¿No debería haberse alegrado de ello?
Le producía, por el contrario, una extraña amargura. No había terminado su misión. No había ido tan lejos como habría debido, en nombre de Sophie.
A finales de julio tenía entre las manos una primera versión.
Durante dos meses había permanecido totalmente indiferente a la realidad. Ni el calor que abrasaba a Europa ni la muerte de Marie Trintignant de resultas de los malos tratos de su amante habían atraído lo más mínimo su atención.
Marc se movía ahora en otro mundo.
Estaba escribiendo
Sangre negra
, la historia de un asesino apneísta.
Había conservado a grandes rasgos la intriga de la sinopsis.
La aventura de un periodista solitario que seguía la pista de un asesino en serie a través de Asia. Se había apartado de la historia oficial de Jacques Reverdi, pero había conservado dos elementos clave que tendían un puente directo con el asesino real: la acción transcurría en el Sudeste Asiático y su asesino era un profesor de submarinismo, antiguo apneísta.
Había respetado las etapas de su propia investigación. El Camino de Vida. Los Jalones de Eternidad. La Cámara de Pureza. La Sangre Negra. En cuanto a los decorados y las sensaciones, Marc no había tenido más que copiar las notas tomadas sobre la marcha, limitándose a cambiar los nombres y los lugares.
Como toque personal, había reforzado el suspense inventando un contrapunto dramático. Paralelamente a la investigación del protagonista, el asesino mantenía prisionera a una joven turista a la que se disponía a sacrificar. En el libro se alternaban los dos puntos de vista, las dos historias, hasta que se unían en el momento del enfrentamiento final.
El único punto débil del libro era el acontecimiento que Marc había tenido que inventarse del todo: el trauma del asesino. Él ignoraba por qué Jacques Reverdi se había convertido en ese predador despiadado, sediento de sangre negra. Al igual que ignoraba lo que significaba la frase: «¡escóndete, deprisa, viene papá!».Y por qué las hojas de bambú desencadenaban su pulsión criminal.
Una vez más, había partido de las migajas de la realidad. Había imaginado que, siendo adolescente, el asesino había descubierto el cuerpo de su madre desangrada, cosa que era verdad en el caso de Jacques. Pero en el libro había añadido que no estaba muerta. El futuro asesino había encontrado a una moribunda que le había revelado la identidad de su padre, un ser atroz, mientras le acariciaba el rostro con las manos ensangrentadas. Unas manos negruzcas, ligeras, cuyo contacto había provocado el doble trauma de la sangre negra y del murmullo de las hojas.
Cuando leyó su primer manuscrito, Marc se sintió satisfecho. No era gran literatura, pero en algunos pasajes, sobre todo en los de violencia, se había superado. ¿Había acabado escribiendo como Reverdi? ¿O como Élisabeth, convertida en visionaria por su maestro?
Continuó trabajando. Pasó la canícula sin enterarse. Oyó vagamente hablar de los miles de muertos, víctimas del calor. Vio en los periódicos las imágenes de los cadáveres depositados en las cámaras frigoríficas de Rungis. Solo sentía indiferencia. Su mente estaba totalmente atrapada por la novela. Escribía, sudaba, adelgazaba y se encarnaba por completo en sus páginas.
A principios del mes de septiembre había terminado la obra. Un ladrillo de cuatrocientas páginas que decidió llevar personalmente a Renata Santi. Se sentía ligero, tanto en sentido figurado como propio: había adelgazado siete kilos. Y, pese a su tez bronceada, estaba completamente debilitado, exangüe.
El calor había disminuido ligeramente, pero continuaba presente en la ciudad, en el fondo de la contaminación, como la lenta respiración de un animal que estuviera ardiendo.
Cuando el taxi salió de las estrechas calles del barrio de la plaza Saint-George y llegó al bulevar Haussmann, el rostro de Jadiya lo recibió de nuevo en las paredes de la ciudad.
Era la campaña más larga de la historia de la publicidad.
—Es magnífico.
Renata Santi solo había tardado dos días en leer el manuscrito. Irguió la cabeza y sacudió sus largos cabellos en un gesto teatral; parecía un Luis XIV de parodia.
—Ese asesino y su obsesión por la sangre negra… ¿De dónde saca esas ideas?
Marc se encogió de hombros con modestia.
—Su imaginación es… escalofriante. En serio, es uno de los mejores thriller que he leído. Tenemos un best-seller, tenga confianza en mí. Cuando pienso en los pobres relatos en los que hemos trabajado juntos… Pero ahora vamos a recuperar el tiempo perdido.
Marc estaba taciturno. Pese a esos cumplidos, el hecho de haber acabado el libro le producía una oscura tristeza.
—Debemos actuar con mucha rapidez —continuó Renata—. Dar un gran golpe. No hay que corregir casi nada. Podríamos publicarlo en octubre, ¿qué le parece?
Marc no respondió; el miedo le atenazaba el estómago.
—Este año la nueva temporada literaria se presenta aburridísima. Vamos a causar sensación. —Hizo un gesto amplio con el brazo, como si desplegara un horizonte deslumbrante—. Primero, campaña publicitaria. Carteles.
Teasings
en la radio. Sabe lo que significa, ¿no?
Marc asintió. Renata hablaba con una voz gutural, como si le faltara aire.
—Ya tengo algo en mente. Algo horripilante… sobre el color de la sangre.
Él permanecía en silencio. Renata añadió en un tono confidencial:
—Con un poco de suerte, hasta podríamos coincidir.
—¿Coincidir con qué?
—Bueno…, ya sabe… El juicio de Reverdi.
Marc se puso tenso.
—Creía que habíamos llegado a un acuerdo. No hay que establecer la menor relación con ese caso, ¿entendido?
Renata levantó las dos manos.
—Ningún problema. Pero los periodistas lo harán. Será lo primero que le pregunten.
—Entonces no haré entrevistas.
—No entiendo sus temores, ni sus escrúpulos. Para empezar, la fiera está enjaulada. Y sobre todo, su novela es pura ficción. Es verdad que al principio se puede pensar en Reverdi, pero lo que desarrolla después es tan… específico… Todo el mundo reconocerá el poder de su imaginación.
Marc tenía la boca seca. ¿Tendría valor para mentir hasta el final? ¿Tendría suficientes agallas para defender el libro de otro?
—Ahora —prosiguió Renata—, a trabajar. —Golpeó el manuscrito con la palma de la mano—. He señalado con Post-it los párrafos que tiene que retocar. Cuatro tonterías. Mientras tanto, prepararemos la cubierta. Dentro de quince días estará en la imprenta.
Marc estaba paralizado en su asiento. La alusión a Reverdi había abierto un gran vacío en el fondo de su vientre. Un recuerdo lejano acudió a su mente. Cuando triunfaba trabajando con Vincent: eran ricos, intrépidos, estaban rebosantes de vitalidad… y chiflados. Una noche decidieron unirse a un grupo que practicaba el salto con cuerda elástica en el puente de Chatou.
Aquella noche no había querido rajarse. Sujeto con correas y hebillas, se había subido al parapeto, frente al vacío. Justo antes de saltar, se había sentido morir. Las aguas negras a más de cuarenta metros bajo sus pies le tendían el espejo de su propia muerte. Y al mismo tiempo lo atraían, lo invadían.
En ese momento experimentaba la misma sensación.
Salvo que ahora no llevaba ni correas, ni arneses, ni ninguna cuerda elástica en los pies.
—¡Hola, Élisabeth!
Marc se volvió, estupefacto. Oír ese nombre había sido como recibir un mazazo en su nuca. Estaba cruzando la plaza Saint-Georges y una mano acababa de tocarle el hombro. Tuvo que concentrarse para reconocer, a través de los destellos que danzaban ante sus ojos, al hombre que tenía enfrente.
Alain.
El empleado de correos.
—¿Ya está curada? —preguntó, echándose a reír.
Marc había olvidado a ese personaje que durante un tiempo tuvo su destino en sus manos. Le parecía que todo eso había pasado hacía un siglo. De pie en la calle, Alain parecía todavía más bajo que sentado detrás del mostrador. Tez mate y cola de caballo: un piel roja en miniatura.
Marc se apartó un mechón de la cara de forma inconsciente mientras buscaba una réplica: no se le ocurría nada. Ni siquiera sabía si el funcionario de correos hablaba de una Élisabeth real o si se había dado cuenta hacía tiempo de que no existía.
Acabó por balbucir:
—Emmm…, ya va todo bien.
Alain le guiñó un ojo.
—Tiene que venir a buscar sus cartas.
—¿Ha recibido cartas?
El vietnamita rompió de nuevo a reír.
—¡Veintiocho !
Media hora más tarde, Marc salió de la oficina de correos cargado de sobres. Alain había accedido a entregarle las cartas a pesar de que el contrato de reenvío había expirado hacía tiempo.
Se detuvo para leer los sobres. Todos llevaban el mismo membrete, escrito en árabe. Estaba claro que, tras la muerte de Jimmy, Reverdi había utilizado una asociación musulmana para enviar su correo de forma clandestina. Ahora comprendía mejor los artículos según los cuales Jacques se rodeaba de islamistas.
Marc miró las fechas de franqueo. Durante más de tres meses, el asesino enamorado había escrito una carta cada tres días. Estaban ordenadas cronológicamente. No se resistió a la tentación de abrir algunas allí mismo, en la calle.
Empezó por la primera, fechada el 12 de junio:
Amor mío:
No he recibido ningún e-mail tuyo desde hace diez días. Al principio estaba preocupado. Temía que hubieras sufrido un accidente en la última isla. Pero no; habría oído hablar de ello. Seguramente se trata de un fallo técnico. Por una u otra razón, tus mensajes no llegan a mi cuenta de correo. No sé si tú recibes los míos. Para mayor seguridad, vuelvo a escribirte a tu dirección de París…
Marc metió la hoja en el sobre. Abrió la carta siguiente. 15 de junio. Leyó unas líneas escogidas al azar:
… Cada vez comprendo menos tu silencio… ¿Qué pasó en Phuket? ¿Por qué esta ausencia de noticias?…
Tercera carta. 19 de junio. Cambio de tono radical:
… Lo que había tomado por una avería resulta que es una cancelación voluntaria de tu cuenta de correo electrónico…
Marc se saltó varios párrafos y leyó:
… ¿Se trata acaso de un juego? Si lo es, no puedo admitir tu inconsciencia. Ahora sabes quién soy. Sabes que soy yo quien establece las reglas…
Al final del texto, el asesino se ablandaba:
Resulta doloroso no leer ya tus cartas, pero todavía es un placer escribirte, a mano, como al principio…
Marc arrugó la carta. Cogió un sobre de principios de julio. La letra era menos regular:
Élisabeth:
Tu silencio posee ahora un significado que mantengo a distancia. Dos sílabas que me niego a pronunciar. Porque podrían tener consecuencias definitivas, y tú lo sabes. Eres mi elegida. Eres la mujer a la que he escogido. Te concedo un plazo…
Marc fue de nuevo hasta el final de la carta:
… Todavía puedes escribirme a mi dirección electrónica. Hazlo rápido, antes de que sea demasiado tarde. Ni tú ni yo queremos esto.
Renunció a leer otras cartas más recientes. Temblaba de la cabeza a los pies. Miró a su alrededor: transeúntes, coches, tiendas… Lo veía todo en una versión turbia, como en el fondo de un acuario. Él ya no pertenecía a ese mundo normal. Ahora llevaba una marca roja que lo excluía, que lo condenaba.
Se apoyó en una pared y trató de entrar en razón.
¿Qué estaba sucediendo que no había previsto? ¿Acaso no había imaginado mil veces ese enfado? ¿Qué temía exactamente? Una vez más, prestaba poderes sobrenaturales a Jacques Reverdi. Entre rejas no podía hacer nada. Y ni siquiera sabía que Marc Dupeyrat existía.
Unas semanas más tarde, el enemigo sería juzgado y ejecutado.
Caso cerrado.
Ese razonamiento no lo tranquilizó en absoluto. Estrechaba el correo contra su pecho. Tenía que deshacerse de él. Quemar esas cartas. Conjurar la maldición.
Cuando el taxi llegó al final del túnel de La Défense, Marc no reconoció nada. Se había equivocado de camino. Allí no iba a encontrar los descampados que habían marcado su infancia. Nanterre había cambiado. Había tantas construcciones, y destacaban tanto, que habían borrado hasta el recuerdo de los terrenos abandonados que él buscaba.
—¿Adónde vamos exactamente?
—Continúe recto —contestó—. Hasta la plaza de La Boule.
Lo había dicho al azar. Intentaba acordarse de esos barrios. La gran zona de las torres, al norte, que tenían nombres poéticos, como Fuentecillas o Campos de Mirlos, o las torres Aillaud, conocidas como las torres-nubes. El Nanterre antiguo, al oeste, con casas de ladrillo apretadas unas contra otras. Y más allá aún, pasada la prefectura y la universidad, la auténtica tierra de nadie, un gueto plagado de descampados, de urbanizaciones en ruinas, de desguaces y de fábricas abandonadas. A ese barrio era al que él quería ir, cuya zona más famosa se llamaba precisamente La Fohe, la locura.
—¿Y ahora?
Habían llegado a la plaza de La Boule. La rotonda, sobre la que antes había un puente-tobogán, era ahora tan plana y ordenada como un jardín público. Alrededor, Marc solo veía edificios de cristal azulado, zonas verdes, casas rehabilitadas.
—Vaya hasta la estación de Nanterre-ville. Después ya veremos.
—Después vienen los suburbios.
No esperaba tanto. Observaba ahora las calles donde había crecido, donde sus padres tenían la farmacia. ¿Cuántos años hacía que no había puesto los pies en el cementerio de Mont-Valérien, donde estaban enterrados? Siempre se había sentido distanciado de su familia, de sus propios orígenes. Sin embargo, ahora que quería perderse en la Tierra, encontrar un repliegue secreto en el Universo, se había dirigido espontáneamente a Nanterre.
—Tome el bulevar del Sena.
—¿Está seguro?
—Siga la dirección de las ciudades Komarov.
El nombre había acudido a sus labios. Las últimas concentraciones urbanas antes del río. El coche pasó bajo el puente del tren y salió a un paisaje inesperado: inmuebles grises, fábricas, vías férreas… Marc recobró la confianza.
—Necesito gasolina.
El taxista le lanzó una mirada recelosa.
—Me he quedado sin nada —explicó Marc—. Tengo el coche más lejos. Busque un surtidor.