—Hola, Miss Hall, he oído hablar mucho de usted al doctor.
¡Era S. A. R. el Príncipe Max de Baden, nada menos que el marido de la sobrina de su querida Reina Alejandra! Desde aquel memorable día, Miss Hall dejo la sociedad mundana del
Grand Hôtel
para dedicar todo su tiempo libre a los personajes de sangre real; había lo menos media docena en Roma, aquel invierno. Pasaba horas enteras ante sus hoteles, esperando la oportunidad de verlos entrar o salir; los observaba, con la cabeza inclinada, mientras paseaban en coche por el Pincio o por Villa Borghese; los seguía, como un polizonte, en las iglesias y en los museos. Los domingos se sentaba en la capilla inglesa de la calle del Babbuino, lo más cerca posible del banco del Embajador, con un ojo en el devocionario y otro en una Alteza Real, aguzando su viejo oído para percibir el particular sonido de la voz regia en el coro de la congregación, y rezaba por la familia real y por sus parientes de todos los países, con el fervor de un cristiano primitivo.
Pronto empezó Miss Hall otro diario, dedicado enteramente a nuestras relaciones con la Realeza. El lunes anterior había tenido el honor de llevar una carta mía a S. A. R. la Gran Duquesa de Weimar, en el
Hôtel Quirinale.
El portero le dio una respuesta, adornada con la corona del gran ducado de Sajonia y Weimar. El sobre se lo regaló el doctor como un precioso recuerdo. El miércoles se le confió una carta para S. A. R. la Infanta Eulalia de España, en el
Grand Hôtel.
Por desgracia, no había contestación. Una tarde, mientras estaba con los perros en Villa Borghese, vio una señora alta vestida de negro que caminaba rápidamente, arriba y abajo, por un paseo lateral. La reconoció en seguida: era la misma señora a quien había visto en el jardín de San Michele, inmóvil junto a la Esfinge, mientras contemplaba el mar con sus bellos ojos tristes. Al pasar por delante de ella, la señora dijo algo a su compañero y tendió la mano para acariciar a
Gialla
, la galga rusa del doctor. Figuraos la consternación de Miss Hall cuando se le acerca un detective y le dice que prosiga inmediatamente su camino con los perros: ¡era S. M. I. la Emperatriz de Austria, con su hermana la Condesa de Trani! ¿Cómo había sido tan cruel el doctor no diciéndoselo durante el verano? Sólo por pura casualidad supo que, una semana después de la visita de la señora a San Michele, el doctor recibió una carta de la Embajada de Austria en Roma con una oferta para comprar San Michele, y que el eventual comprador era nada menos que la Emperatriz de Austria. Por fortuna, el doctor rechazó la oferta; habría sido una verdadera lástima que vendiera San Michele; ¡se hubiera terminado la oportunidad de ver personajes reales! ¿No había podido observar por sí misma, a respetable distancia, el verano pasado, durante semanas enteras, a una nieta de su querida reina Victoria pintando bajo la pérgola? ¿No era cierto que una prima del mismo Zar había veraneado allí un mes entero? ¿No había tenido el honor de estar detrás de la puerta de la cocina para ver pasar, a un brazo de distancia, a la Emperatriz Eugenia, la primera vez que fue a San Michele? ¿No había oído a S. M. I. decir al doctor que nunca había visto mayor parecido con el gran Napoleón que la cabeza de Augusto desenterrada por él en su jardín? ¿No había oído también, unos años después, la voz dominadora del mismo Kaiser discutir con su séquito sobre las varias antigüedades y obras de arte, mientras pasaban acompañados por el doctor, que casi no abría la boca? Cerca de ella, escondida detrás de los cipreses, S. M. I. indicó un torso femenino medio cubierto de hiedra, y dijo a su séquito que lo que estaban viendo era digno de un puesto de honor en el Museo de Berlín; según sus conocimientos, podía muy bien ser una ignorada obra maestra del mismo Fidias. Horrorizada, oyó Miss Hall decir al doctor que era el único fragmento de San Michele que no valía gran cosa. Se lo había regalado, con la mejor intención, uno de sus enfermos que lo había comprado en Nápoles; era un Canova del peor período.
Con gran disgusto de Mis Hall, la compañía partió, casi inmediatamente, hacia la Marina, para embarcar en su aviso
Sleipner
hacia Nápoles.
A propósito de la Emperatriz de Austria debo decir que Miss Hall era Comendador de la Orden Imperial de San Esteban. Esta alta distinción se la concedí yo mismo, un día en que mi conciencia debía de sentirse muy afligida, en recompensa a su fiel devoción a mis perros y a mí. Por qué me la habían concedido a mí, nunca he logrado comprenderlo. Miss Hall recibió aquella distinción de mis manos con la cabeza inclinada y los ojos llenos de lágrimas. Afirmó que la llevaría consigo a la tumba. Dije que no veía inconveniente en ello; estaba seguro de que, de todos modos, iría al Paraíso. Pero no preví que pudiera llevarla consigo a la Embajada inglesa. Conseguí obtener para ella, del amable lord Dufferin, una invitación para la recepción de la Embajada en honor del cumpleaños de la Reina. Había sido invitada toda la colonia inglesa de Roma, excepto la pobre Miss Hall. Sofocada por la anticipada alegría, permaneció invisible varios días, trabajando en su
toilette.
Imaginad mi consternación cuando, mientras presentaba a Miss Hall a su Embajador, vi a lord Dufferin que, acomodándose el monóculo en el ojo, miraba el esternón de Miss Hall sin decir una palabra. Por fortuna, no en balde era irlandés lord Dufferin. Se limito a llamarme aparte, estallar en una carcajada y hacerme prometer que tendría a Miss Hall alejada de su colega austríaco. Cuando volvimos a casa, Miss Hall me contó que aquél era el día más soberbio de su vida. Lord Dufferin fue muy amable con ella; todos le sonrieron y estaba segura del gran éxito de su
toilette.
Sí, está muy bien chancearse de Miss Hall. Pero quisiera saber lo que sucederá a la realeza cuando no haya Miss Hall alguna que lleve un diario de todos sus hechos, que no la contemple, con las rodillas temblorosas y la cabeza inclinada, mientras pasea en coche por el Pincio y por Villa Borghese; que no rece por ella en la capilla inglesa de la calle Babbuino. ¿Qué será de sus estrellas y cintas cuando no juegue ya la humanidad con esos juguetes? ¿Por qué no dárselos todos a Miss Hall y acabar de una vez? Siempre quedará la Cruz Victoria
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; todos nos descubrimos ante el valor frente a la muerte. ¿Sabéis por qué es tan rara la Cruz Victoria en el ejército inglés? Porque el valor en su más alto grado,
le courage de la nuit
de Napoleón, recibe muy pocas veces la Cruz Victoria, y porque el valor, no ayudado de la fortuna, muere bañado en sangre, sin recompensa.
Inmediatamente después de la Cruz Victoria, la condecoración inglesa más codiciada es la de la Jarretera: sería un mal día para Inglaterra si se revocase esta orden.
«Me gusta la Liga —dijo lord Melbourne— porque, al menos, no presupone ningún mérito.»
Mi amigo el ministro sueco en Roma me enseñó el otro día la copia de una carta mía escrita hace casi veinte años. Decía que el original lo había enviado al Ministerio del Exterior sueco para su lectura y meditación. Era una respuesta mía, retrasada, a una reiterada demanda oficial de la Legación sueca diciendo que, por lo menos, debería tener yo el decoro de acusar recibo de la medalla de Mesina que me había concedido el Gobierno italiano por algo que se suponía había hecho durante el terremoto. La carta decía así:
«Excelencia: El principio que me ha guiado hasta ahora en cuestión de condecoraciones ha sido el de aceptarlas sólo cuando nada he hecho para merecerlas. Una ojeada al
Libro Rojo
le hará comprender los notables resultados obtenidos por haber seguido estrictamente durante años este principio. El nuevo método que vuestra Excelencia me sugiere en su carta, o sea buscar un reconocimiento público por el poco trabajo útil que yo haya intentado hacer, me parece una peligrosa empresa de dudoso valor práctico. Sólo traería confusión a mi filosofía y podría irritar a los dioses inmortales. Me escabullí, inadvertido, de los barrios bajos de Nápoles, atacados de cólera; pienso hacer otro tanto con las ruinas de Mesina. No necesito de ninguna medalla conmemorativa para recordar lo que he visto.»
* * *
Incidentalmente, debo confesar que esta carta es una gran fanfarronada. El ministro sueco no devolvió la medalla de Mesina al Gobierno italiano: la debo de tener en algún cajoncito, con mí conciencia limpia y sin mayor confusión en mi filosofía que anteriormente. En realidad, ninguna razón había para que no aceptase la medalla, porque lo que hice en Mesina fue muy poco, comparado con lo que he visto hacer, con peligro de su vida, a cientos de personas nunca nombradas ni recordadas. Yo no corrí otro peligro que el de morir por hambre o por estupidez. Es verdad que, por medio de la respiración artificial, devolví la vida a cierto número de personas casi ahogadas, pero son pocos los médicos, enfermeros y aduaneros que no hicieran otro tanto sin ninguna recompensa. Sé que por mí mismo arrastré a una vieja para sacarla de lo que había sido su cocina, pero sé también que la abandoné en la calle con las piernas fracturadas, pidiendo socorro a gritos. Claro que nada más podía hacer hasta la llegada del primer buque hospital, porque no había material sanitario ni medicinas disponibles. A una niña desnuda que encontré en las primeras horas nocturnas en un patio, la llevé a mi bodega, donde durmió tranquilamente toda la noche, tapada con mi abrigo y chupándome el dedo, de vez en cuando, durante el sueño. Por la mañana la llevé a las monjas de Santa Teresa; en lo que quedaba de su capilla había ya más de una docena de niños tendidos en el suelo, que chillaban de hambre, porque durante una semana no fue posible hallar una gota de leche en Mesina. Siempre me maravillaba el número de niños ilesos recogidos entre las ruinas o encontrados por las calles. Parecía como si Dios Omnipotente se hubiese mostrado algo más misericordioso con ellos que con los adultos. Como estaba roto el acueducto, no había siquiera agua, a no ser en algún pozo fétido contagiado por millares de cuerpos putrefactos esparcidos por toda la ciudad. Nada de pan, nada de carne, casi nada de macarrones, nada de legumbres, nada de pescado: la mayoría de las barcas de pesca se habían hundido o las había destrozado la marejada, que había barrido la playa llevándose más de mil personas acurrucadas allí en busca de salvación. Muchos de aquellos cuerpos fueron arrojados a la arena, donde yacieron días enteros, corrompiéndose al sol. Incluso el mayor tiburón que he visto en mi vida (el estrecho de Mesina está lleno) fue arrojado a la arena, vivo aún. Asistí con ojos de famélico a su despedazamiento, esperando agarrar también una tajada. Siempre había oído decir que la carne de tiburón es muy buena. En su vientre había una pierna entera de mujer, con una media de lana roja y una gruesa bota, como si hubiera sido amputada por un cirujano. Es muy posible que en aquellos días hubiera otros, además de los tiburones, que probasen la carne humana, pero cuanto menos se hable de ello, mejor. Desde luego, no vivían de otra cosa los millares de perros y gatos que erraban de noche por entre las ruinas, hasta que eran cazados y devorados por los vivos, siempre que se presentaba la ocasión. Yo mismo asé un gato en mi lámpara de alcohol. Por fortuna, había en abundancia naranjas, limones y mandarinas que coger en los jardines. También abundaba el vino; el pillaje en los millares de bodegas y comercios de vino empezó el mismo día; por la noche, casi todos estaban más o menos ebrios, incluso yo; era una verdadera bendición; hacía desaparecer la extenuante sensación de hambre y pocos se habrían atrevido a dormir estando serenos. Casi cada noche había sacudidas, seguidas del estruendo de las casas que se derrumbaban y de los renovados gritos de terror en las calles.
Por lo demás, dormí bien en Mesina, a pesar de la molestia de tener que cambiar constantemente mi alojamiento nocturno. Como es natural, las bodegas eran los sitios más seguros, si se conseguía vencer el acosador miedo de quedar cogidos como ratas al hundirse algún muro. Era aún mejor dormir bajo un árbol en un naranjal, pero, al cabo de dos días de torrencial lluvia, las noches volviéronse demasiado frías para un hombre cuyo equipaje estaba todo en el morral que llevaba a la espalda. Procuraba consolarme de la pérdida de mi predilecta capa escocesa pensando que, probablemente, cubriría ropas aún más gastadas que las mías. Pero no las habría cambiado por otras mejores aunque hubiese podido. Sólo un hombre muy valeroso se hubiera encontrado a sus anchas con un traje decente entre todos aquellos supervivientes en camisa de dormir, enloquecidos de terror, de hambre y de frío; por otra parte, no hubiera podido conservarlo mucho tiempo. No es de extrañar que antes de la llegada de las tropas y de la publicación de la ley marcial, ocurrieran con frecuencia robos a los vivos y a los muertos, asaltos y hasta asesinatos. En cualquier país hubiera acaecido lo propio en semejantes indescriptibles circunstancias. Para empeorar las cosas, quiso la ironía de la suerte que (mientras de los ochocientos
carabinieri
que había en el
Collegio Militare
sólo escaparon con vida catorce) la primera sacudida abriese las celdas de la prisión, inmediata a los Capuchinos, a más de cuatrocientos asesinos y ladrones profesionales ilesos, condenados a cadena perpetua. Cierto que aquellos pájaros de cuenta, después de saquear los comercios para vestirse y las armerías para armarse, se entregaron a la más loca alegría con lo que quedaba de la rica ciudad; hasta forzaron la caja del Banco de Nápoles, matando a dos guardias nocturnos. Pero era tal el terror que dominaba a todos, que muchos de aquellos bandidos prefirieron entregarse para ser encerrados en las bodegas de un buque, en el puerto, que permanecer en la condenada ciudad, a pesar de la oportunidad única de libertarse. Yo, personalmente, nunca fui molestado por ninguno; al contrario, todos fueron amables conmigo de un modo conmovedor y me ayudaron como se ayudaban entre sí. Los que se habían apoderado de vestidos y alimentos se complacían siempre en compartirlos con quienes no los tenían. Un ladrón de tiendas desconocido, hasta llegó a regalarme una elegante bata acolchada de señora, uno de los regalos más gratos que he recibido en mi vida. Una tarde, cuando pasaba ante las ruinas de un palacio, observé a un hombre bien vestido que echaba unos mendrugos de pan y un manojo de zanahorias a dos caballos y un borriquillo, prisioneros en su cuadra subterránea. A través de una estrecha rendija del muro, apenas pude ver a los animales condenados. Me dijo que iba allí dos veces al día, con cualesquiera de los residuos de comida que podía encontrar. El espectáculo de aquellos pobres animales muriéndose de hambre y de sed le era tan doloroso que preferiría matarlos a tiros de revólver si tuviese valor, pero nunca lo había tenido para matar a un animal, ni siquiera a una codorniz
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. Miré con sorpresa su rostro hermoso, inteligente y más bien simpático, y le pregunté si era siciliano. Me respondió que no, pero que había vivido en Sicilia varios años. Empezó a llover a cántaros y nos fuimos. Me preguntó dónde vivía y, al decirle que en ningún sitio particularmente, miró mis empapados vestidos y se ofreció para hospedarme durante la noche: vivía allí cerca, con dos amigos. Anduvimos a tientas por entre inmensos bloques de mampostería y montones de destrozados muebles de todas clases, bajamos una gradería y nos hallamos en una gran cocina subterránea, débilmente iluminada por una lámpara de aceite bajo un cromo de la
Madonna
pegado al muro. Había en el suelo tres colchones; el
signor Amedeo
dijo que tendría mucho gusto en que yo durmiera en el suyo; él y sus dos amigos permanecerían fuera toda la noche para buscar algunas cosas bajo las ruinas de su casa. Hubo una cena excelente, la segunda comida decorosa que tuve desde mi llegada a Mesina. La primera fue un par de días antes, al llegar inopinadamente al jardín del Consulado norteamericano durante un alegre almuerzo presidido por mi antiguo amigo Winthrop Chanler, que había llegado aquella misma mañana con su yate cargado de provisiones para la ciudad hambrienta.