La línea negra (49 page)

Read La línea negra Online

Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
2.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero alguien había prestado una considerable ayuda a Alain.

Estaba desnudo, atado a un sillón con cuerda de tender y cable de antena. A su lado, un equipo compuesto por un largo tubo, contadores de cuarzo y dos bombas: el aparato de filtrar la sangre.

Habían cortado el conducto que partía de la sangradura del brazo del vietnamita y lo habían desviado, como si fuese una manguera, hacia unos recipientes colocados a sus pies. Tarros de especias. Frascos de salsa agridulce. Botellas rotas de agua mineral. Todos habían sido vaciados de su contenido y vueltos a llenar hasta los topes, rebosantes, pegajosos.

Marc retrocedió hacia una esquina.

Iba a tener que revisar a fondo sus cuentas.

Porque Jacques Reverdi ya estaba en París.

Marc visualizaba la escena. Mientras interrogaba a su víctima, el predador mantenía el pulgar en el extremo del tubo cortado a fin de taponarlo. Si Alain no respondía, liberaba el flujo y llenaba un recipiente. Otra pregunta, otro frasco. Y así sucesivamente.

Pero Reverdi había ido más allá.

Después de haber obtenido las respuestas a sus preguntas, le había metido a Alain el tubo en la garganta, obligándole a beber su propia sangre. El vietnamita había muerto ahogado por el brebaje. La sangre todavía fresca le salía por la boca, la nariz y las orejas. Tenía la cara abotargada, las mejillas hinchadas, las sienes abombadas.

Al acercarse, Marc constató que la máquina estaba todavía en marcha: los últimos centilitros, empujados por la presión, continuaban penetrando en el cerebro de Alain. Ese rostro no iba a tardar en estallar.

Marc estaba asombrado de conservar la lucidez. Solo la urgencia lo mantenía en pie. ¿Qué había podido decir el empleado de correos? No gran cosa, salvo que era un hombre quien iba a buscar el correo de Élisabeth. Por lo demás, Alain solo sabía el nombre de pila de Marc. Solo le había pedido una vez el pasaporte, cuando había hecho el «contrato de reenvío», ocho meses antes. Era imposible que se acordara de nada.

Marc contaba, pues, con algo de tiempo. Retrocedió con precaución, tratando de recordar si había tocado algo. No. Un antiguo reflejo de fisgón que no deja nunca huellas.

En la puerta del cuarto de baño, se dijo que debería parar la máquina para evitar el último ultraje. Volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó ante los botones se quedó parado. No tenía ni idea de cómo funcionaba el sistema y, ante la idea de cometer un error —aumentar la presión, por ejemplo, y provocar la explosión del cráneo—, prefirió renunciar.

Abrió la puerta de entrada cubriéndose la mano con la manga y echó un vistazo al rellano: nadie. Antes de huir, buscó en su memoria una oración —unas simples palabras— para pedir perdón a Alain.

No encontró nada.

Abandonó al vietnamita sometido a la presión.

77

Por prudencia, tomó la escalera y bajó un piso a pie. En el undécimo, llamó al ascensor. Una vez dentro de la cabina, se derrumbó. Se dejó caer al suelo, con la espalda apoyada en la pared de hierro, y se puso a llorar. Estaba perdido y, lo sabía, virtualmente muerto. Ni siquiera trataba de imaginar los sufrimientos que le esperaban.

Las puertas se abrieron en la quinta planta. Marc apenas tuvo tiempo de ponerse de pie. Entraron dos adolescentes chinos riendo. Marc se apoyó en la pared del fondo, conteniendo la respiración y el llanto. Los chavales salieron en la planta baja sin dirigirle una mirada. Él dejó que las puertas se cerraran. La cabina continuó bajando. Se dio cuenta de que el edificio era tan enorme que tenía otra planta baja.

Cuando las puertas se abrieron de nuevo, vio una galería comercial que daba a unos jardines a cielo abierto. Avanzó unos pasos y abrió los ojos con asombro. En un piso, había sido propulsado a Hong Kong o a Pekín. Todos los rostros eran chinos. Todas las voces eran chinas. Las luces de neón dibujaban caligrafías en rojo, azul y amarillo. Olores a comida, cargados de ajo y de soja, flotaban en el aire.

Marc vacilaba. Un hombre lo empujó. Se encontró pegado al escaparate de una tienda de CD y DVD. Unas pantallas acústicas difundían una melodía romántica. Estaba paralizado, con los brazos en cruz.

Haciendo un esfuerzo, echó de nuevo a andar, perseguido por la voz estridente de la canción. Sus ojos le evitaban los obstáculos, pero no analizaban ni las caras ni los objetos que veían. Avanzaba como un sonámbulo, sin que ningún detalle le suscitara el menor pensamiento o reacción.

Tomó conciencia de que había dejado de andar. Delante de él, cuatro ejemplares del mismo libro ocupaban el lugar de honor en un escaparate. En la cubierta se leía, sobre fondo negro, el título en letras rojas:
SANGRE NEGRA
. En otro espacio-tiempo, Marc se habría sentido satisfecho… o emocionado por ese espectáculo.

Pero en ese momento no estaba ni satisfecho ni emocionado.

Simplemente, aterrorizado.

¿Había pasado Jacques Reverdi por esa galería comercial al salir del apartamento de Alain? ¿Había visto el libro? ¿ Cuánto tiempo había necesitado para comprenderlo todo? Marc no ponía en duda que el empleado de correos hubiera dicho su nombre de pila. Gracias a la novela, Reverdi tenía también su apellido.

Marc echó a andar deprisa bajo las bóvedas. No había dado dos pasos cuando recibió otro choque. Un puñetazo en el hígado. En el escaparate de una perfumería, el rostro de Jadiya lo miraba.

Se acercó tambaleándose. Era un cartel de cartón sobre un soporte. Marc no ponía nunca los pies en una perfumería, de modo que no sabía que la campaña de publicidad de Élégie se había ampliado a los puntos de venta.

¿Había visto ya Reverdi a Élisabeth en un escaparate?

Intentó reanudar la marcha, acorralado entre la cubierta de su libro y los carteles de Jadiya. Se veía como un trampero prisionero de su propia trampa, con unos dientes de acero clavados en la pierna.

Se Volvió bruscamente; le parecía haber visto, reflejada en el escaparate, la figura de un hombre con la cabeza rapada. Un hombre que podría ser Reverdi. No, no había nadie. En cualquier caso, ningún occidental.

En ese momento tuvo un destello de lucidez.

Sus labios pronunciaron a su pesar:

—Jadiya.

78

De camino hacia la calle Jacob, Marc no paraba de llamar a Vincent. Ninguna respuesta. Ni siquiera un mensaje. Eso no significaba que el fotógrafo se hallara ausente, sino todo lo contrario. Cuando trabajaba, desconectaba el móvil y la línea fija. Marc pidió al taxista que acelerase, lo que provocó suspiros y comentarios sobre «la circulación cada vez más asquerosa» en París.

Marc se sumergió en sus pensamientos, que se reducían a uno solo: salvar a Jadiya. Había que esconderla, protegerla y, de una u otra forma, explicarle la situación. De todas sus razones para ser presa del pánico, la perspectiva de tener que dar una explicación era la más fuerte.

¿Cómo iba a contarle toda la historia?

El taxi había dejado de circular. Un embotellamiento en el bulevar Saint-Michel. Volvió a marcar el número de Vincent. En vano. Estaba seguro de que el gigante sabría dónde estaba Jadiya. También pensaba ponerlo en guardia a él. Marc seguía el camino del asesino: después de ver los carteles, se pondría en contacto con la asociación de perfumeros o con la agencia de publicidad. Le bastarían unas llamadas para averiguar la dirección de Vincent, o incluso la de Jadiya.

El coche seguía parado. Marc pagó al taxista y dijo que continuaría a pie. «¡Viva la solidaridad!», masculló este último. Marc echó a andar deprisa por el bulevar, luego giró a la derecha por la calle Medicis y siguió caminando junto a los jardines de Luxemburgo. Al llegar a la confluencia con la calle de Tournon, la imagen de Renata Santi apareció en su mente. Ella también estaba en peligro. Marcó su número sin detenerse.

—¿Marc? ¿Dónde está? Hace tres días que…

—He visto el libro.

—¿Le gusta?

Su voz pulmonar le daba siempre un tono precipitado. Marc debía seguirle un poco el juego.

—Mucho.

—Pero no ha respondido a las peticiones de…

—Renata, tengo que pedirle una cosa.

—Diga. Con las primeras noticias que estoy recibiendo de los libreros, sus deseos son órdenes para mí.

—¿Ha recibido la llamada de un hombre relacionada con el libro? Un hombre raro…

—¿A qué tipo de rareza se refiere?

Marc comprendió que iba por mal camino. Reverdi no se presentaría nunca como alguien raro o sospechoso. Al contrario. Sin embargo, insistió:

—No sé. Un periodista al que los encargados de las relaciones con la prensa no conozcan. Un tipo que esté muy interesado en verme por una u otra razón. ¿No ha recibido ninguna llamada de ese tipo?

—No.

—¿Alguna presencia anómala cerca de la editorial?

—Está empezando a asustarme…

Marc caminaba a toda velocidad por la calle Bonaparte.

—Oiga, si de verdad quiere complacerme, salga de su despacho y vaya a un lugar tranquilo que no sea su casa. Y sobre todo no duerma esta noche allí.

—¿A qué viene todo esto, Marc? ¿Se da cuenta de que lo que dice resulta muy inquietante?

—Se lo explicaré todo mañana. Lo juro. Pero ahora siga mis instrucciones, ¿de acuerdo?

—Bueno…, es una petición bastante estrambótica, pero de acuerdo… He conocido tipos raros, pero desde luego usted se lleva la palma.

Marc colgó; había llegado a la calle Jacob. Giró a la izquierda y se acercó al portal. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le temblaban las piernas. El estudio presentaba su aspecto habitual: grandes cristaleras cubiertas con cortinas. Alargó la mano hacia el timbre.

Su gesto se detuvo en seco.

La puerta de cristal estaba abierta. Marc sintió que las piernas le fallaban de verdad. Dio media vuelta y se apoyó en la cristalera. Un crujido le agrietó el cuerpo. Un largo desgarramiento de huesos que lo atravesó de arriba abajo.

Jacques Reverdi se le había adelantado.

Y tal vez todavía estuviera allí…

Recordó que había una comisaría a unos cien metros, en la calle Abbaye. Pero pensó en Vincent y se volvió de nuevo de cara a la puerta. Después de todo, era el único responsable de esa pesadilla.

Empujó la puerta sin hacer ruido. El estudio se hallaba sumido en un silencio de santuario. Todas las cortinas estaban corridas. Solo entraba un poco de luz por algunas claraboyas altas. No tuvo que dar más de dos pasos para obtener una confirmación: Reverdi había estado allí… y se había marchado.

Cientos de fotos alfombraban el suelo. El asesino había registrado los archivos de Vincent en busca de las imágenes y las señas de Jadiya Kacem, alias Élisabeth Bremen.

Pero había algo mucho más grave.

Más allá de los focos apagados estaba Vincent sentado en su sillón con ruedas, que Reverdi había colocado en el centro del plato. El corpulento hombre estaba de espaldas, con la cabeza baja, vuelto hacia los grandes telones de colores que caían hasta el suelo. Su postura no dejaba lugar a dudas: estaba rígido. A su alrededor había un montón de fotos diseminadas en círculo.

Marc se acercó, más muerto que vivo él también. Su cabeza era como una cámara oscura que solo mostraba imágenes de destrucción.

Vincent estaba desnudo, como Alain pero en una versión XXL, monstruosa. Pliegues de carne, oprimidos por los trozos de cinta adhesiva que lo sujetaban al sillón. Su cuerpo de ballena llevaba la huella de múltiples heridas. No como las que Reverdi infligía a sus víctimas femeninas, incisiones finas y limpias. Esta vez eran grandes cortes. Rabiosos, bárbaros, profundos. Por los chorros oscuros que habían brotado, algunos hasta llegar a una distancia de dos metros, Reverdi había escogido en esta ocasión las arterias, no las venas; gran caudal y fuerte presión.

Sin embargo, Marc se dio cuenta de que Reverdi había obturado primero las heridas con cinta adhesiva a fin de practicar, una vez más, su chantaje sangriento. Había buscado las respuestas a sus preguntas dejando fluir la sangre. Cada vez que obtenía una negativa o un silencio, había arrancado un trozo de cinta, abriendo una compuerta de muerte.

Al acercarse, Marc observó un detalle singular. Los largos cabellos cubrían por completo el rostro, pero algunos mechones parecían retorcidos y duros, como rizos de rastafari. Despacio, muy despacio, Marc levantó la cabeza de Vincent empujándola por debajo de la barbilla.

El asesino había arrancado los ojos del fotógrafo y metido en sus órbitas películas desenrolladas. Un segundo más tarde, Marc se percató de que la cabeza del cadáver había sido colocada de un modo específico. Ese rostro sin ojos «miraba» algo situado a la espalda de Marc.

Se volvió y vio huellas sangrientas en los grandes telones de papel de colores. Sin dudarlo, los arrancó uno tras otro y descubrió la continuación del mensaje.

En el último fondo, el asesino había escrito con la sangre de su víctima:

¡VER NO ES SABER!

Marc retrocedió y tropezó con el cadáver. Vio moverse toda la habitación y comprendió que iba a perder el conocimiento. En el último instante, se agarró del hombro de su amigo torturado. Ese simple contacto le hizo gritar; un grito que le salía del vientre y que estaba reprimiendo desde su visita a casa de Alain. Gritó más, y más. Doblado en dos sobre su rabia, sobre su miedo. Gritó hasta desgarrarse las cuerdas vocales.

Después cayó de rodillas, llorando, sobre las fotos esparcidas por el suelo, pegadas por la sangré seca.

En ese momento comprendió la conclusión del mensaje.

Todas esas fotos reproducían a una sola persona: Jadiya.

¿Le había dado Vincent su dirección? Sin duda alguna.

¿Qué más había podido decir? Nada. No sabía nada. Al pensar en las torturas inútiles que había sufrido, Marc sintió que lo invadía otra oleada de llanto, pero se dominó.

Tal vez aún podía salvar a Jadiya.

Se levantó y se acercó a la mesa para utilizar el teléfono fijo de Vincent. El número del móvil de Jadiya estaba memorizado. No hubo respuesta. Marc pensó en Marine, su maquilladora. Su número también estaba en la memoria. La chica contestó al tercer timbrazo.

—¡Marc! ¿Qué tal va todo?

Él dirigió una mirada a las órbitas vacías de Vincent, a la inscripción sangrienta, a las fotos de Jadiya manchadas.

—Va —dijo.

—¿Qué querías?

Marc se volvió de espaldas a la carnicería e imprimió firmeza a su voz.

Other books

La abominable bestia gris by George H. White
Any Duchess Will Do by Tessa Dare
Almost Lost by Beatrice Sparks
The Child by Sebastian Fitzek
Remembrance Day by Leah Fleming
Timbuktu by Paul Auster
Kushiel's Dart by Jacqueline Carey