Marc las miraba sin verlas. Eran paneles gigantescos, tensados con cables, que se desplegaban al viento matinal como las velas de un barco.
De pronto le gritó al taxista:
—¡Pare!
El hombre se sobresaltó.
—¿Qué?
—¡Pare!
—¿Se encuentra mal? ¿Va… va a vomitar?
—¡Pare de una vez!
De mala gana, el hombre aminoró la marcha y se metió en el arcén.
—Dé marcha atrás.
—Se está pasando, ¿no creé?
Marc abrió la portezuela mascullando:
—¡Me cago en la puta!
Bajó del taxi con el ordenador en las manos. Tenía que retroceder trescientos metros para llegar hasta el anuncio que acababa de ver. Pasó de largo y siguió corriendo un poco más para tener cierta perspectiva.
Por fin, jadeando, se volvió.
Jadiya estaba ahí, a cuatro metros de altura, escrutando el horizonte con sus ojos negros.
Marc, con el corazón en un puño, no acababa de recuperar el aliento. Buscaba en el fondo de su cabeza una explicación. Sin embargo, era fácil imaginarla: Vincent había hecho un buen trabajo. Durante su ausencia, había conseguido un contrato importante para la aspirante a modelo.
En unas semanas, Jadiya se había convertido en una estrella.
En un rostro que debía de multiplicarse en todas las calles de París.
Y se lo merecía. Esa constatación absurda le atravesó la mente. Estaba sublime. De tres cuartos, dirigía su mirada oscura, vehemente, al mundo. En el fondo de esas pupilas de jade había también una dulzura, un estremecimiento líquido que recordaba los reflejos de una laca. Una ternura inaccesible, protegida por los altos pómulos. Esa impresión de fortaleza, de protección mineral, se veía reforzada por los rizados cabellos negros, pegados con gel a las sienes —una idea del peluquero o del fotógrafo—, como tatuajes de tinta china.
La imagen era sepia tirando a dorado. Un color arabizante, cercano a la
henna
, que armonizaba con el rostro delgado de Jadiya y su vestimenta: una chaqueta blanca entallada, de cuello Mao y con arabescos bordados que recordaban los motivos cachemir.
Parecía a la vez una musa de la época hippy y una begum que hubiera huido del palacio de su nabab con la chaqueta de este. En la parte inferior del anuncio se leía el nombre del perfume, Élégie, junto a un frasco cuya forma evocaba la lámpara de Aladino.
Marc cayó de rodillas.
Estaba sublime…, y él… él era un gusano.
Vomitó el desayuno: huevos revueltos, cruasanes y zumo de naranja. Aún no calibraba las consecuencias de la catástrofe. Pero intuía que estaba metido en una máquina infernal que tenía su propio ritmo, sus propios mecanismos.
Tambaleándose, dando traspiés y limpiándose la boca con una manga, Marc volvió al taxi. Cuando se dejó caer en el asiento, el hombre, tendiéndole un paquete de pañuelos de papel, le dijo:
—Es usted un poco especial, es…
—Circule.
—Encantado. Estamos aquí para eso.
Marc no oía nada, tenía el cerebro como envuelto en algodón. Le quemaba el esófago, y el corazón abría agujeros de aire en su pecho.
—¿Tiene un móvil?
El taxista se echó a reír.
—¡Muy bueno! Usted debe de creer que ha alquilado una limusina. Pues no, amigo…
Marc arrojó un puñado de billetes sobre el asiento de al lado del conductor.
—Deme su móvil.
El taxista echó un rápido vistazo a los billetes.
—De acuerdo. No vale la pena ponerse nervioso.
Rebuscó bajo la chaqueta y le tendió con la mano izquierda el teléfono. Marc marcó el número de Vincent, el del teléfono fijo, que estaba junto a su cama. Después de ocho timbrazos, el coloso descolgó.
—¿Sí?
—Soy yo, Marc.
—¿Marc? ¿Desde dónde llamas? En París es supertemprano y…
—Estoy en París.
Crujido de sábanas, voz pastosa: el oso emergía del sueño.
—¿Qué te pasa?
—Acabo de aterrizar. Te llamo por los carteles.
—¿Los carteles?
—La campaña de Jadiya.
La voz se hizo más clara:
—¿Los has visto? Es increíble, ¿eh? —Estaba rebosante de orgullo—. Ha sido un golpe maestro, como suele decirse, y eso que ha sido el primero. Te lo había dicho… Esa chica es la nueva Laetitia Casta. ¡Si vieras la cifra que figura en el contrato!
—Lo que quiero saber es el ámbito de la campaña. ¿Nacional o internacional?
Se produjo un silencio.
—¿Por qué? —preguntó finalmente Vincent.
—Contéstame.
El gigante suspiró con resignación.
—El viaje no te ha cambiado. Nacional. Están haciendo un gran lanzamiento en Francia. Después ya se verá. Es un consorcio de perfumeros. Están poniendo toda la carne en el asador y… —Se interrumpió—. No lo entiendo. ¿A ti qué más te da? Acabas de llegar a París y…
—¿Qué hay previsto en la prensa?
Vincent resopló de nuevo.
—Lo típico: revistas femeninas, semanarios… La verdad es que todas estas preguntas…
—¿El anuncio aparecerá en las versiones internacionales de esas publicaciones?
—No. El contrato es muy claro a ese respecto. Únicamente el territorio francés y francófono.
—¿Seguro?
—He sido yo el que ha redactado el contrato. —Se echó a reír—. Me he convertido en agente, tío, ¿qué te parece? Soy un hombre nuevo. En plena mutación. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te ha ido el viaje?
Marc colgó sin responder. Acababan de llegar a la puerta de Bagnolet. Por encima del bulevar periférico, tres vallas exhibían la figura de Jadiya.
Con su cuello Mao, era un magnífico ángel de la muerte.
—No le entiendo —dijo la editora de Marc.
Renata Santi. Sonaba a seudónimo, y efectivamente era un seudónimo. Renata se había inventado ese nombre cuando empezaba en el oficio. Entonces había fundado las publicaciones Santi; luego se había casado y había creado una nueva sociedad con el apellido de su marido: Casal. Más tarde, después de haberse divorciado y de haber vendido su parte de las dos empresas, habría podido por fin utilizar su apellido de soltera. Pero a esas alturas nadie habría sabido quién era. De modo que había conservado su seudónimo y emprendido un nuevo proyecto con el nombre de su hijo, Lorenzo.
Era para perderse, y Marc no estaba seguro de haberlo comprendido del todo. Había trabajado con Renata sobre varios testimonios que había que reescribir deprisa y corriendo para coincidir con la actualidad.
—No le entiendo —repitió—. La sinopsis es apasionante. ¿Por qué quiere renunciar?
Marc no contestó. Estaban en el despacho de Renata, en el primer piso de un inmueble del distrito VI con ventanas semicirculares.
—Si teme que el trabajo lo supere —continuó—, puedo hacer que le ayuden. Tenemos especialistas. Pero sé que usted trabaja deprisa y bien.
Marc sonrió en respuesta al cumplido. Había esperado hasta el martes siguiente, 10 de junio, después de un lunes festivo, para informar a Renata de su decisión. Entre tanto, sus peores previsiones se habían confirmado: el rostro de Jadiya estaba por todo París. No podía hacer nada contra esa campaña, aparte de meterse en un rincón oscuro esperando que Reverdi no viera el anuncio, por ejemplo en una revista francesa.
—Es la oportunidad que llevo tiempo esperando para la editorial. Dar una campanada en el terreno de la ficción. Podríamos incluso tenerlo para septiembre y pillarlos a todos por sorpresa.
Marc observaba a la mujer. Un verdadero fenómeno. Cercana a la sesentena, ancha de espaldas, con una larga cabellera rizada y muy negra, seguramente teñida, que sepultaba un rostro empolvado. Todo ello, unido a que siempre iba vestida de negro, la hacía parecer un cantante de hard rock. Observando los pliegues oscuros, se descubría la extraña coquetería de aquellas prendas superpuestas: un chaleco, un desmangado marinero, una camiseta Petit Bateau y un pantalón de corsario que le dejaba al aire las pantorrillas de ciclista enfundadas en medias satinadas.
—Si es cuestión de dinero…
—El dinero no tiene nada que ver con esto.
Renata echó el busto hacia atrás en el asiento, adoptando una posición regia. Sus labios carnosos y oscuros le daban un aire enfurruñado.
—Entonces, ¿qué?
—El proyecto ya no me interesa, eso es todo.
—Es una lástima. Una verdadera lástima.
Maquinalmente, hojeó la sinopsis que Marc le había enviado desde el aeropuerto de Bangkok. ¿Por qué se había precipitado ese día?
—Es un éxito seguro. Sin contar con su personalidad…
—¿Qué pasa con mi personalidad?
—Ya sabe…
—No. No sé.
—Tiene usted un pasado… movido. Antiguo
paparazzo
. Cazador de escándalos. Y ahora especialista en sucesos. Todo eso daría una credibilidad suplementaria al libro.
—No es un documento.
Ella sonrió; el labio superior sobresalía respecto al inferior.
—Por supuesto. Pero está claro en qué se ha inspirado.
A Marc se le heló la sangre.
—¿Qué quiere decir?
—Ese asesino buceador que detuvieron en Malaisia. Se ha inspirado en él, ¿no?
Esa simple evocación hizo que se le revolvieran las tripas. ¿Cómo había podido imaginar que no establecerían la relación?
—Si lo que le da miedo es él —continuó Renata—, muy pronto Reverdi no será más que un recuerdo. —La corpulenta mujer empujó un periódico hacia él—:
Le Monde
de hoy. Reverdi no tiene ninguna posibilidad de escapar a la pena capital. Su abogado se ha suicidado.
Marc estuvo a punto de caerse de la silla. El titular ocupaba la columna de la izquierda del periódico, en la primera página. Solo leyó las líneas que introducían el artículo. Jimmy Wong-Fat se había ahorcado en el cobertizo de su padre, en las Cameron Highlands, durante el fin de semana.
No sabía cómo interpretar la noticia. Solo surgían destellos de recuerdos. Las mariposas. Las colmenas. El rostro de Wong-Fat padre, acribillado de insectos, gritando: «¡Quiero que muera!».
Un penetrante perfume de almizcle lo envolvió. Renata se había inclinado hacia él.
—Con un poco de suerte —dijo con su voz grave—, podríamos publicar la novela en el momento de la ejecución.
Marc retrocedió para salir de su parálisis. El instinto le decía por qué el abogado había puesto fin a su vida. Reverdi se había ensañado con él y seguramente había renunciado a sus servicios. El hijo de papá pervertido, que esperaba una «iniciación», solo se había hecho merecedor de su cólera. Y esa cólera tenía una sola motivación: la ausencia de noticias de Élisabeth.
Su traición.
Estaba seguro: Reverdi era responsable de ese suicidio. Era capaz de matar a distancia. A través de los muros de la prisión. ¿Llegaría su poder a alcanzarlo a él?
Marc empujó el periódico hacia su interlocutora.
—Lo siento, Renata. No escribiré ese libro.
Una semana más tarde había cambiado de opinión.
Renata lo había llamado cerca de diez veces. Había subido su oferta económica hasta cincuenta mil euros. Una cifra extraordinaria: por los otros libros, Marc nunca había cobrado más de diez mil euros. Semejante suma daba una idea de las expectativas de la editora.
Pero el dinero no tenía nada que ver con su decisión.
Durante esos días, se había sumergido de nuevo en las noticias sobre Reverdi, que había reaparecido tras el suicidio de Wong-Fat. Había leído todos los artículos. Se había puesto en contacto con los corresponsales y los periodistas que conocía en Kuala Lumpur sin decir una sola palabra de su paso por Malaisia.
Incluso había elaborado una subcarpeta dedicada a Jimmy y obtenido los detalles de su acto decisivo. El abogado había vuelto a casa de su padre, en las montañas de las Cameron Highlands, el domingo 8 de junio. Se había ahorcado en el almacén. Marc podía imaginar el local lleno de mariposas, escarabajos y escorpiones. Un lugar de pesadilla para una muerte sórdida. No había dejado nada escrito y nadie había podido encontrar el expediente que había preparado para la defensa de Jacques Reverdi.
Marc también se había enterado de que el jefe de seguridad de Kanara, un tal Raman, había sido asesinado unos días antes. Según los periodistas malayos, recaían fuertes sospechas sobre Reverdi, pero no se había podido aportar ninguna prueba. ¿Otro gesto de cólera? No: en ese momento, Jacques no tenía ningún motivo para sospechar la traición de Élisabeth. En cambio, Marc recordaba que el 3 de junio había informado a Élisabeth de que iba a haber «follón» en la cárcel. Así pues, sabía que se cometería el asesinato de Raman. ¿Lo sabía porque él era el autor?
Pero la información decisiva no era esa. Jacques Reverdi no caminaba hacia la muerte, corría hacia ella. Se había negado a que lo asistiera otro abogado y, según los periodistas del
News Straits Times
y del
Star
, se había sumido en un mutismo total que nadie se explicaba. Solo se relacionaba con las personalidades religiosas de la prisión: imames y predicadores musulmanes. Al mismo tiempo, la instrucción preliminar estaba tocando a su fin. Y apuntaba claramente a su culpabilidad.
Así pues, Marc no tenía nada que temer del monstruo. Tampoco había ningún riesgo de que descubriera, de una u otra forma, el engaño de la cara. Encerrado en su silencio y rodeado de rigoristas del islam, Reverdi se hallaba apartado para siempre del mundo exterior.
De modo que decidió llevar su proyecto hasta el final.
Y se puso a trabajar, todo el verano.
Primero en su estudio.
Después en una casa del sur de Francia que le prestó Renata.
Sus notas, precisas, apasionadas, le permitieron avanzar con gran rapidez. Más de veinte páginas al día. Marc escribía en un permanente estado de trance. De vez en cuando paraba y releía: se asustaba a sí mismo. A lo largo de los capítulos, se identificaba con el asesino. Se recreaba en los detalles violentos y sádicos de los crímenes. El tono utilizado alcanzaba la sinceridad de un diario íntimo. En esos momentos se acordaba de Patang, de su crisis, de su búsqueda de prostitutas a través de las calles…
Sin embargo, pese a esa identificación, Marc se sentía decepcionado. No había captado lo esencial: la esencia misma de la pulsión criminal. El goce. Había cruzado, en cierto modo, la línea negra. Pero, a pesar de ese éxito, seguía siendo ajeno a ese deseo de destrucción, a esa sed de sufrimiento. Simplemente se había acercado al horror, sin comprenderlo ni experimentarlo. Seguía sin sentir el placer del mal, la ebullición de la sangre.