La Historia de San Michele (16 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—¿Has visto al Rey?

No, no lo había visto; no venía de Estocolmo, sino directamente de otra tierra, de otra ciudad muchas veces mayor que Estocolmo. El tío Lars no sabía que hubiera una ciudad más grande que Estocolmo. Dijo a madre Kerstin lo mucho que yo había admirado su hermoso traje nupcial. Sonrió ella y dijo que su madre lo había llevado en su boda, sólo Dios sabía cuántos años antes.

—¿Pero de veras deja usted abierto el
herbre
durante la noche?

—¿Por qué no? —dijo el tío Lars—. Allí no hay nada de comer; ya te he dicho que no es fácil que los lobos y las zorras se lleven nuestras ropas.

—Pero algún otro podría llevárselas; el
herbre
está aislado en el bosque, a centenares de metros de la casa. Aquel cobertor de piel de oso vale mucho dinero, y cualquier anticuario de Estocolmo pagaría gustoso varios centenares de
riksdaler
por el traje de boda de su mujer.

Los dos viejos me miraron con evidente sorpresa.

—¿Pero no has oído, cuando te lo he dicho, que maté yo mismo aquel oso, y a todos los lobos también? ¿No comprendes que el traje de boda es de mi mujer y que lo heredó de su madre? ¿No comprendes que todo nos pertenece mientras estemos vivos y cuando muramos pasará a nuestro hijo? ¿Quién había de llevárselo? ¿Qué quieres decir?

El tío Lars y madre Kerstin me miraron; parecían casi contrariados por mi pregunta. De pronto, el tío Lars se rascó la cabeza, con expresión de picardía en sus viejos ojos.

—¡Ahora comprendo a lo que alude! —dijo a la mujer, con una risita—: a esa gente que ellos llaman ladrones.

Pregunté a Lars Anders si era verdad lo que me había dicho
Turi
, que el gigante
Stalo
había hecho un agujero en el fondo del lago Siva por donde escaparon todos los peces. Sí, era certísimo, no había un solo pez en el lago, mientras todos los demás lagos de la montaña estaban llenos; pero no podía decir si el mal lo había hecho un
Stalo.
Los lapones eran supersticiosos e ignorantes. No eran ni siquiera cristianos; ninguno sabía de dónde venían, y hablaban una lengua que no se parecía a ninguna otra.

¿Había gigantes o Trolls
[5]
en aquella parte del río?

En tiempos pasados los había, seguramente, dijo el tío Lars. De niño había oído hablar mucho del gran Troll que vivía allá, en la montaña. El Troll era muy rico, tenía centenares de feos enanos que, daban guardia a su oro bajo la montaña, y millares de reses todas blancas como la nieve, con esquilas de plata alrededor del cuello. Ahora, desde que el rey había empezado a volar las rocas para desenterrar el hierro bruto y construir una vía férrea, no había vuelto a oír hablar del Troll. Naturalmente, aún estaba la
Skogsra
la bruja de la selva, que todavía intentaba atraer a la gente a lo más profundo de los bosques para hacerle perder el camino. A veces llamaba con gorjeo de pájaro, y a veces con dulce voz de mujer. Muchos decían que era una mujer de veras, muy mala y muy hermosa. Si se la encontraba en la selva debía huirse en seguida; si se volvía la cabeza una sola vez para mirarla, se estaba perdido. No se debe sentar nunca al pie de un árbol de la selva cuando hay luna llena, de lo contrario vendría a sentarse a vuestro lado y os echaría los brazos al cuello como una mujer cuando quiere que la ame un hombre. Pero ella sólo querría chuparos la sangre del corazón.

—¿Tiene los ojos muy grandes y oscuros? —pregunté con inquietud.

Lars Anders no lo sabía, nunca la había visto; pero el hermano de su mujer la había encontrado una vez de noche, a la luz de la luna, en los bosques. Desde entonces había perdido el sueño y estaba trastornado.

¿Había duendes en aquellos parajes?

Sí, muchos; andaban furtivamente en las tinieblas. Había un pequeño duende que habitaba en el establo de las vacas; los nietos de Lars lo habían visto con frecuencia. Era absolutamente inofensivo mientras lo dejaban en paz, y tenía su escudilla de gachas de avena en su acostumbrado rincón. No toleraba que se mofasen de él. Cierta vez, un ingeniero del ferrocarril, que había de construir el puente sobre el río, pasó la noche en Forsstugan. Se embriagó y escurrió en la escudilla de gachas, diciendo que lo condenaran si existía algo semejante a un duende. Cuando, al volver por la tarde, cruzaba el lago helado, su caballo resbaló, cayó sobre el hielo y fue devorado por una manada de lobos. El ingeniero fue encontrado, a la mañana siguiente, por la gente que volvía de la iglesia, sentado en el trineo, muerto de frío. Había matado con la escopeta a dos lobos: si no hubiera llevado el arma se lo habrían comido también a él.

¿Qué distancia había de Forsstugan a la vivienda más próxima?

Ocho horas a través de la selva, en una buena cabalgadura.

—Mientras andaba por los bosques, hace una hora, he oído sonido de esquilas; debe de haber mucho ganado por estos alrededores.

Lars Anders escupió el tabaco y dijo bruscamente que me equivocaba; no había ninguna cabeza de ganado en los bosques vecinos, a menos de cien millas; sus cuatro vacas estaban en el establo.

Repetí a Lars Anders que yo estaba seguro de haber oído esquilas lejanas en la selva, con un sonido muy bonito, como si fueran de plata.

Lars Anders y madre Kerstin se miraron, inquietos, pero ninguno habló. Les di las buenas noches y me fui a mi cuarto, sobre el establo de las vacas. Fuera de la ventana estaba el bosque, silencioso y oscuro. Encendí la candela de sebo sobre la mesa y me tendí en la piel de carnero, cansado y soñoliento después del largo viaje. Escuché un poco el rumiar de las vacas mientras dormían. Parecióme oír el grito de un búho en la lejanía selvática. Miré la candela, de sebo que ardía débilmente sobre la mesa; me gustaba verla, no había visto una candela de sebo desde que era niño, en mi vieja casa. Con los párpados medio cerrados, me pareció ver un muchachito que, en una oscura mañana de invierno, iba hacia la escuela caminando fatigosamente por la nieve profunda, con un paquete de libros, atado con una correa, a la espalda, y una candela de sebo en la mano. Porque cada niño tenía que llevar una para encenderla sobre su pupitre, en clase. Algunos la llevaban gorda; otros, sutil, como la que ahora ardía sobre mi mesa. Yo era un niño rico, y sobre mi pupitre ardía una candela gruesa. En el pupitre que estaba a mi lado ardía la candela más delgada de toda la clase, porque la madre del niño vecino mío era muy pobre. Pero yo fui suspendido en los exámenes de Navidad y él pasó delante de todos porque tenía más luz en el cerebro.

Creí oír un ruido sobre la mesa. Debí de adormecerme un rato, porque la candela estaba acabándose. Pero podía ver claramente un hombrecito, no mayor que la palma de mi mano, sentado, con las piernas cruzadas, sobre la mesa, que tiraba de la cadena de mi reloj e inclinaba a un lado su vieja cabeza gris para escuchar el tictac. Hallábase tan absorto, que no advirtió que me había sentado en el lecho y le miraba. De pronto me vio, dejó caer la cadena, se deslizó por una pata de la mesa, ágil como un marinero, y se precipitó hacia la puerta con toda la rapidez que sus pernetas le permitían.

—No temas, duendecito —le dije—, soy sólo yo. No huyas y te enseñaré lo que hay dentro de esa cajita de oro que tanto te interesaba. Puede tocar una campana, como en la iglesia los domingos.

Se detuvo de pronto y me miró con sus ojillos bondadosos.

—No puedo comprenderlo —dijo—. Me parecía sentir el olor de un niño en esta habitación; de no ser así, nunca hubiera entrado, y tú pareces un hombre. Por cierto, nunca… —añadió, encaramándose a la silla próxima a la cama—. Por cierto que nunca me hubiera imaginado tener la fortuna de encontrarte aquí, en este lejano lugar. Eres el mismo niño que cuando te vi la última vez en el cuarto de los niños de tu vieja casa; de lo contrario nunca hubieras podido verme esta noche sentado sobre la mesa. ¿No me conoces? Era yo quien iba todas las noches a tu cuarto, cuando dormía toda la casa, a arreglar las cosas por ti y a calmar tus pesares de la jornada. Siempre me traías una loncha de la tarta de tu cumpleaños, y todas aquellas nueces y pasas y dulces del árbol de Navidad, y nunca te olvidabas de traerme mi escudilla de gachas. ¿Por qué dejaste tu vieja casa en medio de la gran selva? Siempre sonreías entonces; ¿por qué pareces tan triste ahora?

—Porque mi cerebro nunca tiene reposo. No puedo permanecer en parte alguna. No puedo olvidar, no puedo dormir.

—En eso eres igual que tu padre. ¡Cuántas veces lo he visto dar vueltas toda la noche por su cuarto!

—Cuéntame algo de mi padre; recuerdo muy poco de él.

—Tu padre era un hombre extraño, tétrico y silencioso. Era bueno con todos los pobres y con los animales, pero a menudo parecía demasiado severo con quienes le rodeaban. Te azotaba mucho, pero verdad es que eras muy travieso. No obedecías a nadie, parecía que no quisieras bien a tu padre ni a tu madre ni a tu hermana ni a tu hermano, a nadie. Sí, creo que querías mucho a Lena, tu nodriza. ¿No la recuerdas? A nadie gustaba, todos la temían. La habían tomado como aya tuya por pura necesidad, porque tu madre no podía criarte. Nadie sabía su procedencia. Tenía la piel morena, como la de la muchacha lapona que te trajo ayer aquí; pero era muy alta. Te cantaba en una lengua desconocida mientras te amamantaba, y continuó dándote el pecho hasta los dos años. Nadie, ni aun tu madre, se atrevía a acercarse a ella; gruñía como una loba rabiosa si alguien quería quitarte de sus brazos. Finalmente, la despidieron, pero volvió de noche e intentó raptarte. Tu madre tuvo tanto miedo que volvió a tomarla. Para jugar, te traía toda clase de animales: murciélagos, erizos, ardillas, ratas, serpientes, lechuzas, cuervos. Una vez la vi degollar a un cuervo y ponerte en la leche unas gotas de su sangre. Un día, tenías tú cuatro años, dos policías se la llevaron maniatada y oí decir que aquella detención tenía algo que ver con su propio hijo. Toda la casa se alegró muchísimo, pero tú estuviste en delirio unos cuantos días.

»La mayor parte de tus angustias te las causaban tus animales. En tu cuarto los había de toda especie, y hasta dormías con ellos en la cama. ¿No recuerdas que te zurraban sin piedad por aplastar los huevos? Todos los huevos de pájaro que podías encontrar tratabas de incubarlos en tu cama. Naturalmente, un niño no puede estar despierto, y todas las mañanas tu lecho estaba sucio de huevos chafados, y cada mañana te azotaban, pero era inútil. ¿Recuerdas la noche que tus padres volvieron tarde de una fiesta y encontraron a tu hermana en camisa de dormir, sentada sobre la mesa, bajo un paraguas, gritando aterrorizada? De tu cuarto se habían escapado todos los animales, y un murciélago había enganchado su garra en los cabellos de la muchacha; las serpientes, las ratas y los sapos se deslizaban por el suelo, y en tu lecho hallaron una nidada de ratones. Tu padre te dio una tremenda azotaina y tú te volviste contra él y le diste un mordisco en la mano.

»Al amanecer del día siguiente te escapaste de casa, después de haber forzado durante la noche la despensa para llenarte el morral de todo cuanto encontraste de comer. Rompiste la alcancía de tu hermana y le robaste sus ahorros; tú nunca los tenías. Durante todo el día y toda la noche te buscaron en vano los criados. Por último, tu padre, que había galopado hasta el pueblo para hablar con los guardias, te encontró dormido en la nieve, al borde del camino, porque tu perro ladró cuando él pasaba. Oí a su caballo de caza contar a los demás en la cuadra cómo te recogió tu padre en la silla sin decir una palabra y te llevó a casa, donde te encerró con llave en un cuarto oscuro durante dos días y dos noches, a pan y agua. Al tercer día te llevaron a su habitación y te preguntó por qué te habías escapado. Contestaste que allí nadie te comprendía y que deseabas emigrar a América. Te preguntó si te arrepentías de haberle mordido la mano y le dijiste que no. Al día siguiente te mandaron a un colegio de la ciudad y sólo te permitieron volver a casa en las vacaciones navideñas.

»El día de Navidad fuisteis todos a la iglesia, al Oficio de las cuatro de la madrugada. Una manada de lobos galopaba detrás del trineo mientras cruzabais el lago helado; era muy riguroso el invierno y los lobos estaban hambrientos. La iglesia resplandecía de luces, con dos grandes árboles de Navidad ante el altar mayor. Todos los feligreses se levantaron para cantar el himno de Navidad. Cuando lo terminaron dijiste a tu padre que sentías haberle mordido la mano, y él te acarició la cabeza. Al regreso, atravesando el lago, intentaste saltar del trineo, diciendo que querías seguir las huellas de los lobos para ver dónde se habían ido. Por la tarde faltaste otra vez y todos te buscaron inútilmente durante la noche. El guardabosque te encontró por la mañana en la selva, dormido bajo un gran abeto. Alrededor del árbol había huellas de lobos y el guarda dijo que fue un milagro que no te devorasen. Pero lo peor aconteció durante las vacaciones estivales, cuando la criada encontró debajo de tu lecho una calavera humana con un mechón de cabellos rojos adheridos aún a la nuca. Toda la casa quedó trastornada. Tu madre se desmayó y tu padre te dio la más severa tunda que habías recibido hasta entonces, y volvieron a encerrarte en un cuarto oscuro, a pan y agua. Se descubrió que la noche anterior habías ido con tu
pony
al cementerio del pueblo, forzado el osario y robado la calavera, de un montón de huesos que había en el sótano. El párroco, que había sido director de una escuela de niños, dijo a tu padre que nunca se había oído que un niño de diez años hubiera cometido tan atroz pecado contra Dios y contra el hombre. Tu madre, que era muy piadosa, no pudo reponerse. Parecía tenerte casi miedo, y no era ella sola. Decía que no podía comprender que hubiese dado a luz semejante monstruo. Tu padre afirmaba que seguramente no habías sido engendrado por él, sino por el mismo demonio. La vieja ama de llaves daba toda la culpa a tu nodriza, que te había embrujado con algo puesto en la leche y te había colgado al cuello una uña de lobo.

—¿Pero es realmente verdad lo que me has contado de mi infancia? Debo de haber sido un niño muy extraño.

—Todo cuanto te he contado es verdad —respondió el gnomo—; de lo que puedas contar a los demás no soy responsable. Parece que confundes siempre la realidad con los sueños, como hacen todos los niños.

—Pero no soy un niño; el mes próximo cumpliré veintisiete años.

—Eres un niño grande; de lo contrario, no me hubieras visto; sólo los niños pueden ver a los duendes.

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