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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (38 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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Sintió una punzada de remordimiento por marcharse al pensar que sus compañeros, de seguro, morirían. Sabía que dejaba esa tierra para siempre, que nunca más regresaría, y que en la dulce Francia recordaría el aire seco del desierto, y la alegría de los campamentos sarracenos donde tantos amigos había hecho, porque al cabo los hombres eran hombres, no importaba a qué Dios rezaran. Y él había visto honor, justicia, dolor, alegría, sabiduría y miseria en las filas de sus enemigos lo mismo que en las suyas. No eran diferentes, sólo luchaban con banderas distintas.

Pediría a Said que le acompañara un trecho, pero luego continuaría solo. No podía exigir a su amigo que dejara su tierra, no, no se acomodaría a vivir en Francia, por más que él le había contado las maravillas de su pueblo, Lyrey, cercano a Troyes. Allí aprendió a cabalgar por los verdes prados de la casa familiar, y a manejar las pequeñas espadas que su padre mandaba hacer al herrero para que sus hijos se convirtieran en caballeros.

Said se había hecho viejo como él, ya era demasiado tarde para volver a aprender a vivir otra vida.

Terminó de doblar cuidadosamente la mortaja con el lino nuevo y la guardó en un zurrón que siempre llevaba consigo. Fue a buscar a Said y le explicó las órdenes recibidas. Le preguntó si quería acompañarlo parte del camino antes de separar para siempre sus destinos. El hombre asintió. Sabía que cuando regresara no quedaría ningún cristiano en Acre. Volvería con los suyos, a consumir lo que le quedaba de vejez.

— o O o —

Llovía fuego. Las flechas incendiarias irrumpían por encima de las murallas arrasando lo que encontraban en su recorrido. El 6 de abril de aquel año del Señor de 1291 los mamelucos habían comenzado el asedio de San Juan de Acre. Llevaban varios días martirizando la fortaleza que los caballeros templarios defendían con fiereza.

Guillaume de Beaujeu había mandado confesar y comulgar el mismo día en que comenzó el asedio. Sabía que pocos de ellos lograrían sobrevivir, de manera que les pidió que pusieran sus almas en orden con Dios.

Sabía a François de Charney cabalgando, despidiéndose de aquellos lugares que se habían convertido en su hogar. Confiaba en que salvaría la mortaja de Cristo y la haría llegar a Francia. Su corazón le había dictado la decisión de mandar a De Charney con la tela sagrada. El joven que cuarenta años atrás la trajera de Constantinopla volvía a custodiarla camino de Occidente.
Insh’Allah!

¿Cuántos caballeros quedaban? Apenas cincuenta defendían las murallas que no querían rendir, mientras los civiles cristianos corrían desesperados, gritando. Lo peor de la condición humana afloraba en aquellos momentos en que la vida era lo único que se podía salvar.

Las escenas de pánico se sucedían. Un barco había naufragado a pocos metros de la costa por la carga exagerada de hombres y pertrechos que buscaban huir de la muerte segura.

En Acre, la gran fortaleza templaria, en aquella ciudadela amurallada, se combatía cuerpo a cuerpo. Los templarios no cedían ni un palmo de terreno, lo defendían con su vida, y sólo cuando les era arrancada, avanzaba el enemigo.

Guillaume de Beaujeu, espada en ristre, se batía desde hacía horas; no sabía cuántos hombres había matado ni cuántos habían muerto a su alrededor. Había pedido a sus caballeros que intentaran marcharse antes de que cayera Acre. Petición inútil, porque todos combatían sabiendo que pronto responderían de sus actos ante Dios.

El gran maestre luchaba contra dos fieros sarracenos, intentaba esquivar los mandobles con el escudo, pero ¡ay! ¿Qué había hecho? De pronto siente un dolor agudo en el pecho, no ve nada, se ha hecho la noche.
Insh’Allah!

Jean de Perigod logró arrastrar el cuerpo de Guillaume de Beaujeu y resguardarlo junto al muro. Se corrió la voz: el gran maestre ha muerto. Acre está a punto de sucumbir, pero Dios no ha dispuesto que sea esa noche.

Los mamelucos regresan a su campamento, de donde llegó aroma de cordero especiado y el sonido de canciones que hablan de victoria. Los caballeros se reúnen, exhaustos, en la sala capitular. Deben elegir a un gran maestre, allí, ahora, no pueden esperar. Están cansados, agotados, poco les importa quién se convierta en su jefe cuando mañana van a morir, quizá pasado, ¿qué más da? Pero rezan y meditan, y piden a Dios que los ilumine. Guillaume de Beaujeu.

El 28 de mayo de 1291 en Acre hacía calor y olía a miseria. Antes de que saliera el sol Thibaut Gaudin ha dispuesto que escucharan la santa misa. Las espadas entrechocan sin descanso y las flechas buscan a ciegas a sus víctimas. Antes de que caiga el sol ondeará sobre Acre la bandera de los enemigos.
Insh’Allah!
La fortaleza se asemeja a un cementerio. Apenas quedaban caballeros con vida.

38

Se despertó gritando como si estuviera en medio de la batalla. Pero estaba allí, en el corazón de Londres, en una habitación del hotel Dorchester. Ana Jiménez sintió el sudor que la recorría por la espalda. Las sienes le palpitaban, era presa de un ataque de arritmia.

Angustiada, se levantó de la cama y fue al baño. Tenía el cabello pegado a la cara y el camisón empapado. Se lo quitó y se metió en la ducha. Era la segunda vez que tenía una pesadilla con una batalla. Si creyera en la transmigración de las almas juraría que había estado allí, en la fortaleza de San Juan de Acre, viendo morir a los últimos templarios. Podía describir el rostro y el porte de Guillaume de Beaujeu, y el color de los ojos de Thibaut Gaudin. Había estado allí, lo sentía. Conocía a aquellos hombres, podría jurarlo.

Salió de la ducha reconfortada y se puso una camiseta antes de volver a la cama. No tenía otro camisón. La cama estaba húmeda de sudor, de manera que decidió encender el ordenador y navegar un rato por internet.

Las explicaciones del profesor McFadden, junto a la documentación que le había suministrado sobre la historia de los templarios, la habían afectado. El tal McFadden la había abrumado con detalles sobre la caída de San Juan de Acre, según él uno de los días más amargos en la historia de la Orden.

Quizá por eso había soñado con la caída de Acre, lo mismo que le había sucedido cuando Sofía Galloni le había contado el sitio de Edesa por parte de las tropas bizantinas.

Mañana volvería a ver al profesor McFadden, intentaría conseguir algo más que esas historias vívidas de los templarios que la conmovían hasta provocarle pesadillas.

39

El olor del mar le hacía sentirse optimista. No quería mirar atrás. No había podido reprimir el llanto cuando embarcó en la nave sabiendo que dejaba Chipre, en definitiva Oriente. Los hermanos se habían enfrascado en sus quehaceres para no verlo llorar. Se estaba haciendo viejo porque lloraba sin pudor. Había llorado al despedirse de Said. En tantos años era la primera vez que se habían fundido en un abrazo, y ambos lloraron con desconsuelo porque sabían que la separación era tanto como partir en dos la mitad del otro.

Para Said había llegado la hora de reencontrarse con los suyos mientras él, François de Charney, regresaba a la patria, a una patria de la que apenas sabía nada, a la que ya no sentía como suya. Su patria era el Temple, y su casa Oriente, a Francia regresaba la carcasa de un hombre que había dejado su alma al pie de las murallas de San Juan de Acre.

La travesía fue tranquila, aunque el Mediterráneo es un mar traicionero, como bien sabía Ulises. Pero surcaron las aguas sin sobresalto. Las órdenes de Guillaume de Beaujeu fueron tajantes: debía depositar la Santa Sábana en la fortaleza del Temple en Marsella y aguardar allí nuevas órdenes, aunque le hizo jurar que nunca se separaría de la reliquia, a la que defendería con su vida.

Pese al dolor que había anidado en su corazón, la compañía de algunos caballeros templarios que como él regresaban a Francia le hizo más llevadero el viaje. El puerto de Marsella se le antojó impresionante, con decenas de barcos y un sinnúmero de gente yendo de un lado a otro, gritando y hablando sin cesar.

Cuando dejaron la nave les aguardaban unos caballeros para conducirlos a la casa del Temple. Ninguno sabía nada de la reliquia que De Charney custodiaba. Beaujeu le había dado una carta para el visitador templario de Marsella y para el superior de la encomienda; «Ellos —le dijo— dispondrán lo mejor».

El superior de la encomienda, un noble de gestos secos pero del que De Charney averiguaría pronto que era un hombre bondadoso, escuchó su relato sin decir palabra. Luego le pidió que le entregara la reliquia.

Hacía años que los templarios conocían el verdadero rostro de Cristo porque Renaud de Vichiers había mandado copiar la imagen de la Santa Sábana, y no había casa o encomienda templaria que no dispusiese de una pintura reproduciendo a Nuestro Señor. No obstante, Vichiers había aconsejado discreción, y esta imagen nunca estuvo a la vista de los curiosos, sino que la guardaban en capillas secretas a las que acudían a rezar.

Así se guardaba el secreto de que el Temple poseía la única reliquia cierta de Jesús.

François de Charney abrió su zurrón y sacó el lino con el que había envuelto la mortaja. La desenrolló y… Los dos hombres cayeron de rodillas rezando, tal era el milagro que se había producido.

Jacques Vezelay, superior de la encomienda, Y François de Charney dieron gracias a Dios por el milagro que contemplaban sus ojos.

40

El celador entró en la celda y comenzó a revisar el armario, recogiendo la poca ropa que encontró. Mendibj le observaba en silencio.

—Parece que estás a punto de largarte y, como siempre, quieren que los que han estado aquí salgan con aspecto de personas decentes. Servicio de lavandería exprés. No sé si me entiendes o no, pero da lo mismo, me llevo todo esto. ¡Ah!, y tus asquerosas deportivas, deben de oler a mierda pura después de tenerlas puestas dos años.

Se acercó al lado de la cama y cogió las zapatillas. Mendibj hizo un gesto para incorporarse, como si estuviera alarmado, pero el celador le puso un dedo en el pecho en señal de advertencia.

—Quietecito. Yo cumplo órdenes, y esto va a la lavandería. Mañana te lo devolveremos.

Cuando se quedó solo cerró los ojos. No quería que las cámaras de vigilancia captaran su agitación. Le parecía muy extraño que se llevaran su ropa para lavarla, sobre todo las deportivas, ¿por qué lo harían?

— o O o —

Marco se despidió del director de la prisión. Llevaba allí casi todo el día. Había interrogado a los hermanos, pese a las protestas del médico. Había sido inútil. No quisieron decirle adónde se dirigían cuando fueron golpeados, tampoco de quién sospechaban que les había zurrado. Aunque Marco sabía que eran los hombres de Frasquello, quería saber si los hermanos los habían reconocido.

Guardaron un silencio sepulcral y se quejaron a gritos del dolor de cabeza y de que aquel policía los estaba torturando con sus preguntas. No iban a ninguna parte, vieron que la puerta de la celda estaba abierta, salieron y alguien les atacó. Ni una palabra de más, ni una de menos. Ésa era su versión y nada ni nadie les harían cambiarla.

El director sugirió a Marco que les dijera que sabía que querían matar al mudo, pero Marco lo desechó. No quería alertar a los de fuera, quienes fuera que habían contratado a los hermanos Bajerai. En una prisión hay cientos de ojos que vigilan. Quién sabe quién era el eslabón con la calle.

—Buenas noches, director.

—Buenas noches, hasta mañana.

La mujer salió del despacho sin mirar atrás. Había entrado al baño privado del director a cambiarle las toallas. Era parte del paisaje de la prisión, iba por todas partes, sin que nadie le prestara atención.

Cuando Marco llegó al hotel, Antonino, Pietro y Giuseppe le esperaban en el bar. Sofía se había ido a dormir y Minerva había prometido bajar en cuanto hablara con su casa.

—Bueno, faltan tres días y el mudo estará en la calle. ¿Qué hay de nuevo?

—Nada en especial —respondió Antonino—, salvo que, por lo que parece, en Turín hay muchos inmigrantes de Urfa.

Marco frunció el entrecejo.

—Explícate.

—Minerva y yo hemos trabajado como chinos. Querías saber de la familia de los Bajerai, bueno pues nos hemos puesto a buscar, a meter datos en el ordenador, y hemos encontrado por ejemplo que el novicio Turgut, el portero de la catedral, es de Urfa, bueno él no, su padre. Su historia es muy similar a la de los Bajerai. Su padre vino a buscar trabajo, lo encontró en la Fiat, se casó con una italiana y Turgut nació aquí. No tienen ninguna relación de parentesco con la Bajerai, salvo el origen. ¿Os acordáis de Tarik?

—¿Quién es Tarik? —preguntó Marco.

—Uno de los obreros que trabajaban en la catedral cuando se produjo el incendio. También es de Urfa —respondió Giuseppe.

—Por lo que se ve, los de ese pueblo tienen predilección por Turín —añadió Marco.

Minerva entró en el bar. Estaba cansada y se le notaba. Marco sintió remordimientos; la había sobrecargado de trabajo en los dos últimos días, pero sin duda era la mejor manejando el ordenador, y Antonino tenía una mente fría y analítica. Estaba seguro del buen trabajo realizado por los dos.

—Bueno, Marco —exclamó Minerva—, no dirás que no nos ganamos el sueldo.

—Sí, ya me están contando la cantidad de gente de Urfa que hay en Turín. ¿Qué más habéis descubierto?

—Que no son musulmanes practicantes, puede que no sean ni siquiera musulmanes. Todos van a misa —explicó Minerva.

—En realidad no hay que olvidar que Kernal Ataturk convirtió Turquía en un país laico, de manera que el que no sean musulmanes practicantes no sería tan raro. Lo extraño es que vayan a misa y sean tan devotos; eso significa que son cristianos —apuntó Antonino.

—¿Hay cristianos en Urfa? —preguntó Marco.

—Que sepamos no, y que sepan las autoridades turcas tampoco —respondió Minerva.

Antonino carraspeó como hacía siempre que iba a hacer una intervención sobre algún tema histórico.

—Pero en la Antigüedad fue una ciudad cristiana, nada menos que Edesa. Los bizantinos sitiaron Edesa el 944 para apropiarse de la Sábana Santa, en manos de una pequeña comunidad cristiana, a pesar de que los musulmanes eran en ese entonces los señores de Edesa.

—Despertad a Sofía —dijo Marco.

—¿Por qué? —preguntó Pietro.

—Porque vamos a tener una tormenta de cerebros. Sofía me dijo no hace mucho que a lo mejor la clave estaba en el pasado. Ana Jiménez pensaba lo mismo.

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