La línea negra (53 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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—¿Por qué no nos mataste en aquel momento?

—No estabais maduros para el sacrificio. El miedo tenía que aligeraros un poco. Privaros de vuestras certezas, de vuestros puntos de referencia. Cuando os seguí ayer, desorientados en la mañana gris, me dije que empezabais a estar a punto…

Echó un vistazo al contador. Un analizador numérico de atmósfera.

—Después, las cosas se complicaron un poco. Yo sabía que, habiendo llegado al límite de vuestras fuerzas, iríais a la policía. Pero ¿a qué comisaría? A la de la avenida del Maine, por supuesto. Una de las más grandes. Una de las más conocidas. Y sobre todo, la única que os pillaba de paso. Os vi entrar en el edificio. Dejé pasar unos minutos y entré yo también.

«Simplemente me incorporé al barullo general de la comisaría, adoptando un aire de concentración. Parecía un teniente de policía, o un médico llamado con urgencia para atender a uno de los encerrados en los calabozos. Recuerda lo que te escribí una vez, "Élisabeth": "Cuanto menos te escondes, menos te ven".

»Inspeccioné el lugar. Os vi sentados en un banco. Me situé a cierta distancia, en espera de que se presentara una oportunidad. No había trazado aún un plan concreto, pero tenía varias posibilidades en cartera. Cuando Jadiya se levantó y fue a los servicios, comprendí que había llegado el momento. Una sola inyección, y no tenía más que representar el papel de médico diligente. La llevé por la salida de atrás, adormilada, hasta el aparcamiento, donde había estacionado mi coche, provisto del distintivo de los médicos. Ningún problema.

»Después te esperé a ti en los servicios. Como tardabas en aparecer, volví a la sala principal. Al verte dormido, estuve a punto de echarme a reír. Regresé a mi escondrijo. Después de haberte puesto una inyección, volví al coche lo más discretamente posible, sujetándote por debajo de los brazos. Y eso es todo.

A Marc le costaba cada vez más reprimir los temblores. Cada sacudida, cada convulsión le producía un vivo dolor al tirar de su piel pegada al metal. Tenía que respirar más fuerte, más hondo, para obtener su dosis de oxígeno. También sentía el dolor profundo, y al mismo tiempo irreal, de sus heridas internas. Imaginaba su sangre bullendo bajo la piel, liberada de las venas cortadas, a punto para manar cuando la llama reabriera las heridas.

—Pero la verdadera pregunta es: ¿cómo es posible que estemos aquí? —continuaba Reverdi—. Y ante todo: ¿dónde estamos? Todo lo que puedo deciros es que se trata de una instalación industrial de alto riesgo. En los alrededores de París, cerca de un río. Un río muy importante. Tú lo sabes, Marc, y quizá se lo hayas dicho a Jadiya: allí donde hay agua, soy invencible.

»Entrar aquí era más difícil que entrar en una comisaría, créeme. Pero no imposible. Me han bastado unos papeles falsificados y un vocabulario apropiado para convencer a los vigilantes de que se estaba realizando una simulación de alarma. Una vez dentro, las inyecciones han vuelto a serme útiles. Dentro de unas horas, se despertarán con la boca pastosa y dolor de cabeza. Exactamente igual que vosotros ahora. Pero en vuestro caso eso ya no tiene importancia.

Reverdi accionó otra vez el mando a distancia. El silbido sonó más fuerte.

—Quince por ciento. No tardaréis en sentir náuseas.

Marc notó un hueco en el pecho debido a la falta de aire. Al mismo tiempo, sintió una pesadez en el vientre, una arcada.

El asesino se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y colocó delante de él el frasco de la miel, el pincel y la lámpara de aceite. Suspiró con lasitud, como si tuviera que abordar cuestiones penosas:

—He leído tu libro, Marc. Aunque debería decir «mi» libro.

Cogió una cartera metida dentro de un alvéolo.
Sangre negra
se materializó entre sus manos. Hojeó la novela distraídamente, pasando el filo del cuchillo sobre las páginas.

—En el fondo, lo has hecho bastante bien. Aunque, todo hay que decirlo, poseías información de primera mano. Pero hay unas cuantas verdades que quisiera aclarar. Es demasiado tarde para efectuar correcciones en el texto, claro. —Le apuntó con el cuchillo—. Simplemente vamos a hacer esas modificaciones en vuestra cabeza. Antes de sufrir el sacrificio, debéis ser absolutamente puros. Estar limpios de toda mentira.

Marc lanzó una mirada hacia Jadiya: sus ojos, blancos y negros, estaban inyectados en sangre. Placas rojizas salpicaban sus cabellos. Debatiéndose, había tirado de sus cabellos hasta el punto de arrancarse trozos de cuero cabelludo.

Reverdi se echó hacia atrás apoyándose en las manos, sin apartar los ojos de sus víctimas.

—Todo empezó con mi madre —dijo en un tono de narrador—. Pero no de la forma que tú has imaginado. —Rió para sí mismo—. Cuando era una leyenda en el mundo de la apnea, un periodista escribió que el mar estaba en mí. Quería decir que estaba habitado, invadido por el mar. Algo de razón tenía, pero solo algo. —Echó la cabeza hacia atrás y se puso a observar las elipses de arriba—. Lo que siempre ha estado en mí no es el mar, sino la madre.

84

—Tú, Marc, conoces mi historia. Al menos, crees conocerla: huérfano de padre, que crece junto a su madre en una sucesión de viviendas baratas. A partir de ahí, has fantaseado mucho. Esa figura del padre ausente que obsesiona al niño, el futuro asesino, esa especie de fantasma amenazador que separa al hijo de su madre. Puedo citarte, ¿no?

Abrió la novela por una página que tenía una esquina doblada y leyó en voz alta:

Claude no podía oír llamar a la puerta sin imaginar que su padre regresaba. No podía dormirse sin que una sombra ancha y negra se inclinara sobre su cama. No podía escuchar a sus compañeros de colegio mencionar a sus padres sin que lo recorriera un estremecimiento. Una carencia, un llamamiento, una herida se abría entonces en él, y secretamente hacía responsable de ello a su madre. ¿Acaso no había dejado que se fuera?

Dejó el libro.

—No está mal, Marc, no está mal… Pero mi situación era más simple. Y mucho más banal. Llevábamos una vida normal y corriente. Incluso bastante equilibrada. En cualquier caso, desde ese punto de vista. No se hablaba nunca de mi padre. Éramos dos y ya está. Y, contrariamente al personaje de tu libro, mi madre no era una fanática religiosa, una chiflada de la caridad, dura consigo misma y con los demás…

Se incorporó, pero siguió sentado con las piernas cruzadas.

—No. Para resumir, yo diría que mi madre solo tenía un problema: le gustaba demasiado el sexo.

Acercó el mango del cuchillo a su entrepierna mirando a Jadiya, que bajó los ojos.

—Necesitaba esto entre las piernas, ¿comprendes? Un rabo bien duro que le restregara las carnes, que la penetrara hasta la garganta.

Cerró los ojos, sopesando esa idea.

—Sí, mi madre, la queridísima y santa asistenta social, era una ninfómana. Estaba totalmente enganchada al sexo. Y su oficio, esa supuesta vocación, no era sino un modo de echar el anzuelo a parados, tipos desocupados, un montón de sementales fáciles de atraer…

Marc ya no estaba seguro de sus percepciones, pero le parecía que otro ruido se mezclaba con el del escape de CO
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. Un ruido más agudo… No cabía duda, a Reverdi le rechinaban los dientes. Al evocar a su madre, el odio tensaba sus mandíbulas.

—La llamada del pene —proseguía—, eso es lo que la animaba todos los días cuando recorría los barrios humildes.

Se volvió de nuevo hacia Jadiya, que le devolvía una mirada estupefacta. Las grapas clavadas en la carne le embadurnaban los labios de un rojo terrorífico.

—¿A ti también te gusta eso? —Se volvió hacia Marc—. ¿Se abre en dos cuando la ensartas? ¿Pensáis en mí cuando os revolcáis? ¿Pensáis en el pequeño Jacques, que no comprendió nunca a su mamá?

De pronto bajó la voz.

—No había que fiarse de su belleza melancólica y sus vestidos con cuello cerrado. Su agujero era un sumidero, una cloaca que se abría a todos, hasta las vísceras…

Se levantó, como para serenarse. Se puso a caminar; el oxígeno continuaba saliendo sin que pareciera afectarle. Se encogió de hombros.

—Pero, después de todo, ¿por qué no? Esos asuntos no son de la incumbencia de los niños. Además, cuando esos hombres iban a verla, la mayoría de las veces yo ya estaba durmiendo. Pero era una perversa. Necesitaba integrarme de una u otra forma en sus placeres. Cuando le pregunté quién iba a verla por la noche, me dijo en un tono confidencial: «Tu papá». Después se echó a reír. Yo debía de tener seis o siete años. Esa brusca aparición de mi padre, cuando nadie me había hablado nunca de él, me perturbó. Desde entonces solo tuve una idea: verlo.

»Por la noche permanecía al acecho en mi habitación, intentando captar detalles, oír su voz, percibir su olor. Pero no me atrevía a abrir la puerta. Lo único que llegaba hasta mí eran ruidos amortiguados, gemidos. Saqué mis propias conclusiones. Mi padre iba por la noche a hacer daño a mamá. Imaginaba a una especie de demonio con los miembros duros y las uñas afiladas que la hería, la arañaba, la desollaba. Empecé a detestarlo con todas mis fuerzas.

»Pero al mismo tiempo mi fascinación no disminuía. Solo pensaba en él. Me torturaba la mente imaginándolo. Por la noche, pegaba la cara a la ranura de la puerta para verlo. Por la mañana, buscaba sus huellas en el salón y en la habitación de mi madre, entre los olores viciados de sexo. Buscaba debajo de la cama, entre las sábanas, bajo la alfombra. Encontraba objetos que le pertenecían. Un encendedor. Cigarrillos. Un folleto de las quinielas… Guardaba todo eso en una caja. La caja de los tesoros.

»Un día, me armé de valor y le pregunté a mamá por qué papá le hacía daño. ¿Es que era malo? Al principio, no comprendió; después volvió a echarse a reír, con su voz grave, y adoptó aires de suficiencia. Todavía veo su rostro alargado, con aquellos labios demasiado gruesos. Sonriendo, me dijo que sí, que era muy malo. Por eso no debía verlo jamás… A partir de ese momento me hizo esperarlo despierto; y cuando llamaba a la puerta, me susurraba en un tono de pánico fingido: "¡Escóndete, deprisa, viene papá!". Yo me iba corriendo a mi habitación, aterrorizado. Me acurrucaba detrás de la puerta, acechando el menor ruido, la menor señal, imaginando las peores torturas. Y temiendo que me encontrara…

»Pero no podía más: tenía que verlo. Agujereé la puerta de mi cuarto. A través de una hendidura erizada de astillas, por fin lo vi. Un hombre alto y robusto, muy moreno, muy peludo. Enseguida me gustó. Parecía un oso.

»Pero esa noche vi por primera vez lo que no debía ver. Miembros entrelazados, frotamiento de carnes, colores violáceos. A mamá con algo en la boca. Unas nalgas oscuras. Un "pajarito" de chica que parecía una herida irritada. Todo acompañado de esos gritos de animal, esos ronquidos, esos ahogos… Aunque no podía definirlo, lo que estaba contemplando era una violación, la violación de la especie humana, de todo lo que yo creía saber sobre los "mayores".

»Estaba enfermo. No quería seguir soportando aquello. Sin embargo, todas las noches estaba apostado tras la puerta. Quería volver a ver a mi papá. Fue entonces cuando empecé a perder todo punto de referencia. Porque cada vez era distinto. Unas veces era bajo, escuchimizado, de piel muy blanca. Otras era gordo, calvo, de piel cobriza. Una noche fue un negro colosal, lustroso, de movimientos lentos. Me volvía loco. Me decía: "Si mi papá tiene varias caras, entonces yo también soy varios diferentes". Me volvía cambiante, líquido, inestable. Por la mañana, cuando me lavaba los dientes, tenía la impresión de que mi rostro se desmenuzaba bajo el cepillo. Perdía toda identidad. Me dividía…

Reverdi no paraba de caminar arriba y abajo por la sala de acero. Hablaba con la cabeza baja. Como encorvado bajo el peso de los recuerdos. Su larga silueta negra, atravesada por destellos azulados, daba una forma animal a su dolor. Una corriente oscura, poderosa, familiar de los abismos.

—Un día —prosiguió—, mi madre me sorprendió detrás de la puerta. Todavía oigo su exclamación sofocada. Aquel flagrante delito le dio otra idea. Si eso me interesaba tanto, me quedaría con ellos. En el dormitorio. Escondido en el armario. Una especie de baúl vertical de rota, como los que se llevaban en aquella época, situado enfrente de la cama.

»A partir de ese día, el ritual se repitió. Todas las noches sonaba el timbre y, antes de empujarme hacia el interior del armario, entre los vestidos colgados, me susurraba: "Escóndete, deprisa, viene papá". ¿Cuántas veces oí esa frase? Se quedó impresa en mí, en el fondo de mi cerebro reptiliano, donde residen los instintos primitivos. El hambre. El odio. El deseo.

La voz de Reverdi dejó de sonar. Él permaneció inmóvil, ausente, aspirado por su propia memoria.

Marc notaba la garganta cada vez más irritada. El dolor de cabeza aumentaba de intensidad, con la fuerza de una tenaza industrial.

De una manera absurda, pensó en la psiquiatra de Malaisia. La mujer con velo había acertado. La esquizofrenia de Reverdi; su pérdida de identidad; los múltiples rostros de su padre. Pero lo que ella imaginaba como fantasmas era una realidad.

El apneísta volvió a emplear un tono de conversación ligera.

—¿Por qué hacía eso mi madre? Podríamos responder: porque estaba loca. Pero sería una explicación demasiado simplista. Había algo más. Algo que todos compartimos. Al hacerme adulto, yo también me sentí atraído por esos extremos, esos contrarios que rompen barreras y liberan el placer. Esas desviaciones que, no se sabe por qué arte de magia, incrementan el goce. Hoy sé que mi presencia en el armario aportaba una disonancia a su intimidad, una fisura que reforzaba su satisfacción. Mi proximidad agravaba su desnudez, su exposición, su vulnerabilidad: todo lo que constituía la base de su deleite de mujer crucificada por el hombre.

Su voz se quebró. Reverdi se cogió la cabeza con las dos manos, como si sufriera una neuralgia insoportable. Durante varios segundos, sus dientes siguieron rechinando. Luego se irguió, con el semblante relajado.

—Para mí, esos momentos pasados en el armario fueron…, ¿cómo lo diría?…, muy formativos. Miles de veces quise salir para salvar a mi madre, porque todavía Creía que sufría, pero el temor me paralizaba. Tenía miedo de él. Y sobre todo de ella, Conocía sus arrebatos, su sadismo latente, que era ejercido discretamente contra mí: la comida demasiado salada, los baños helados, los despertares bruscos… Mi madre siempre afirmó que me quería, pero todo cuanto decía era mentira. Ella era la encarnación de la mentira. Como todas las mujeres.

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