Julia asintió con la cabeza.
—Cuando vino a nuestra casa se trajo su propia almohada. Quería dormir en el cuarto de Jens, rodeado de las cosas del niño. Y se lo permitimos.
—Sí, siempre lo hacía así —confirmó Sven-Olof—. Veía cosas en sueños. Gente que se había ahogado y cosas que habían desaparecido. Y acontecimientos futuros, cosas que ocurrirían. Soñó durante varias semanas con el día de su propia muerte. Dijo que le llegaría pronto en la cama de su habitación, a las dos y media de la madrugada, y que el corazón se le pararía y la ambulancia no llegaría a tiempo. Y eso fue lo que pasó, justo el día que él había predicho. Y la ambulancia no llegó a tiempo.
—Pero ¿aquello funcionaba siempre? —preguntó Julia—. ¿Todo coincidía?
—No siempre —dijo Sven-Olof—. A veces no soñaba nada. O no recordaba el sueño; eso pasaba a veces. Y nunca aparecían los nombres; en sus sueños nadie tenía nombre.
—Pero cuando decía algo —insistió Julia—, ¿acertaba siempre?
—Casi siempre. La gente confiaba en él.
Julia dio un par de pasos adelante. Tenía que contárselo.
—Yo llevaba tres noches sin dormir cuando su hermano llegó en su motocicleta —musitó—. Pero esa noche tampoco logré dormir. Permanecí tumbada despierta y lo oí acostarse en la cama de la habitación de Jens. Los muelles crujían cuando se movía. Después se hizo el silencio, pero fui incapaz de conciliar el sueño. Cuando se despertó a las siete de la mañana yo estaba sentada en la cocina, esperándolo.
Las gallinas cloqueaban nerviosas a su alrededor, pero Sven-Olof no hizo ningún comentario.
—Lambert había soñado con mi hijo —prosiguió ella—. Lo vi en su mirada cuando entró en la cocina con su almohada bajo el brazo. Me miró, y cuando le pregunté dijo que había soñado con Jens. Parecía triste; estoy segura de que pensaba contar más cosas, pero yo no tuve fuerzas para escucharlo. Le di una bofetada y le grité que se marchara. Mi padre, Gerlof, lo acompañó hasta la motocicleta junto a la verja, y yo me quedé en la cocina llorando y oí cómo se alejaba. —Hizo una pausa y suspiró—. Fue la única vez que vi a Lambert. Lo siento.
El gallinero se sumió en el silencio. Hasta las gallinas se habían calmado.
—Ese niño… —empezó Sven-Olof en la oscuridad—. ¿Se refiere a ese horrible caso que ocurrió? ¿El pequeño que desapareció en Stenvik?
—Era mi hijo, Jens —dijo Julia, que ahora hubiera dado lo que fuese por una copa de vino—. Sigue desaparecido.
Sven-Olof no dijo nada.
—Me gustaría saber… ¿Nunca comentó Lambert nada sobre lo que soñó aquella noche?
—Aquí hay cinco huevos —dijo una voz desde la oscuridad—. No encuentro más.
Julia comprendió que no pensaba responder a más preguntas.
Exhaló un pesado y profundo suspiro.
—No tengo nada —se dijo a sí misma—. No tengo nada.
La vista se le había empezado a acostumbrar poco a poco a la oscuridad, y pudo ver a Sven-Olof inmóvil en medio del gallinero, mirándola, con cinco huevos apretados contra el pecho.
—Lambert tuvo que haber dicho algo, Sven-Olof —insistió ella—. Alguna vez tuvo que decirle algo sobre lo que soñó aquella noche. ¿Qué dijo?
Sven-Olof tosió.
—Sólo habló del niño en una ocasión. —Julia guardó silencio. Contuvo la respiración—. Había leído un artículo en el
Ölands-Posten
—prosiguió Sven-Olof —. Fue unos cinco años después de lo ocurrido. Lo leímos durante el desayuno. Pero el periódico no contaba nada nuevo.
—Para variar —dijo Julia, cansada—. Nunca había nada nuevo que contar, y sin embargo, han seguido escribiendo sobre el caso.
—Estábamos sentados a la mesa de la cocina y yo había leído el periódico primero —explicó Sven-Olof —. Luego lo cogió Lambert. Y cuando vi que leía el artículo sobre el niño le pregunté qué pensaba. Lambert bajó el periódico y dijo que el niño estaba muerto.
Julia cerró los ojos. Y asintió con la cabeza en silencio.
—¿En el estrecho? —preguntó.
—No. Lambert dijo que había ocurrido en el lapiaz. Lo habían asesinado en el lapiaz.
—Asesinado —dijo Julia, y un escalofrío le recorrió la piel.
—Lambert dijo que lo había matado un hombre. El mismo día de su desaparición, un hombre lleno de odio lo había matado en el lapiaz. Luego había enterrado al niño en una tumba junto a un muro de piedra.
Reinó de nuevo el silencio. Una gallina aleteó nerviosa en alguna parte junto a la pared.
—Lambert no dijo nada más —concluyó Sven-Olof —. Ni sobre el niño ni sobre el hombre.
«Ningún nombre», pensó Julia. En los sueños de Lambert nadie tenía nombre.
Sven-Olof se movió de nuevo. Salió de la habitación de las gallinas con los cinco huevos en el regazo y miró asustado a Julia, como si temiera que la mujer fuera a pegarle.
Ella suspiró.
—Ahora ya lo sé. Gracias.
—¿Necesita una caja? —preguntó Sven-Olof .
Julia lo sabía.
Podía intentar convencerse de que Lambert se había equivocado o que su hermano se lo había inventado todo, pero no valía la pena. Lo sabía.
Cuando volvía a casa desde Långvik se detuvo en el camino de la costa sobre la playa desierta, contempló cómo el agua se convertía en espuma en el rompiente y lloró durante diez minutos.
Lo
sabía
, y la certeza era terrible. Era como si sólo hubieran pasado unos días desde la desaparición de Jens, como si aún sangraran todas las heridas internas. Ahora comenzaba a aceptar su muerte en su corazón, paso a paso. Tenía que suceder lentamente, para que la pena no la ahogara.
Jens estaba muerto.
Lo sabía. Aun así deseaba ver a su hijo de nuevo, ver su cuerpo. Si no era posible, al menos deseaba saber qué le había ocurrido. Ésa era la razón de su viaje a Öland.
Las lágrimas se secaron con el viento. Después de un rato, Julia se sentó en el sillín de la bicicleta y reanudó su marcha.
Encontró a Astrid, que paseaba el perro junto a la cantera. La mujer invitó a Julia a cenar, y no dijo nada de sus ojos enrojecidos por el llanto.
Le ofreció chuletas de cerdo, patatas cocidas y vino tinto. Julia comió mucho y bebió aún más, más de lo que debería. Pero tras el tercer vaso de vino ya no le resultaba tan duro asumir que Jens llevaba muerto mucho tiempo; sólo sentía un apagado dolor en el pecho. En realidad, después de que pasaran los primeros días sin que el niño diera señales de vida, nunca había habido ninguna esperanza. Ninguna esperanza…
—¿Así que hoy has estado en Långvik? —preguntó Astrid.
Las reflexiones de Julia se interrumpieron y asintió con la cabeza.
—Sí. Y ayer estuve en Marnäs —dijo rápidamente para evitar pensar en Långvik y en los infalibles sueños de Lambert Nilsson.
—¿Ocurrió algo allí? —preguntó Astrid, y rellenó el vaso de Julia.
—No mucho —respondió ella—. Estuve en el cementerio; visité la tumba de Nils Kant. Gerlof creía que debería verla.
—Esa tumba, vaya —dijo Astrid, y levantó su vaso de vino.
—Una pregunta… —empezó Julia—. Quizá no puedas responderme, pero esos soldados que Nils Kant mató en el lapiaz… ¿Llegaron muchos a Öland?
—No, que yo sepa —dijo Astrid—. Quizá fueran un centenar los que consiguieron llegar a Suecia por el Báltico, pero la mayoría desembarcó en la costa de Småland. Deseaban volver a casa, claro, o viajar a Alemania. Pero Suecia tenía miedo a Stalin y los devolvieron a la Unión Soviética. Fue una cobardía. Pero seguro que ya has leído todo esto.
—Sí, algo…, pero hace mucho tiempo.
Recordaba vagamente haber estudiado en la escuela algo sobre los refugiados de guerra en Rusia, pero en aquella época a ella no le interesaba especialmente la historia de Suecia o de Öland.
—¿Qué más hiciste en Marnäs? —quiso saber Astrid.
—Bueno… Almorcé con el policía de allí —explicó Julia—. Lennart Henriksson.
—Vaya —dijo Astrid—. Se trata de un hombre simpático. Y bastante atractivo.
Julia asintió.
—¿Hablaste de Nils Kant con Lennart? —preguntó Astrid.
Julia negó con la cabeza, recapacitó y dijo:
—Bueno, mencioné que había estado en la tumba de Kant. Pero no hablamos más del asunto.
—Será mejor que no se lo nombres más —aconsejó Astrid—. Se lo toma a mal.
—¿Se lo toma a mal? —repitió Julia—. ¿Por qué?
—Es una vieja historia —respondió Astrid, y bebió un trago de vino—. Lennart es hijo de Kart Henriksson.
Echó una mirada grave a Julia, como si eso lo explicara todo.
Pero Julia no entendió nada y negó con la cabeza.
—¿Quién?
—El jefe de policía de Marnäs —explicó Astrid—. O el policía provincial, como se llamaba entonces.
—¿Y qué hizo?
—Él fue el responsable de detener a Nils Kant por haber disparado a los alemanes —dijo Astrid.
Öland, mayo de 1945
Nils Kant sierra su escopeta.
Se encuentra en la calurosa leñera, donde los troncos de los abedules se amontonan hasta el techo, y tiene la espalda encorvada. Parece que el montón de leña vaya a caérsele encima en cualquier momento. Su Husqvarna reposa sobre el ancho tronco de cortar, con el cañón casi recortado. Nils apoya la bota del pie izquierdo sobre la culata de la escopeta y maneja la sierra de arco con ambas manos. Lenta pero obstinadamente corta el cañón, y de vez en cuando espanta las moscas que revolotean en la leñera e intentan posarse sin cesar en su rostro sudado.
En el jardín no se oye un alma. Vera, su madre, está en la cocina y prepara su mochila. Una tensa espera llena el aire primaveral.
Nils sierra y sierra, y al fin la hoja se come los últimos milímetros de hierro y el cañón se desprende y cae al suelo de piedra de la leñera emitiendo un breve sonido metálico.
Lo recoge, lo introduce en un pequeño agujero en el fondo del montón de leña y deja la sierra sobre el tronco de cortar. Saca dos cartuchos del bolsillo y carga el arma.
Luego sale de la leñera y coloca la escopeta a la sombra, junto a la entrada.
Está preparado.
Han pasado cuatro días desde que disparó en el lapiaz, y todo Stenvik ya sabe lo ocurrido. «SOLDADOS ALEMANES ENCONTRADOS MUERTOS - EJECUTADOS CON UNA ESCOPETA», rezaba la primera página del
Ölands-Posten
del día anterior. Los titulares eran tan grandes como cuando hace tres años el bosque costero de las afueras de Borgholm fue bombardeado por aviones.
Los titulares mienten: Nils no ha ejecutado a nadie. Hubo un intercambio de disparos con dos soldados y, al final, él resultó vencedor.
Pero quizá no todos lo vean de esa forma. Por una vez Nils ha bajado a la aldea por la tarde, ha pasado por el molino y se ha encontrado con la mirada silenciosa del molinero. No les ha contado nada, pero sabe que hablan de él a sus espaldas. Los rumores corren. Y las historias sobre lo que ocurrió en el lapiaz se esparcen como las ondas en el agua.
Entra en la casa.
Vera, su madre, está de pie inmóvil y en silencio; de espaldas a él, mira el lapiaz por la ventana. Él advierte la rigidez de sus hombros bajo la blusa gris, su inquietud y su pena.
Los temores de Nils son también mudos.
—Tengo que irme —anuncia él.
Ella apenas asiente con la cabeza y no se da la vuelta. Sobre la mesa, junto a ella, están la mochila y la pequeña maleta preparadas, y Nils se acerca y las coge. Es casi insoportable; si intenta decir algo más la voz se le ahogará: así que simplemente se va.
—Volverás, Nils —dice su madre con voz afónica tras él.
Él asiente con la cabeza sin que ella pueda verlo y coge su gorra azul de la repisa de los sombreros, junto a la puerta. En la gorra está escondida su petaca de latón, llena de coñac. La guarda en la mochila.
—Bueno, ya es la hora —dice en voz baja.
En la mochila lleva un monedero con dinero para el viaje, y además, veinte billetes grandes de su madre fuertemente enrollados al fondo del bolsillo trasero del pantalón.
Al llegar a la puerta se da media vuelta. Ve a su madre de perfil en la cocina, pero sigue sin mirarle. Quizá no pueda. Tiene las manos juntas sobre el vientre, clava las largas uñas blancas en la palma de sus manos, le tiembla el mentón.
—Te quiero, mamá —dice Nils—. Volveré.
Sale rápidamente por la puerta, baja los escalones de piedra hasta el jardín. Se detiene junto a la leñera para recoger la escopeta antes de rodear la casa y adentrarse entre los fresnos.
Nils sabe cómo abandonar la aldea sin ser visto, y es lo que hace. Camina agachado por los senderos de vacas, por las espesas breñas alejadas del camino vecinal, trepa por encima de muros cubiertos de liquen y de vez en cuando se detiene a escuchar voces susurrantes tras el zumbido de los insectos que revolotean sobre la hierba.
Sale a la luz del sol en el lapiaz del sudoeste de la aldea sin ser visto.
Allí ya no corre ningún peligro; Nils se orienta mejor que cualquiera; por la hierba se mueve con rapidez y facilidad. Divisa cualquier ser vivo antes de que éste le vea. Camina en dirección al sol, dando un amplio rodeo para no pasar por el lugar donde encontró a los alemanes. No quiere ver si los cuerpos aún están allí o si ya se los han llevado. No quiere pensar en ellos, pues son ellos los que le obligan a abandonar a su madre.
Los soldados muertos le obligan a alejarse, durante un tiempo.
«Tienes que ocultarte —le dijo su madre la noche anterior—. Tomarás el tren a Borgholm en Marnäs, y después pasarás con el transbordador Svea a Småland. El tío August se encontrará contigo en Kalmar, y allí harás lo que él diga; y te quitarás la gorra cuando le des las gracias. No hables con nadie, y no vuelvas a Öland hasta que las cosas se hayan calmado. Pues acabarán calmándose, Nils, si sabemos esperar.»
De pronto le parece oír un grito apagado a su espalda y se detiene. Pero no percibe nada más. Nils se mueve con cuidado entre los enebros, pero no puede retrasarse. El tren no espera.
Después de un par de kilómetros llega al camino cubierto de grava. Del sur se acerca una carreta y Nils se apresura a cruzar y bajar a la cuneta. Pero del carro tira un solo caballo con la cabeza encorvada, y antes de que llegue Nils ya está lejos.
Ahora se halla más o menos en el centro de la isla y piensa en lo que ha leído en el periódico: se supone que los soldados alemanes siguieron esa carretera hace una semana, después de que el motor de su barca fallara y la corriente les arrastrara hasta el sur de Marnäs.