenido cosas mejores que hacer: unos, hace muchísimos años, y otros, ayer mismo.
Porque aunque el timbre de la casa de Tina sonara continuamente, siempre era sólo para pedir algo.
—
¿Entonces estamos de acuerdo? —pregunta el ingeniero Barilla por séptima vez desde el inicio de la reunión más difícil de la historia de la junta de vecinos del edificio de la calle Grotta Perfetta 315. (Y ellos que pensaban que decidir cambiar la calefacción de central a independiente había sido, en su momento, una transformación extraordinaria.)
—
De acuerdo —dice Caterina Grò, y todos hacen algún gesto, unos con la cabeza, otros con los ojos, para mostrar que están de acuerdo, sí.
—
Tendremos que seguir comportándonos como siempre, naturalmente —prosigue el ingeniero.
—
Los primeros días serán los más difíciles, pero después estoy segura de que todo irá muy bien —comenta la señora Barilla.
—
Cuando se dice eso es porque, en realidad, se teme lo contrario —cree oportuno subrayar Paolo. Michelangelo le pone una mano en la rodilla como para rogarle: anda, déjalo.
—
Mira, Paolo, no —interviene Lidia—, si empezamos así no vamos a ninguna parte. La señora Barilla tiene razón: hay que pensar en el futuro, mirar hacia delante. En cuanto cojamos confianza con Mandorla, lo demás vendrá solo. Vamos, que si tiene que ser hija de todos, ¡pues que lo sea!
—Dottoressa
Frezzani, le ruego que contenga su entusiasmo —interviene de nuevo el ingeniero Barilla—. Me explico: naturalmente, será necesario establecer enseguida una relación con la niña. Pero la invito a la prudencia. Y no sólo a usted, a todos.
—
A los niños no se les escapa nada, ¿sabes, Lidia? —Como de costumbre, la señora Barilla intenta suavizar los exabruptos de su marido empleando un tono suave y envolvente—. Fíjate, a Giulia, cuando era pequeña, cada vez que nos oía discutir, aunque fuera por una tontería, ¡le daban náuseas y vomitaba! Te lo juro. Aunque no hubiera comido nada, corría al baño y vomitaba.
—
¡A
Efexor
le pasa lo mismo! —Lorenzo Ferri se despierta por fin del letargo en el que se ha vuelto a sumir desde que dejó de discurrir sobre los monjes trapenses—. Cada vez que Lidia y yo nos peleamos, y os aseguro que sabemos hacerlo alcanzando niveles de rara maestría, él corre a esconderse en la cocina, detrás de la despensa.
—
Pero, hombre, no se puede comparar a los perros con los niños —le hace notar Samuele Grò, sin darse cuenta de que Lorenzo está ahora demasiado absorto pensando en
Efexor
para poder escucharlo—. Lars, por ejemplo, es tan intuitivo que, si estoy hablando por teléfono con mi madre, se da cuenta y, ¿sabéis qué hace? ¡Empieza a decir BAAAAA-BA! ¿Entendéis? ¡BAAAA-BA! Como si quisiera decir: saluda a la abuela de mi parte.
—
Los niños son tan sensibles… —corrobora Caterina.
Pero a Tina no se le escapa la leve mueca que ha aparecido en el rostro expresivo e intenso de Lidia. Como de costumbre, está segura de que, de alguna manera, puede ser responsable de una desilusión, y quiere ponerle remedio
:
—
Esto, sin embargo (me refiero a que los niños sean sensibles), no significa que mientras la pequeñita viva conmigo no puedan venir a saludarla. Lo importante, si he comprendido bien lo que el señor Barilla quería decir, es que todo parezca… ¿cómo decirlo?
—
Natural —acude en su auxilio Caterina Grò.
—
A menudo ocurre que alguno de ustedes necesite algo y venga a llamar a mi puerta —prosigue Tina. Esperando no herir a nadie, cree importante aclarar—: a mí me gusta mucho poder ayudarlos cuando tienen algún problema. —Pero entonces piensa: ¿a ver si era inútil aclarar que me gusta mucho, y ahora todos están pensando que lo he dicho precisamente porque no tengo la conciencia tranquila y en realidad no me gusta en absoluto? Pobre de mí, se desespera, y se siente tan incómoda que no logra continuar. Pero lo hace la señora Barilla en su lugar.
—
Lo que la señorita Polidoro quiere decir es que podemos ir a ver a Mandorla siempre que nos apetezca pero, para que no sospeche, sería bueno inventarse excusas para bajar al primero. ¿No era eso, señorita?
—
Sí, eso exactamente quería decir —contesta Tina. Además, desde que vivimos aquí, cada día alguno de ustedes me pide que le haga un favor, querría subrayar. Pero se da cuenta de que debería darle a su voz la entonación adecuada para que el placer que la lleva a ayudar al prójimo no pueda confundirse ni remotamente con la más mínima irritación, por lo que prefiere callarse.
—
Prudencia y naturalidad. —Éstas serán las últimas palabras de esa reunión que nadie (nadie) podrá olvidar jamás—. Prudencia y naturalidad. —El ingeniero Barilla las repite tres veces, porque nunca se sabe.
—
Prudencia y naturalidad.
• • •
Señorita Polidoro, se nos ha acabado el detergente, ¿no tendría usted…?… Señorita, Cate está en el tribunal, y no tengo con quién dejar a Lars… El azúcar… La sal… ¿Puedo delegar mi voto en usted para la próxima reunión de vecinos?
El motivo por el que sonaba el timbre de Tina no era nunca para charlar un poco.
Es verdad que tengo que reconocer que, al principio, antes de que muriera mi madre, antes de que me viera de repente con cinco familias, antes de que empezara todo, vamos, yo tampoco tenía buena opinión sobre ella.