—Pronto habremos de levantar el campo nosotros también —continuó
Turi
—. Estoy seguro de que tendremos un invierno precoz. La nieve estará pronto demasiado dura bajo los abedules para que los renos puedan llegar al musgo y tendremos que bajar al pinar antes de que termine el mes. Por el modo de ladrar los perros comprendo que ya huelen el lobo. ¿No has dicho que viste el rastro del viejo oso ayer, cuando cruzaste la garganta de Sulmö? —preguntó a un joven lapón que acababa de entrar en la tienda y se había acurrucado junto al fuego.
Sí, lo había visto, y también abundantes huellas de lobos.
Yo dije que me alegraba mucho de oír que seguía habiendo osos; me habían dicho que quedaban muy pocos por aquella parte.
Turi
me dijo que tenía razón. Aquél era un viejo oso que habitaba allí desde hacía muchos años; con frecuencia lo habían visto rondar por la garganta. Tres veces lo habían acorralado durante el invierno, mientras dormía, pero siempre había conseguido escapar; era un viejo oso muy astuto.
Turi
había disparado también sobre él, pero no hizo más que sacudir la cabeza y mirarle con ojos picarescos: sabía que ninguna bala corriente podía matarlo. Sólo lo mataría una bala de plata, disparada un sábado por la noche cerca del cementerio, porque era protegido de los
Uldra.
—¿Los
Uldra?
Sí, ¿no conocía a los
Uldra
, el pueblecito que vive bajo la tierra? Cuando el oso iba a dormir durante el invierno, los
Uldra
le llevaban de noche la comida; naturalmente, ningún animal podría dormir todo el invierno sin nutrirse, afirmaba con una risita
Turi.
Es la ley del oso que no debe matar al hombre. Si quebranta la ley, los
Uldra
no le vuelven a llevar comida y ya no puede dormir en invierno. El oso no era astuto y traidor como el lobo. Tenía la fuerza de doce hombres y la astucia de uno. El lobo tenía la fuerza de uno y la astucia de doce. Al oso le gustaba la lucha leal. Si encontraba un hombre y éste se dirigía a él y decía: «Ven, luchemos, no te temo», el oso se limitaba a derribarlo y se iba sin causarle ningún mal. El oso nunca atacaba a una mujer; lo único que debía hacer ella era mostrarle que era mujer y no hombre.
Pregunté a Turi si había visto a los
Uldra.
No, nunca los había visto; su mujer sí, y los niños los veían con frecuencia. Pero los había oído moverse bajo tierra. Los
Uldra
se movían durante la noche y dormían de día, porque no podían ver con la luz diurna. A veces, cuando ocurría que los lapones plantaban sus tiendas sobre un lugar habitado por los
Uldra
, éstos les advertían que se instalasen más lejos. Los
Uldra
eran más bien afables, mientras los dejasen en paz. Si los molestaban, esparcían por el musgo un polvo que mataba los renos a docenas.. También había sucedido que se llevasen un niño lapón, reemplazándolo en la cuna con uno suyo. Sus hijos tenían la faz cubierta de pelo negro y largos y afilados dientes. Hay quien dice que se debía zurrar a su niño con una varita de abedul encendida, hasta que la madre, no pudiendo soportar los gritos del pequeño, os devolviese vuestro hijo y se llevase el propio. Otros dicen que se debía tratar a su hijo como si fuera vuestro; entonces la madre
uldra
, agradecida, os lo devolvía. Mientras hablaba
Turi
, una viva discusión acerca de cuál de esos métodos fuera mejor entablóse entre las mujeres, que estrechaban a sus hijos con miradas de inquietud. El lobo era el peor enemigo de los lapones. No se atrevía a atacar un rebaño de renos, pero se quedaba parado, dejando que el viento les llevase su olor. En cuanto los renos olían el lobo, se dispersaban por el pavor y entonces se acercaba el lobo y los mataba uno a uno, hasta una docena en una noche. Dios creó todos los animales, excepto el lobo, que fue engendrado por el demonio. Si un hombre tenía sobre su conciencia la sangre de otro hombre y no confesaba su pecado, el diablo solía transformarlo en lobo. El lobo podía hipnotizar a los lapones que guardaban los rebaños durante la noche, simplemente mirándolos a través de la oscuridad con sus encendidos ojos. A un lobo no se le podía matar con una bala corriente, a menos que se la llevase en el bolsillo los domingos a la iglesia. El mejor medio era alcanzarlo con los propios esquís sobre la blanda nieve y golpearlo con el propio báculo en la punta del hocico. Entonces caía redondo y en seguida moría. El mismo
Turi
había dado muerte de esta manera a docenas de lobos; sólo una vez erró la puntería y el lobo le mordió en una pierna; mientras hablaba me enseñó la horrible cicatriz. El invierno pasado, un lobo que se revolcaba ya moribundo, mordió a un lapón. Éste perdió tanta sangre que se quedó dormido sobre la nieve; al día siguiente lo encontraron helado, junto al lobo muerto. Había también el carcayú, que se lanza a la garganta del reno, cerca de la gran arteria, y permanece allí colgado durante varias millas, hasta que el reno pierde tanta sangre que cae muerto. También había el águila real, que se llevaba en sus garras los terneros recién nacidos si las madres los dejaban solos un instante. Y asimismo el lince, que se arrastraba furtivo, como un gato, para saltar sobre el reno que se alejaba del rebaño y se extraviaba.
Turi
decía que no podía comprender cómo habían conseguido los lapones mantener unidos sus rebaños en otros tiempos, antes de haberse asociado con el perro. En tiempos pasados, el perro solía cazar al reno en compañía del lobo; pero el perro, que es el más listo de los animales, comprendió que le convenía más trabajar con los lapones que con los lobos, y se ofreció para servirles, con la condición de que le tratasen como un amigo por toda la vida y que, cuando estuviese a punto de morir, lo ahorcasen. Y por eso, aún hoy, ahorcaban los lapones a sus perros cuando eran demasiado viejos para trabajar; hasta los cachorros recién nacidos que debían ser suprimidos por falta de comida, eran siempre ahorcados. Los canes habían perdido el don de la palabra cuando ésta le fue dada al hombre, pero podían comprender todo cuanto se les dijese. Antaño hablaban todos los animales, y también las flores, los árboles, las piedras y todas las cosas inanimadas, creadas por el mismo Dios que había creado al hombre. Por lo tanto, éste debía ser amable con los animales y tratar las cosas inanimadas como si aún sintieran y comprendieran. El día del Juicio final, Dios llamará primero a los animales para testimoniar sobre el hombre muerto. Y sólo después que los animales se hayan pronunciado, serán llamados sus semejantes a testimoniar.
Pregunté a
Turi
si había
Stalos
en las cercanías; había oído hablar tanto de ellos en mi infancia que hubiera dado cualquier cosa por encontrar alguno de esos grandes ogros.
—Dios nos libre —dijo, inquieto,
Turi
—. El río que habrás de vadear mañana se llama todavía
Stalo
, porque el viejo ogro
Stalo
lo habitaba en tiempos remotos, con la bruja de su mujer. Tenían un solo ojo para los dos, por lo cual se pegaban y discutían continuamente cuál de ellos debiera tener el ojo para ver. Se comían siempre a sus hijos, pero se comían también a muchos niños lapones cuando se presentaba ocasión.
Stalo
decía que le gustaban más los niños lapones porque los suyos sabían demasiado a azufre. Una vez, mientras cruzaban el lago en un trineo arrastrado por doce lobos, empezaron a cuestionar, como de costumbre, por el ojo, y
Stalo
se puso tan furioso que hizo un agujero en el fondo del lago, por donde se escaparon todos los peces y ninguno ha vuelto jamás. Desde entonces se llama
Lago Siva.
Lo cruzarás mañana y verás por ti mismo que no queda ni un solo pez.
Pregunté a
Turi
qué sucedía cuando enfermaban los lapones y cómo podían arreglarse sin ver al médico. Dijo que rara vez estaban enfermos, especialmente en invierno, salvo en los muy duros, en que solía morir helado algún recién nacido. El médico iba a verlos dos veces al año por orden del Rey,
y Turi
creía que era casi suficiente. Tenía que cabalgar a través de los pantanos durante dos días, tardaba otro en cruzar la montaña a pie, y la última vez que vadeó el río estuvo a punto de ahogarse. Afortunadamente, había entre los lapones muchos sanadores que podían curar la mayoría de sus males mucho mejor que el médico del Rey. Los sanadores eran favorecidos por los
Uldra
, que les habían enseñado su arte. Algunos de esos sanadores podían curar simplemente poniendo las manos sobre la parte doliente. En la mayoría de los males, lo que más ayudaba era la sangría y el masaje. El mercurio y el azufre eran muy útiles, y también una cucharadita de tabaco en polvo en una taza de café. Dos ranas cocidas en leche durante dos horas eran muy buenas para la tos. Y aún era mejor si se podía coger un sapo grande. Los sapos venían de las nubes; caían a centenares sobre la nieve, cuando las nubes estaban bajas. No se podía explicar de otro modo el que se hallen en los campos de nieve más desolados, donde no había ninguna señal de cosa viviente. Diez piojos hervidos en leche con abundante sal, tomados en ayunas, eran una cura segura de la ictericia, mal muy frecuente entre los lapones en primavera. Las mordeduras de los perros se curaban frotando la herida con sangre del mismo perro. Fregando la parte sensible con lana de corderito se quitaba en seguida el dolor, porque Jesucristo habló con frecuencia del cordero. Cuando alguno estaba para morir, lo avisaba siempre un cuervo o una corneja que acudía y se posaba en el palo de la tienda. No se debía hablar ni hacer el menor ruido por miedo de ahuyentar a la vida y para evitar que el moribundo pudiera ser condenado a vivir una semana entre dos mundos. Si entraba en vuestras narices el olor de un muerto podíais morir vosotros mismos.
Pregunté a
Turi
si había alguno de aquellos sanadores en la vecindad, pues me gustaría mucho hablarle.
No, el más próximo era un viejo lapón llamado
Mirko,
que vivía en otra parte de la montaña. Era muy viejo;
Turi
lo conocía desde que era niño. Es un maravilloso sanador, muy favorecido por los
Uldra.
Todos los animales se acercaban a él sin temor, y ninguno le hacía daño, porque conocen en seguida a los que son favorecidos por los
Uldra.
Podía quitar el dolor con un simple toque de la mano. Siempre se podía reconocer a un sanador por la forma de su mano. Si se ponía un pájaro herido en el ala en la mano de un sanador, el pájaro se estaba quieto, porque comprendía que era un sanador.
Enseñé mi mano a
Turi
, que no tenía idea de que yo fuese médico. La miró atentamente sin decir una palabra; dobló los dedos uno por uno con mucho cuidado, midió la distancia entre el pulgar y el índice y murmuró algo a su mujer, que, a su vez, me tomó la mano en su pequeña y morena garra, con una expresión inquieta en sus ojitos de almendra.
—¿Te dijo tu madre que naciste con el amnios? ¿Por qué no te dio su leche? ¿Quién te amamantó? ¿Qué lengua hablaba tu nodriza? ¿Puso alguna vez en la leche la sangre de un cuervo? ¿Te colgó del cuello la garra de un lobo? ¿Te hizo tocar una calavera cuando eras niño? ¿Has visto a los
Uldra?
¿Has oído las esquilas de sus blancos renos, lejos, en la selva? ¡Es un sanador, es un sanador! —dijo
Ellekare
con una rápida e inquieta ojeada a mi rostro.
—¡Es protegido de los
Uldra!
—repetían todos, con una expresión casi de espanto en los ojos.
Yo mismo estaba casi espantado cuando retiré la mano.
Turi
dijo que era hora de acostarse; el día había sido largo y yo tenía que partir al amanecer.
Nos tendimos todos alrededor del rescoldo.
Pronto fue todo oscuridad en la abundante tienda. Sólo podía ver la Estrella Polar que brillaba sobre mí, a través del agujero para la salida del humo. Después, entre el sueño, sentía el cálido peso de un perro sobre mi pecho y el suave contacto de su hocico en mi mano.
Al amanecer nos levantamos; todo el campamento estaba en pie para verme marchar. Repartí mis muy apreciados regalitos de tabaco y dulces, y todos me desearon buen viaje. Si todo iba bien, debería llegar al día siguiente a Forsstugan, la más próxima habitación humana en el desierto de los pantanos, torrentes, lagos y selvas, que era la morada de los lapones sin hogar.
Ristin
, la nieta de
Turi
, de dieciséis años, debía ser mi guía. Conocía algunas palabras suecas; había estado una vez en Forsstugan; debía continuar desde allí hasta el más próximo pueblecito, que poseía una iglesia, para asistir, de nuevo, a la escuela lapona.
Ristin
caminaba delante, con su larga túnica de reno blanco y el gorrito de lana encarnada. En el talle llevaba un ancho cinturón de cuero, recamado de hilo azul y amarillo, y adornado con bucles y plaquitas cuadradas de plata maciza. Colgaban del cinturón su cuchillo, su bolsa de tabaco y su cubilete. Noté también una hachita para cortar madera, metida bajo el cinturón. Llevaba polainas de suave piel de reno blanco, ciñendo los anchos calzones de piel. Sus piececitos iban calzados con delicados zapatos, también de reno blanco, diestramente adornados con hilo azul. Al hombro llevaba su
laukos
, zurrón de corteza de abedul, conteniendo cuanto le pertenecía y nuestras provisiones. Era grande, dos veces como mi morral, mas parecía no pesarle nada. Caminaba por la inclinada pendiente con el paso rápido y silencioso de un animal, saltaba como un conejo un tronco de árbol caído o un charco de agua. De vez en cuando, ágil como una cabra, trepaba a una empinada roca y miraba en todas direcciones. Al pie de la colina nos hallamos ante una ancha corriente; apenas tuve tiempo de preguntarme cómo podríamos pasarla, cuando ella había entrado ya en el agua hasta la cadera. No tuve más remedio que seguirla por el agua helada. Pronto me calenté de nuevo subiendo la pronunciada pendiente opuesta a una velocidad asombrosa. Casi nunca hablaba y me importaba poco, pues me era difícil comprender lo que decía. Su sueco era tan malo como mi lapón. Nos sentamos sobre el blando musgo e hicimos una excelente comida de galletas de centeno y manteca fresca, queso, lengua de reno ahumada y agua deliciosa y fresca del arroyo de montaña, bebida en el cubilete de
Ristin.
Encendimos nuestras pipas y de nuevo intentamos entender lo que nos decíamos mutuamente.