Un momento después, el millonario de Pittsburgo me pasó a través de la puerta entornada un cheque de mil libras esterlinas para gastar a mi discreción: estaba dispuesto a firmar otro por la suma que yo quisiera, pero el cadáver debía ser enviado a América. Me encerré en otra habitación con el
signor
Cornacchia y le pregunté cuál sería el coste aproximado de un entierro de primera clase y una fosa perpetua en el cementerio protestante. Respondió que los tiempos eran duros; había aumentado hacía poco el precio de los ataúdes y, además, había una imprevista disminución de clientes. Era para él un pundonor hacer del funeral un éxito: diez mil liras, incluidas las propinas, bastarían. Estaba también el sepulturero, que, como yo sabía, tenía ocho hijos; naturalmente, las flores no entraban en la cuenta. Las oblongas pupilas felinas del signor Cornacchia dilatáronse visiblemente cuando le dije que estaba autorizado para pagarle el duplo de aquella cantidad si se las arreglaba de manera que pudiera ser enviado a Nápoles el cadáver y cargado a bordo del próximo buque para América. Quería la respuesta dentro de dos horas; sabía que estaba prohibido por la ley; debía consultar con su conciencia. Yo había consultado ya con la mía. Embalsamaría el cadáver aquella misma noche y haría soldar la caja de plomo en mi presencia. Cuando estuviera seguro de que quedaba excluido todo posible peligro de infección, firmaría un certificado de que la causa de la muerte era una pulmonía séptica seguida de parálisis cardíaca, omitiendo la palabra difteria. La consulta del
signor
Cornacchia con su conciencia requirió menos tiempo del previsto. Volvió una hora después, aceptando el asunto a condición de pagarle por anticipado la mitad de la suma, sin recibo. Se la pague. Una hora después Erhardt y yo practicábamos la traqueotomía a la madre; indudablemente, esta operación le salvó la vida.
El recuerdo de aquella noche me acosa cada vez que visito el pequeño y hermoso cementerio próximo a
Porta San Paolo. Giovanni
, el sepulturero, me esperaba a la entrada con una débil linterna. Por su expansivo recibimiento sospeché que había bebido una copa de más para resistir el trabajo nocturno. Debía ser mi único ayudante; tenía yo buenas razones para no desear otro. La noche era tempestuosa y muy negra, con una lluvia torrencial. Una repentina ráfaga de viento apagó la linterna y hubimos de andar a tientas por la profunda oscuridad; a medio camino, cruzando el cementerio, tropecé en un montón de tierra removida y caí de cabeza en una fosa a medio abrir.
Giovanni
dijo que la había estado cavando aquella tarde por orden del
signor
Cornacchia. Afortunadamente, no era muy profunda; era la fosa de un niño pequeño.
El embalsamamiento fue empresa difícil y también peligrosa. El cuerpo estaba ya en avanzado estado de descomposición. La luz era insuficiente y me corté ligeramente un dedo, con gran terror mío. Una gran lechuza estuvo gritando continuamente detrás de la pirámide de Cestio: la recuerdo bien porque fue la primera vez que me disgustó su voz, a mí, que siempre he querido tanto a las lechuzas.
Por la mañana temprano, estaba de nuevo en el
Grand Hôtel.
La madre había pasado buena noche y su temperatura era normal. Erhardt la consideraba fuera de peligro. Era imposible demorar más el decirle que su hijo había muerto. Como ni el padre ni Erhardt querían hacerlo, me tocó a mí. La enfermera dijo que creía que ya lo sabía, porque, mientras la velaba, se despertó de pronto y quiso saltar del lecho, con un grito de dolor, pero se abatió, desmayada. La enfermera la creyó muerta y corría para decírmelo, en el mismo instante en que yo entré en el cuarto y dije que el niño acababa de morir. Tenía razón la enfermera. Antes de que yo le hablara, la madre me miró y dijo que sabía que su hijo había muerto.
Erhardt parecía deprimido por la muerte del niño; reprochábase el haber propuesto el suero; era tanta la integridad y la honradez de aquel magnífico viejo, que quería escribir una carta al padre acusándose casi de haber causado la muerte de su hijo. Le dije que la responsabilidad era mía, porque el enfermo se hallaba bajo mi cuidado, y que semejante carta podía producir tal efecto en el padre, ya medio loco por el dolor, que le hiciera perder del todo el juicio. A la mañana siguiente condujeron a la madre, en mi coche, al sanatorio de las Hermanas azules, donde conseguí también un cuarto para la hijita y para el marido. Era tal el miedo que éste tenía a la difteria, que me regaló todo su guardarropa, dos grandes baúles llenos de vestidos, sin contar su redingote y la chistera. Me vi contentísimo; trajes de segunda mano son a veces más útiles que las drogas. Trabajo me costó persuadirle para que conservase el reloj de repetición, de oro; su barómetro de bolsillo está aún en mi poder. Antes de dejar el hotel, el millonario de Pittsburgo pagó, con gran indiferencia, la formidable cuenta, que me hizo vacilar. Vigilé yo mismo la desinfección de las habitaciones y, recordando mi ardid del Hotel Victoria en Heidelberg, pasé una hora arrodillado en el suelo del cuarto donde había muerto el niño, para desprender la alfombra de Bruselas que allí estaba clavada. Que en aquel momento pudiera haber lugar en mi cabeza para pensar en las Hermanas de los Pobres, supera mi comprensión. Aún veo la cara de los empleados del hotel cuando hice meter en mi coche la alfombra para enviarla al Establecimiento Municipal de Desinfección del Aventino. Dije al director que el millonario de Pittsburgo, después de pagar por la alfombra un precio que superaba el triple de su valor, me la había regalado como recuerdo.
Por último, volví a mi casa de la
Piazza di Spagna.
Puse en la puerta un aviso, en francés y en inglés, diciendo que el doctor estaba enfermo, con ruego de dirigirse al doctor Erhardt,
Piazza di Spagna
, 28. Me puse una inyección hipodérmica de triple dosis de morfina y me abatí en el diván de la sala de consulta, con la garganta hinchada y cuarenta grados de fiebre.
Anna
se asustó y quiso avisar al doctor Erhardt. Le dije que estaba bien, que no necesitaba más que veinticuatro horas de sueño y que sólo debía molestarme si la casa ardía.
La bendita droga empezó a difundir el olvido y la paz en mi cerebro exhausto, desapareciendo, incluso, de mi entumecido pensamiento el terror del corte en el dedo. Me estaba durmiendo. De pronto sonó furiosamente la campanilla de la puerta. Oí la fuerte voz de una mujer, de nacionalidad inconfundible, que discutía con
Anna
en lamentable italiano.
—El doctor está enfermo y le ruego se dirija al doctor Erhardt, que vive al lado.
No; debía hablar en seguida con el doctor Munthe de un asunto muy importante.
—El doctor está en cama. Le ruego que se vaya.
No, debía verlo en el acto. «Entréguele mi tarjeta».
—¡Por favor… el doctor duerme!
¿Dormir yo, con aquella terrible voz que chillaba en el vestíbulo?
—¿Qué quiere? —grité.
Anna
no tuvo tiempo de detenerla y levantó la cortina de mi cuarto; vi una señora de magnífico aspecto, fuerte como un caballo: mistress Charles W. Washington Longfellow Perkins, Jr.
—¿Qué desea?
Quería saber si corría peligro de contagiarse de la difteria en el
Grand Hôtel;
le habían dado una habitación en el último piso y, aunque le dijeron que el niño había muerto en el primero, no quería correr ningún peligro.
—¿Qué número tiene su cuarto?
—Trescientos treinta y cinco.
—Quédese en él. Es la habitación más limpia de todas; la he desinfectado yo mismo. En ella ha muerto el niño.
Caí tendido en la cama, creo que de través; la morfina empezó a obrar de nuevo.
Otra vez sonó la campanilla. Y volví a oír en el vestíbulo la misma voz inexorable diciendo a
Anna
que había recordado la otra pregunta, muy importante, que quería hacerme.
—El doctor duerme.
—¡Échala escaleras abajo! —grité a
Anna
, que le llegaba a la cintura.
No, no se iría; debía hacerme aquella pregunta.
—¿Qué quiere usted?
—Se me ha roto un diente; temo que hayan de arrancármelo. ¿Cuál es el mejor dentista de Roma?
—Mistress Washington Perkins Junior, ¿puede usted oírme?
Sí, podía oírme perfectamente.
—Mistress Perkins Junior, por primera vez en mi vida lamento no ser dentista; me gustaría arrancarle a usted todos los dientes.
LAS Hermanitas de los Pobres de San Pedro Advíncula, unas cincuenta, en su mayoría francesas, eran todas amigas mías, y algo semejante ocurría con los viejos y viejas asilados en el enorme edificio. El doctor italiano que se suponía cuidaba de todas aquellas personas no me demostró nunca la menor señal de celos profesionales, ni siquiera cuando, con gran alegría de las Hermanitas, fue tendida sobre el helado pavimento pétreo de la capilla la alfombra del millonario de Pittsburgo, sacada del
Grand Hôtel
y debidamente desinfectada. Era para mí un verdadero misterio cómo aquellas monjas se arreglaban para suministrar comida y ropa a todos sus huéspedes. Su desvencijada carreta, que iba de fonda en fonda para recoger los desperdicios que pudiera haber, era un espectáculo muy familiar, en aquel tiempo, a todos los visitadores de Roma. Veinte Hermanitas, por parejas, iban de un lado a otro desde la mañana a la noche con su enorme cuévano y su cepillo. Por regla general, dos de ellas estaban en un rincón de mi antesala a las horas de visita; sin duda, se acordarán de ellas muchos de mis antiguos enfermos.
Como todas las monjas, eran muy alegres y aceptaban con gusto la charla cuando se presentaba ocasión. Ambas eran jóvenes y bastante guapas; la Madre Superiora me había confiado, tiempo atrás, que las monjas viejas y feas no servían para recaudar dinero.
A cambio de su confidencia, le dije que era mucho más probable que mis pacientes obedecieran a una enfermera joven y atractiva que a una fea, y que una enfermera ceñuda no podía ser buena enfermera. Aquellas monjas, que conocían tan poco del mundo exterior, sabían mucho de la naturaleza humana. Intuían a primera vista quién dejaría algo en su cepillo y quién no. Me decían que, en general, los jóvenes daban más que los viejos; los niños, desgraciadamente, rara vez daban algo, y sólo cuando se lo decían sus
nurses.
Los hombres daban más que las mujeres, y los peatones más que los que iban en coche. Los mejores clientes eran los ingleses; después venían los rusos. Turistas franceses había pocos. Los yanquis y los alemanes eran más reacios a separarse de su dinero; los italianos de la buena sociedad eran aún peores, pero los pobres eran muy generosos. Los príncipes y los sacerdotes de todas las naciones no se mostraban, en general, buenos parroquianos. Los ciento cincuenta viejos de quienes cuidaban eran, en conjunto, fáciles de tratar; mas no las ciento cincuenta viejas, que disputaban y peleaban continuamente entre sí.
Con frecuencia se desarrollaban terribles dramas pasionales entre las dos alas de la casa, y las Hermanitas trataban de extinguir el fuego oculto bajo las cenizas lo mejor que podían, dada su limitada experiencia. El favorito de la casa era
Monsieur Alphonse
, el francés más pequeño que se haya visto. Vivía tras un par de cortinas celestes, en el ángulo de la gran sala de sesenta camas. Ningún otro lecho tenía cortinas: era un privilegio concedido sólo a
Monsieur Alphonse
, como el más viejo de toda la casa. Él mismo decía que tenía setenta y cinco años, pero las Hermanitas creían que pasaba de los ochenta; a juzgar por el estado de sus arterias, yo hubiera dicho que no estaba lejos de los noventa. Había llegado allí unos años antes, con un maletín, un redingote raído y una chistera, nadie sabía de dónde. Pasaba el día detrás de sus cortinas, completamente aislado de los demás huéspedes, para aparecer sólo los domingos, cuando, muy arrogante, iba a la capilla chistera en mano. Lo que podía hacer detrás de las cortinas nadie lo sabía. Decían las monjas que cuando le llevaban la escudilla de sopa o la taza de café, otro privilegio, estaba siempre sentado en el lecho, registrando atentamente el montón de papeles del viejo maletín o cepillándose la chistera.
Monsieur Alphonse
era muy meticuloso para recibir visitas. Primero había que dar unos golpecitos en la mesita de junto al lecho. Entonces, cerraba cautamente con llave los papeles en el maletín, decía con voz trémula:
Entrez
,
Monsieur
, y os invitaba con un digno ademán a sentaros junto a él en la cama. Parecía que le gustaban mis visitas, y no tardamos en ser grandes amigos. Todos mis esfuerzos por saber algo de su vida fueron inútiles: sólo sabía que era francés, pero no hubiera asegurado que fuese parisiense. No hablaba una palabra de italiano y parecía no conocer nada de Roma. Ni siquiera había estado en
San Pietro;
pero pensaba ir
un de ces quatre matins
, apenas tuviese tiempo. Las Hermanitas decían que nunca iría; a ningún sitio quería ir, aunque era perfectamente capaz de andar todo cuanto quisiera. La verdadera razón de quedarse en casa los jueves, día de salida de los hombres, era la irremediable ruina de su chistera y del redingote, a fuerza de tanto cepillarlos.
El memorable día en que le hicimos probarse la chistera y el flamante redingote, última moda americana, del millonario de Pittsburgo, se inició el último capítulo de la vida de
Monsieur Alphonse
, tal vez el más feliz. Todas las Hermanitas, incluso la Madre Superiora, estaban en la puerta de entrada el jueves siguiente, mientras montaba en mi elegante coche, quitándose solemnemente la nueva chistera para saludar a sus admiradores.
—
Est-il chic!
—reían, mientras partíamos—. Parece un milord inglés.
Pasamos por el Corso e hicimos una breve aparición en el Pincio antes de detenernos en la
Piazza di Spagna
, donde
Monsieur Alphonse
había sido invitado a comer conmigo.
Quisiera conocer al hombre que hubiera podido resistir el no hacer válida para todos los jueves esta invitación. A la una en punto de cada jueves de aquel invierno, mi victoria dejaba a
Monsieur Alphonse
en el número 26 de la
Piazza di Spagna.
Una hora después, cuando empezaban las visitas, iba, escoltado por
Anna
, hasta el coche, que le esperaba para su habitual paseo por el Pincio. Luego, parada de media hora en el
Caffè Aragno
, donde
Monsieur Alphonse
se sentaba en un rincón reservado, con la taza de café, el
Figaro
y un aire de viejo embajador. Después, al cabo de otra media hora de glorioso paseo en coche por el Corso, buscando con ansiedad a alguno de sus conocidos de la
Piazza di Spagna
, a quien hubiera querido saludar con su nueva chistera, volvía a desaparecer tras las cortinas de su cama hasta el jueves siguiente, en que reanudaba la cepilladura de la chistera al amanecer, según me referían las monjas. A menudo participaban de nuestra comida uno o dos amigos, con gran júbilo de
Monsieur Alphonse.
Seguramente, más de uno de ellos se acordará aún de él.