ERA pleno estío; largo, ininterrumpido día de sol. La Embajada Británica se había ido de Roma, trasladando su cuartel general a Sorrento. En el balcón del
Hôtel Victoria
estaba sentado el Embajador con un gorro de marino, escrutando atentamente el horizonte a través del monóculo, en espera del maestral que había de encrespar las brillantes aguas del golfo. A sus pies, en el puertecito, su amada
Lady Hermione
caracoleaba en torno al ancla, tan impaciente como él por partir. Él mismo, con ingeniosidad y habilidad técnica maravillosa, la había diseñado y equipado como un veloz barco de crucero, de modo que un hombre solo podía maniobrarla. Solía decir que no repararía en gobernarla a través del Atlántico. Estaba más orgulloso de ella que de cualquiera de sus brillantes éxitos diplomáticos. Pasaba todo el día en la embarcación y su faz estaba bronceada como la de un pescador sorrentino. Conocía la costa, desde Civitavecchia hasta Punta Licosa, tan bien como yo. Una vez me desafió a una carrera hasta Mesina, y, regocijado, me venció fácilmente con viento en popa y mar gruesa.
—Ya verá usted cuando yo tenga mi nueva gavia y mi
spinnaker
de seda —dije.
Amaba a Capri y creía que San Michele era el lugar más hermoso que había visto en su vida, y había visto muchos. No conocía bien la larga historia de la isla, pero estaba ansioso como un escolar por saberla mejor.
En aquélla época exploraba yo la Gruta Azul. Dos veces me había sacado semidesvanecido
mastro Nicola
del famoso pasaje subterráneo que, según la tradición, conducía, a través de las entrañas de la tierra, hasta la quinta de Tiberio, doscientos metros más arriba, eh la llanura de Damecuta, corrupción, tal vez, de
Domus Augusta.
Pasaba días enteros en la gruta, y a menudo venía también Lord Dufferin en su botecito a visitarme, mientras yo trabajaba. Después de una deliciosa natación en las aguas azules, nos sentábamos horas enteras fuera del misterioso túnel, hablando de Tiberio y de las orgías de Capri. Decía al Embajador que, como las demás desagradables chácharas de Suetonio, era un absurdo lo del pasaje subterráneo por cuyo medio suponían que Tiberio descendía a la gruta para jugar con sus muchachos y muchachas antes de estrangularlos. El túnel no había sido hecho por la mano del hombre, sino por la lenta infiltración del agua marina a través de la roca. Llegué a gatas hasta una profundidad de ochenta metros y, con riesgo de mi vida, me convencí de que el túnel no conducía a ningún sitio. Que la gruta era conocida de los romanos probábanlo las numerosas huellas de albañilería romana. Como desde entonces la isla se había sumergido cerca de cinco metros, para entrar en la gruta en aquellos tiempos se pasaba por la gran bóveda sumergida, visible ahora a través del agua clara. La pequeña abertura por donde él había entrado con su botecito fue en sus orígenes una ventana para la ventilación de la gruta que, a la sazón, naturalmente, no era azul, sino como las otras docenas de grutas de la isla. La información del
Baedeker
de que la Gruta Azul fue descubierta en 1826 por el pintor alemán Kopisch no es exacta. La gruta era conocida en el siglo XVII como
Grotta Gradilla
, y fue descubierta de nuevo en 1822 por el pescador caprés Angelo Ferraro, al cual se le concedió una pensión vitalicia por su hallazgo. En cuanto a la siniestra tradición de Tiberio, traspasada a la posteridad en los
Annali
de Tácito, dije a Lord Dufferin que la Historia nunca había cometido tan gran error como cuando condenó a este gran Emperador a la infamia, por el testimonio de su acusador principal, «detractor de la Humanidad», como lo llamó Napoleón. Tácito fue un espléndido escritor, pero sus
Annali
son novelas históricas, no Historia.
Debió de añadir, al azar, sus veinte líneas sobre las orgías de Capri para completar el cuadro del típico tirano de la escuela retórica, a la cual él pertenecía. No es difícil rastrear la fuente, más que sospechosa, de donde sacó sus repugnantes fábulas. Además, en mi «Estudio psicológico sobre Tiberio» he indicado que ni siquiera se refieren a la vida del Emperador en Capri. Que el propio Tácito no creía en las orgías de Capri es evidente en su misma narración, porque no disminuye siquiera un grado su general concepto de Tiberio como gran emperador y como gran hombre, «de carácter admirable y muy apreciado», para emplear sus mismas palabras. Hasta su mucho menos inteligente secuaz, Suetonio, refiere sus más sucias historias haciendo observar que «apenas es admisible que sean contadas y, menos aún, creídas». Antes de aparecer los
Annali
—ochenta años después de la muerte de Tiberio—, no había habido en la historia romana hombre público alguno con una vida más noble e irreprensible que la del viejo Emperador. Ninguno de los que han escrito sobre Tiberio (algunos de los cuales eran contemporáneos suyos, con la espléndida oportunidad, por lo tanto, de recoger todos los chismes de las malas lenguas de Roma) ha dicho una sola palabra de las orgías de Capri. Filón, el pío y culto hebreo, habla claramente de la vida pura y simple a que Calígula veíase obligado cuando estaba en Capri con su abuelo adoptivo. Hasta el chacal Suetonio, olvidando el sabio dicho de Quintiliano de que un embustero debe tener buena memoria, comete el desatino de contar que Calígula, cuando deseaba entregarse a la disolución en Capri, debía disfrazarse con una peluca para burlar la severa vigilancia del viejo Emperador. Séneca, el fustigador de los vicios, y Plinio —ambos contemporáneos suyos— hablan de la austera soledad de Tiberio en Capri. Cierto que Dion Casio hace algunas casuales observaciones respecto a aquellas sucias voces, y no puede por menos de notar las inexplicables contradicciones en que incurre. Hasta Juvenal, apasionado de las habladurías, habla de la tranquila vejez del Emperador en su morada de la isla, rodeado de amigos sabios y de astrónomos. Plutarco, severo sostenedor de la moralidad, habla de la digna soledad del viejo durante los últimos diez años de su vida. Ya Voltaire comprendió lo absolutamente ilógica que era, desde el punto de vista de la psicología científica, la historia de las orgías de Capri. Tiberio tenía sesenta y ocho años cuando se retiró a Capri con una fama intacta de vida severa y moral, no atacada ni aun por sus peores enemigos. La posible diagnosis de una siniestra demencia senil queda excluida, porque todos los escritores aseguran que el anciano permaneció en plena posesión de sus facultades mentales y de su vigor físico hasta la muerte, que acaeció cuando tenía setenta y nueve años. Además, la vena de locura que atraviesa la rama de Juliano no existe en la de Claudio. Su vida en la isla fue la de un viejo solitario, gobernante hastiado de un mundo ingrato; de un taciturno idealista, dolorido y amargado (hoy podríamos llamarlo hipocondríaco), pero de magnífico intelecto y de raro sentido del humor superviviendo aún a su confianza en la Humanidad. Nada tiene de extraño que desconfiase de sus contemporáneos y que los despreciara, porque casi todos los hombres y mujeres en que había tenido confianza hiciéronle traición. Tácito cita sus palabras cuando, el año antes de retirarse a Capri, rechaza la petición de construir un templo en donde adorarle, como se había hecho con Augusto. ¿Qué otro que el compilador de los
Annali
, brillante maestro del sarcasmo y de la sutil insinuación, hubiera tenido la audacia de citar, en tono burlón, el grave llamamiento del viejo emperador a la posteridad para un juicio equitativo?
«…Y de que yo soy un simple mortal que sólo cumple los deberes de los hombres, y de que me basta con mantener dignamente el primer supuesto, os hago testigos a vosotros, oh Padres Conscriptos, y quiero que lo recuerden mis sucesores, los cuales honrarán bastante, y aun demasiado, mi memoria si creyeran que fui digno de mis antepasados, vigilante de vuestros intereses, fuerte en el peligro y no temeroso de las enemistades que me he creado en el servicio público. Éstos serían mis templos en vuestros corazones, las bellísimas efigies que deberán durar, pues las que se esculpen en piedra, si el juicio de los venideros se inclina al odio, no son sino sepulturas profanadas. Ruego, pues, a mis aliados, a los ciudadanos y a los mismos dioses; a éstos, para que me concedan hasta el término de la vida una mente serena y capaz de comprender mis deberes para con ellos y para con la Humanidad; a aquéllos, para que, cuando deje este mundo, honren mi vida y mi nombre con loas y buenos recuerdos.»
Trepamos a Damecuta. El viejo Emperador sabía bien lo que hacía cuando construyó allí su más grande quinta. Cerca de San Michele, se goza desde Damecuta la más bella vista de la isla de Capri. Dije al Embajador que muchos de los fragmentos encontrados allí habían pasado por las manos de su colega sir William Hamilton, embajador británico en Nápoles en los tiempos de Nelson, y ahora se hallaban en el
British Museum.
Muchos estaban aún escondidos bajo las vides; el próximo verano pensaba yo empezar seriamente a practicar excavaciones, pues ya era mío el viñedo. Lord Dufferin recogió un botón mohoso de soldado entre los fragmentos de mosaico y las lastras de mármol rojo. ¡Cazadores de Córcega! Sí, doscientos soldados de aquéllos acamparon aquí en 1808, pero, desgraciadamente, la mayor parte del ejército inglés en Anacapri consistía en tropas maltesas, que se retiraron en desorden cuando los franceses atacaron el campo. Mirando abajo los acantilados de Orico, enseñé al Embajador el punto en que los franceses habían desembarcado y desde el cual se encaramaron a la escarpada roqueda, y los dos estuvimos de acuerdo en reconocer que fue, realmente, una hazaña maravillosa. Los ingleses se batieron con su habitual caballerosidad, pero tuvieron que retirarse, protegidos por la noche, a lo que hoy es San Michele, donde el comandante,
major
Hamill, irlandés como él, murió de sus heridas. Yace en un rincón del cementerio de Anacapri. El cañoncito que al día siguiente tuvieron que abandonar, en su precipitada retirada por la escalera fenicia, continúa en mi jardín. Al amanecer, los franceses hicieron fuego sobre Capri desde las alturas del Monte Solaro; el que llevaran un cañón hasta allí, parece casi incomprensible. El comandante británico, instalado en la
Casa Inglese
, en Capri, no pudo hacer más que firmar el documento de rendición. Apenas se había secado la tinta en el papel, cuando la flota inglesa, entretenida por la bonanza cerca de las islas de Ponza, apareció en el horizonte. El documento de rendición llevaba la firma de un hombre excepcionalmente desgraciado, el futuro carcelero del Águila prisionera en otra isla: sir Hudson Lowe.
Mientras, regresando a San Michele, cruzábamos el pueblo, indiqué al Embajador una casita rodeada de un jardincillo y le dije que la propietaria era la tía de la
Bella Margherita
, la beldad de Anacapri. La tía se había casado con un
milord inglese
que, salvo error, era pariente suyo. Sí, el Embajador recordaba muy bien que un primo suyo, con gran espanto de la familia, había contraído matrimonio con una campesina italiana y hasta la había llevado a Inglaterra; pero él nunca la había visto y no sabía dónde había ido a parar, después de la muerte del marido. Estaba tremendamente interesado y quería que le contase todo cuanto supiera de ella, añadiendo que lo que sabía del marido le bastaba. Le dije que el hecho había ocurrido mucho antes de mi llegada. La conocí ya viuda, mucho después de su vuelta de Inglaterra; era ya una vieja. Sólo podía contarle lo que sabía por el anciano don Crisóstomo, que había sido su confesor y su tutor. Naturalmente, no sabía leer ni escribir, pero con su viveza capresa, supo pronto asimilarse bastante el idioma de su marido. Para prepararla a la vida de Inglaterra, como esposa de un milord, don Crisóstomo, que era hombre instruido, se encargó de darle algunas lecciones sobre varios temas para extender su limitada esfera de conversación. La gracia y los buenos modales los poseía innatos, como todas las muchachas de Capri. Y en cuanto a belleza, según don Crisóstomo, a quien yo siempre he considerado como un gran experto en la materia, había sido la muchacha más hermosa de Anacapri. Fallado todo esfuerzo para despertar su interés sobre cualquier tema que no concerniese a su isla, decidió limitar su educación a la historia de Capri, para darle, al menos, un argumento sobre el cual pudiera hablar con sus parientes. Escuchaba gravemente las terribles historias: cómo Tiberio arrojaba a sus víctimas desde el
Salto
, cómo arañó el rostro de un pescador con las bocas de un cangrejo, cómo estrangulaba a muchos niños en la Gruta Azul, cómo su nieto Nerón ordenó a sus remeros que golpeasen hasta matarla a la propia madre, no lejos de la isla; cómo su descendiente Calígula ahogó a millares de personas en Pozzuoli. Al fin dijo ella, en su inimitable dialecto.
—Debía de ser muy mala toda aquella gente; todos camorristas…
—¡Ya lo creo! —dijo el profesor—; ¿no me has oído decir que Tiberio estrangulaba a los niños en la Gruta Azul, y que…?
—¿Han muerto todos?
—De seguro; hace casi dos mil años.
—Entonces ¿por qué demonio nos ocupamos de ellos? Dejémoslos en paz —dijo con su encantadora sonrisa.
Así terminó su educación.
Después de morir su marido se retiró a la isla y, poco a poco, volvió a la vida sencilla de sus antepasados, con un linaje dos mil años más antiguo que el del milord inglés. La encontramos sentada al sol bajo su pequeña pérgola, con un rosario en la mano y un ato en el regazo, digna matrona romana, majestuosa como la mare de los Gracos. Lord Dufferin le besó la mano con la galantería de un viejo cortesano. Ella había olvidado casi del todo el inglés y había vuelto al dialecto de su infancia; no conseguía entender mejor que yo el clásico italiano del Embajador.
—Dígale —me dijo Lord Dufferin cuando nos levantamos para irnos—, dígale de mi parte que es, por lo menos, tan gran señora como su
milord
inglés era caballero.
¿Quería el Embajador ver a su sobrina, la
Bella Margherita
? Sí, no deseaba otra cosa.
La
Bella Margherita
nos recibió con su encantadora sonrisa y un vaso del mejor vino del párroco, y el viejo y galante señor se sintió felicísimo de reconocer su parentesco con un estrepitoso beso en la rosada mejilla.
La esperada regata debía verificarse el próximo domingo, con un recorrido triangular: Capri, Posilipo, Sorrento, donde el vencedor recibiría la copa de manos de lady Dufferin. Mi bellísimo cúter «Lady Victoria» era uno de los mejores bateles que Escocia podía construir con teca y acero, dispuesto para todo y seguro con cualquier tiempo si era bien pilotado; y si algo he sabido yo hacer bien en este mundo es dirigir un batel. Los dos pequeños yates eran gemelos y llevaban los nombres de las dos hijas de Lord Dufferin. Nuestras
chances
eran, poco más o menos, iguales. Con fuerte brisa y mar agitado perdería yo, probablemente; pero confiaba en mi nueva gavia y en el nuevo
spinnaker
de seda para ganar la copa con viento ligero y mar tranquilo. Las nuevas velas habían llegado de Inglaterra cuando yo me hallaba todavía en Roma, y estaban colgadas, a salvo, en el depósito de velas, custodiado sólo por el viejo
Pacciale
, el más digno de confianza de toda la casa. Sabía bien la importancia de su cargo; dormía con la llave bajo la almohada y a nadie permitía entrar en el santuario. Aunque en los últimos años se había convertido en un apasionado sepulturero, siempre tenía el corazón en el mar, donde desde niño había vivido y sufrido como pescador de coral. En aquellos tiempos, antes de que cayera sobre Capri la maldición de América, casi todos los hombres iban a pescar coral a
«Barbaria
», en el mar de Túnez y de Trípoli. Era un trabajo terrible, lleno de privaciones y de penas; también peligroso, porque muchos no volvían a su isla.
Pacciale
había empleado veinte años de su vida para ahorrar las trescientas liras que necesitaba un hombre para casarse; cien para la barca y las redes de pesca, doscientas para el lecho, un par de sillas y un traje para la boda; en lo demás ya pensaría la Virgen. La muchacha esperaba durante años, hilando y tejiendo la ropa blanca para la casa, que ella debía suministrar. Como todos los demás, también
Pacciale
había heredado de su padre una faja de tierra que, en su caso, era una simple faja de roca desnuda a la orilla del mar, trescientos metros bajo Damecuta. Año tras año, con cestos colmados a la espalda, llevó la tierra, hasta que hubo suficiente para plantar unas pocas cepas y
jichi d'India
(chumberas). Nunca producía una gota de vino, porque la uva temprana era siempre quemada por las salpicaduras del mar durante el lebeche. De vez en cuando volvía a casa con unas pocas patatas nuevas, las primeras en madurar de la isla, y me las ofrecía con orgullo. Todo el tiempo libre lo pasaba en su masada, raspando la roca con el pesado azadón, o sentado en una piedra con la pipa de barro en la boca, mirando el mar. De cuando en cuando bajaba yo las precipitosas rocas, donde una cabra hubiera vacilado en arriesgarse, para hacerle, con gran alegría suya, una visita. Precisamente a nuestros pies había una gruta inaccesible desde el mar y desconocida aún hoy de casi todos, semioscura y con enormes estalactitas. Según
Pacciale
, en tiempos pasados estaba habitada por un hombre-lobo, misterioso y terrorífico ser que vive aún hay en la imaginación de los isleños casi como el mismo Tiberio. Sabía yo que el diente fosilizado que encontré bajo la arena en la caverna pertenecía a un gran mamífero que se había tendido allí para morir, cuando la isla estaba aún unida a la tierra firme, y que los trozos de pedernal y de obsidiana eran fragmentos de herramientas del hombre primitivo. Quizá también un dios había vivido allí, porque la gruta se abría hacia levante, y Mitra, el dios Sol, fue a menudo adorado en esta isla.