»—No, no ha muerto, pero está muy mal. La Hermana que la asiste de noche está rendida; le he dicho que llevaría a una de mis enfermeras para esta noche. Quítate de la cara ese horrible colorete, alísate los cabellos con aceite o vaselina o con lo que quieras; despójate de ese horrible vestido de muselina y ponte el uniforme de enfermera que encontrarás en este paquete. Me lo ha prestado una de las mías; creo que te sentará bien; sois casi de la misma estatura. Vendré por ti dentro de media hora.
»Me miró en silencio mientras bajaba la escalera.
»—¿Ya? —dijo, muy sorprendida, el ama.
»Le dije que
Mademoiselle
Flopette pasaría la noche conmigo y volvería a buscarla.
»Media hora después, cuando llegaba ante la entrada, apareció Flopette en la puerta abierta, con su larga capa de enfermera, rodeada de todas sus camaradas con el uniforme de muselina que nada tapaba.
»—¡Qué suerte tienes, Flopette! —reían a coro—; ¡ser llevada al baile de máscaras la última noche de carnaval! ¡Estás muy
chic
y pareces una enfermera respetable! ¡Ojalá tu
Monsieur
nos llevase a todas!
»—Amusez-vous, mes enfants
—sonreía el ama, acompañando a Flopette a mi coche—. Hay que pagar cincuenta francos por adelantado.
»Poco podía hacer una enfermera. La niña sucumbía con rapidez; estaba del todo inconsciente y veíase que se acercaba el fin. La madre permaneció toda la noche sentada junto al lecho, mirando, tras las lágrimas, a su hija moribunda.
»—Dale un beso de despedida —le dije, mientras empezaba la agonía—; puedes hacerlo, está sin conocimiento.
«Se inclinó sobre la niña, pero retrocedió de pronto.
»—No me atrevo a besarla —sollozó—. Usted ya sabe que estoy podrida.
»La primera vez que volví a ver a Flopette estaba completamente borracha. Una semana después se arrojó al Sena. La sacaron viva. Intenté que la admitieran en
Saint-Lazare
, pero no había cama disponible. Un mes más tarde se bebió un frasco de láudano; estaba ya medio muerta cuando llegué yo. Nunca me he perdonado el haberle lavado el estómago para extraerle el veneno. En la mano apretaba el zapatito de una niña y en el zapatito había un rizo de cabellos. Luego, se dio al ajenjo, un veneno tan seguro como otro cualquiera, aunque, por desgracia, más lento. De todos modos, pronto acabará en el arroyo, que, para ahogarse, es más seguro que el Sena.
Nos detuvimos ante la casa de Norström,
Rue Pigalle.
—Buenas noches —dijo mi amigo—. Gracias por la agradable velada.
—Gracias a ti —respondí.
(El acompañante de cadáveres)
DEL viaje que realicé a Suecia aquel verano, quizá fuera mejor hablar lo menos posible. Norström, el plácido recopilador de casi todas mis aventuras juveniles, decía que era la peor historia que le había contado hasta entonces. Hoy no puede perjudicar a nadie, excepto a mí; puedo, pues, insertarla en estas, páginas.
El profesor Bruzelius, a la sazón el médico más célebre de Suecia, me rogó que fuese a San Remo para repatriar a un enfermo suyo, un joven de dieciocho años que había pasado todo el invierno allí en avanzado estado de tisis. Recientemente había tenido varias hemorragias. Su estado era tan grave que consentí en repatriarlo sólo si le acompañaba también un miembro de la familia o, por lo menos, una enfermera sueca competente. Había que considerar la posibilidad de que falleciese en el viaje. Cuatro días después llegó su madre a San Remo. Teníamos que interrumpir el viaje en Basilea y en Heidelberg, y tomar el buque sueco de Lübeck a Estocolmo. Llegamos de noche a Basilea, después de un viaje muy penoso. Durante la noche, la madre tuvo un ataque cardíaco que casi la mata. El especialista a quien hice avisar por la mañana estuvo de acuerdo conmigo en que aquella señora no se hallaría en condiciones de viajar hasta dos semanas después. Había que decidir entre dejar morirse al muchacho en Basilea o continuar el viaje con él solo. Como todos los que están para morir, el joven deseaba ardientemente volver a la patria. Con razón o sin ella, resolví proseguir el viaje con él a Suecia. Al día siguiente de nuestra llegada al
Hôtel Victoria
de Heidelberg tuvo una gran hemoptisis y hubo que abandonar toda esperanza de continuar el viaje. Le dije que teníamos que esperar un par de días a su madre. Se mostraba muy reacio a aplazar el viaje ni siquiera un solo día. Por la tarde examinaba con ansiedad la guía de ferrocarriles. Cuando fui a verle después de medianoche dormía tranquilamente. Por la mañana lo encontré muerto en el lecho, sin duda por una hemorragia interna. Telegrafié a mi colega de Basilea para que comunicase la noticia a la madre y me hiciera conocer sus instrucciones. El profesor me telegrafió que el estado de la madre era tan grave que no se atrevía a darle la noticia. Como estaba convencido de que ella quería que su hijo fuese enterrado en Suecia, me puse en comunicación con un empresario de pompas fúnebres para los acuerdos necesarios. Me enteró de que, según la ley, el cadáver había de ser embalsamado; precio, dos mil marcos. Sabía que la familia no era rica y decidí embalsamarlo yo mismo. No había tiempo que perder; era a fin de julio, y el calor, extraordinario. Ayudado por un mozo del Instituto Anatómico, lo embalsamé someramente durante la noche, con un gasto de cerca de doscientos marcos. Era el primer embalsamamiento que hacía, y debo confesar que distaba mucho de ser un éxito. El ataúd de plomo fue soldado en mi presencia; el externo, de roble, fue encerrado en una caja comercial común, con arreglo a los reglamentos ferroviarios. De lo demás se cuidaba el empresario de las pompas fúnebres, encargado del transporte por ferrocarril hasta Lübeck y, desde allí, por barco, hasta Estocolmo. La suma que había recibido de la madre para el viaje, casi no bastaba para pagar la cuenta de la fonda. Protesté inútilmente contra el exorbitante precio de la ropa de cama y de la alfombra del cuarto donde había muerto el muchacho. Cuando todo estuvo saldado, apenas me quedaba dinero suficiente para mi regreso a París.
Desde que llegué no había salido de casa; de Heidelberg sólo había visto el jardín del
Hôtel de l'Europe
bajo mis ventanas. Pensé que debía ver, al menos, el famoso y antiguo castillo en ruinas, antes de dejar la ciudad, donde esperaba no volver.
Mientras contemplaba a mis pies, desde el pretil de la terraza del castillo, el valle del Neckar, un cachorro de
basset
se precipitó sobre mí con toda la velocidad que sus pequeñas y retorcidas piernas podían llevar su cuerpo largo y delgado, y empezó a lamerme la cara. Sus ojos astutos habían adivinado en seguida mi secreto. Mi secreto era que siempre había anhelado poseer un pequeño
Waldmann
, como llaman a esos fascinadores perros en su país de origen. Aunque estaba casi sin dinero, compré al momento el
Waldmann
por cincuenta marcos y volví triunfante al
Hôtel Victoria
con él, que trotaba a mis talones sin traílla, completamente seguro de que su amo era yo y no otro. A la mañana siguiente había un añadido a la cuenta, por algo concerniente a la alfombra de mi habitación. Mi paciencia estaba agotada; ya llevaba pagados ochocientos marcos por alfombras en el
Hôtel Victoria.
Dos horas después regalé la alfombra del cuarto del muchacho a un viejo zapatero remendón a quien había visto componer un par de botas fuera de su pobre casa, llena de chiquillos harapientos. El director de la fonda estaba mudo de rabia, pero el zapatero tuvo su alfombra. Terminada ya mi misión en Heidelberg, decidí tomar el tren de la mañana para París. Por la noche cambié de idea y resolví ir a Suecia, de un modo o de otro. Había tomado mis disposiciones para permanecer ausente de París quince días. Norström cuidaría de mis enfermos durante mi ausencia. Ya había telegrafiado a mi hermano que iba a pasar un par de días con él en nuestra vieja casa; seguramente, nunca se me presentaría otra oportunidad para una vacación en Suecia. No pensaba más que en marcharme del
Hôtel Victoria.
Como era demasiado tarde para tomar el tren de viajeros hacia Berlín, decidí tomar el de mercancías por la noche —el mismo que llevaba el cadáver del muchacho a Lübeck— y continuar, con el mismo barco sueco, para Estocolmo. Cuando me sentaba para cenar en la fonda de la estación, me dijo el camarero que los perros estaban
verboten
(prohibidos) en el restaurante. Puse en su mano una moneda de cinco marcos y metí a
Waldmann
bajo la mesa; iba a empezar a comer, cuando una voz estentórea gritó desde la puerta:
—
Der Leichenbegleiter
!
Todos levantaron los ojos de los platos, mirándose alternativamente, pero nadie se movió.
—
Der Leichenbegleiter
!
El hombre cerró con violencia la puerta para volver un momento después con otro hombre, a quien reconocí como empleado de la funeraria. El propietario de la voz estentórea vino a mi encuentro y me aulló en pleno rostro:
—
Der Leichenbegleiter
!
[8]
Todos me miraron con interés. Dije a aquel hombre que me dejase en paz, que quería cenar. No; debía ir en seguida; el jefe de Estación quería hablarme de un asunto urgentísimo.
Un gigante, con bigotes erizados como un puerco espín y lentes cercados de oro, me entregó un montón de documentos y me gritó al oído algo del furgón que debía ser sellado y que yo debía entrar en él en seguida a ocupar mi puesto. En mi mejor alemán le dije que ya había reservado mi puesto en un coche de segunda clase. Me contestó que estaba
verboten
, que debía encerrarme inmediatamente, con llave, en el furgón donde iba el ataúd.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No es usted
der Leichenbegleiter?
¿No sabe que está
verboten
en Alemania hacer viajar un cadáver sin su
Leichenbegleiter
y que deben ser encerrados juntos?
Le enseñé mi billete de segunda clase para Lübeck, le dije que era un viajero independiente, que iba a Suecia de vacaciones. Nada tenía que ver con el ataúd.
—¿Es usted o no es
der Leichenbegleiter?
—aulló, rabioso.
—¡No, no lo soy! Estoy dispuesto a hacer cualquier oficio, pero me niego a hacer de
Leichenbegleiter;
no me gusta la palabra.
El jefe de Estación miró a su fajo de documentos, estupefacto, y anunció que si el
Leichenbegleiter
no llegaba antes de cinco minutos, dejaría el furgón con el ataúd para Lübeck en una vía muerta y se quedaría en Heidelberg. Mientras hablaba, precipitóse sobre la mesa del jefe de Estación un jorobadito de ojos inquietos y cara virolenta con un montón de documentos en las manos.
—
Ich bin der Leichenbegleiter
—anunció con decidida dignidad.
Por poco le abrazo; siempre he sentido una oculta simpatía por los gibosos. Dije que me alegraba muchísimo de conocerle; iba hasta Lübeck en el mismo tren y tomaría el mismo barco para Estocolmo. Tuve que agarrarme al escritorio del jefe de Estación cuando el corcovado dijo que no iba a Estocolmo, sino a Petersburgo, con el general ruso, y de allí, a Nijni-Novgorod.
El jefe de Estación alzó los ojos del montón de documentos y turbóse tanto que se le erizó el bigote de puerco espín.
—
Potzdonnerwetter!
[9]
—aulló—. Hay aquí dos cadáveres que van a Lübeck en este tren y sólo tengo un ataúd en el furgón; no se pueden meter dos cadáveres en un ataúd; está
verboten
. ¿Dónde está la otra caja?
El jorobado explicó que en aquel momento descargaban de la carreta el ataúd del general ruso para meterlo en el furgón. Toda la culpa era del carpintero, que apenas había acabado a tiempo la segunda caja. ¿Quién se iba a figurar que debía suministrar dos cajas de embalaje tan enormes en el mismo día?
¡El general ruso! De pronto, recordé que me habían hablado de un viejo general ruso que había muerto el mismo día que el muchacho, de un ataque apoplético, en la fonda frente a la nuestra. Me acordé también de haber visto desde mi ventana a un señor anciano, de aspecto feroz y con larga barba gris, en un sillón con ruedas por el jardín de la fonda. El portero me dijo que era un famoso general ruso, un héroe de la guerra de Crimea. Nunca había visto un hombre de aspecto más feroz.
Mientras el jefe de Estación volvía a examinar sus complicados documentos, me llevé aparte al contrahecho y, dándole unas cordiales palmaditas en la espalda, le ofrecí cincuenta marcos al contado y otros cincuenta que pensaba hacerme prestar por el cónsul sueco en Lübeck, si cargaba con la responsabilidad de ser
Leichenbegleiter
del ataúd del joven al mismo tiempo que del ataúd del general ruso. Aceptó inmediatamente. El jefe de Estación dijo que era un caso sin precedentes; tocaba un punto delicado de la ley; tenía la seguridad de que estaba
verboten
el que los dos cadáveres viajasen con un solo
Leichenbegleiter.
Debía consultar con la
Kaiserliche Oberliche Eisenbahn Amt Direktion Bureau
, lo cual requería lo menos una semana para obtener respuesta.
Waldmann
salvó la situación. Durante nuestra disputa advertí varias veces, a través de los lentes cercados de oro del jefe de Estación, una mirada amistosa dirigida al perrito, y otras veces había tendido su enorme mano para acariciar las largas y sedosas orejas de
Waldmann.
Con una última y desesperada tentativa, traté de conmover su corazón. Sin decir palabra, puse a
Waldmann
sobre sus rodillas. Mientras el can le lamía el rostro y empezaba a tirarle de sus bigotes de puerco espín, sus ásperas facciones suavizáronse gradualmente con una honrada y amplia sonrisa por nuestro desamparo. Cinco minutos después, el giboso había firmado una docena de documentos como
Leichenbegleiter
de los dos ataúdes, y yo, con
Waldmann
y mi maleta Gladstone, fui impelido a un abarrotado compartimiento de segunda clase cuando el tren echaba a andar.
Waldmann
se dedicó a jugar con la gruesa señora que teníamos al lado. Ella me miró severamente y dijo que estaba
verboten
llevar perros en un coche de segunda clase; ¿era, al menos,
stubenrein?
(limpio). ¡Claro que era
stubenrein;
nunca había sido otra cosa! Dedicaba ahora
Waldmann
su atención a un cestito que tenía la señora gruesa en su regazo; olfateó, trepidante, y rompió a ladrar furiosamente. Aún seguía ladrando cuando paró el tren en la próxima estación. La señora gruesa llamó al revisor e indicó el suelo. El revisor dijo que estaba
verboten
viajar con un perro sin bozal. En vano abrí la boca de
Waldmann
para enseñar al revisor que apenas tenía dientes; en vano puse en su mano mi última moneda de cinco marcos:
Waldmann
tenía que ser llevado inmediatamente a la perrera. Impulsado por la venganza, indiqué el cestito en el regazo de la señora gruesa y pregunté al revisor si no estaba
verboten
viajar con un gato sin billete. Sí, estaba
verboten.
La señora gruesa y el revisor disputaban aún cuando bajé al andén. La perrera era en aquellos días vergonzosamente insuficiente; una celda oscura sobre las mismas ruedas, llena de humo de la locomotora. ¿Cómo iba yo a meter a
Waldmann
allí? Corrí al furgón de equipajes y supliqué al mozo que me guardase el perro; dijo que estaba
verboten.
Las puertas corredizas del furgón contiguo abriéronse cautamente, lo suficiente para permitir al
Leichenbegleiter
asomar la cabeza, con una larga pipa en la boca. Con la agilidad de un gato trepé al furgón con
Waldmann
y la maleta Gladstone.