El taxi se detuvo en una gasolinera. Marc compró una lata y la llenó. En ese momento estalló una tormenta. Una lenta marea negra invadía el horizonte. Las nubes se estrellaban unas contra otras, lo que producía chispas malsanas de tonalidades de hematoma. Marc pensó en la isla de los muertos, cuando el monzón lo había acompañado en su último periplo. «Otra señal», se dijo.
Cogió un encendedor del expositor que estaba junto a la caja y pagó la cuenta. Después volvió corriendo al taxi mientras empezaba a llover.
—Continúe recto y coja la primera a la derecha.
Sus recuerdos se precisaban. De pequeño iba allí con otros niños, otros hijos de burgueses, para pasar miedo y para molestar a los perros y a los pobres.
El bulevar del Sena acababa en una calle desierta, delimitada por un lado por inmensas cubas y por el otro por casitas con las ventanas condenadas. Todo estaba intacto. Una Corte de los Milagros sin milagro…
Cuando vio las cubas negruzcas de las ciudades Komarov, ordenó:
—Pare aquí.
El taxista se mostraba cada vez más escéptico.
—Se lo advierto, no le espero.
Mientras le pagaba, Marc le repitió que tenía el coche aparcado un poco más lejos. Cuando bajó, la lluvia arreciaba. Densa, sombría, aceitosa. Se mezclaba con un polvo rojizo que subía del suelo al caer las gotas.
Dejó atrás los edificios de puertas desvencijadas y entró en la callejuela. Anduvo casi diez minutos, con los sobres en una mano y la lata de gasolina en la otra. Bordeaba una pared ciega, cubierta de pintadas y de anuncios de contactos rosa. Al fondo, el limo gris del Sena lo esperaba.
Llegó a una barrera roja y blanca en la que habían escrito con rotulador, con letras apretadas: «Señor, te pido perdón por mis pecados». Muy apropiado.
Pasó por debajo del obstáculo y se acercó a la orilla. Un camino de sirga, una franja de tierra estrecha y desierta. Enfrente, los espesos bosques de la isla Saint-Martin. El aislamiento del lugar, en plena ciudad, era sorprendente: una mezcla de pleno campo y abandono industrial. Estaba en ninguna parte y había llegado.
Bajó siguiendo el curso del río y continuó andando después de pasar unas enormes plataformas de amarre. Al otro lado, una gabarra herrumbrosa albergaba a unos okupas, cuyos perros ladraban bajo la lluvia. Era la única presencia viva en un kilómetro a la redonda. Se alejó y descubrió una «central de incendio», un edificio sin ventanas cuyos pilotes se hundían en el agua. Se metió bajo la estructura y se refugió al pie de uno de los pilares.
Allí, sobre la crujía de hierro, agrupó las primeras cartas —las que ya había leído— y las roció con gasolina. Prendió un sobre arrugado a modo de antorcha y lo echó encima del montón. Las llamas produjeron un ruido sordo. Se elevaron por encima del agua oscura que corría bajo la pasarela enrejada.
Marc las observaba. Quemar sus remordimientos era su destino. El certificado de defunción de lady Diana. La foto de Jadiya. Pero esta vez no estaba seguro de que las llamas bastaran.
Iba a arrojar las últimas cartas cuando se detuvo. Abrió una fechada a fines de julio. La escritura era temblorosa, atormentada.
… Las dos sílabas que me negaba a pronunciar aún, simplemente para protegerte, estallan ahora en mi mente: traición.
Marc pensó en las palabras de la psiquiatra de Ipoh: «No lo traicione jamás. Es lo único que no podrá perdonarle». Leyó algunos párrafos más. El humo le producía picor en los ojos.
… Has huido, me has abandonado. En cierto sentido, no puedo reprochártelo: ¿qué futuro tenías conmigo? Tampoco te reprocho el haberte aprovechado de la situación: ¿qué riesgo entraña escapar de un hombre que está entre rejas?
Pero hay algo que pareces haber olvidado: posees algo que me pertenece. Debes devolverme mi Secreto…
Marc hizo una bola con la hoja de papel y la arrojó al fuego. En un arrebato de furor, arrojó todo el paquete, o casi. Calado hasta los huesos, miraba los restos de papel ennegrecido que flotaban sobre el río. Hubiera querido sepultarse él también en ese fuego húmedo, en esa corriente densa que arrastraba aquellos vestigios hacia ninguna parte.
Solo le quedaban dos cartas en la mano. Abrió una. Escritura irregular, discontinua. El papel estaba agujereado.
… Me obligas a tomar unas decisiones que jamás hubiera querido contemplar. Pero, insisto, te has llevado una cosa que me es querida… Y solo hay una forma de recuperarla…
A Marc le costaba respirar. Sentía una enorme opresión en las costillas. ¿Qué quería decir Reverdi? Se saltó varias líneas y leyó:
Élisabeth, recuerda esta cita: «Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre». Entre nosotros hay un pacto. De un modo o de otro, vas a tener que hacer honor a tu palabra…
Marc echó la amenaza al fuego. La escritura se retorció entre las llamas. Pero su convicción se hizo más precisa: no, esta vez el fuego no bastaría. Nada quedaría borrado. Nada sería olvidado.
Solo una carta. La quemó sin abrirla. La última cita todavía daba vueltas dentro de su cabeza.
«Este papel es tu piel, esta tinta es mi sangre.»
No sabía cuándo ni cómo, pero estaba seguro de que iba a pasarle algo.
De una u otra forma, iba a correr sangre.
Renata Santi había hecho bien las cosas.
En vez de organizar un cóctel literario en la editorial, o en cualquier restaurante mediocre de la ciudad, había alquilado los locales de un nuevo club nocturno, Les Remises, situado a orillas del Sena, en los últimos muelles del puente de Tolbiac, destinados a otros usos. Ese martes, 14 de octubre, celebraban el lanzamiento de
Sangre negra
, primera novela de Marc Dupeyrat, best-seller anunciado.
El lugar era desacostumbrado, pero coherente con la estrategia de Renata, que quería marcar la diferencia con los convencionalismos del mundo editorial y se hacía la iconoclasta. Sin disimular su placer por publicar el thriller en el inicio de la nueva temporada literaria, proclamaba su intención de convertirlo en un acontecimiento único.
De momento había efectuado un recorrido impecable.
Tal como había prometido, había logrado publicar el libro en un mes. Marc estaba impresionado. Él ya había trabajado con documentos de candente actualidad editados en unas semanas, pero pensaba que una novela llevaría más tiempo. No con Renata. A medida que él hacía las modificaciones, el manuscrito pasaba a manos de los correctores.
Paralelamente, se trabajaba en la cubierta y la compaginación: Renata avanzaba en todos los frentes. Lo consultaba todo con Marc, pero solo para guardar las formas. Él había entendido perfectamente quién mandaba. A finales del mes de septiembre todo estaba a punto, solo faltaba imprimir, y se ponía en marcha la campaña de prensa y de marketing.
Esa noche, el resultado estaba allí: antes incluso de salir a la venta, el libro era un éxito. Se hablaba de él en los medios de comunicación y era de buen tono decir que esa novela era uno de los mejores títulos de la temporada. Renata se frotaba las manos: mientras los autores se daban codazos para situarse en la lista de los premios literarios, ella rellenaba sus hojas de pedidos y enviaba miles de ejemplares a las grandes superficies. «¡Un fenómeno! ¡Un apocalipsis!», repetía.
Marc estaba en la gloria. Embriagado, se dejaba mecer por ese suave balanceo. Los cumplidos, los halagos, las propuestas… y el cheque: había cobrado la segunda mitad del anticipo. Lo primero que había hecho, ahora que la obra estaba acabada, era devolver a Vincent el préstamo que le había hecho para el viaje. Una manera de cerrar definitivamente el caso Reverdi.
Desde el siniestro exorcismo de Nanterre, su angustia había desaparecido. Se había fijado fecha para el juicio de Jacques: el 5 de noviembre. El asesino había sido interrogado por el DPP, pero se había negado a responder, actitud que constituía una circunstancia agravante. Solo faltaba organizar una reconstrucción; luego el sospechoso sería trasladado a la prisión de Johore Bahru, donde se celebraría el juicio. Según la prensa malaisia, los jueces lo enviarían a la horca en cuestión de días.
Otro hecho tranquilizaba a Marc: los carteles de Jadiya habían desaparecido por fin de las calles de París. Y la campaña de prensa había terminado. En un arrebato de prudencia, había verificado también un detalle: Élisabeth Bremen —la verdadera, la chica cuyo pasaporte todavía obraba en su poder— se había marchado de la Ciudad Universitaria en junio y no había vuelto a aparecer. Otro cerrojo que se cerraba.
Por último, Marc había vendido el ordenador, que seguía a nombre del antiguo propietario. El material había cambiado de manos sin que en ningún momento su nombre apareciera en ninguna parte. El pasado estaba enterrado. No tenía más que saborear el éxito venidero y, por qué no, empezar a pensar en otra novela.
Se dirigió hacia la barra con paso indolente. Le gustaba ese lugar un tanto desastrado. Una especie de almacén con la estructura de acero y las paredes sin enlucir, donde la música sonaba como en el fondo de un barreño de cinc. Flotaba un olor a algas y a moho, seguramente debido a la proximidad del Sena, que lamía los pilotes del edificio bajo sus pies. Además, en cuanto uno se alejaba del calor de los focos, empezaba a tiritar a causa de la humedad. Sonrió: la idea de sacudir un poco a la comunidad literaria, no muy familiarizada con ese tipo de ambiente, le producía un secreto placer. Y la música estaba tan fuerte que era imposible hablar. Un buen medio para hacer callar a todo el mundo y cortar de raíz las críticas y las maledicencias.
Marc llegó a la barra en estado de ingravidez.
Jadiya se mezcló con la multitud.
Conocía Les Remises. Le encantaba ese gran zoco adonde sus compañeras modelos iban de caza. Estaban las que buscaban al «hombre de su vida», las que perseguían una «máquina de hacer dinero» y las que querían simplemente un hombre con una «superpolla». Esos muelles helados albergaban un tráfico infinito de relaciones posibles, entre un estruendo de terremoto.
Esa noche ella también iba de caza. Estaba segura de que volvería a verlo. A principios del verano, cuando se había enterado de que Marc había vuelto, le había mandado un e-mail de bienvenida. Ninguna respuesta. Después se había decidido a dejarle un mensaje en el contestador. Silencio total.
A finales del mes de julio, con motivo de una sesión de fotos, había interrogado discretamente a Vincent: Marc se había encerrado en alguna parte, en el sur, para terminar un libro. ¿Qué libro? Vincent no lo sabía. Lo principal era otra cosa: Marc tenía una excusa. Un caso de fuerza mayor. No había que molestar al «artista».
Ahora era oficial: Marc Dupeyrat había escrito una obra de ficción,
Sangre negra
, que estaba en boca de todos. Jadiya se estremecía ante la idea de felicitarlo. Había decidido hacer borrón y cuenta nueva. Olvidar su actitud desagradable, su silencio, su grosería, y retener un solo gesto: el robo de la polaroid la primavera pasada. Había repasado tantas veces esa escena que aquellos segundos estaban más gastados en su mente que las cintas de vídeo de películas egipcias.
Jadiya se abría paso a codazos entre el gentío. Estaba impaciente por ver al hombre metamorfoseado en escritor. ¿No había cambiado ella también? Todas las semanas aparecía en las páginas de papel satinado de las revistas, caminaba por las pasarelas. Hasta le habían ofrecido varios contratos en exclusiva con grandes marcas de perfumes y de productos cosméticos.
Se había mudado a un piso de cuatro habitaciones, que había escogido expresamente en el inmueble donde había pasado tres años de su vida prisionera en un cuarto de criada. También se había sacado el carnet de conducir y había decidido posponer hasta el año siguiente la presentación de la tesis. El dinero estaba ahí; había que cogerlo. Freud y Lévi-Strauss podían esperar.
Sí: Marc y ella habían recorrido un buen trecho.
Había llegado el momento de encontrarse… en la cima.
Pero ¿dónde se había metido?
Marc, un poco apartado, marcaba el ritmo con la cabeza y contemplaba el decorado. Por encima de la multitud se alzaba un estrado donde se recortaban, como sombras chinescas, unos bailarines. Un verdadero teatro balinés. Un detalle completaba el encantamiento: enormes ventiladores movían las siluetas como si fuesen figuritas de papel. A la derecha, dominando el escenario, un DJ parecía sacar brillo a sus aparatos con los codos; esa noche apostaba por los años ochenta y ametrallaba la sala con grandes éxitos llenos de viejos sintetizadores gorgoteantes y de voces agudas.
El champán empezaba a hacer efecto. Marc contempló los rostros. No reconocía a nadie. Normal: Renata se había ocupado de todo. Había invitado a las grandes figuras del mundo editorial y a las celebridades de la jet-set. Y él era completamente ajeno a los círculos literarios y hacía mucho tiempo que había dejado de seguir las evoluciones de los famosos.
Sin embargo, de pronto reconoció una cara. Y luego otra. Y otra más. Aquello no encajaba: esos tipos eran colegas. Cronistas judiciales, periodistas de sucesos, fotógrafos de la actualidad. ¿Qué puñetas hacían allí? Vio incluso a Verghens, al que él no había invitado.
Buscó a Renata Santi y la encontró charlando con un grupo de gente junto al bufé. La agarró de un brazo y la llevó aparte.
—¿Qué significa esto? —gritó—. Me había dicho que sería un cóctel literario y están todos los carroñeros de París, los especialistas en sucesos. Habíamos quedado en no establecer ninguna relación con Reverdi.
Renata puso cara de disgusto y se desasió.
—Yo no he tenido nada que ver con eso, se lo aseguro. Debe de haberse colado algún nombre…
—¿Me toma por idiota? Mi libro es una novela. ¡Maldita sea, es ficción! ¡No tiene nada que ver con la realidad!
Renata cambió de expresión.
—Es usted un aguafiestas —dijo, sonriendo y asiéndolo del brazo ahora ella a él—. Están todos muertos de envidia. Usted ha conseguido lo que ninguno de ellos ha sido capaz de hacer. Ha transformado su experiencia en creación artística. Ha tenido la suficiente imaginación para escribir una novela. Una novela de verdad.
Marc sintió un desagradable escalofrío. Se liberó de las manos de Renata y se perdió entre la multitud. Los hombros, los codos, las telas lo rozaban. Se acordó de la jungla de Tailandia. Las hojas de bambú. La miel dorada fundiéndose bajo la llama antes de que el cuchillo…