En medio de todas aquellas señoras estaba también su fotografía en gran formato, con uniforme de gala, condecoraciones, sombrero de tres picos y, en una esquina, esta dedicatoria: «A A. M. de su viejo amigo C. B.». Anna dijo que la cedería gustosa al precio de una lira, pues comerciaba principalmente con fotografías de señoras. La Legación recibió paquetes de cartas de algunas de mis ex enfermas, de sus padres, maridos y novios, protestando indignados contra aquel escándalo. Un francés furibundo que, durante su luna de miel en Roma, descubrió un gran retrato de su novia en el escaparate de un peluquero de Via Croce, inquirió mis señas; quería desafiarme a pistola para que me batiese con él en la frontera. El ministro esperaba que el francés fuese un buen tirador; por lo demás, él siempre había predicho que yo no moriría de muerte natural.
La vieja
Anna
sigue vendiendo flores en la
Piazza di Spagna.
Compradle un ramo de violetas, a no ser que prefiráis darle vuestra fotografía. Los tiempos son duros y, además, la vieja
Anna
tiene cataratas en ambos ojos.
En mi opinión, no hay modo de desembarazarse de tales enfermas; a quien me hubiese dado una sugestión en ese sentido, se lo hubiera agradecido muchísimo. Era inútil escribir a sus familias para que vinieran a recogerlas y llevárselas a casa. Todos sus parientes estaban hartos de ellas y no hubieran retrocedido ante ningún sacrificio para que permanecieran conmigo el mayor tiempo posible. Recuerdo muy bien a un hombre pequeño, con aire abatido, que entró un día en mi sala de consulta cuando ya se habían marchado los demás enfermos. Se abatió sobre una silla y me entregó su tarjeta. Su nombre me era odioso: «Mr. Charles W. Washington Longfellow Perkins, Jr.» Se disculpó por no haber contestado a mis dos cartas y al cablegrama; había preferido venir personalmente para dirigirme una última súplica. Repetí mi demanda; dije que no era justo echar sobre mis espaldas todo el peso de Mistress Perkins Junior; no podía más. Respondió que él tampoco, y añadió que era un hombre de negocios y quería tratar el asunto desde este punto de vista; estaba dispuesto a sacrificar la mitad de su renta anual, pagadera por adelantado. Repliqué que no era cuestión de dinero, sino de que yo necesitaba descansar. ¿No sabía que ella llevaba más de tres meses bombardeándome con cartas, un promedio de tres al día, y que me obligaba a descolgar el teléfono todas las noches? ¿No sabía que había comprado los más veloces caballos de Roma y me seguía por toda la ciudad, y que había tenido que renunciar a mis paseos vespertinos por el Pincio? ¿No sabía que había tomado un piso en la casa de enfrente, esquina de Via Condotti, para observar con un potente telescopio a las personas que yo recibía en la mía?
Sí, era un telescopio muy bueno. El doctor Jenkins, de St. Louis, había tenido que mudarse de casa por ese telescopio.
¿No sabía que había sido llamado tres veces de noche al
Grand Hôtel
para un lavado gástrico por dosis excesivas de láudano?
Él dijo que ella había usado siempre el veronal con el doctor Lippincott; me sugirió que, cuando volviera a llamarme, no la visitase hasta la mañana; tenía siempre mucho cuidado con las dosis. ¿Había algún río en aquella ciudad?
Sí, lo llamábamos el Tíber. El mes anterior se arrojó desde el puente
Sant'Angelo;
un guardia que la seguía la salvó.
Dijo que no hubiera sido necesario; era una nadadora excelente; se había mantenido a flote fuera de Newport durante más de media hora. Le sorprendía saber que su mujer continuaba en el
Grand Hôtel;
generalmente, nunca permanecía más de una semana en el mismo sitio.
Dije que era su última esperanza; ya había estado en todos los hoteles de Roma. Precisamente, el director me había dicho que era imposible tenerla más tiempo; todo el día se lo pasaba discutiendo con los camareros y las camareras, y por la noche cambiaba los muebles de su salita. ¿No podía dejar de mandarle dinero? Sólo teniendo que ganarse el pan con un trabajo duro podría quizá salvarse.
Tenía diez mil dólares suyos al año, y otros diez mil del primer marido, que se había librado de ella a buen precio.
¿No podía hacerla recluir en América?
En vano lo había intentado; suponían que no estaba bastante loca; quisiera él saber qué más querían. ¿No se la podría encerrar en Italia?
Temía que no.
Nos miramos con creciente simpatía.
Me dijo que, según las estadísticas del doctor Jenkins, nunca había estado enamorada del mismo médico más de un mes; el término medio era quince días; pronto terminaría mi período, en todo caso. ¿No me compadecería de él, teniéndola hasta la primavera?
¡Ay de mí!; las estadísticas del doctor Jenkins demostraron estar equivocadas; ella siguió siendo mi atormentadora principal durante mi estancia en Roma. En el verano invadió Capri. Quiso ahogarse en la Gruta Azul. Se encaramó al muro del jardín de San Michele; exasperado, por poco la arrojo al precipicio. Creo que lo hubiese realizado si su marido no me hubiera advertido antes que una caída desde mil pies nada le habría hecho. Tenía yo buenas razones para creerlo: un par de meses antes, una señorita alemana medio loca se arrojó desde el famoso muro del Pincio y no se produjo más daño que la fractura de una tibia. Después de haber agotado uno tras otro a todos los doctores alemanes residentes en Roma, fui yo su presa. Era un caso particularmente difícil, porque
Fräulein Frida
tenía una sorprendente facilidad para escribir poesías; su producción literaria era de diez páginas diarias, por término medio, dedicadas todas a mí. La soporté durante todo un invierno. Al llegar la primavera (siempre empeoran en primavera, estos casos), dije a su estúpida madre que si no volvía con la señorita Frida al lugar de donde había venido, nada podría disuadirme de hacerla encerrar. Debían partir para Alemania por la mañana. Durante la noche me despertó la llegada de los bomberos a la
Piazza di Spagna;
el primer piso del
Hotel de l'Europe
, allí al lado, ardía. La señorita Frida, en camisa de dormir, pasó el resto de la noche en mi salita, de muy buen humor, escribiendo versos. Había conseguido lo que deseaba: aún debía permanecer una semana en Roma para las investigaciones de la Policía y para calcular los daños, puesto que el incendio se produjo en su salita. Había prendido fuego a una toalla impregnada de petróleo y arrojádola dentro del piano.
Un día, al salir de casa, fui detenido en el umbral por una bellísima muchacha americana, el verdadero retrato de la salud; gracias a Dios, esta vez no se trataba de ningún trastorno nervioso. Dije que, a juzgar por su aspecto, podíamos aplazar la visita hasta el día siguiente, pues tenía prisa. Respondió que ella también, añadiendo que había venido a Roma para ver al Papa y al doctor Munthe, el cual había tenido tranquila a la tía Sally durante todo un año, cosa que no había logrado ningún otro médico. Le ofrecí una hermosa estampa en color de
La Primavera
de Botticelli si se llevaba a la tía a América consigo. Dijo que no lo haría aunque le ofreciese el original. No podía uno fiarse de la tía. No sé si la Sociedad Keats, que compró la casa cuando yo la dejé, pondría puertas nuevas en el cuarto donde murió el poeta y donde quizá habría muerto yo también de no haber sido afortunado. Si la vieja puerta continúa allí tendrá un agujerito de bala en el lado izquierdo, más o menos a la altura de mi cabeza, que yo mismo obturé con estuco y repinté.
Otra constante visitadora de mi sala de consultas era una señora de aspecto tímido y de buenas maneras, que un día, con una amable sonrisa, clavó un largo alfiler de sombrero en la pierna del inglés que estaba a su lado, en el sofá. La reunión contaba también con un par de cleptómanos que, bajo los abrigos, se llevaban cuantos objetos podían, con gran consternación de mis criados. Algunos de mis enfermos no se hallaban en estado de ser admitidos en la sala de espera, y eran instalados en la biblioteca o en la sala posterior, bajo el ojo vigilante de
Anna
, que tenía con ellos una maravillosa paciencia, mucha más que yo. Para ganar tiempo, algunos de ellos eran admitidos en el comedor, para que me contasen su desgracia mientras comía. El comedor daba a un patinillo bajo la escalera de la
Trinità dei Monti
, que yo había transformado en una especie de enfermería y casa de convalecencia para mis diversos animales. Había entre éstos una adorable lechucita, descendiente directa de la lechuza de Minerva. La encontré en la Campagna, con un ala rota, medio muerta de hambre. Curada el ala, la llevé dos veces al lugar donde la hallé y le di libertad; dos veces voló hacia mi coche para posarse en mi hombro; no quería separarse de mí. Desde entonces, la lechucita permaneció en su alcándara, en un rincón del comedor, mirándome amorosamente con sus grandes ojos dorados. Incluso prescindió de dormir durante el día para no perderme de vista. Cuando acariciaba su mórbido cuerpecito, entornaba los ojos de gusto y me mordisqueaba suavemente los labios con el minúsculo y afilado pico, único beso que puede dar una lechuza. Entre los enfermos admitidos en el comedor había una señorita rusa muy excitable y que me daba mucho quehacer. No lo creeréis, pero esta señorita se volvió tan celosa de la lechuza y la miraba con tal ferocidad, que ordené severamente a
Anna
no la dejase sola en la estancia. Un día, cuando entré para comer, me contó
Anna
que la señorita rusa había estado hacía poco con un ratón muerto envuelto en un pedazo de papel. Lo cogió en su cuarto y estaba segura de que a la lechuza le gustaría mucho comérselo. Pero la lechuza era muy lista: después de arrancarle la cabeza de un mordisco, como hacen esas aves, se negó a comerlo. Lo llevé al farmacéutico inglés y contenía suficiente cantidad de arsénico para matar a un gato.
Por complacer a
Giovannino
y a
Rosina
, invité a su anciano padre a pasar la Pascua en Roma.
Pacciale
era mi querido amigo desde hacía muchos años. En tiempos pretéritos fue pescador de coral, como casi todos los capreses de entonces. Después de varias vicisitudes acabó siendo el sepulturero oficial de Anacapri, mal negocio en un lugar donde nadie muere mientras está lejos del médico. Aun después de haberse instalado él y sus hijos en San Michele, no quiso dejar su profesión de sepulturero. Sentía un placer especial en manejar a los muertos, y casi parecía que le tomase gusto a enterrarlos. El viejo
Pacciale
llegó el jueves de Pascua, en un estado de completo aturdimiento. Nunca había viajado en tren, nunca había estado en una ciudad, nunca se había sentado en un coche. Se levantaba todas las mañanas a las tres y bajaba a la plaza a lavarse cara y manos en la fuente de Bernini, bajo mis ventanas. Después de llevarle Miss Hall y las muchachas a besar el broncíneo dedo del pie de San Pedro, a arrastrarse por la Santa Escalera y a inspeccionar los varios camposantos de Roma con su colega
Giovanni
, del cementerio protestante, dijo que no quería ver más. Pasó el resto de su estancia sentado junto a la ventana que daba a la plaza, con su largo gorro frigio de pescador, que nunca se quitaba; dijo que era la más hermosa vista de Roma; nada podía superar a la
Piazza di Spagna.
También era yo de este parecer. Le pregunté por qué la
Piazza di Spagna
le gustaba más que todo.
—Porque pasan muchos entierros —me contestó el viejo
Pacciale.
FINALIZABA la primavera y acercábase el estío romano. Los últimos forasteros desaparecían de las sofocantes calles. Las marmóreas diosas de los museos vacíos gozaban de la vacación, frescas y cómodas con sus hojas de parra. San Pedro sesteaba a la sombra de los jardines del Vaticano. El Foro y el Coliseo habían vuelto a sus sueños fantasmales.
Giovannina
y
Rosina
parecían pálidas y cansadas; las rosas del sombrero de Miss Hall languidecían. Los perros jadeaban; los monos, bajo la escalera de la
Trinità dei Monti
, invocaban, aullando, un cambio de aire y de escenario. Mi hermoso y pequeño cúter danzaba alrededor de su ancla fuera de
Porto d'Anzio
, esperando la señal para desplegar la vela hacia Capri, donde
mastro Nicola
y sus tres hijos escrutaban el horizonte desde el parapeto de San Michele para avistar mi regreso.
Mi última visita, antes de dejar a Roma, fue al cementerio protestante, fuera de
Porta San Paolo.
Aún cantaban los ruiseñores para los muertos, que no parecía disgustarles el ser olvidados en un sitio tan dulce, tan fragante de lirios, rosas y mirtos en plena floración. Los ocho niños de
Giovanni
, el sepulturero, tenían todos la
malaria
(había mucho paludismo entonces por los suburbios de Roma, a pesar de lo que decía el Baedeker). La hija mayor, María, estaba tan flaca por los repetidos ataques de fiebre, que dije a su padre no pasaría del verano si la dejaba en Roma. Ofrecí llevarla a San Michele, con mi personal. Al principio vaciló; los italianos pobres son muy reacios a separarse de sus hijos enfermos; prefieren dejarlos morir en casa antes que llevarlos al hospital. Por fin aceptó cuando le propuse que acompañara él mismo a su hija a Capri, para ver por sus propios ojos lo bien que la cuidaría mi gente. Miss Hall, con
Giovannina
y
Rosina
y todos los perros, partió para Nápoles en tren, como de costumbre. Yo, con
Billy
el zambo, la mangosta y la lechucita, hice una magnífica travesía en el yate. Pasamos bajo el Monte Circeo cuando salía el sol, aspiramos la brisa matutina en la bahía de Gaeta, volamos a una velocidad de carrera bajo el castillo de Isquia, y anclamos en la Marina de Capri cuando las campanas tocaban mediodía. Dos horas después trabajaba, medio desnudo, en el jardín de San Michele.
Al cabo de cinco largos veranos de incesante labor, desde el alba al ocaso, estaba más o menos terminado San Michele, pero aún había mucho que hacer en el jardín. Debía extenderse una nueva terraza detrás de la casa; otra galería debía construirse sobre las dos pequeñas estancias romanas que habíamos descubierto en el otoño. En cuanto al patio del claustro, dije a
mastro Nicola
que sería mejor derribarlo; ya no me gustaba.
Mastro Nicola
me suplicó que lo dejase así; lo habíamos demolido dos veces, y si se continuaba derribándolo todo apenas construido, San Michele nunca se terminaría. Dije a
mastro Nicola
que el modo mejor de construir la casa era derribarlo todo cuantas veces fuera preciso, y empezar de nuevo hasta que los ojos dijesen que todo estaba bien. Los ojos conocen la arquitectura bastante mejor que los libros; son infalibles mientras se fía uno de los propios, no de los ajenos. Al volver a verlo, aún me pareció San Michele más hermoso. La casa era pequeña; las habitaciones, pocas, pero había galerías, azoteas y pérgolas en torno, para poder contemplar el sol, el mar y las nubes; el alma necesita más espacio que el cuerpo. Pocos muebles en las habitaciones, pero lo que en ellas había no sólo con dinero se podía comprar. Nada de superfluo, nada de feo, nada de
bric-à-brac
, nada de bagatelas. Algún primitivo, un aguafuerte de Durero y un bajorrelieve griego sobre las paredes blanqueadas. Un par de alfombras antiguas en el suelo de mosaico, pocos libros sobre las mesas, flores por doquier en brillantes mayólicas de Faenza y de Urbino. Los cipreses procedentes de Villa d'Este, que conducían a la capilla, habían crecido ya, formando un camino de árboles soberbios, los más nobles del mundo. También la capilla que había dado el nombre a mi casa era, por último, mía. Debía ser mi biblioteca. En torno a los blancos muros había hermosas sillas de coro y, en el centro, una gran mesa frailera cargada de libros y de fragmentos de terracota. Sobre una columna acanalada, de
giallo antico
, había un enorme Horo de basalto, el mayor que he visto en mi vida, traído de la tierra de los faraones por algún coleccionista romano, acaso por el mismo Tiberio. Encima del escritorio me miraba la marmórea cabeza de Medusa del siglo IV (antes de Jesucristo). La encontré en el fondo del mar. Sobre la gran chimenea florentina del siglo XVI estaba la Victoria Alada. Sobre una columna de mármol africano, cerca de la ventana, la cabeza mutilada de Nerón miraba el golfo donde hizo golpear mortalmente a la madre por sus remeros. Sobre la puerta de entrada esplendía la bellísima Ventana de vidrio pintado, del siglo XVI, que la ciudad de Florencia había regalado a Eleonora Duse y que ella me dio a mí en recuerdo de su última estancia en San Michele. En una pequeña cripta, cinco pies bajo el pavimento romano de mármol rojo, dormían en paz dos frailes. Los encontré inesperadamente, cuando se excavaba para la base de la chimenea. Yacían allí cruzados de brazos, tal como fueron sepultados bajo la capilla casi quinientos años antes. Sus túnicas estaban casi reducidas a polvo; los cuerpos resecos eran ligeros como pergamino, pero las facciones se conservaban bien; las manos estrechaban aún los crucifijos; uno tenía graciosas hebillas de plata en los zapatos. Me dolía haber turbado su sueño; con infinitas precauciones los recluí de nuevo en la pequeña cripta.