La Historia de San Michele (17 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—¿Cuántos años tienes, hombrecito?

—Seiscientos. Lo sé casualmente porque nací el mismo año que el viejo abeto que hay ante la ventana de tu cuarto, donde tenía su nido la gran lechuza. Tu padre decía siempre que era el árbol más viejo de toda la selva. ¿No te acuerdas de la gran lechuza? ¿No recuerdas cómo abría y cerraba sus redondos ojos a través de la ventana?

—¿Eres casado?

—No, soy soltero. ¿Y tú?

—Por ahora, tampoco me he casado, pero…

—¡No te cases! Mi padre nos decía siempre que el matrimonio es una empresa muy peligrosa y que es muy sabio el dicho de que nunca se puede tener bastante cuidado en la elección de la suegra.

—¡Seiscientos años! ¿De veras? No los representas. Nunca lo hubiera creído por el modo como te has deslizado por la pata de la mesa y por cómo has atravesado corriendo el suelo cuando me viste sentado en la cama.

—Mis piernas están bien, gracias; sólo mis ojos empiezan a estar un poco cansados; no puedo ver casi nada de día. Tengo también extraños ruidos en los oídos, desde que vosotros, los grandes, empezasteis aquellas terribles explosiones en los montes que nos rodean. Algunos gnomos dicen que queréis robar a los Trolls su oro y su hierro. Otros, que hacéis un agujero para aquella enorme serpiente amarilla con dos rayas negras en la espalda que serpentea entre campos y bosques y atraviesa los ríos, vomitando fuego y humo. Todos la tememos; todos los animales en las selvas y los campos, todas las aves del cielo, todos los peces en los ríos y en los lagos: hasta los Trolls bajo las montañas huyen aterrorizados hacia el norte, a su aproximación. ¿Qué será de nosotros, pobres gnomos? ¿Qué será de todos los niños cuando ya no estemos nosotros en sus cuartos para dormirlos con nuestras fábulas y velar sus sueños? ¿Quién cuidará de los caballos en las cuadras, quién procurará que no resbalen en el hielo y se rompan las patas? ¿Quién despertará a las vacas y las ayudará a vigilar sus recién nacidos terneros? Te digo que los tiempos son crueles; en tu mundo hay algo equivocado, ya no se encuentra paz en ninguna parte. Todo ese incesante jaleo y estruendo me ataca los nervios. No me atrevo a permanecer más contigo. Las lechuzas tienen ya sueño; todos los reptiles de la selva están ya para acostarse. Las ardillas ronzan ya sus piñas de abeto; dentro de poco cantará el gallo y pronto volverán las terribles explosiones a través del lago. Te digo que ya no puedo soportarlo. Es mi última noche aquí, debo dejarte. Tengo que abrirme camino hasta Kebnekajse
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antes de que salga el sol.

—¡Kebnekajse! Kebnekajse está a cientos de millas más al norte. ¿Cómo harás para ir hasta allí con tus piernecitas tan cortas?

—Tal vez me lleve una grulla o un ánsar silvestre; se reúnen todos allí ahora para el largo vuelo hacia la tierra donde no hay invierno. En el peor caso, haré parte del camino montado en un oso o en un lobo; son todos amigos de los gnomos. Debo marcharme.

—No te vayas, quédate aún un poco conmigo y te enseñaré lo que en la cajita de oro te interesaba tanto.

—¿Qué tienes en la cajita de oro? ¿Es un animal? Me ha parecido oír el latido de su corazón dentro de la caja.

—Es el latido del corazón del Tiempo lo que has oído.

—¿Qué es el Tiempo? —preguntó el duende.

—No puedo decírtelo; nadie puede decirte lo que significa el Tiempo. Dicen que se compone de tres cosas distintas: lo pasado, lo presente y lo futuro.

—¿Lo llevas siempre contigo en esa cajita de oro?

—Sí; nunca descansa, nunca duerme, nunca cesa de repetir a mis oídos la misma palabra.

—¿Comprendes lo que dice?

—¡Ay! Demasiado bien. Me dice cada segundo, cada minuto, cada hora del día y de la noche, que me vuelvo cada vez más viejo y que moriré. Antes de marcharte, dime, hombrecito, ¿tienes miedo de la Muerte?

—¿Miedo de qué?

—Miedo del día en que cese el latido de tu corazón, en que los engranajes y las ruedas de todo el mecanismo caigan en pedazos, en que se detengan tus pensamientos y se extinga tu vida como la luz de esa oscura candela de sebo que está sobre la mesa.

—¿Quién te ha metido en la cabeza todos esos absurdos? No escuches la voz de la cajita de oro con su estúpido pasado, presente y futuro; ¿no comprendes que todo ello significa lo mismo? ¿No comprendes que dentro de esa cajita hay alguien que se burla de ti? Yo, en tu lugar, arrojaría al río la extraña cajita de oro y ahogaría al mal espíritu que en ella se encierra. No creas una palabra de lo que te dice, no son más que mentiras. Seguirás siendo niño, no te volverás viejo, nunca morirás. Échate y duerme un rato. No tardará en salir de nuevo el sol por encima de los abetos; dentro de poco el nuevo día mirará a través de la ventana; dentro de poco verás mucho más claro de lo que nunca has visto con la luz de esa candela de sebo. Debo irme. Adiós, soñador, me alegro de haber vuelto a verte.

—Me alegro de haberte vuelto a ver, gnomito.

Se deslizó de la silla próxima a mi cama y trotó hacia la puerta con sus pequeños zuecos; mientras se registraba el bolsillo para buscar su llavín, prorrumpió de pronto en tal carcajada que tuvo que sujetarse la panza con las manos.

—¡La Muerte! —exclamó con una risita—. ¡Es increíble! Supera a todo cuanto había oído decir. ¡Qué tontos y miopes son estos grandes monos comparados con nosotros, los pequeños gnomos! ¡La Muerte! Nunca he oído mayor disparate.

Cuando desperté y miré por la ventana, la tierra estaba blanca de nieve reciente. Por el alto cielo oí el batir de alas y el reclamo de una bandada de ánsares selváticos. ¡Buen viaje, gnomito!

Me senté para desayunar. Una escudilla de puches, leche fresca de vaca y una taza de excelente café. El tío Lars me contó que se había levantado dos veces durante la noche. El perro lapón había gruñido, inquieto, todo el tiempo, cual si viese u oyera algo. Él mismo creía haber visto una forma oscura, que bien pudiera ser la de un lobo que rondaba furtivamente la casa. Una vez le pareció oír un sonido de voces que salía del establo; se tranquilizó al oír que era yo, que hablaba durante el sueño. Las gallinas habían cacareado y estado inquietas, toda la noche.

—¿Ves esto? —dijo tío Lars, indicando en la nieve reciente un rastro que conducía a mi ventana —. Deben de haber sido lo menos tres. He vivido más de treinta años aquí y nunca he visto las huellas de un lobo tan cerca de la casa. ¿Has visto esto? —añadió indicando otra huella grande, como de hombre—. Al principio, cuando la he visto, creía soñar. Como me llamo Lars Anders que ha estado aquí esta noche el oso, y éstas son las huellas de su cachorro. Hace diez años que no he matado ninguno en esta selva. ¿Oyes esa algarabía dentro del gran abeto que está junto al establo? Debe de haber lo menos un par de docenas de ardillas; en mi vida he visto tantas en un solo árbol. ¿Has oído el grito de la lechuza en la selva y el reclamo del colimbo en el lago, toda la noche? ¿Has oído a la chotacabras volar en torno de la casa al amanecer? No puedo explicármelo. Por lo común, toda la selva permanece desde el ocaso silenciosa como una tumba. ¿Por qué han venido aquí esta noche todos esos animales? Ni Kerstin ni yo hemos pegado el ojo. Kerstin cree que la niña lapona ha hechizado la casa, pero ella dice que fue bautizada en Rukne el verano pasado. Mas con esos lapones nunca sabe uno a qué atenerse; todos están llenos de brujerías e intrigas del diablo. Sea lo que fuere, la he despedido al amanecer; camina veloz, y antes del ocaso estará en la escuela lapona de Rukne. ¿Cuándo te vas tú?

Contesté que no tenía ninguna prisa; me gustaría permanecer un par de días; me gustaba mucho Forsstugan.

El tío Lars dijo que aquella misma noche regresaría su hijo de cortar madera y no había ninguna otra cama donde yo pudiese dormir. Dije que no me importaba dormir en el granero; el olor del heno me gustaba. Ni a tío Lars ni a madre Kerstin pareció complacer esta idea. No pude menos de comprender que deseaban librarse de mí; casi no me contestaban; parecía que me temían.

Pregunté al tío Lars por el extranjero que había ido a Forsstugan dos días antes y se había comido todo el pan. No hablaba una palabra de sueco, dijo Lars Anders, y el lapón finlandés que llevaba los avíos de pesca decía que habían perdido el camino. Estaban medio muertos de hambre cuando llegaron y se comieron todo lo que había en casa. Tío Lars me enseñó la moneda que había insistido en dar a los nietecitos: ¿era posible que fuese oro de veras?

Era un
sovereign
inglés. En el suelo, cerca de la ventana, había un
Times
dirigido a
Sir John Scott.
Lo abrí y leí en enormes caracteres:

TERRIBLE EPIDEMIA DE CÓLERA EN NÁPOLES

MÁS DE MIL CASOS DIARIOS

Una hora después, Pelle, el nietecito del tío Lars, estaba ante la casa con el peludo caballito noruego. El tío Lars quedóse confundido cuando quise pagarle, al menos, las provisiones de mi morral. Decía que nunca había oído nada semejante. Decía también que no debía preocuparme; Pelle conocía bien el camino. Era un viaje del todo fácil y cómodo en aquella estación. Ocho horas de caballo a través de la selva, hasta Rukne; tres horas siguiendo la corriente en la barca de Liss Jocum; seis horas a pie por el monte hasta el primer pueblo con iglesia, dos horas por el lago hasta Losso Jarvi, y desde allí, ocho horas de buen camino hasta la nueva estación ferroviaria. Aún no había ningún tren de viajeros, pero el ingeniero me dejaría ir seguramente en su locomotora durante doscientas millas, hasta que pudiese tomar el tren de mercancías.

Tenía razón el tío Lars: fue un viaje fácil y cómodo; al menos, así me lo pareció entonces. ¿Cómo me parecería hoy? Igualmente cómodo y fácil fue el viaje a través de la Europa central, en los miserables trenes de aquel tiempo, casi sin dormir. Desde Laponia a Nápoles: ¡mirad el mapa!

VIII - Nápoles

SI alguien quisiera saber de mi estancia en Nápoles tendría que buscar las
Letters from a Mourning City
, si le fuera posible hallar algún ejemplar, lo que no es probable, porque el librito hace mucho tiempo que está agotado y olvidado. Acabo de releer con mucho interés esas
Cartas de Nápoles
, como se llamaban en el original sueco. Hoy no podría escribir un libro parecido, ni aun al precio de mi vida. Hay en esas cartas una gran exuberancia juvenil, y también una abundante vanidad, por no decir jactancia. Evidentemente, estaba muy satisfecho de mí mismo por haberme precipitado desde Laponia a Nápoles precisamente cuando todos habían abandonado esta ciudad. Hay bastante vanagloria al contar que andaba día y noche por los barrios pobres infectados, lleno de piojos, alimentándome de fruta podrida y durmiendo en una sucia posada. Pero todo es absolutamente cierto, de nada me he de retractar; mi descripción de Nápoles durante el período del cólera es tal como la vi con los ojos de un entusiasta.

Pero es mucho menos exacta la descripción de mí mismo. Tuve el atrevimiento de escribir que no temía al cólera, que no temía a la muerte. Mentí. Tuve tremendo miedo de ambos, desde el principio hasta el fin. En la primera carta describía cómo, semidesvanecido por el hedor de ácido fénico en el tren vacío, salí a la plaza desierta, al anochecer; cómo me encontré por las calles con largas filas de carros y ómnibus llenos de cadáveres que iban al cementerio de coléricos, y cómo pasé toda la noche entre moribundos en los miserables
fondaci
de los barrios bajos. Pero no hay ninguna descripción de cómo, un par de horas después de mi llegada, volvía de nuevo a la estación, preguntando con ansiedad por el primer tren para Roma, para Calabria, para los Abruzzos, para cualquier sitio, cuanto más lejos mejor, con tal de salir de aquel infierno. Si hubiese habido tren, las
Cartas de Nápoles
no existirían. Pero el caso fue que no había ninguno hasta el mediodía siguiente, porque las comunicaciones con la ciudad infectada habían sido casi suprimidas. No me quedaba más remedio que ir a nadar a Santa Lucía al amanecer, y regresar a los barrios pobres con la cabeza despejada, pero temblando aún de miedo. Por la tarde fue aceptado mi ofrecimiento de formar parte del cuerpo médico del hospital de coléricos de
Santa Maddalena.
Dos días después desaparecía del hospital, por haber descubierto que mi puesto no estaba entre los moribundos del establecimiento, sino entre los de los barrios bajos.

¡Cuánto más fácil sería para ellos y para mí, pensaba, si al menos su agonía no fuese tan larga, tan terrible! ¡Permanecían allí tendidos durante horas, durante días, en
stadium algidum
, fríos como cadáveres, con boca y ojos muy abiertos, con todas las apariencias de la muerte y, sin embargo, viviendo aún! ¿Sentían o comprendían todavía algo? Menos mal los pocos que podían aún ingerir una cucharadita de láudano, que uno de los voluntarios de la
Croce Bianca
se apresuraba a verterles en la boca. Al menos aquello podía acabarlos antes de que los soldados y los sepultureros, medio borrachos, viniesen por la noche para arrojarlos a montones en la inmensa fosa del
Camposanto dei colerosi.
¿Cuántos fueron arrojados vivos? A centenares, creo. Todos parecían absolutamente iguales; a menudo ni yo mismo podía decir si estaban vivos o muertos. No había tiempo que perder. Los había a docenas en cada callejón; las órdenes eran severas: debían ser enterrados todos durante la noche.

Cuando la epidemia llegó a su máximo desarrollo, ninguna razón tuve ya para lamentar que su agonía fuese tan larga. Pronto empezaron a caer por la calle como fulminados, para ser luego recogidos por la Policía y trasladados al hospital de coléricos, donde morían a las pocas horas. El cochero que con magnífico humor me llevó una mañana al presidio del
Granatello
, cerca de Portici, y que debía volverme a Nápoles, estaba muerto en su carruaje cuando fui a buscarlo aquella misma tarde. Nadie quiso interesarse por él en Portici. Nadie quiso ayudarme a sacarlo del coche. Tuve que subir al pescante y llevarlo yo mismo a Nápoles. Tampoco allí quiso nadie interesarse y, al fin, hube de conducirlo al cementerio de coléricos para poder desembarazarme de él.

Con frecuencia, por la noche, cuando regresaba a la posada, estaba tan cansado que me derrumbaba en la cama sin desnudarme, sin lavarme siquiera. ¿Qué importaba que me lavase con aquella agua sucia, qué más daba que me desinfectase, cuando todos y todo a mi alrededor estaba infectado, el alimento que comía, el agua que bebía, el lecho en que dormía, el mismo aire que respiraba? A menudo tenía demasiado miedo de acostarme, demasiado miedo de estar solo. Corría de nuevo a la calle para pasar el resto de la noche en cualquier iglesia.
Santa Maria del Carmine
era mi cuartel nocturno preferido. Sobre un banco de la nave izquierda de aquella antigua iglesia he saboreado mi mejor sueño. Había muchas iglesias donde podía dormir cuando no me atrevía a volver a casa. Todos los centenares de iglesias y capillas de Nápoles estaban abiertas durante la noche, resplandecientes de cirios votivos y atestadas de gente. Todos los centenares de Vírgenes y Santos trabajaban duramente día y noche para visitar a los moribundos en los respectivos barrios. ¡Ay de ellos si osaban presentarse en el barrio de uno de sus rivales! Hasta la venerable Virgen del Cólera, que había salvado a la ciudad en la terrible epidemia de 1834, había sido silbada unos días antes en
Bianchi Nuovi.

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