Ante la cancela estaba la carreta para llevarse los cadáveres de las dos monjas fallecidas durante el día. Sabía que estaba en mí el decidir si se lo llevaban al mismo tiempo o lo dejaban allí hasta la noche siguiente. Si hubiera dicho que aún vivía el doctor, me habrían creído, pues conservaba el mismo aspecto que cuando yo llegué. Nada dije. Dos horas después fue arrojado, con otros centenares de cuerpos, a la fosa común del cementerio de coléricos. Yo comprendí por qué levantó la mano, señalándome, y por qué había meneado la cabeza al ponerle el espejo ante los ojos. No quería que su mujer viese lo que él había visto en el espejo, y deseaba que yo fuera a comunicárselo cuando hubiera terminado todo.
Al llegar ante su casa vi una blanca faz de mujer, casi niña, en la ventana. Tambaleóse hacia atrás, con los ojos llenos de terror, mientras yo abría la puerta.
—Usted es el doctor forastero de quien tanto me ha hablado él. No ha vuelto, he estado en la ventana toda la noche. ¿Dónde está?
Se echó un chal sobre la espalda y se precipitó hacia la puerta.
—Lléveme en seguida donde está; quiero verlo.
La detuve, diciéndole que primero debía hablarle. Le conté que se había sentido mal en el convento
delle Sepolte Vive
, que el lugar estaba todo contaminado y que ella no podía ir; debía pensar en el niño que iba a dar pronto a luz.
—¡Ayúdeme a bajar, ayúdeme a bajar! Debo ir inmediatamente. ¿Por qué no me ayuda? —sollozó.
De pronto lanzó un grito agudo y se abatió, casi desmayada, sobre una silla.
—No es verdad que haya muerto. ¿Por qué no habla usted? Es usted un embustero, no puede haber muerto sin que yo lo vea.
Se lanzó de nuevo hacia la puerta.
—¡Debo verlo! ¡Debo verlo!
Otra vez la detuve.
—No puede verlo, ya no está allí, está…
Se abalanzó sobre mí como un animal herido.
—No tenía usted ningún derecho a mandar que se lo llevaran sin que yo lo viera —gritó, loca de rabia—. Era la luz de mis ojos; ¡me ha quitado usted la luz de mis ojos! ¡Es usted un embustero, un asesino! ¡Santa Lucía, quítale la luz de sus ojos, como él ha quitado la de los míos! ¡Pínchale los ojos como te pinchaste los tuyos!
Una vieja se precipitó en el aposento y se lanzó sobre mí con las manos levantadas, como si quisiera arañarme el rostro.
—¡Quítale la vista, Santa Lucía! ¡Ciégalo! —chilló—.
Potess'essere cecato, potess'essere cecato!
—seguía gritando desde el rellano, mientras yo huía tambaleándome por la escalera.
La terrible maldición, la más terrible que hubiera podido lanzar contra mí retumbó en mis oídos toda la noche. No me atrevía a volver a casa, temía la obscuridad. Pasé el resto de la noche en
Santa Maria del Carmine
y parecíame que el día nunca llegaba.
Por la mañana entré, vacilante, en la farmacia de
San Gennaro
para tomar mi acostumbrado reconstituyente, otra especialidad de
Don Bartolo
, de extraordinaria eficacia. El padre Anselmo acababa de dejarme un recado para que fuera en seguida al convento.
Todo él estaba agitado; había tres nuevos casos de cólera. El padre Anselmo me dijo que, después de una larga conversación con la Abadesa, había decidido pedirme que reemplazase a mi colega difunto, ya que no había otro médico disponible. Unas Hermanas, llenas de pánico, corrían de acá para allá por los pasillos; otras rezaban o cantaban los conjuros en la capilla. Las tres monjas estaban tendidas sobre jergones de paja, en sus celdas. Una murió por la noche. Por la mañana, la anciana monja que me había ayudado fue atacada a su vez. La substituyó una joven, a quien ya había observado en mi primera visita; difícil hubiera sido no advertirla, porque era muy joven y de extraordinaria belleza. Nunca me decía una palabra. Ni siquiera me respondió cuando le pregunté su nombre, pero supe por el padre Anselmo que era
Sor Orsola.
Más tarde, durante el día, solicité hablar con la Abadesa, y
Sor Orsola
me condujo a su celda. La vieja Abadesa me miró con sus ojos fríos y penetrantes, severos y escrutadores como los de un juez. Su rostro estaba rígido e inanimado, como esculpido en mármol; los labios sutiles parecía que nunca se hubieran abierto en una sonrisa. Le dije que todo el convento estaba infectado, que las condiciones sanitarias eran espantosas, que el agua del pozo del jardín estaba contaminada y que el convento debía ser desalojado o todos perecerían del cólera.
Me contestó que era imposible, que era contra las reglas de su Orden, que ninguna monja, una vez entrada en el convento, había salido de él viva. Todas debían quedarse donde estaban: hallábanse en manos de la
Madonna
y de Son
Gennaro.
A excepción de una rápida visita a la farmacia, para una siempre creciente dosis del milagroso reconstituyente de
Don Bartolo
, no dejé el convento durante muchos inolvidables días de terror. Tuve que decir al padre Anselmo que necesitaba vino, y pronto lo tuve en abundancia, tal vez demasiado. Apenas tenía sueño; me parecía no necesitarlo. No creo que hubiera podido dormir, aunque hubiese tenido oportunidad; el miedo y las innumerables tazas de café puro habían puesto toda mi maquinaria mental en un estado de excitación extraordinaria que me quitaba todo el cansancio. Mi único reposo era cuando podía escurrirme furtivamente al jardín del claustro, donde fumaba infinitos cigarrillos, sentado en el viejo banco de mármol que había bajo los cipreses. Por todo el jardín había esparcidos fragmentos de mármol antiguo; hasta el brocal del pozo había sido hecho de lo que en otro tiempo fue un cipo, un ara romana. Ahora está en el patio de San
Michele.
A mis pies había un fauno mutilado, de
rosso antico
, y, semiescondido entre los cipreses, hallábase un pequeño Eros, aún erecto sobre su columna de mármol africano. Un par de veces encontré a Sor
Orsola
sentada en el banco: decía que había tenido que salir para respirar una bocanada de aire fresco; de lo contrario, se habría desvanecido por el hedor que había en todo el edificio. Una vez me trajo una taza de café y estaba ante mí, esperando la taza, mientras yo lo sorbía lo más lentamente posible para que se quedase un poco más. Parecíame que se había vuelto algo menos tímida, y que no le disgustaba que tardase tanto en devolverle la taza vacía. Era un reposo para mis ojos cansados el contemplarla. Pronto se convirtió en una alegría, porque era muy hermosa. ¿Comprendía cuanto le expresaba mi mirada y mis labios no se atrevían a decir, que yo era joven y ella hermosa? Había momentos en que casi lo creía.
Le pregunté por qué había ido allí a sepultar su juventud en la tumba
delle Sepolte Vive.
¿No sabía que, fuera de aquel lugar de terror y de muerte, el mundo era bello como antes, que la vida estaba llena de alegría y no sólo de tristeza?
—¿Sabe usted quién es ese niño? —dije, indicando el pequeño Eros bajo los cipreses.
Creía que era un
angelo.
No, es un dios, el más grande de todos los dioses y tal vez el más viejo. Reinaba ya en el Olimpo y hoy sigue reinando en nuestro mundo.
—Este convento se halla sobre las ruinas de un templo antiguo, cuyos muros se han convertido en polvo destruidos por el tiempo y el hombre. Sólo ese niñito ha permanecido en su puesto, con la aljaba de flechas pendiente del hombro, pronto a levantar su arco. Es indestructible, porque es inmortal. Los antiguos le llamaban Eros; es el dios del Amor.
Mientras pronunciaba la palabra sacrílega, la campana de la capilla llamaba a las Hermanas a las oraciones de la tarde. Santiguóse y dejó, presurosa, el jardín.
Un momento después llegó corriendo otra Hermana para conducirme ante la Abadesa. Se había desmayado en la capilla y acababan de llevarla a su celda. Miróme la Abadesa con sus ojos terribles; alzó la mano y me indicó el Crucifijo sobre el muro. Le administraron los últimos Sacramentos. No se recobró, no volvió a hablar; el funcionamiento del corazón era cada vez más débil, sucumbía rápidamente. Permaneció todo el día con el Crucifijo sobre el pecho, el rosario en las manos, cerrados los ojos, mientras el cuerpo se enfriaba lentamente. Una o dos veces me pareció sentir una ligera palpitación cardíaca; luego, nada percibí. Miré la rígida y cruel faz de la vieja Abadesa, que ni aun la muerte pudo suavizar. Era casi un alivio para mí el que sus ojos se hubieran cerrado para siempre; había algo en ellos que me espantaba. Miré a la joven monja, a mi lado.
—No puedo estar aquí más tiempo —dije—. No he dormido desde que vine, se me va la cabeza, no me siento seguro, no sé lo que hago, tengo miedo de mí mismo, miedo de usted, miedo de…
No tuve tiempo de acabar la frase. Ella no lo tuvo de retroceder; mis brazos la habían rodeado, sentía el tumultuoso latir de su corazón junto al mío…
—¡Piedad! —murmuró.
De pronto, indicó el lecho y huyó del cuarto con un grito de terror. Los ojos de la vieja Abadesa se habían abierto y me miraban, terribles y amenazadores. Me incliné sobre ella y me pareció sentir un ligero latido del corazón. ¿Estaba muerta o viva? ¿Podían ver aquellos ojos terribles? ¿Habían visto? ¿Volverían a hablar aquellos labios? No me atreví a mirar aquellos ojos; le tapé el rostro con la sábana y huí de la celda, del convento
delle Sepolte Vive
, para no volver.
Al día siguiente me desmayé en la
Strada Piliero.
Cuando recobré el conocimiento estaba tendido en un coche, con un guardia aterrorizado frente a mí. Íbamos hacia
Santa Maddalena
, el hospital de los coléricos.
En otro lugar he descrito cómo terminó aquel paseo, cómo tres semanas después concluyó mi estancia en Nápoles con una gloriosa travesía de la bahía en la mejor barca de vela de Sorrento, en unión de una docena de pescadores de Capri, y cómo estuvimos bloqueados durante todo un día inolvidable ante la Marina de Capri, sin poder desembarcar a causa de la cuarentena.
En las
Cartas de Nápoles
me guardé bien de describir cuanto había acaecido en el convento
delle Sepolte Vive.
Nunca me he atrevido a contárselo a nadie, ni aun a mi fiel amigo el doctor Norström, que tenía el elenco de la mayor parte de mis faltas de juventud. El recuerdo de mi vergonzosa conducta me atormentó durante años. Cuanto más pensaba en ello, más incomprensible me parecía. ¿Qué me había sucedido? ¿Qué fuerza misteriosa me hizo perder el dominio de mis sentidos, fuertes, pero, hasta entonces, menos que mi voluntad? No era un recién llegado a Nápoles; había ya charlado y reído con aquellas ardientes mozas del Mediodía. Había bailado con ellas la tarantela durante muchas veladas estivales en Capri. A lo sumo, les había robado uno o dos besos, pero siempre conservé el mando de la nave, perfectamente capaz de reprimir la menor señal de insubordinación de los tripulantes. En el
Quartier Latin
, durante mis días de estudiante, casi me enamoré de
Soeur Philomène
, la joven y bella Hermana de la
Salle Sainte-Claire:
todo cuanto me atreví a hacer fue tenderle tímidamente la mano para despedirme el día que dejé para siempre el hospital, y ella ni siquiera la tomó. Ahora, en Nápoles, deseaba abrazar a cuantas muchachas veía, y sin duda lo hubiera hecho, de no haberme desvanecido en la
Strada Piliero
el día en que besé a una monja ante el lecho mortuorio de una Abadesa.
Volviendo con la imaginación a mis días napolitanos, después de un intervalo de tantos años, no puedo disculpar hoy mucho más mi conducta de lo que pude entonces; pero tal vez pueda, hasta cierto punto, explicarla.
Durante todos estos años de presenciar el duelo entre la vida y la muerte he logrado conocer mejor a ambos combatientes. Al principio, cuando vi trabajar a la muerte en las salas del hospital, se trataba de una simple lucha entre dos, un juego de niños comparado con lo que vi más tarde. En Nápoles la he visto matar a más de mil personas diarias ante mis propios ojos. En Mesina la vi sepultar, en un solo minuto, más de cien mil hombres, mujeres y niños, bajo las casas que se hundían. Más adelante, en Verdun, la vi, con los brazos ensangrentados hasta el codo, matar a cuatrocientos mil hombres y segar la flor de todo un ejército en las llanuras de Flandes y del Somme. Sólo viéndola operar en tan vasta escala empecé a comprender algo de su táctica guerrera. Es un estudio fascinador, lleno de misterio y contradicciones. Al principio parece todo un caos asombroso, un ciego estrago absurdo, lleno de confusión y de errores. En determinado momento la vida, blandiendo una nueva arma, avanza victoriosa, sólo para retroceder un momento después, derrotada por la muerte triunfante. No es así. La batalla está regulada en sus más mínimos detalles por una inmutable ley de equilibrio entre la vida y la muerte. Dondequiera que ese equilibrio se perturba por una causa accidental, ya sea peste, terremoto o guerra, la vigilante Naturaleza se pone en seguida a trabajar para ajustar el balance, y llama a nuevos seres para ocupar el puesto de los caídos. Constreñidos por la irresistible fuerza de una ley natural, hombres y mujeres caen en brazos unos de otros, los ojos vendados por el deseo, sin darse cuenta de que es la muerte quien preside su unión con su afrodisíaco en una mano y su narcótico en la otra. Muerte, donadora de la Vida, destructora de la Vida, principio y fin.
HABÍA estado fuera tres meses en vez de uno. Tenía la seguridad de que muchos de mis enfermos permanecerían fieles a mi amigo el doctor Norström, que los había asistido durante mi ausencia. Me equivoqué: todos volvieron a mí; algunos, mejorados; empeorados, otros; todos tenían palabras muy amables para mi colega, pero igualmente para mí. No me habría disgustado lo más mínimo que hubieran permanecido con él; en todo caso, yo tenía demasiados, y sabía que su clientela disminuía cada vez más y se había visto obligado a dejar el
Boulevard Haussmann
por un piso más modesto en la
Rue Pigalle.
Norström había sido siempre un amigo leal y me había ayudado a salir de muchos apuros al principio de mi carrera, cuando me dedicaba aún a la cirugía; siempre estaba dispuesto a compartir la responsabilidad de mis numerosos errores. Recuerdo bien, por ejemplo, el caso del barón B. Creo necesario contar esta historia para dar a entender la clase de hombre que era mi amigo. El barón B., uno de los más viejos miembros de la colonia sueca, siempre enfermizo, había sido asistido por Norström durante años. Un día, Norström, con su fatal timidez, le sugirió llamarme a consulta. El Barón me tomó gran simpatía. A un médico nuevo siempre se le cree buen médico, mientras no se pruebe lo contrario. Norström quería una operación inmediata; yo era contrario. Me escribió el Barón que estaba cansado del melancólico semblante de Norström, y me rogaba que le asistiera yo. Naturalmente, me negué; pero Norström insistió en retirarse para que yo asumiera la cura del enfermo. El estado general del Barón mejoró rápidamente: de todas partes recibí plácemes. Un mes después vi claramente que era acertado el diagnóstico de Norström, pero entonces era demasiado tarde para una operación; ¡el hombre estaba condenado! Escribí a su sobrino, en Estocolmo, que viniera por él a fin de que muriese en su país. Aunque muy difícilmente, conseguí convencer al anciano señor. No quería dejarme; yo era el único médico que comprendía su mal. Pasados dos meses, me escribió su sobrino que el tío me había dejado en el testamento un reloj de oro de repetición, de gran valor, en recuerdo de cuanto había hecho por él. Le hago a menudo dar las horas, para que me recuerde de qué estofa se forma la fama de un médico.