La Historia de San Michele (45 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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La esbelta columnata gótica en torno a la capilla estaba muy bien, a mi parecer. ¿Dónde podían encontrarse hoy columnas parecidas? Mirando desde el parapeto la isla a mis pies, dije a
mastro Nicola
que se debía empezar en seguida el basamento para la esfinge; no había tiempo que perder. Se alegró mucho: ¿por qué no se traía ya la esfinge de donde estaba? Dije que estaba bajo las ruinas de una quinta desconocida de un emperador romano, en un lugar del Continente, esperándome desde hacía dos mil años; me lo dijo un hombre con capa encarnada la primera vez que miré el mar lejano, precisamente desde donde nos hallábamos; hasta entonces sólo la había visto en sueños. Miré mi pequeño y blanco yate en la Marina, a mis pies, y dije que estaba seguro de que en el momento oportuno encontraría la esfinge. La dificultad sería traerla a través del mar; en efecto, sería una carga demasiado grande para mi barco, pues era de granito y pesaba no sé cuántas toneladas.
Mastro Nicola
se rascó la cabeza y me preguntó quién la arrastraría hasta San Michele. Él y yo, naturalmente.

Los dos pequeños aposentos romanos bajo la capilla estaban aún llenos de escombros del derrumbado techo, pero los muros permanecían intactos hasta la altura de un hombre. Las guirnaldas de flores y las ninfas danzantes sobre el revoque rojo parecían pintadas el día anterior.


¿Roba di Timberio?
—preguntó
mastro Nicola.

—No —repliqué mirando atentamente el delicado dibujo del pavimento de mosaico, orillado graciosamente de hojas de vid en
nero antico
—. Este pavimento fue hecho antes de su época; se remonta a Augusto. También el viejo emperador sentía gran pasión por Capri; empezó a construir una quinta aquí, sólo Dios sabe en qué lugar; pero murió en Nola, regresando a Roma, antes de que estuviera terminada. Fue un gran hombre y un gran emperador, pero, créame, Tiberio fue el más grande de todos.

La pérgola estaba ya cubierta de tiernas vides: rosas, madreselvas y epítimos enroscábanse en torno a la larga fila de blancas columnas. Entre los cipreses del pequeño claustro estaba el fauno danzante sobre la columna de cipolino; en el centro de la gran galería hallábase el Hermes broncíneo de Herculano. En el patinillo de mármol, todo fulgurante de sol, contiguo al comedor, estaba
Billy
el zambo atento a buscarle las pulgas a
Tappio
, rodeado de todos los demás perros, que esperaban soñolientos su turno para el acostumbrado complemento de la
toilette
matutina.
Billy
tenía una mano maravillosamente diestra en cazar pulgas; ninguna cosa saltante o reptante podía escapar a sus vigilantes ojos. Los perros lo sabían muy bien y se divertían tanto como él con aquel deporte, único tolerado por las leyes de San Michele. La muerte era fulmínea y, probablemente, sin dolor:
Billy
se tragaba su presa antes de que ésta previera el peligro. Había dejado
Billy
el Vicio de beber, convirtiéndose en un mono respetable en el pleno desarrollo de su madurez. Se parecía de un modo alarmante a un ser humano; observaba buena conducta, aunque era bastante escandaloso cuando no estaba bajo mi vigilancia, y dispuesto a burlarse de todos. A menudo me preguntaba qué pensarían de él los perros. Creo más bien que le temían; generalmente, volvían los ojos cuando los miraba.
Billy
a nadie temía, más que a mí. Siempre leía en su rostro cuando tenía la conciencia sucia, lo cual ocurría con bastante frecuencia. Sí, creo que también temía a la mangosta, que erraba furtivamente por el jardín con pies inquietos, silenciosa y curiosa. Había, indudablemente, algo de varonil en
Billy;
no tenía él la culpa; su Creador lo había hecho así. No era, en modo alguno, insensible a las atracciones del otro sexo. Al verla por vez primera, le tomó gran simpatía a Elisa, la mujer de mi jardinero, que se pasaba horas enteras contemplándolo, fascinada, mientras él estaba sentado en su higuera particular, chascando los labios y mirándola. Elisa, como de costumbre, esperaba un niño. Siempre la he conocido en ese estado. No sé por qué, pero no me gustaba mucho aquella improvisada amistad con
Billy;
incluso le dije que más le valdría mirar cualquier otra cosa.

El viejo
Pacciale
había bajado a la Marina para recibir a su colega
Giovanni
, el sepulturero de Roma, que debía llegar, con su hija, al mediodía, en la barca de Sorrento. Como tenía que estar de regreso en el cementerio protestante a la tarde siguiente, le llevarían después de comer a inspeccionar los dos cementerios de la isla. Por la noche, el personal de servicio debía ofrecer una cena en la azotea del jardín, con vino a discreción, en honor del distinguido huésped de Roma.

Las campanas de la capilla tocaban el Ángelus. Había yo estado trabajando en el jardín, bajo el sol abrasador, desde las cinco de la mañana. Cansado y hambriento, me senté ante mi frugal cena en la galería superior, satisfecho de haber pasado otro día feliz. En la terraza, a mis pies, estaban mis huéspedes endomingados, sentados en torno a un inmenso plato de macarrones y un gran
piretto
del mejor vino de San Michele. En el puesto de honor, a la cabecera de la mesa, estaba el sepulturero romano entre sus dos colegas de Capri; al lado,
Baldassare
, mi jardinero;
Gaetano
, mi marinero, y
mastro Nicola
con sus tres hijos, hablando todos a voz en cuello. Alrededor de la mesa, en admiración, estaban sus mujeres, a usanza napolitana. El sol se ponía lentamente sobre el mar. Por primera vez en mi vida sentí alivio cuando, al fin, desapareció detrás de Isquia. ¿Por qué deseaba el ocaso y las estrellas, yo, el idólatra del sol, que desde niño temía tanto a la oscuridad y a la noche? ¿Por qué ardían tanto mis ojos cuando miraba al glorioso dios Sol? ¿Estaría, acaso, encolerizado conmigo e iba a volverme el rostro y dejarme a oscuras, a mí, que trabajaba de rodillas para construirle otro santuario? ¿Era verdad lo que veinte años antes me dijo el tentador de la capa encarnada, mientras contemplaba por primera vez, desde la capilla, la hermosa isla? ¿Era verdad que el exceso de luz daña a los ojos mortales?

«¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz!»

Resonaba en mis oídos su siniestro aviso.

Había aceptado el pacto, había pagado el precio, había sacrificado mi porvenir para ganar San Michele. ¿Qué más quería de mí? ¿Cuál era el otro grave precio que, según dijo, debía pagar antes de morir?

De pronto, descendió sobre el mar y el jardín una nube oscura. Mis ardientes párpados se cerraron con terror…

—¡Escuchad, compañeros! —gritaba el sepulturero de Roma desde la azotea inferior—. ¡Escuchad lo que os digo! Vosotros, aldeanos, que sólo le veis en este miserable villorrio andar descalzo y no mejor vestido que vosotros, sabed que por las calles de Roma pasea en coche de dos caballos. Dicen también que visitó al Papa cuando tuvo el trancazo. Os digo, compañeros, que no hay ninguno como él; es el más grande doctor de Roma; ¡venid a mi cementerio y veréis! ¡Siempre él! ¡Siempre él! En cuanto a mí y a mi familia, no sé qué haríamos sin él; él es nuestro bienhechor. ¿A quién creéis que mi mujer vende todas las coronas y las flores, sino a los clientes de él? Todos esos forasteros que llaman a la cancela y dan céntimos a mis hijos para que los hagan entrar, ¿por quién creéis que vienen? ¿Qué creéis que desean? Claro que mis chicos no comprenden lo que dicen y, a veces, dan vueltas por todo el cementerio antes de encontrar lo que quieren. Ahora, apenas los forasteros tocan la campanilla, mis hijos saben en seguida lo que desean y los conducen inmediatamente a su hilera de fosas; así quedan siempre contentos y dan más céntimos a los niños. ¡Siempre él! ¡Siempre él! Casi no pasa mes sin que despedace a alguno de sus enfermos, en la capilla mortuoria, para intentar descubrir lo que tenía, y luego me da cincuenta liras por volver a meterlo en el ataúd. ¡Os digo, compañeros, que no hay ninguno como él! ¡Siempre él! ¡Siempre él!

Ya se había alejado la nube, y el mar volvía a irradiar fulgurante luz; había desaparecido mi miedo. Ni el mismo demonio puede nada contra un hombre que sepa reír.

Terminó la cena. Encantados de vivir y con la cabeza llena de vino, nos fuimos todos a la cama, a dormir el sueño de los justos.

* * *

Apenas dormido, me encontré en una llanura solitaria, sembrada de escombros, de enormes bloques de travertino y fragmentos de mármol semiocultos por la hiedra, el romero y la madreselva silvestre, el cisto y el tomillo. Sobre un muro derruido de
opus reticulatum
sentábase un viejo pastor, tocando para su rebaño de cabras la flauta de Pan. Su feroz rostro, con luenga barba, estaba tostado por el sol y el viento; sus ojos ardían como brasas bajo las tupidas cejas; su largo cuerpo descarnado estremecíase bajo la larga capa azul de pastor calabrés. Le ofrecí un poco de tabaco; me dio una lonja de queso fresco de cabra y una cebolla. Le entendía con dificultad.

¿Cómo se llamaba aquel extraño lugar?

No tenía nombre.

¿De dónde venía él?

De ningún sitio, siempre había estado allí; aquello era su morada.

¿Dónde dormía?

Indicó con su largo cayado una gradería bajo un arco derruido; bajé los escalones tallados en la roca y me encontré en una oscura estancia abovedada. En un ángulo había un jergón de paja, con un par de pieles de oveja como manta. Colgadas del techo, y por las paredes, ristras de cebollas y tomates secos; en la rústica mesa, una botija de agua. Aquélla era su casa; allí estaba cuanto poseía. Allí había vivido toda su vida; allí se tendría un día que morir. Ante mí abríase un oscuro pasaje subterráneo, casi obstruido por cascotes caídos del techo en ruinas. ¿Adónde conducía?

Él no lo sabía, nunca había estado allí; siendo niño le dijeron que conducía a una caverna frecuentada por un espíritu maligno que había vivido allí miles de años, bajo la forma de un gran hombre-lobo que devoraría a todo cristiano que se acercara a su caverna.

Encendí una antorcha y me aventuré a tientas por una escalera de mármol. El pasaje se ensanchaba poco a poco; un soplo de aire helado me azotaba el rostro. Oí un gemido extraño que me heló la sangre en las venas. Súbitamente, me encontré en una sala espaciosa. Dos grandes columnas de mármol africano sostenían aún parte de la bóveda; otras dos que el terremoto había arrancado de sus pedestales, estaban tendidas sobre el pavimento de mosaico. Centenares de enormes murciélagos pendían, en racimos negros, de los muros; otros revoloteaban confusamente alrededor de mi cabeza, cegados de pronto por la luz de la antorcha. En el centro de la sala había una gran esfinge de granito que me miraba con sus pétreos ojos desorbitados.

Me sobresalté en el sueño. El sueño se desvaneció. Abrí los ojos; apuntaba el día.

De pronto sentí el reclamo del mar, imperioso, irresistible, como una orden. Me puse en pie de un salto, me vestí rápidamente y corrí al parapeto de la casilla para izar la señal a fin de que el yate se dispusiera a partir. Dos horas más tarde abordaba a la embarcación con provisiones para una semana, rollos de cuerda fuerte, picos, azadones, un revólver, todo el dinero disponible y un fajo de antorchas de madera resinosa, de las que emplean los pescadores para la pesca nocturna. Un momento después izábamos la vela para la aventura más sensacional de mi vida. La noche siguiente anclamos en una ensenada solitaria, conocida sólo por algunos pescadores y contrabandistas.
Gaetano
debía esperarme allí, con el yate, una semana, e ir a resguardarse al puerto más próximo en caso de mal tiempo. Conocíamos muy bien aquella peligrosa costa, sin ningún fondeadero seguro a lo largo de cien millas. También conocía yo al dedillo su maravilloso interior, en un tiempo la
Magna Grecia
de la edad de oro del arte y de la cultura helénicas, ahora la más desolada provincia de Italia, abandonada por el hombre al paludismo y al terremoto.

Tres días después me encontraba en la misma solitaria llanura de mi sueño, sembrada de escombros, de enormes bloques de travertino y de fragmentos de mármol medio ocultos por la hiedra, el romero, la madreselva silvestre, el cisto y el tomillo. Sobre el muro derruido de
opus reticulatum
estaba sentado el pastor, tocando la flauta de Pan para su rebaño de cabras. Le ofrecí un poco de tabaco; me dio una lonja de fresco queso de cabra y una cebolla. El sol se había ya puesto tras las montañas; la mortal niebla del paludismo arrastrábase lentamente por la desolada llanura. Le dije que había perdido el camino y no me atrevía a errar solo por aquel yermo; ¿podría pasar la noche con él? Me condujo a su alojamiento subterráneo, que reconocí al instante. Me tendí sobre las pieles de oveja y me quedé dormido.

Todo lo que sucedió es demasiado sobrenatural y fantástico para ser interpretado con palabras escritas; además, no me creeríais si intentase hacerlo. Yo mismo no sé dónde terminaba el sueño y dónde empezaba la realidad. ¿Quién dirigió el yate hacia aquella escondida y solitaria ensenada? ¿Quién me condujo, a través de aquel yermo sin senderos, a las ignotas ruinas de la quinta de Nerón? ¿Era de carne y hueso el pastor, o era el mismo Pan, vuelto a su viejo lugar favorito para tocarle la flauta a su rebaño de cabras?

No me lo preguntéis; no puedo responderos; no me atrevo a responderos. Interrogad a la gran esfinge de granito, que está agazapada en el parapeto de la capilla de San Michele. Pero interrogaréis en vano. La esfinge ha guardado su secreto durante cinco mil años. Guardará también el mío.

* * *

Volví de la gran aventura extenuado por el hambre y toda clase de penalidades, y temblando por el paludismo. Una vez me raptaron los bandidos —en aquel tiempo aún había muchos en Calalabria— y mis harapos me salvaron. Dos veces fui detenido por los aduaneros como contrabandista. Varias veces me picaron los escorpiones, y mi mano izquierda aún estaba vendada por la mordedura de una víbora. Más allá de la
Punta Licosa
, donde está enterrada Leucosia, la sirena hermana de Parténope, una fuerte ráfaga del sudoeste nos hubiera echado a pique con nuestra pesada carga si San Antonio no hubiese cogido el timón en el momento oportuno. Cuando volví a San Michele ardían aún cirios votivos ante su altar, en la iglesia de Anacapri. Por toda la isla había corrido la voz de que habíamos naufragado durante la tempestad. Todo mi personal se alegró muchísimo de poder darme la bienvenida.

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