Alí tardó otros siete días más en poder incorporarse, y otros siete en poder cabalgar sobre su dócil corcel al que le habían sujetado con cinchas para que, en caso de que perdiera el conocimiento, no diera con sus huesos en el suelo. Alí sanó, y allí estaba, junto a ellos, a punto de entrar en la fortaleza cuando una polvareda provocada por los cascos de una docena de caballos los envolvió. Los caballeros templarios se hicieron presentes y el comandante de la patrulla les dio el alto.
En cuanto dijeron quiénes eran fueron escoltados hasta la fortaleza y llevados de inmediato a la presencia del gran maestre.
Renaud de Vichiers, el gran maestre del Temple, los recibió con afecto. A pesar del cansancio, durante una hora informaron a De Vichiers de algunos pormenores del viaje y le entregaron la misiva y los documentos que les diera André de Saint-Rémy y la bolsa que guardaba el Mandylion.
El gran maestre les mandó descansar, y dio órdenes de que eximieran a Alí de cualquier servicio hasta que se recuperara totalmente.
Luego, ya a solas, con mano temblorosa, Renaud de Vichiers sacó de la bolsa el arca que guardaba el Mandylion. Sentía que la emoción le agarrotaba los sentidos, pues iba a conocer el rostro de Cristo Nuestro Señor.
Extendió el lino, y de rodillas, rezó, dando gracias a Dios por haberle permitido contemplar su verdadera faz.
Caía la tarde del segundo día de la llegada de Robert de Saint-Rémy y François de Charney cuando el gran maestre llamó a la Sala Capitular a los caballeros de la Orden. Allí, sobre una mesa alargada, estaba expuesto el Mandylion. Uno por uno pasaron delante de la mortaja de Cristo, y algunos de aquellos recios caballeros a duras penas pudieron reprimir las lágrimas. Después de los rezos, Renaud de Vichiers explicó a los caballeros de la Orden que el santo sudario de Cristo permanecería en una urna, oculto a ojos indiscretos. Era la joya más preciada del Temple y la defenderían con su vida. Después les tomó juramento: a nadie dirían dónde se encontraba el Mandylion. Su posesión pasaba a ser uno de los grandes secretos de la Orden de los Caballeros Templarios.
Marco les había invitado a comer. Minerva, Pietro y Antonino habían llegado en el primer avión de la mañana.
Pietro se mostró frío, distante, casi antipático con Sofía, tanto que ésta se sintió incómoda. Pero sabía que no tenía opción: mientras estuviera en el Departamento del Arte tendría que trabajar con Pietro, lo que reafirmaba su decisión de marcharse en cuanto acabasen con el caso de la Síndone.
Estaban terminando el almuerzo cuando sonó el móvil de Sofía.
—¿Si…?
Al identificar la voz que hablaba al otro lado del teléfono se ruborizó; también el que se levantara de la mesa y saliera del comedor llamó sin querer la atención de sus compañeros. Cuando regresó nadie le preguntó nada, pero era evidente que Pietro estaba en tensión.
—Marco, era D'Alaqua, me ha invitado a almorzar mañana con el doctor Bolard y el resto del comité científico de la Síndone; es una especie de comida de despedida.
—Habrás aceptado, ¿no? —preguntó Marco.
—No —respondió un tanto confundida.
—Pues has hecho mal, te dije que quería que te pegaras a ellos.
—Si no recuerdo mal mañana hacemos un ensayo general con todo el dispositivo que has montado, y se supone que yo coordino todo el operativo.
—Tienes razón, pero era una buena oportunidad de volver a ver a ese comité, sobre todo a Bolard.
—De todos modos almorzaré con D’Alaqua pasado mañana.
La miraron asombrados. El propio Marco no pudo reprimir una sonrisa.
—¡Ah! ¿Y cómo es eso?
—Sencillamente me reiteró la invitación para un día después, sólo que no estarán los miembros del comité científico.
Minerva observó cómo Pietro apretaba los nudillos contra la mesa. Antonino también se sentía incómodo por la conversación entre Sofía y Marco, por la tensión que afloraba en Pietro. De manera que, sin más disimulos, instaron a Marco a que pidiera la cuenta y desviaron la conversación hacia los pormenores del operativo del día siguiente.
— o O o —
Con chaqueta y pantalón vaquero, sin maquillaje, y con el pelo recogido en una cola de caballo, Sofía empezó a arrepentirse de haberse puesto de esa guisa para el almuerzo con D’Alaqua.
No estaba fea porque no lo era, y la chaqueta y el vaquero los había comprado en Versace, pero pretendía demostrarle a D’Alaqua que estaba trabajando y que la cita era parte del trabajo, nada más.
El coche salió de Turín y a pocos kilómetros se desvió por una pequeña carretera que desembocaba frente a un imponente
palazzo
de estilo renacentista oculto por un bosque.
La verja se abrió sin que el chófer de D’Alaqua presionara ningún mando a distancia y sin que nadie se hubiera acercado a ver quiénes eran. Supuso que había cámaras de seguridad disimuladas por todos los rincones.
En la puerta la esperaba Umberto D'Alaqua, enfundado en un elegante traje de seda gruesa de color gris oscuro.
Sofía no pudo ocultar un gesto de sorpresa cuando entró en el
palazzo
. Era un museo, un museo convertido en vivienda.
—Le he pedido que viniera a mi casa porque sabía que le gustaría ver algunos de los cuadros que tengo.
Durante más de una hora pasearon por distintas estancias adornadas con impresionantes obras de arte distribuidas de manera muy inteligente.
Charlaron animadamente de arte, de política, de literatura. A Sofía se le pasó el tiempo con tal rapidez que se sorprendió cuando D'Alaqua se excusó diciendo que debía ir al aeropuerto porque a las siete tenía previsto volar hacia París.
—Perdóneme, lo he entretenido.
—En absoluto. Son las seis, y si no fuera porque esta noche debo estar en París, con mucho gusto la invitaría a que se quedase a cenar. Regreso dentro de diez días. Si continúa en Turín espero volver a verla.
—No lo sé. Es posible que para entonces hayamos terminado o estemos a punto de hacerlo.
—¿Terminado?
—La investigación sobre el incendio de la catedral.
—¡Ah! ¿Y cómo van?
—Bien. En la fase final.
—¿No puede ser más explícita?
—Pues…
—No se preocupe, lo entiendo. Cuando termine la investigación y se aclare todo, ya me lo contará.
Sofía se sintió aliviada por la reacción de D'Alaqua. Marco le había prohibido contarle nada, y aunque ella no compartía sus suspicacias sobre D'Alaqua, sería incapaz de desobedecerle.
Dos coches los esperaban en la puerta. Uno llevaría a Sofía al Alexandra, y el otro a D'Alaqua al aeropuerto, donde le aguardaba su avión privado. Se despidieron con un apretón de manos.
— o O o —
—¿Por qué quieren matarlo?
—No lo sé. Llevan días planeándolo. Intentan sobornar a un celador para que deje abierta la puerta de la celda del mudo. El plan es entrar mañana por la noche y cortarle el pescuezo, luego regresar a su celda. Nadie se enteraría, los mudos no gritan.
—¿Aceptará el celador?
—Puede ser. Dicen que tienen mucho dinero, creo que le van a ofrecer cincuenta mil euros.
—¿Quién más lo sabe?
—Otros dos compañeros, confían en nosotros, somos turcos como ellos.
—Vete.
—¿Me pagarás la información?
—Te la pagaré.
El capo Frasquello se quedó pensativo. ¿Por qué los hermanos Bajerai querían matar al mudo? Sin duda un asesinato por encargo, pero ¿de quién?
Llamó a sus lugartenientes, dos hombres que cumplían penas de prisión perpetua por asesinato. Conversó con ellos durante media hora. Después pidió a un celador que llamara a Genari.
El jefe de los guardianes entró en la celda de Frasquello pasada la medianoche. Éste veía un programa de televisión y ni se movió al verlo entrar.
—No hagas ruido y siéntate. Dile a tu amigo el poli que tenía razón. Quieren matar al mudo.
—¿Quiénes?
—Los Bajerai.
—¿Y por qué? —preguntó sorprendido Genari.
—¡Y yo qué sé! Tampoco me importa. Cumplo con mi parte, que él cumpla con la suya.
—¿Lo podrás evitar?
—Márchate.
Genari salió de la celda y con paso rápido fue hasta su despacho y llamó al número del móvil de Marco Valoni.
Marco leía. Estaba cansado. Habían ensayado de nuevo el dispositivo que pondrían en marcha en cuanto el mudo saliera de prisión. Además había vuelto a los subterráneos y durante dos horas había ido de un lado a otro, golpeando paredes, esperando oír el sonido característico del muro hueco. El comandante Colombaria, haciendo alarde de paciencia, acompañó a Marco en el nuevo periplo intentando convencerlo de que allí abajo no había más de lo que veía.
—Señor Valoni, soy Genari.
Marco miró el reloj, pasaba la medianoche.
—Tenía usted razón, quieren asesinar al mudo.
—Cuéntemelo todo.
—Frasquello ha descubierto que dos hermanos, dos turcos, los Bajerai, quieren cargarse al mudo. Al parecer presumen de haber recibido dinero para hacerlo. Lo harán mañana. Deberían llevarse al mudo de esta prisión, cuanto antes.
—No, no podemos hacerlo. Sospecharía que pasa algo y daría al traste con toda la operación. ¿Frasquello cumplirá su parte?
—Ya está cumpliendo, él me ha recordado que es usted quien debe cumplir la suya.
—Lo haré. ¿Está usted en la cárcel?
—Sí.
—Bien, voy a despertar al director; dentro de una hora estaré ahí, quiero toda la información que posean de los dos hermanos esos.
—Son turcos, buenos chicos, mataron a un hombre en una pelea pero no son asesinos, bueno, no son profesionales.
—Dentro de una hora me lo contará.
Marco despertó al director de la cárcel y le instó a reunirse con él en su despacho de la prisión. Luego telefoneó a Minerva.
—¿Dormías?
—Leía. ¿Qué pasa?
—Vístete, dentro de quince minutos te espero en el vestíbulo. Quiero que vayas a la central de los
carabinieri
, te metas en su ordenador y busques información sobre unos pájaros. Yo iré a la cárcel y desde allí te iré llamando con toda la información de que dispongan.
—Pero dime qué pasa.
—Que aún no me falla la intuición y hay dos que quieren asesinar al mudo.
—¡Dios mío!
—En quince minutos, abajo. No te entretengas.
Cuando Marco llegó a la prisión el director ya lo esperaba en su despacho. El buen hombre bostezaba sin poder disimular su cansancio.
—Quiero todo el informe de los Bajerai.
—¿Los hermanos Bajerai? Pero ¿qué han hecho? ¿Usted confía en lo que diga ese Frasquello? Mire, Genari, cuando esto termine usted deberá explicarme su relación con Frasquello.
El director buscó el informe referente a los hermanos y se lo entregó a Marco, al que le faltó tiempo para sentarse en el sofá y enfrascarse en su lectura. Cuando terminó telefoneó a Minerva.
—Me estoy durmiendo.
—Pues despiértate y empieza a buscar todo lo referente a esta familia de turcos que, aunque nacieron aquí, son hijos de inmigrantes. Lo quiero saber todo de ellos y de sus familiares. Pregunta a la Interpol, habla con la policía turca, en fin, que dentro de tres horas quiero un informe completo.
—¿Tres horas? Ni lo sueñes. Dame hasta mañana.
—A las siete.
—De acuerdo, cinco horas, algo es algo.
El comedor del hotel donde servían los desayunos abría a las siete en punto. Minerva, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y tantas horas ante el ordenador, entró en la sala segura de que allí encontraría a Marco.
Su jefe estaba leyendo el periódico y tomando un café. Igual que ella, tampoco tenía buena cara, se le notaban las huellas de la vigilia.
Minerva colocó dos carpetas encima de la mesa y se dejó caer en la silla.
—¡Uf, estoy agotada!
—Lo imagino. ¿Has encontrado algo interesante?
—Depende de lo que a ti te pueda parecer interesante.
—Prueba a decírmelo.
—Los hermanos Bajerai son hijos de inmigrantes turcos. Sus padres emigraron primero a Alemania y de allí pasaron a Turín. En Frankfurt encontraron trabajo pero la madre no se adaptaba al carácter germano, así que, como aquí tenían unos familiares, decidieron probar suerte. Sus hijos son italianos, turineses. El padre trabajó en la Fiat y la madre como asistenta. Ellos fueron a la escuela, y no fueron ni mejores ni peores que los demás. El mayor era más pendenciero y el más listo. Su expediente académico es bueno. Cuando terminaron secundarla el mayor entró a trabajar en la Fiat, como su padre, al pequeño lo contrataron de chófer de un jefazo del gobierno regional, un tal Regio, que le cogió porque la madre del chico había servido de asistenta en su casa. El mayor aguantó poco en la Fiat, lo de ser obrero no iba con él, de manera que alquiló un puesto en el mercado y se dedicó a vender verduras y hortalizas. Les iba bien, nunca tuvieron ningún lío con la policía, ni con Hacienda. Nada. El padre está jubilado, la madre también, viven de la pensión del Estado y de los ahorros de toda la vida. No poseen bienes salvo la casa que con mucho esfuerzo compraron hace quince años. Hace un par de años, un sábado por la noche, los Bajerai estaban en una discoteca con sus novias. Unos tipos borrachos las piropearon, parece que uno le tocó el culo a la novia del mayor. El informe de la policía afirma que los hermanos sacaron las navajas y se liaron a cuchilladas con los borrachos. Mataron a un tío y al otro lo hirieron de tal manera que le dejaron un brazo inútil. Les han condenado a veinte años, o sea, a toda la vida. Sus novias no les han esperado. Se han casado.
—¿Qué sabes de su familia en Turquía?
—Gente humilde. Provienen de Urfa, cerca de la frontera con Irak. A través de Interpol, la policía turca nos ha mandado un e-mail sobre lo que tienen de la familia Bajerai, que es muy poco y nada interesante. El padre tiene un hermano más joven en Urfa, aunque está a punto de jubilarse; trabaja en los campos petrolíferos. ¡Ah!, también tienen una hermana, casada con un maestro con el que ha tenido ocho hijos. Son gente de bien, no se han metido nunca en problemas, a los turcos les ha extrañado que preguntemos por ellos. Lo mismo les hemos hecho una faena a esa pobre familia, porque ya sabes cómo se las gastan allí.
—¿Algo más?
—Sí, aquí en Turín vive un primo de la madre, un tal Amin, al parecer un ciudadano ejemplar. Es contable, lleva muchos años trabajando para una empresa de publicidad. Está casado con una italiana, dependienta en una tienda de modas. Tienen dos hijas, la mayor va a la universidad, la pequeña está a punto de terminar secundaria, y van a misa los domingos.