La línea negra (51 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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Entró en el cuarto de baño y se observó en el espejo. Todavía le quedaban restos del maquillaje de la sesión de fotos. Se quedó pensativa. ¿Se suponía que iban a hacer el amor esa noche? Sería un absurdo más. ¿Aceptaría? No. Rotundamente no. Pero a lo largo de una noche la temperatura podía variar tanto… Le asaltó una duda. Abrió el bolso. No llevaba sus medicamentos, ni ninguna crema. Si pasaba algo, ¿cómo se las arreglaría?

Abrió el grifo de la bañera y volvió a la habitación. Más valía tomarse aquella decoración con humor. La cama colosal, cubierta con una colcha de terciopelo. El tapiz en la pared representando una escena de amor cortés. Incluso habían puesto dos rosas rojas, con los tallos cruzados, sobre la almohada.

La bañera seguía llenándose. Jadiya ya no oía ningún ruido en la otra habitación. Guardó el abrigo en el armario y se decidió a abrir la cama.

Cogió las rosas antes de apartar la colcha.

El grito sorprendió a Marc mientras observaba el patio.

Atravesó su habitación de un salto y encontró a Jadiya petrificada, con los ojos clavados en la colcha. Miró también hacia allí y notó que se le revolvían las tripas.

Unos ojos.

Unos ojos descansaban sobre la colcha.

Marc conocía su origen. El rostro enucleado de Vincent, ver no es saber. Vio también dos rosas rojas. Unos hilos de sangre unían los pétalos a los órganos. Estos habían sido escondidos en el interior de las flores.

Jacques Reverdi les daba la bienvenida.

A su manera.

Marc se precipitó hacia la puerta de entrada y la cerró con llave; después fue corriendo a la suya para hacer lo mismo. Regresó junto a Jadiya y la abrazó. La chica temblaba tanto que se había quedado sin peso, sin masa.

Instintivamente, Marc miró de nuevo la cama. En el ribete de las sábanas vio unas manchas de sangre. Eso no eran salpicaduras de los pétalos. Recordó los telones del estudio y la advertencia de Reverdi. Aquí también estaba incompleto el mensaje.

Sin vacilar, cogió la colcha y la sábana de arriba. Las apartó las dos a la vez, arrastrando con ellas las rosas rojas y los globos oculares.

Sobre la sábana ajustable, unas letras sangrientas tendían sus garras:

ESCÓNDETE, DEPRISA,

VIENE PAPÁ

81

—Pero ¿qué está pasando?

Él la asió de la mano sin contestar y la levantó del suelo. Jadiya solo tuvo tiempo de coger su bolso, que estaba en el cuarto de baño, mientras él abría la puerta. Bajaron corriendo la escalera y cruzaron el vestíbulo ante la mirada atónita del recepcionista.

Al llegar a la puerta, Marc se paró en seco. Escrutó el patio iluminado. Los coches aparcados. Los árboles susurrantes. Más allá, la oscuridad parecía haberse hecho más profunda. Marc detuvo la mirada en el coche de Jadiya. Durante un breve instante, se sintió tentado de montar en él y regresar a París. Pero quizá Reverdi había colocado una bomba. O bien estaba dentro. Observó el roble macizo. Su seguridad se tambaleó: estaba allí, detrás de la corteza plateada. Después encontró las puertas de los establos, sumidas en la sombra. Reverdi estaba en todas partes. Su simple amenaza saturaba el espacio vital de ellos.

¿Quedarse en el hotel? ¿Llamar a la policía? Subir y encerrarse en sus habitaciones hasta que se hiciera de día? Marc tuvo un flash: los ojos rodando debajo de la cama, la escritura temblorosa y oscura: escóndete, deprisa, viene papá. Huir. Había que huir. Sobre todo, no quedarse en aquella mansión.

Apretó la mano de Jadiya y echó a correr. Una tormenta rugía a lo lejos. Cada segundo que pasaba, las tinieblas parecían más densas, más bajas. Pasaron junto al aparcamiento. Marc observaba todos los coches, todas las parcelas de oscuridad. Al llegar al final, vio un sendero que se adentraba en la oscuridad.

—Quítate los zapatos —ordenó.

Corrieron entre los árboles, las sombras, los crujidos. La noche en el campo. Ese mundo exterior que miramos por la ventana de una casa caldeada estremeciéndonos. Esa quintaesencia del negro, que nos felicitamos de no tener que afrontar. Ellos ya no la contemplaban a través de los cristales; estaban metidos de lleno en ella. La atravesaban, la pisoteaban, la violaban. Como un tabú sagrado que nadie más hubiera osado transgredir.

Las ramas crujían bajo sus pies. Las zarzas les arañaban las piernas. Tropezaban con las raíces. Avanzaban sin rumbo, sin puntos de referencia. Sobre su cabeza, el viento agitaba las copas de los árboles, doblaba las hojas, azotaba la bóveda oscura del cielo.

—¡Mierda!

Delante de ellos se abría un bosque de sauces, sacudido por largos estremecimientos. Pensó en los bambúes. Imaginó esas hojas sobre la piel del asesino. Su rostro atormentado por el odio, súbitamente acariciado por las ramas. Marc lo veía detenerse para saborear la suavidad del contacto, sintiendo cómo la locura criminal maduraba poco a poco en él, atraída por esas caricias vegetales…

«Por aquí no —susurró.

Apretó más la mano de Jadiya y se dirigió hacia la izquierda, a campo traviesa. Ella lo seguía sin rechistar. Oscuramente, Marc estaba orgulloso de ella, de su silencio, de su valentía.

Ahora corrían a cuerpo descubierto, chapoteando, hundiéndose en los surcos de un campo. Atravesaron tierras desnudas, se adentraron en otros sotobosques. Marc maldecía ese campo hostil, despertado por el viento, vivificado por la lluvia. Pero no se atrevía ni a parar ni a volver atrás. Era, en sentido literal, una huida hacia delante.

Cuando vio el granero, supo que era allí. Un refugio o un callejón sin salida. O bien Reverdi los había perdido y podían esperar a que amaneciera entre aquellas cuatro paredes, o bien estaba pisándoles los talones y todo acabaría en el fondo de ese almacén. Siguió tirando de Jadiya. La oía respirar, jadear, pero sin proferir ninguna queja.

Derribó la puerta golpeándola con un hombro. Pese al hedor, pese al frío glacial, se sintió reconfortado. Desplomarse bajo ese techo, esperar el fin de la noche: su mente no fue más lejos. La oscuridad era casi total. Se adentraron entre los olores solidificados, pisando la tierra batida, sembrada de boñigas secas.

Marc cerró la puerta… y la noche. Se preguntó si por casualidad aún llevaría en algún bolsillo el encendedor que había utilizado en el descampado de Nanterre. Pero en ese momento una llama surgió en la oscuridad. Los cabellos de Jadiya brillaron; ella sí llevaba un encendedor. Al segundo siguiente, el resplandor se transformó en un verdadero hogar. Marc iba a gritar, pero Jadiya se le adelantó:

—No se te ocurra decirme que van a descubrirnos.

Marc se quedó boquiabierto. Jadiya tenía razón. ¿Qué sabía él de las leyes de la caza, de las reglas de la guerra? Fuera llovía a raudales. Las nubes estaban tan bajas que absorberían el humo cuando saliera por la ventana que Jadiya estaba desbrozando. La joven se sentó junto al fuego; alimentaba la hoguera con las boñigas más secas. Marc también se acercó.

Pese al calor incipiente, ella seguía tiritando. Él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros; era lo mínimo que podía hacer. Acto seguido, se levantó. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Prepararse para el asedio. Organizar la resistencia. ¿Cómo? No tenían nada. Ni armas, ni protección, ni víveres…

—Siéntate. Me pone mala que no pares de dar vueltas.

Marc se quedó inmóvil. El tono autoritario le sorprendió, pero todavía le sorprendió más la calma de su voz. Increíble: no tenía miedo. Se dejó caer frente a ella. Entre ambos, los excrementos crepitaban, ardían formando llamas breves, nerviosas, con un curioso brillo verdoso.

—Te escucho —dijo Jadiya—. Quiero toda la historia.

Él se la contó. La usurpación de identidad. Las primeras cartas. El robo de la foto. El pacto con Reverdi. Su periplo por la «línea negra», entre el trópico de Cáncer y la línea del Ecuador.

Luego, el secreto de la sangre negra.

Se tomó la molestia de describir todos los detalles, todavía fascinado por el ritual del asesino. Las incisiones. La miel. La cámara hermética. Y el acto final.

Jadiya, con los brazos alrededor de las piernas y la barbilla apoyada en las rodillas, permanecía en silencio. Miraba las llamas fugaces. Algo en ella le hacía no ceder al pánico. Parecía ser capaz de afrontar todo aquello. Marc pensó en las «mujeres con cajones» de los cuadros de Dalí, que esconden su secreto en los repliegues del cuerpo. ¿Dónde había escondido Jadiya la fuente de su fuerza?

Pasó al presente. La evasión de Reverdi. El asesinato de Alain van Hêm, único vínculo con Élisabeth y su dirección en la lista de correos. Luego la furia del criminal al ver el rostro de Jadiya en las perfumerías y la novela
Sangre negra
en las librerías. Marc intentó explicar que había querido evitar otras catástrofes, salvar a Vincent, protegerla a ella… Dudó unos segundos, pero acabó confesando lo peor: la muerte del fotógrafo.

Jadiya se estremeció, sin apartar los ojos del fuego. No hizo preguntas, pero él intuyó que algo importante se quebraba en ella. Marc prosiguió. No quería ocultarle nada. Describió la tortura de Vincent. Las sangrías. Los ojos arrancados…, los ojos que habían aparecido sobre la colcha. Las fotos de Jadiya pisoteadas. Y la inscripción sobre el telón: ver no es saber.

Ahora Reverdi estaba allí, en alguna parte, alrededor del granero.

Animado únicamente por el deseo de venganza.

Jadiya continuaba callada. Marc consultó el reloj. Era la una de la madrugada. Y ningún ataque todavía, ninguna señal alarmante. ¿Lo habían despistado? Sus miembros empezaban a relajarse. El calor los envolvía. Uno se acostumbra al olor de la mierda quemada. Uno se acostumbra a esperar la muerte.

—No me has dicho lo principal —dijo de pronto Jadiya—. ¿Cuál es la razón de todo eso? ¿Cuál es la razón de esa búsqueda?

Marc balbució unas palabras, trató de justificar sus indagaciones. Ella lo interrumpió.

—¿Por qué no me hablas de Sophie?

Él dio un salto, como si le hubieran metido una brasa en los ojos.

—¿Quién te ha hablado de ella?

—Vincent.

Él asintió lentamente. Jadiya conocía, pues, la parte esencial de la historia.

—Me he visto enfrentado a la muerte dos veces —susurró—. A la muerte sangrienta. Dos veces son demasiadas para una vida corriente. —Sus palabras se entrelazaban con el crepitar de las llamas—. La primera cuando tenía dieciséis años. Mi mejor amigo, un músico, se cortó las venas en los lavabos del instituto. Se llamaba D'Amico. El mejor violonchelista que he conocido jamás. Fui yo quien lo encontró. La segunda vez fue Sophie. La… Bueno…

Se quedó sin voz. Jadiya acudió en su ayuda.

—Vincent me lo contó. Pero ¿por qué reaccionaste de esa forma? ¿Por qué te empeñas en perseguir el mal, en vez de tratar de olvidar?

—Esos dos sucesos provocaron en mí una atracción morbosa. Una fascinación por la muerte. Y sobre todo, una voluntad de saber, de comprender. La muerte de D'Amico no tiene nada que ver con la pulsión criminal, pero fue como un preámbulo. La antesala del horror. El cuerpo de Sophie fue la apoteosis. Un interrogante abierto, como una herida. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se podía hacer eso? Esos sucesos apuntaron un dedo hacia mí. Había sido elegido para comprender la naturaleza profunda de la violencia. Yo creo que, en el fondo, también hay remordimientos.

—¿Remordimientos?

Marc no respondió enseguida. Estaba tocando las capas más profundas de su ser. Estratos de los que nunca había hablado en voz alta.

—Cuando encontré el cuerpo de mi amigo, y también cuando encontré el de Sophie, me desmayé. Me sustraje al mundo. No te hablo de una breve pérdida de conocimiento, sino de un auténtico coma. Seis días la primera vez. Tres semanas la segunda. Parece ser que eso ocurre en los casos de traumas graves. Pero ese coma provocó también una amnesia retrospectiva.

—¿Retrospectiva?

—Sí, el choque borró el instante del descubrimiento del cadáver y las horas inmediatamente anteriores. Como si mi conciencia se hubiera visto salpicada, en la escala del tiempo, en los dos sentidos, ¿comprendes?

—Lo que no entiendo son tus remordimientos.

Marc casi gritó:

—¡Es que no sé lo que hice justo antes de esas muertes! —Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra—. Quizá habría podido evitar aquellos sucesos… Quizá incluso los provoqué. Unas palabras demasiado duras a D'Amico…, y en el caso de Sophie, podría haberme quedado con ella, no sé… Dios mío, ni siquiera recuerdo las últimas palabras que nos dijimos…

Jadiya permaneció en silencio; dejaba crepitar los segundos.

—En cualquier caso —añadió Marc, y sabía que estaba resumiendo en unas palabras su propio destino—, les debía tanto a uno como a otro esta investigación. Su muerte es una página negra en mi cabeza. Tenía que descubrir una verdad sobre la muerte, la sangre, el mal, para recuperar ese olvido. No conozco al asesino de Sophie. Nadie ha encontrado jamás su rastro. Pero al menos me he acercado a la fuerza maléfica que la mató. Es la misma fuerza que habita en todos los asesinos, y he podido contemplarla desde el interior. Gracias a Reverdi.

Jadiya irguió el cuerpo. Esas últimas palabras parecían haberle recordado algo.

—Eso que ponía en la sábana, escóndete, deprisa, viene papá, ¿qué quiere decir?

—No lo sé. Es la parte de sombra de Reverdi que no he podido penetrar.

—¿Por qué la habrá escrito como una amenaza?

—Ni idea. O tal vez sí: creo que antes de matarnos quiere ofrecernos una última revelación. Está loco, ¿comprendes?

Ella no contestó. Observaba a Marc intensamente, con las manos apoyadas en el suelo tras de ella y la cabeza alzada. Sus ojos dorados no cesaban de moverse, como si fotografiara hasta el menor detalle del rostro de Marc.

Finalmente, miró por el ventanuco rodeado de paja; empezaba a clarear.

—Vamos a ir a la policía. Reza para que nos metan en la cárcel y nos protejan. Y sobre todo, reza para que a ti no te manden a un manicomio.

82

Conducía con las manos crispadas sobre el volante.

Marc se había ofrecido para conducir, pero Jadiya se había negado. Su coche lo llevaba ella, y punto. Además, él no estaba en mejores condiciones.

A las seis habían salido de su madriguera y se habían adentrado en el amanecer monocromo. Habían caminado a campo traviesa, despavoridos, embarrados, empapados de rocío. Dos parisinos errantes, sosteniéndose el uno al otro en un paraje desconocido. De pena. Tanto más cuanto que el hotel estaba a unos cientos de metros de su escondrijo; en la noche tormentosa, se habían limitado a dar vueltas en redondo. De pena.

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