La Historia de San Michele (23 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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XI - Madame Réquin

NO lejos de la
Avenue de Villiers
vivía un médico extranjero, creo que especialista en obstetricia y ginecología.

Era un individuo grosero y cínico, que me había llamado a consulta un par de veces, no tanto para ser iluminado por mi superior ciencia como para cargar sobre mis espaldas un poco de su responsabilidad. La última vez que me llamó fue para asistir a la agonía de una muchacha que moría de peritonitis, en circunstancias muy sospechosas, tanto, que sólo después de mucho titubear consentí en poner mi nombre al lado del suyo en el certificado de defunción.

Al volver una noche tarde a casa encontré a un cochero que me esperaba en la puerta, con una súplica urgente de aquel médico, para que fuese en seguida a su clínica privada, en la
Rue Granet.
Había decidido no tener más relaciones con él, pero era tan urgente el mensaje que me pareció mejor ir con el coche. Fui introducido por una mujer robusta de aspecto poco agradable, que se presentó como
Madame Réquin, sage-femme de première classe,
y me condujo a una habitación del último piso, la misma en que había muerto la muchacha. Toallas, sábanas y mantas empapadas de sangre estaban esparcidas por todas partes, y la sangre goteaba bajo el lecho con lúgubre sonido. El médico, que me agradeció calurosamente el haber acudido en su auxilio, hallábase sumamente agitado. Dijo que no había tiempo que perder, y tenía razón, porque la mujer tendida en su
lit de travail
estaba sin conocimiento y parecía más muerta que viva. Después de un rápido examen le pregunté encolerizado por qué no había mandado llamar a un cirujano o a un tocólogo, en vez de a mí, ya que sabía muy bien que ninguno de nosotros dos era indicado para curar semejante caso. La mujer, después de un par de inyecciones de alcanfor y éter, recobró algo el sentido. Dudé un poco antes de decidir que él le suministrara un poco de cloroformo mientras me ponía a trabajar. Con mi habitual fortuna, todo salió pasablemente bien y, después de una vigorosa respiración artificial, incluso el niño, que estaba medio asfixiado, volvió a la vida, con gran sorpresa nuestra. Pero ¡de buena se libraron madre e hijo! Ya no había algodón hidrófilo, gasas ni vendajes de ninguna clase para detener la hemorragia; mas, por suerte, descubrimos una maleta Gladstone entreabierta, llena de telas finas y de ropa blanca de mujer, que destrozamos rápidamente para taponar.

—Nunca he visto tan hermosa ropa blanca —dijo mi colega, levantando una camisa de batista muy fina—, y ¡mire! —exclamó indicando una corona bordada en rojo sobre la letra M—:
Ma foi, mon cher confrère
, estamos en buena sociedad! Le aseguro que es una joven muy hermosa, aunque ya no quede mucho de ella; una muchacha excepcionalmente hermosa; no me disgustaría renovar con ella la amistad, si se salva.
Ah, la jolie broche!
—exclamó cogiendo un broche de diamantes que, evidentemente, se había caído al suelo mientras revolvíamos la maleta—.
Ma foi,
creo que esto podría compensar mi cuenta, si el caso es desgraciado. Con estas señoras extranjeras nunca se sabe a qué atenerse; podría desaparecer tan misteriosamente como ha venido, sabe Dios de dónde.

—Ahora no estamos para eso —dije, arrebatándole el broche de sus dedos ensangrentados y guardándomelo en el bolsillo—; según la ley francesa, la cuenta de la funeraria tiene precedencia sobre la del médico. Aún no sabemos cuál de las dos cuentas se presentará primero al cobro. En cuanto al niño…

—No piense en el niño —dijo con una risita—. En el peor de los casos, aquí los tenemos en abundancia para substituirlo.
Madame Réquin
expide cada semana media docena de niños, en el
train des nourrices
de la estación de Orléans. Pero no puedo dejar que la madre se me escape de las manos : tengo que ir con cuidado en mis estadísticas; en dos semanas he firmado ya dos certificados de defunción en esta clínica.

La mujer aún estaba casi inconsciente cuando, al amanecer, me marché; pero se le había asegurado el pulsó y dije al doctor que creía que viviría. También yo debía de hallarme en muy mal estado; de lo contrario, nunca hubiese aceptado la taza de café que, al bajar, vacilante, la escalera, me ofreció
Madame Réquin
en su siniestro saloncito.


Ah, la jolie broche!
—exclamó
Madame Réquin
mientras le daba el broche para que lo guardase—. ¿Cree usted que son buenas las piedras? —preguntó acercando la joya a la llama del gas.

Era un broche de diamantes, muy fino, con la letra M rematada por una corona de rubíes. El agua de las piedras era clarísima, pero el brillo de los ávidos ojos de
Madame Réquin
era sospechoso.

—No —dije, para reparar la estupidez de haberle dado la joya—. Tengo la seguridad de que son falsas.

Madame Réquin
esperaba que estuviera equivocado; la señora no había tenido tiempo de pagar anticipadamente, como era regla del establecimiento. Había llegado en el punto crítico, casi desmayada; en su equipaje no había ningún nombre, pero sí una etiqueta de Londres.

—Eso basta; no se preocupe, será usted pagada.

Madame Réquin
expresó su esperanza de volver a verme pronto. Dejé la casa con un estremecimiento.

Un par de semanas después recibí de mi colega una carta diciéndome que todo había ido bien; la señora había partido con destino ignorado apenas pudo tenerse en pie; fueron pagadas todas las cuentas y depositada una gruesa suma en manos de
Madame Réquin
para la adopción del niño por alguna familia respetable. Le devolví el billete de Banco con una breve carta en la que le suplicaba que no me mandase llamar cuando fuera a matar a alguien. Esperaba no volver a tener ocasión de ver a él ni a
Madame Réquin.

En cuanto al doctor, realizóse mi esperanza. Respecto a
Madame Réquin
, aún tendré que hablar a ustedes a su debido tiempo.

XII- El gigante

CON el transcurso del tiempo advertía cada vez más lo rápidamente que disminuía la clientela de Norström, y que tal vez un día veríase obligado a cerrar la tienda. Pronto, finalmente, la numerosa colonia escandinava, rica y pobre, acabó por trasladarse de la
Rue Pigalle
a la
Avenue de Villiers.
En vano intenté detener la corriente. Por fortuna, Norström nunca dudó de mi lealtad, y continuamos amigos hasta el fin. Bien sabe Dios que aquella clientela escandinava no era muy remuneradora. Durante toda mi vida de médico en París fue para mí como una piedra al cuello, que me habría hecho ahogar si no hubiese tenido mi sólida posición en la colonia inglesa y norteamericana, y entre los mismos franceses. Tal como estaban las cosas, ella ocupaba una gran parte de mi tiempo, me ponía en toda clase de aprietos y hasta acabó llevándome a la cárcel. Es una curiosa historia que cuento a menudo a mis amigos escritores, como una notable aplicación de la ley de las coincidencias, el tan esquilmado caballo de batalla de los novelistas.

Además de los obreros escandinavos del Pantin y La Villette, más de mil, que siempre necesitaban médico, había la colonia de los artistas de Montmartre y Montparnasse, que siempre necesitaban dinero. Centenares de pintores, escultores, autores de obras maestras en prosa y en verso aún por escribir, supervivientes exóticos de la
Vie de Bohème
de Henri Murger. Algunos de ellos ya estaban en vísperas del éxito, como Edelfeld, Carl Larson, Zorn y Strindberg, pero la mayoría tenían que vivir sólo de esperanzas.

El más largo de estatura, pero el más corto de dinero, era mi amigo escultor, el
Gigante
, con su rubia y volandera barba de vikingo y sus ojos azules y candorosos de muchacho. Rara vez se le veía en el
Café de l'Hermitage
, donde la mayor parte de sus compañeros pasaban las veladas. Dónde adquiría lo suficiente para llenar su cuerpo, de dos metros de alto, era un misterio para todos. Vivía en una enorme y glacial cochera de Montparnasse, transformada en estudio de escultor, donde trabajaba, guisaba, lavaba su camisa y soñaba sus sueños de futura gloria. Todo lo necesitaba en grande, tanto por sí mismo como por sus estatuas, todas de dimensiones sobrehumanas y nunca terminadas por falta de arcilla.

Un día se presentó en la
Avenue de Villiers
, rogándome que el domingo próximo le hiciera de padrino de boda en la iglesia sueca, a lo que seguiría una recepción en su nuevo piso
«pour prendre la crémaillère».
Su corazón había elegido una frágil sueca, pintora de miniaturas, menos de la mitad de alta que él. Como es natural, acepté con mucho gusto. Terminada la ceremonia, el capellán sueco pronunció un breve y gracioso discurso dedicado a los nuevos esposos, sentados uno junto a otro ante el altar. Me recordaban la colosal estatua de Ramsés II sentado, en el templo de Luxor, junto a su pequeña esposa, que apenas le llegaba a la cadera. Una hora después llamamos a la puerta de su estudio, llenos de expectación.

Con grandes precauciones, el
Gigante
en persona nos introdujo, a través de un liliputiense vestíbulo de papel, en el salón, donde fuimos cordialmente invitados a tomar refrescos y a sentarnos por turno en la única silla. Su amigo Skornberg —cuyo retrato de tamaño natural tal vez vierais en la Exposición de aquel año, fácil de recordar porque era el jorobado más minúsculo que he visto en mi vida— propuso beber a la salud de nuestro huésped. Al levantar la copa con un ademán entusiasta de la mano, hundió el tabique, revelando a nuestros ojos maravillados el cuarto con el lecho nupcial, construido por hábiles manos con la caja del embalaje de un gran
Bechstein
de concierto. Mientras Skornberg terminaba su discurso sin más incidentes, el
Gigante
reconstruía rápidamente el tabique con dos «
Figaros
»; luego, levantó una cortina y, mirando con malicia a su esposa, que enrojeció, nos enseñó otro cuartito construido enteramente con números de «
Le Petit Journal»:
era la habitación para los niños.

Dejamos la casa de papel una hora más tarde para reunimos a cenar en la
Brasserie Montmartre.
Pero yo hube de visitar antes algunos enfermos, por lo cual era ya cerca de medianoche cuando me uní a la comitiva. En el centro del gran salón estaban sentados mis amigos, con los rostros muy colorados, cantando a toda voz el himno nacional sueco en un coro ensordecedor, entremezclado con los solos tonantes del ancho pecho del
Gigante
y el agudo gemido del jorobadito. Mientras me abría paso por entre la muchedumbre que llenaba la sala, gritó una voz: «A
la porte les Prussiens! A la porte les Prussiens!»
Un vaso de cerveza voló sobre mi testa y dio en plena cara al
Gigante.
Chorreando sangre saltó de la silla, agarró al equivocado francés por el cuello y lo arrojó como una pelota de tenis a través del mostrador, en el regazo del dueño, que aulló: «¡La policial ¡La policía!» Un segundo vaso me dio en la nariz, rompiendo mis lentes, y otro impelió a Skornberg bajo la mesa.

—¡Fuera! ¡A la calle! —aullaba, acercándose a nosotros, toda la cervecería.

El
Gigante
, con una silla en cada mano, segaba a los agresores como grano maduro, y el jorobadito brotó de debajo de la mesa chillando y mordiendo como una mona furiosa, hasta que otro vaso lo derribó, privado de sentido. Lo recogió el
Gigante
, acarició a su mejor amigo en la espalda y, estrechándolo bajo un brazo, cubría del mejor modo posible nuestra inevitable retirada hacia la puerta, donde fuimos apresados por media docena de guardias y escoltados hasta la comisaría, en la
Rue Douai.
Después de dar los nombres y domicilios, fuimos encerrados en un aposento con las ventanas enrejadas; estábamos en la «prevención». Al cabo de dos horas de meditaciones nos condujeron a presencia del
Brigadier
, quien, volviéndose hacia mí con voz brusca, me preguntó si era el doctor Munthe de la
Avenue de Villiers.
Le dije que sí. Mirando mi nariz, dos veces más gruesa de lo normal, por la hinchazón, y mi traje desgarrado y ensangrentado, me dijo que no lo aparentaba. Me preguntó si tenía algo que decir, ya que parecía el menos embriagado de aquella cuadrilla de alemanes salvajes y, además, el único que debía de conocer el francés. Le dije que éramos una pacífica comitiva sueca que celebraba el matrimonio de un compatriota y que había sido brutalmente asaltada en la cervecería, sin duda por habernos tomado por alemanes. Mientras el interrogatorio continuaba, su voz se hacía menos severa, y de vez en cuando lanzaba una mirada casi de admiración hacia el
Gigante
, que seguía teniendo en sus rodillas, como un niño, al pequeño Skornberg, aún medio desvanecido. Por último dijo, con verdadera galantería francesa, que en verdad sería una lástima dejar a una recién casada esperando toda la noche tan magnífico ejemplar de novio, y que nos iba a poner en libertad, dejando la información en suspenso. Le dimos las gracias profusamente y nos levantamos para irnos. Con gran terror mío, volviéndose hacia mí, añadió:

—Le suplico que se quede; he de hablarle—. Miró de nuevo sus papeles, consultó un registro sobre la mesa y dijo con severidad—: Ha dado usted un nombre falso; le advierto que es un delito muy grave. Para demostrarle mi buena voluntad, le ofrezco la oportunidad de rectificar su declaración a la Policía. ¿Quién es usted?

Dije que era el doctor Munthe.

—Puedo probarle que no lo es —replicó severamente—. Mire esto —dijo señalando el registro—. El doctor Munthe de la
Avenue de Villiers
es
Chevalier de la Légion d'Honneur:
veo muchas manchas rojas en su chaqueta, pero no veo ninguna cinta encarnada.

Conteste que rara vez la llevaba. Mirando el ojal vacío, me hizo observar, riendo alegremente, que aún tendría que vivir muchos años para convencerse de que existiera en Francia un hombre que, poseyendo la cinta roja, no la llevase.

Le sugerí que hiciera llamar a mi portero para que me identificara; me contestó que no era necesario; era un caso que debía tratarlo el mismo Comisario de Policía por la mañana. Sonó la campanilla.

—Regístrenlo —dijo a los guardias.

Protesté indignado y dije que no tenía ningún derecho a registrarme. Me respondió que no sólo tenía ese derecho, sino que, según los reglamentos de Policía, era su deber, por mi propia seguridad. La prevención estaba llena de toda clase de maleantes y él no podía garantizar que no me robasen objetos de valor de mi propiedad. Le aseguré que no llevaba encima ningún objeto de valor, salvo una pequeña cantidad de dinero, que le entregué.

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