La línea negra (23 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Las teclas negras eran la sombra de la música.

Marc pertenecía, por supuesto, a la parte sombría de la clase. Se había unido a los elementos más oscuros. Grégoire Debannier, homosexual exuberante, especialista en la música del Renacimiento, que contaba con complacencia sus aventuras sexuales en los lavabos del Palace y de repente, sin ninguna razón, entonaba una canción de Clément Janequin. Éric Chausson, gigante corto de vista, mal estudiante y jugador de rugby, pero también budista y brujo. Un bruto encerrado en su silencio, cuyos gruesos dedos no paraban de hojear pequeños «
Que sais-je?
» dedicados a la espiritualidad y podían desgranar, con la levedad más pura, los arpegios de los impromptus de Schubert. Philippe Manganeau, cuyo aspecto era tan normal que se le habría podido tomar por una tecla blanca, pero que era en realidad uno de los más rebeldes. Con sus gafas con montura de concha, sus camisas de cuadros escoceses y sus padres aseguradores, vivía sus orígenes burgueses como una enfermedad genética. Acariciaba el violín a la manera de un terrorista que acaricia la bomba antes de perpetrar un atentado. Y cuando hablaba de abandonarlo todo, todos sabían que sería el primero en hacerlo, porque lo perdería absolutamente «todo» y disfrutaba de ello por anticipado.

Pero el más negro de todos, el verdadero príncipe de las tinieblas, era D'Amico. Marc no se acordaba de su nombre de pila, solo de su semblante encendido y sus cabellos negros, y de que era de origen italiano. Al principio, D'Amico era violonchelista, pero luego se especializó en instrumentos de cuerda exóticos: quena, balalaika, viola mongola… Para él, la música poseía una vocación cabalística que revelaba el sentido secreto del universo. Marc recordaba sus preguntas matinales, en clase de matemáticas: «¿Cómo expresar el Mal? —murmuraba—. Mediante el cromatismo. Los semitonos expresan el deslizamiento hacia Thanatos…». O su pasión por la quinta alterada, conocida como «la quinta del diablo». Cuando D'Amico componía, siempre eran alboradas «maléficas», oratorios dedicados a los «espectros» o cantatas «difamatorias», en las que se acumulaban rupturas y disonancias.

D'Amico participaba en todas las materias con entusiasmo. Intervenía con frecuencia, se presentaba voluntario para hacer exposiciones orales. Marc aún lo veía, de pie en la tarima, haciendo escuchar a la clase, estupefacta, el final del
Concierto para piano n.° 2
de Prokofiev mientras, con los carrillos hinchados y las manos abiertas, hacía como si tocara la trompa que cubría los sttacatos del piano. O, en clase de literatura, exponer un trabajo sobre Howard Phillips Lovecraft repitiendo, índice en alto y dirigiendo una mirada recelosa hacia la profesora, como si ella fuera personalmente responsable de lo que él afirmaba: «¡Lovecraft era basurero! ¡Ba… su… re… ro! ¡Nadie lo comprendió jamás!».

El adolescente había conseguido que lo detestaran todos excepto Marc. Su continua agitación, su comportamiento imprevisible, sus reflexiones absurdas suscitaban incomprensión y odio. Algunos detalles agravaban sin cesar el malestar que provocaba: cuando se echaba a reír, lo hacía siempre demasiado fuerte y como a medias, parando de golpe; cuando intentaba ser gracioso, se dejaba caer hacia un lado y perdía los nervios a la manera de un niño incontrolable. Tenía un montón de costumbres raras. Llevaba botines de piel de mala calidad con la cremallera siempre desabrochada. Cuando se sonaba, contemplaba largamente los mocos antes de doblar el pañuelo con cuidado. Y, lo que era más inquietante, no se separaba nunca de una navaja, un objeto ancestral, con mango de hueso, sustraído a su padre, que era peluquero en Bagnolet. Se le podía ver con frecuencia, en una esquina del patio, cortar lentamente las páginas de su libro fetiche,
El monje
, de Matthew Gregory Lewis. Las jóvenes herederas le habían puesto el apodo de Jack el Destripador.

Al final, la navaja fue el único elemento que encontró su coherencia. Casi treinta años después de los hechos, Marc continuaba preguntándose si habría podido prever lo que había pasado, si habría debido intuir el significado de aquella arma, de la que el violonchelista no se separaba jamás. La verdadera pregunta era: ¿cuánto tiempo tarda un cuerpo humano en perder toda su sangre?

Marc había tardado una clase entera —cuarenta y cinco minutos— en preocuparse por la ausencia de su mejor amigo. Se había dirigido a la enfermería y por el camino se había parado, instintivamente, en los servicios, al final del pasillo de la tercera planta. Había empujado varias puertas y después, en el último retrete, había visto los botines desabrochados. D'Amico estaba en medio de un charco de sangre, con la cabeza contra la taza del váter. En lugar de ir a la clase de geografía, había preferido cortarse las venas. Por bravuconería —pero una bravuconería de su estilo, es decir, ininteligible—, se había metido él mismo el mango de la escobilla en la boca.

Ese gesto tenía una explicación; Marc se enteró más tarde por Debannier, el especialista en el Renacimiento. Él había iniciado al italiano en los placeres homosexuales y a este último le había gustado la experiencia. Sin duda demasiado. Ante la idea de anunciar esta metamorfosis a sus padres —un peluquero muy viril y una madre beata— había preferido bajarse definitivamente del tren.

La explicación no era convincente. Marc sabía que D'Amico no habría temido confesar su homosexualidad a sus padres. Al contrario, pues no desaprovechaba ninguna ocasión para escandalizarlos. Por lo demás, estaba seguro de que el detalle de la escobilla en la boca iba dirigido «personalmente» a ellos. Entonces, ¿por qué se había suicidado? La única explicación que Marc había podido encontrar —y llevaba la firma indiscutible de D'Amico— era que no había ninguna. Una vez más, se trataba de un acto incoherente. Y este daba al personaje su último sinsentido.

Según los resultados de la autopsia, D'Amico, al perder sangre, se había desvanecido mientras estaba sentado en la taza, había resbalado y se había partido la nuca al golpearse contra el borde de loza. La hemorragia se había detenido. No había habido, pues, tanta sangre como en la pesadilla recurrente de Marc. La verdad es que no conservaba ningún recuerdo de aquello. Al encontrar el cuerpo de su amigo, Marc se había desmayado. Se había despertado una semana más tarde con la mente en blanco. No recordaba la escena, ni siquiera las horas inmediatamente anteriores. Esa amnesia retroactiva era lo que le obsesionaba. Estaba seguro de que había hablado con D'Amico antes de la clase. ¿Qué se habían dicho? ¿Habría podido Marc prever —impedir— el suicidio? Peor aún: ¿había pronunciado alguna desafortunada palabra que había precipitado el acto del músico?

La señal luminosa se encendió en la cabina.

Iban a aterrizar.

Se abrochó el cinturón y sintió que una nueva determinación se apoderaba de él. Vio de nuevo claramente la importancia de su misión. Estaba acercándose a la verdad de la muerte. Confusamente, esperaba que ese viaje lo liberase de sus propias obsesiones.

33

KLIA. Kuala Lumpur International Airport.

Una especie de inmenso centro comercial, en varios niveles, donde la temperatura no debía de sobrepasar los quince grados. Cuando aterrizas en el Sudeste Asiático esperas sentir un calor sofocante, pero lo que sientes la mayoría de las veces es un frío polar, en el extremo opuesto del horno que te rodea.

Marc recogió su equipaje y, después de orientarse visualmente, tomó un tren interior que lo propulsó a otro satélite, por el cual, tras un largo camino, pudo por fin acceder al bochorno tropical.

El choqué fue breve. Una temperatura siberiana lo esperaba en el taxi. Arrellanándose en el asiento, contempló la Malaisia que conocía. Había ido en dos ocasiones. La primera vez, para realizar una serie de reportajes sobre las familias de sultanes que reinan por turno en el país. La segunda, en 1997, para cubrir el rodaje de la película
La trampa
, con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, en la que había un enfrentamiento armado en la cima de las torres Petronas, las más altas de Kuala Lumpur y del resto del mundo.

La ciudad, predominantemente verde, flameaba en el horizonte. Sobre una meseta rodeada de colinas y de bosques, sus torres de cristal se alzaban como las piezas de un tablero de ajedrez gigante. Llamas de esquisto, cuchillas de hielo, flechas translúcidas: a aquella distancia, espejeaban al sol y recordaban frascos de perfume o de loción para después del afeitado.

En el interior de la ciudad descubrías avenidas anchas y arboladas, siempre frescas. Nada que ver con las metrópolis asiáticas recalentadas, hormigueantes, cargadas de miseria y de contaminación. Kuala Lumpur era una ciudad residencial gigante que respiraba opulencia. Ostentaba ese barniz artificial propio de las ciudades norteamericanas, donde todo es nuevo y está limpio, pero donde todo parece vacío, artificial. Únicamente las mezquitas de cúpula dorada y los antiguos edificios coloniales ingleses daban un toque de realidad a ese decorado, recordando que allí había habido vida antes del crecimiento económico y la fiebre moderna.

Marc le dio al taxista los nombres de las avenidas del centro: Jalan Bukit Bintang, Jalan Raja Chulan, Jalan Pudu, Jalan Hang Tuah… Allí era donde estaban los grandes centros comerciales y los hoteles de lujo, pero también, en las calles perpendiculares, las pequeñas
guest-houses
a precios razonables. En un callejón encontró, entre dos salones de masaje, un hotel a su medida.

Nada más dejar la bolsa, enchufó el ordenador portátil en la conexión telefónica para consultar sus mensajes. Lo esperaba un e-mail de Reverdi.

Asunto: KUALA - Recibido: 22 de mayo, 8 h 23.

De: [email protected]

A: [email protected]

Querida Élisabeth:

Debes de haber llegado a Kuala Lumpur. Una ciudad demasiado nueva, pero en la que uno puede encontrar fácilmente sus marcas preferidas y seguir sus costumbres, como en un bonito apartamento moderno.

Antes de nada, quiero darte la bienvenida y desearte buena suerte. Espero en lo más profundo de mi ser que consigas alcanzar «nuestro» objetivo. Pero también quiero recordarte, por última vez, las reglas del intercambio. No podrás hacer ninguna pregunta. Tendrás que arreglártelas con la información estricta que yo te dé. Tampoco podrás cometer ningún error; si llegas a una conclusión falsa, nunca más volverás a tener noticias mías.

Sin embargo, confío en ti: ya me has demostrado tu inteligencia… y tu determinación. Así pues, lee atentamente lo que sigue. El primer indicio se refiere al Sendero de Vida.

En Kuala Lumpur es posible encontrar las fotografías de Pernille Mosensen; me refiero, por supuesto, a las imágenes de «después» de su transformación. Busca esas fotos y contémplalas, Élisabeth.

Descubrirás el Sendero de Vida.

El camino que Él traza en la desnudez del cuerpo.

Pero, cuidado, debes observar fotos del cuerpo lavado. Absolutamente limpio. Es esencial. La verdad solo aparecerá en la pureza de la piel.

Buena suerte.

Marc tuvo la impresión de que la temperatura del aire acondicionado había bajado varios grados. Había, entrado en el juego. ¿De cuánto tiempo disponía? Reverdi no daba ningún plazo. Pero Marc sabía que debía actuar deprisa. Demostrar la eficiencia de Élisabeth. Y estimular el interés de su guía.

Reflexionó en su primera misión: acceder al expediente medicolegal de Pernille Mosensen y a las fotos del cuerpo. Reverdi insinuaba que ese expediente se encontraba en Kuala Lumpur. Sin embargo, el crimen había sido perpetrado en Papan y la instrucción se estaba llevando a cabo en Johore Bahru, la capital de la provincia de Johore.

Descolgó el teléfono y llamó a su contacto en la agencia France-Presse en Kuala Lumpur, una periodista llamada Sana. Tras haberle explicado brevemente las razones de su presencia en Malaisia —un reportaje exclusivo sobre el caso de Papan—, abordó el asunto de la autopsia. Sana confirmó sus temores: todos los trámites se habían realizado en Johore Bahru. «¿No hay ninguna posibilidad de encontrar documentos en Kuala Lumpur?» Su pregunta provocó en Sana una risa tenue que le recordó a Pisaï, la periodista del
Phnom Penh Post
. Dada la importancia del caso, se había nombrado un comité de expertos. Uno de ellos era Mustapha Ibn Alang, médico forense en Kuala Lumpur, una celebridad que dirigía la sección de crónica judicial en el
News Straits Times
. Un personaje pintoresco que, según Sana, «no tenía pelos en la lengua». Marc supo de inmediato que era su hombre. Después de haber anotado su teléfono, prometió a la periodista que la invitaría a comer durante su estancia allí y colgó.

Acto seguido marcó el número y, tal como imaginaba, le respondió un contestador automático. Adoptando su tono de voz más grave, solicitó una entrevista y dio el nombre y el teléfono de su hotel.

Dejó el auricular sobre el aparato. La suerte estaba echada. Oficialmente, estaba trabajando en un reportaje en Kuala Lumpur. Su nombre aparecería en la periferia del caso. ¿Constituía esa presencia una amenaza para su manipulación? En absoluto. Ahí radicaba la perfidia de su impostura: Élisabeth Bremen recogía los primeros indicios y Marc Dupeyrat realizaba la investigación.

Después de darse una ducha templada, su excitación desapareció y dejó paso a la angustia provocada por la diferencia horaria. Se tumbó en la cama y encendió el televisor. No había otra cosa que mirar: su habitación, minúscula, no tenía ventanas.

Se puso a zapear. Un caleidoscopio de las diferentes realidades de Malaisia desfiló ante sus ojos. Una cadena mostraba un consejo de sultanes: hombres de tez dorada oscura, con medallas, túnicas tornasoladas y turbantes brillantes, sentados alrededor de una mesa. Otra daba la palabra a un gran cocinero chino que recordaba, con un rictus en los labios, que todo lo que se consumía, se vendía y se compraba en Malaisia era de origen chino. Otra cadena ofrecía imágenes de una fiesta fastuosa, donde magníficas euroasiáticas, enfundadas en vestidos de Dior o de Gucci, se codeaban con mujeres que llevaban tu dung, el velo malayo.

El timbre del teléfono lo sacó de un abismo negro. Se había dormido. En la pantalla, unos piratas con aspecto de indeseables abordaban un barco inglés.

—Diga…

—¿Morcduperó?


What?

—¿Mister Duperó?

Marc reconoció por fin su apellido. El despertador de la mesilla de noche marcaba las diecisiete horas y diez minutos. Había dormido más de tres horas.

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